La fábrica de hombres y otros relatos (6 page)

BOOK: La fábrica de hombres y otros relatos
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—¿Qué clase de algo? —interrumpí a tempo. Volvió a encogerse de hombros.

—Tal vez un soplo, un aliento, algo invisible, una fuerza —comenzó a decir el viejo, que parecía más excitado y apasionado—, ¡quién sabe! María me contó que una tarde se había quedado dormida en su habitación. Hacía calor, las ventanas estaban abiertas, las persianas bajadas; entonces llevaba pocas semanas en mi casa; yo no sabía si mentía; los niños mienten a menudo y entonces apenas era una niña, tan joven, tan joven...

El viejo se detuvo.

—Siga, siga, ¿qué ocurrió? —pregunté, apremiándole.

—María se había desnudado, y de repente, según me contó, oyó, probablemente en sueños, un viento huracanado que se abatía sobre la casa; una de las persianas se levantó y de repente...

(Pausa)

—Y de repente ¿qué? ¡De repente... ¡siga!

—De repente —retomó el viejo la palabra— vio ante sí una figura blanca y poderosa, de cabellos luminosos, que se inclinó sobre ella, le susurró algo y le causó dolor hasta que la muchacha gritó súbitamente. Entonces se desvaneció; cuando se levantó, sus vestidos estaban en desorden y la habitación llena de vapores sulfurosos; afuera brillaba el sol. ¡Al cabo de nueve meses la muchacha me trajo al chico rubio! —En ese momento se detuvo el viejo y vació con gran satisfacción el vaso lleno de un trago.

—¿No tenía en esa época ningún criado a su servicio? —pregunté bruscamente, a propósito, para terminar de una vez con el tono ebrio y sentimental.

—No había nadie en la casa ni en los alrededores; no sucede a menudo que alguien se aventure a venir por aquí, ¡puesto que tenemos mala fama!

—¿Sigue sosteniendo la muchacha que se quedó embarazada sin culpa y sin haber tenido trato consciente con hombre alguno?

—No sólo eso —aseguró el viejo—, cada vez da más bombo al asunto; no quiere comunicar a nadie las palabras que la criatura incomprensible le susurró; considera que todo esto es un milagro y que el chico es una criatura milagrosa, y quien lo ve debe asentir a ello.

—¿Y usted cree en todo esto? —le pregunté lleno de asombro.

—No me quedaba más remedio —enfatizó el viejo—; habría perdido mi posición en la casa y la fama en la vecindad; y ahora —añadió mi anfitrión con énfasis—, después de veinte años, mi posición en la casa se iría al diablo si dejara de creerla; ahora que no puedo valerme por mí mismo, tengo que conformarme con que me soporten.

—¿Así que es un milagro por conveniencia? —pregunté casi indignado.

—El asunto se me ha escapado de las manos —exclamó el viejo golpeándose las rodillas con ambas manos, lleno de desesperación—. Ya no se puede volver atrás; un milagro es un milagro; la muchacha cree en él, el hijo cree en él, y yo también; la vecindad cree en él, a pesar de que se ríen a escondidas y se guiñan el ojo. Y lo mejor de todo es que la muchacha espera cada año, el mismo día, a la misma hora y con los mismos vestidos la vuelta de ese ser misterioso. ¡Y acabará viniendo!

Entretanto, se había hecho tarde. El viejo no parecía dispuesto a acostarse, al contrario, volvió a llenarse el vaso después de su largo discurso, y sólo ahora que había alcanzado una posición firme, parecía encontrarse con ánimo de afrontar otra discusión enérgica. Yo sí estaba cansado, en parte por la caminata, en parte por el curso del debate. Con este viejo no había ninguna esperanza de llegar a una interpretación del asunto más serena y razonable. Porque, si le acosara demasiado con los llamados argumentos razonables, se pondría furioso; y ésta era su fuerza. Así que me levanté y pedí al viejo que me indicara un lugar para dormir.

—Olvídese de ello —observó éste y agarró la muleta—; sí, joven, espere a ser mayor. ¡Usted cree que el aire no contiene nada porque puede mirar a través de él! Entre nosotros y el cielo existen miles de cosas, pero hay que saber verlas.

Renuncié a comentar estas palabras. El viejo encendió una vela y salió delante de mí por la puerta, cojeando y carraspeando.

En el pasillo, a la derecha, pasamos al lado de la cocina, que tenía un aspecto descuidado y estaba negra por el humo. Luego seguimos hasta la escalera que conducía al piso superior haciendo un ángulo agudo. Junto a la escalera había una puerta de dimensiones reducidas.

—Ésta es —observó el viejo señalando hacia la entrada con la muleta— la habitación donde aconteció lo incomprensible hace más de veinte años... joven, ¡estaría tal vez contento si algún día poseyera una habitación tan estrecha y minúscula!

Después subimos haciendo ruido y jadeando.

—Además —observó el viejo una vez arriba, cogiéndome por los hombros torpemente—, no le dé más vueltas al asunto; y mañana por la mañana no diga nada a mi hija y a mi querido hijo, esto les desagrada. Todo está demasiado reciente... Y ahora duerma usted bien... Allí está su habitación. ¡Coja la vela!

Me apresuré a coger la vela, que vacilaba con violencia en el aire, y entré en el aposento indicado, donde no observé nada fuera de lo común. Un cuarto pintado de azul, provisto de cortinas de tafetán verde con dibujos. Una mesa coja e inclinada, con viejas manchas de tinta; una pequeña estufa de hierro con un tubo doblado; una armadura de cama pintada de amarillo sobre cuatro patas altas y delgadas, con sábanas suaves y un edredón muy pesado a cuadros, de color rojizo; una mesita de noche con un orinal amarillo y una silla con una funda floreada ya rota.

Hacía frío y me acosté tiritando en la cama que crujía. Todavía escuché algún alboroto abajo y después un silencio de muerte invadió toda la casa.

Pero no conseguía dormirme. El secreto de estas tres personas, la extraña relación que tenían entre ellos, la circunstancia de que el viejo, que antes era el dueño absoluto en su pequeño dominio, fuera vencido por las intrigas de la astuta judía, ocupaba sin cesar mi alma. Era natural, me decía a mí mismo, que el joven hubiera crecido totalmente bajo la influencia de la madre; toda madre hace de su hijo lo que quiere; pero lo que no se puede enseñar es la excentricidad y el misticismo del joven, que parecía siempre ausente. ¿De dónde lo había recibido, puesto que nadie en la casa tenía ese carácter o se comportaba de esa forma? Supongamos que el joven tuviese que hacer el servicio militar, ¿acabaría reformado a causa de la perversión mental? Y por otro lado, ¿qué se podía decir sobre su misterioso nacimiento? Es posible que una jovencita haga creer una cosa así a los demás, pero no todos están dispuestos a creer tal cosa. Sin embargo, la muchacha debía, también en el caso de un hijo natural, declarar quién era el padre. ¿Qué declaró ella entonces? ¿Podría ser el mismo viejo quien...? ¿Y por miedo, a causa de la minoría de edad de la persona, podría haber inventado esta fantasía? Habría sido más fácil haber echado la culpa a un artesano ambulante. Total, aquí no encajaba nada. ¿Y qué era el monstruo encerrado en la pocilga? Otra vez me representé todo el episodio tal como me lo cuenta el viejo. Tuve que reconocer que había sido inventado de un modo ingenioso. Es característico de las mujeres mezclar hasta tal punto lo real y lo fantástico que uno no sabe dónde empieza una cosa y dónde termina la otra, de modo que hay que aceptar toda la historia o rechazarla por completo. A nadie le extrañará que una joven en una tarde calurosa se medio desnude y se acueste en su cuarto con las persianas echadas.

Me acordé del cuarto que el viejo me había señalado al subir las escaleras. Me dije: si te vas ahora de esta casa y cuentas por todas partes esta extraña historia, cualquiera te preguntará por este cuarto. Ya que a la mañana siguiente apenas tendría tiempo, ni oportunidad de verlo, decidí bajar en el acto. Me levanté y poco después me encontré en calcetines en el pasillo.

¿Si me descubrieran? Ya tenía pensado un pretexto para justificar el hecho de haber salido en plena noche.

Mis botas seguían en la puerta tal como las había dejado. Ningún ruido en toda la casa. Avancé en calcetines hasta la escalera. El primer escalón crujió perceptiblemente. Sin embargo; seguí. Llegué abajo a salvo; palpé la pared y encontré el picaporte. Lo bajé, la puerta estaba cerrada, no había ninguna llave. Me enfurecí y decidí penetrar en el cuarto a toda costa. Ya arriba, en mi habitación, me había llamado la atención el mal estado de la cerradura; es decir, la cerradura estaba en el mismo estado que los muebles, las paredes, los utensilios y toda la casa. Sin embargo, esta cerradura de abajo parecía más sólida. Levanté la puerta para ver si podía sacarla de este modo del quicio. Esto también fue inútil. Pero cuando me apoyé en la escalera para volver a forzar la cerradura que, como pude comprobar, estaba mal fabricada y poco sujeta, la puerta se abrió de golpe, a pesar de los hierros, y me precipité en el cuarto, envuelto en una corriente helada, mientras un palomo huía por la ventana medio abierta, arrullando furiosamente y dando violentos aletazos. La luna estaba a este lado de la casa y proyectaba un rayo frío y azulado que entraba por el hueco de la ventana. Cuando me había recuperado de la sorpresa, vi una habitación tan sencilla como casi todas las de la casa. En el rincón, frente a la ventana, se encontraba una cama con una colcha de un rojo encendido que estaba arrugada y desordenada, como si alguien hubiera estado echado en ella; y la manta, igual que el suelo, estaba totalmente cubierta de palomina. De unos clavos en la puerta colgaban unos vestidos azules de arpillera raídos, y la pollera roja de lana que suelen llevar las mozas campesinas de Franconia. En la pared se podía ver el trozo de un espejo roto y deslustrado. Fuera, a través del batiente abierto de la ventana, vi cómo los rayos helados y azulados de la luna iluminaban el suelo endurecido. Detrás de la casa, desde un lugar invisible para mí, oí un furioso arrullo reprimido que procedía del palomar. Pero distinguí otra presencia que no tardó en dejarse oír también: la pocilga quedaba a unos veinte metros delante de mí. Y no sé si por el exasperante claro de luna o por el estruendo que había provocado al hacer saltar la puerta, la bestia que estaba allí encerrada había sacado la cabeza por un ventanuco, por encima de la puerta. Y allí lloriqueaba enloquecida, dirigiéndose hacia la luna o hacia mí. No pude distinguir claramente la cabeza porque la luna llena proyectaba la negra sombra del techo del establo sobre el ventanuco. Pero distinguí los ojos amarillentos y oí que el cráneo duro y pesado chocaba repetidamente contra el techo; y el mugido exasperado, que llegaba hasta mí a través del nocturno silencio de muerte, se confundía con aquellos gruñidos y ladridos escarnecedores que ya durante la cena, en el salón, tanto me habían horrorizado. Tiritando de frío y lleno de repulsión abandoné la habitación y cerré la puerta como pude. Me volví a acostar y dormí mal e inquieto el resto de la noche.

Cuando me levanté, vi que el sol ya entraba en mi habitación, y desde la cocina subía un olor caliente y asqueroso. Me vestí rápidamente, cansado e irritado por las experiencias de la tarde anterior y de la pasada noche. Después de todo tuve que decirme: los moradores de esta posada son tan interesantes como sus habitaciones y su comida son deficientes, y, aunque como viajero a pie que era, no solía ser demasiado exigente, apreciaba sin embargo una buena cama y una sopa sustanciosa. Con estos pensamientos salí de la habitación para recoger las botas. Estaban sin limpiar. Entonces me enfadé.

—¡Christian! —grité autoritariamente por el pasillo—. ¡Christian!

Y cuando éste subió las escaleras le dije:

—¡Ni siquiera me han limpiado las botas! ¡Vaya posada!

El joven había subido en su blanco hábito, y mientras intentaba quitarme las botas de las manos, con voz dolorida y patética, exclamó sollozando:

—Sus preocupaciones, señor, giran en torno a un par de botas y a su brillo, pero yo, señor, tengo clavadas en la carne las espinas de una locura insaciable. La inmundicia de toda la humanidad roe mi corazón, y la compasión por el mundo entero ya no quiere abandonarme... Lléveme con usted, señor, me pudro en esta casa; la basura y el egoísmo me asfixian; lléveme con usted, señor, al mundo, para que muera por ellos...

Al decir esto, el joven, que en ese momento irradiaba una belleza angelical, se tiró al suelo y se agarró a mis rodillas. Vi entonces que el pobre joven estaba enfermo; le quité rápidamente las botas y volví a mi habitación.

Un cuarto de hora más tarde estaba sentado en el salón tomando café amargo de bellota y un trozo de pan duro como una piedra. La judía no se dejó ver, pero la oí trajinando en la cocina. El viejo estaba sentado en la butaca temblando y balbuceando, totalmente incapaz de coordinar sus movimientos; los ojos hinchados y húmedos. Intentó hacerme hablar. Pero yo evité todo tipo de conversación. Sentí el impetuoso impulso de abandonar esta maldita casa. Cuando mi mochila estuvo preparada, pagué el alojamiento y la comida. Debo confesar que la suma era ridícula. El viejo me devolvió unas monedas que, como vi más tarde con un poco de asombro por mi parte, eran monedas extranjeras acuñadas con retratos del rey Herodes y del emperador romano Augusto. El viejo me balbuceó algunas palabras más al estrecharle la mano para despedirme. La judía cerró de un golpe la puerta cuando me asomé al pasillo, y oí que el joven seguía sollozando arriba, desesperadamente, cuando abrí la puerta de la casa.

Fuera todo me parecía más prosaico y banal que la tarde anterior. Hacía un día claro y frío que apartaba de la mente toda fantasía. Entonces no pude impedir enfadarme por todo lo que había vivido y cavilado. Avancé deprisa sin volver la vista atrás. Y pronto llegué a la carretera. Soplaba un viento helado del Este. No más allá de veinte pasos, pero en dirección contraria a la mía, estaba sentado un picapedrero, dedicado a su trabajo, picando con fuerza. No pude evitar acercarme a él.

—¡Eh, viejo! —le grité—. ¿Conoce usted la posada que está ahí detrás, en el bosque?

—Sí, sí —respondió con el mejor acento de Franconia—, es un desolladero.

—¿Un desolladero? —le pregunté asombrado—. ¿Qué quiere decir con desolladero?

—Pues eso, donde se mata a los viejos caballos y los perros sarnosos —observó y se rió burlándose de mi ignorancia mientras seguía hablando—. No es nada honesto, la gente lo llama el emponzoñadero.

—¿El emponzoñadero? —pregunté—. ¿Por qué?

—Pues eso, que de allí no sale nada bueno y no entra nada bueno.

Cuando me detuve sorprendido y le miré, siguió hablando de esta forma:

—De esa gente no se sabe de dónde vienen y de qué viven.

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