Read La fábrica de hombres y otros relatos Online
Authors: Oskar Panizza
—La muchacha —dijo el viejo, que permaneció conmigo— es una maldición para mi casa.
—¿Por qué? —pregunté ingenuamente—. ¿Guisa mal?
—¡Ah, no! El pan ácimo lo hace bastante bien, pero, por lo demás... ¡ah, Dios! Las muchachas, cuando son un poco guapas, son todas así, tienen el diablo en el cuerpo.
—¡Ja, ja, ja, ja, ja! —gruñó y rió alguien en ese momento desde detrás de la casa, en la pocilga, dándose golpes, como si tuviera miembros de hierro, de tal forma que me estremecí de horror. También el viejo se quedó mirando fijamente con aspecto embrutecido, mientras que al poco tiempo llegaron unos fuertes sollozos desde la cocina, probablemente del sensible joven.
—¡Dios mío! —dije—. En esta casa anda el diablo, aquí no se puede estar a gusto.
Al oír estas palabras, el viejo volvió a mirar con ojos vidriosos y saltones, de un azul claro, de manera que ya no me atreví a responder nada. Por fortuna, al poco tiempo se abrió la puerta y entró María con una jarra de agua y un poco de pan, mientras que el joven tísico, que apareció detrás de ella con los ojos hinchados por el llanto, trajo otro cubierto para mí. Entonces todos se sentaron y empezó en silencio la cena frugal. Se comportaron como si no hubiera invitados. Ningún intento de hacerme participar en la conversación. A pesar de ello, invitaron al huésped repetidamente a servirse. De esta forma no se entabló ninguna conversación. El viejo, que hasta entonces había sido el más abierto conmigo, parecía enmudecer en presencia de los otros. Tampoco hablaron entre ellos. No tenía claro si este comportamiento era normal o si se debía a una reserva respecto a mí. La comida era muy pobre y mínimamente preparada. Antes de la cena, el viejo gimoteó mecánicamente algunas frases hebreas, acompañadas por muecas extrañas y sonidos agudos como es costumbre, según creo, entre los judíos, y luego atacó con precipitación las patatas que ya había observado con interés mientras decía su liturgia. En cambio, el joven tísico, ajeno a todo lo mundano y dirigiendo con exaltación los brazos hacia el cielo, pronunció con gran fervor unas pocas oraciones que se correspondían más con nuestra oración protestante «Ven Señor, sé nuestro huésped...» Mientras tanto, la desaseada judía observaba todo con gran indiferencia. Se sentó también de mal humor y con poco apetito en su sitio. Durante un buen rato sólo se oyó masticar monótonamente, sin cesar. Por fin, el viejo retomó la palabra y se disculpó por una cena tan frugal, pero era lo único que tenían en casa, se les había acabado la carne ahumada.
—El hambre —respondí— es el mejor cocinero. Por supuesto, en Francia se suelen comer las patatas cocidas con cerdo grasiento en gelatina.
Al oír esto, los tres se quedaron de piedra, y —ji, ji, ji, ji— baló y berreó de nuevo alguien desde la pocilga; parecía disfrutar mucho revolcándose en el estiércol.
Cada vez tenía más miedo de esa horrible criatura.
—Señor —me dijo el joven vestido de blanco con indecible suavidad—, no vuelva a pronunciar la palabra. Para el puro todo es puro. Pero el malvado enemigo vigila todos nuestros pensamientos para pervertirnos.
A partir de ese momento me di cuenta de que esta casa guardaba un horrible secreto. El tipo que estaba encerrado en la pocilga ejercía un grotesco control sobre todo lo que hacía esta gente, era una especie de maldición que perseguía constantemente a los tres. Pero ¿quiénes eran estos tres? ¿A qué se dedicaban? ¿A qué se debía la diferencia de su aspecto físico y su carácter? Me llamó la atención que, cuando se quedaron un momento solos, hablaban en hebreo y gesticulaban profusamente, doblando la espalda y los brazos, bamboleándose de un lado para otro; también sacaban la barriga y se encogían de hombros, emitiendo sonidos guturales y sonoros, como hacen los orientales cuando regatean o se excusan. La más exaltada era, con diferencia, María, y la mayoría de las veces no tardaban en comunicarse mediante estas formas de expresión tan variadas. Entonces me miraban rápidamente para ver si por casualidad les entendía o adivinaba sus pensamientos. Christian, el apacible tísico en su blanco hábito parecía ser el que en menor medida adoptaba estos gestos. Sin embargo, a menudo también él adelantaba el labio inferior, sacaba la mandíbula y movía el tronco hacia atrás, como si fuera a emitir uno de esos sonidos hebreos inarticulados que parecen expresar una frase completa, pero se limitaba a hacer estos movimientos, que habría adquirido en este ambiente por imitación. Cuando daba rienda suelta a una de sus exaltadas explosiones de sentimientos, hablaba un alemán realmente bello, y parecía extasiado; cruzaba los brazos, parpadeaba y dirigía su cuerpo con ansiedad hacia el cielo, de una forma más moderna y protestante de lo que se pudiera imaginar, que se oponía claramente a los movimientos serpenteantes, groseros y obscenos de los demás.
Christian era rubio y tenía la piel clara de los germanos, pero los rasgos eran semejantes a los de María y parecían, por así decirlo, calcados. Si suponía que el joven y simpático muchacho tenía veintiún años y María treinta y cinco, era muy probable que ésta fuera la madre del pobre tísico. Según esto, la madre quedó embarazada a edad muy temprana, pero no insólita entre los orientales. Así podían explicarse ciertas caricias secretas que María prodigaba al joven. Hasta este punto me satisfacían mis indagaciones en cuanto a las caras y los acontecimientos de este salón extraño. Pero ¿qué pasaba con el viejo? No dejaba de llamar a Christian su querido hijo. ¿Se podía entender esta relación sólo en sentido simbólico? Ya me había presentado a María como a su hija. El viejo no estaba lejos de los ochenta y todavía mostraba cierto vigor y un temperamento muy apasionado. ¿Seria posible que un hombre tan mayor fuera el padre de Christian y de una chica tan joven como María debería ser entonces? ¡A la que llamaba expresamente su hija! ¡También el joven llamaba padre al viejo! Desde luego, en su forma excesivamente sentimental de dirigirse a él, este «padre» sonaba como un saludo idealizado y lleno de veneración. Aquí nada encajaba. Y yo desesperaba de llegar a una solución de esta complicada relación de parentesco.
Ya habían retirado la comida. Christian estaba afuera con María, en la cocina, donde se oía el ruido de los platos que estaban fregando. En la habitación se había hecho el silencio. El reloj de la pared producía un monótono tic-tac. El viejo, mientras masticaba una corteza de pan con la muela que le quedaba, volvía a arrastrar las zapatillas de un lado para otro, gruñendo y meneando de vez en cuando la cana cabeza como si quisiera apartar algún pensamiento.
—No —exclamó por fin—, esto no puede seguir así. De esta forma el negocio se me viene abajo. El joven, el querido, dulce y tierno joven, en quien he puesto todas mis esperanzas, se me muere con este aire nórdico tan frío.
—¿Es su hijo? —le pregunté rápidamente para no dejar escapar la ocasión.
El viejo se detuvo y me miró.
—¿Hijo? —repitió—. Es mi querido hijo, en quien me complazco. No es mi hijo carnal —añadió en voz baja, exhortándome a bajar la voz y aconsejando precaución mientras señalaba hacia la cocina, de donde seguían llegando ruidos de platos y del agua del fregadero—; es el hijo de la muchacha de ahí afuera, a quien recogí en mi casa cuando tenía catorce años.
Al decir estas palabras, su cara adquirió una expresión de rabia, como si este hecho le produjese todo menos satisfacción, y el brazo que señalaba hacia allí se convirtió en un puño amenazador.
Iba a añadir otra pregunta con voz apagada por la prudencia, pero me hizo una señal enérgica con la mano y, sin dejar de hacerme la señal, apuntó con la otra mano, sosteniendo la muleta, hacia la cocina para darme a entender que permaneciese en silencio. Se tapó la boca cerrada tres o cuatro veces con la mano; yo hice lo mismo para indicarle que le había entendido bien; entonces se tranquilizó y me dirigí en silencio hacia mi sitio en la mesa.
Al cabo de un rato, el viejo vino hacia mí cojeando y me preguntó al oído:
—¿Habla usted armenio?
—No —respondí.
—Maldita sea —replicó el viejo—, en ese caso no podemos conversar sin ser molestados. De todas formas, estos dos se van a acostar pronto. Son ya alrededor de las tres.
De hecho, poco después entró el joven, y extendiendo arrebatado los brazos y posando su brillante mirada sobre los que estábamos en la habitación, exclamó:
—¡Os saludo y os bendigo para el resto de la noche! ¡Quedad protegidos y a salvo durante la oscuridad de la noche! ¡Que el ángel de la paz vele sobre todos nosotros!
Mientras tanto, la astuta judía permanecía detrás de él y observaba qué impresión causaban sus palabras. Le sacó de la habitación cogiéndole del vestido, y poco después se oyó que ambos abandonaban la planta baja de la casa y se dirigían hacia arriba subiendo las escaleras.
Entonces todo quedó sumido en el silencio. Una lámpara de aceite humeante lanzó un opaco resplandor amarillo sobre los cantos angulosos y prominencias de los muebles de la habitación, mezclado profusamente con amplias sombras negras. La estufa verde de cerámica del rincón todavía difundía un calor agradable. Apaciblemente continuaba el tic-tac del reloj, que había enronquecido; apaciblemente, sumido en sus pensamientos, arrastraba el viejo sus zapatillas de aquí para allá, envuelto en su bata abierta y forrada con piel de oveja.
—Me agrada —dijo de repente, sacando del aparador una jarra grande y pesada llena de vino, y dos vasos, que me trajo a la mesa— que se encuentre usted hoy aquí, ya que eso me permite volver a tomar un vasito y olvidar mi desgracia. La verdad es que el doctor me lo ha prohibido; si no, yacería borracho a la mañana siguiente debajo de la mesa, como Noé. El vino procede de la región y escasea, pero es puro y está en plena fermentación; por eso, sea precavido.
Mientras tanto, el viejo se había sentado a la mesa conmigo y llenado los dos vasos. Era un mosto blanco y lechoso con un tono ligeramente verdoso del cual se desprendieron abundantes emanaciones mefíticas. En esta ocasión, me di cuenta de que las manos del viejo temblaban tanto que temí por el contenido de la jarra cuando la cogió en la mano; pero con cada vaso sus manos y su discurso se iban haciendo más seguros.
—Los jóvenes —intenté trabar conversación— se acuestan temprano.
—¡Ah! —respondió el viejo dejando la muleta y asegurándose en la silla—. ¡Es una familia dentro de la familia! Los dos se quedan juntos, se separan de mí, cocinan y cuchichean entre ellos, intrigan contra mí y siento cómo cada día se me escapan más las riendas. Si me faltara la furia, habría perdido el mando hace mucho tiempo. ¿Se deduce de esto que María no posee sentimientos de gratitud? Yo recogí en mi casa a esta chica hace veinte años, cuando todavía llevaba faldas cortas, y ahora cargo también con el chaval.
¿María es la madre de Christian? —me aventuré a preguntar con rapidez.
—¡Beba, joven! —interrumpió el viejo precipitadamente, llenando su vaso, ya que el mío seguía lleno, mientras el pico de la jarra de barro chocó estrepitosamente con el borde del vaso; pero procuré no perturbarme por ello.
—El hermoso joven —empecé de nuevo— se parece muchísimo a la judía.
¿A la judía? —preguntó el viejo con desconfianza, acentuando la palabra «judía»—. ¿Qué quiere decir con esto? Yo también soy judío. No ofenda a mi raza.
—Nada más lejos de mis intenciones —le aseguré—; la he llamado judía porque sus rasgos lo sugieren.
—Sí —retomó el viejo la palabra—, era una de las más hermosas de su estirpe; pero la mocosa, que según pensamos en este país casi no era núbil, me viene con el chaval... a quien por lo demás le he tomado mucho afecto ahora y trato como a mi propio hijo...
—¿Con quién ha tenido María el hijo? —pregunté con desenvoltura.
—Sí —repitió el viejo con una mezcla de escarnio y amargura, como si lamentara que no fuera suyo—, ¿con quién ha tenido María el hijo?
—¡El joven tiene que tener un padre! —me apresuré a decir con la esperanza de imprimir más fluidez a la conversación, dándole un tono humorístico.
—...tiene que tener un padre —repitió mi anfitrión pensativo, de una forma mecánica.
—El chico es rubio —empecé de nuevo—, tiene la piel blanca, es una auténtica criatura del Norte. Tal vez un rubio artesano ambulante, que pasara por aquí la noche por azar, igual que yo ahora, haya seducido a la judía.
—¡Por el amor de Dios! La pequeña tenía en esa época catorce años como mucho.
Al oír estas palabras, percibí con claridad ruidos que procedían de la pocilga. El viejo también los percibió y apretó con fuerza el vaso de vino.
—Entonces fue violada —añadí.
El viejo se levantó y negó vehementemente con la mano. Se dirigió hacia la puerta y se puso a escuchar. Como todo permanecía en silencio, volvió, se sentó de nuevo y me preguntó:
—¿No habla usted algo de hebreo?
—Ni una palabra —respondí.
—Si usted hablara algo de hebreo podríamos comunicarnos con más facilidad. ¡Las cosas de las que se tratan aquí son de una naturaleza tan complicada...!
—¡Santo cielo! —repliqué—. Las cosas de las que estamos hablando son las mismas en todos los idiomas y en todos los países del mundo. La cuestión es, ¿quién engendró al hermoso muchacho?
—María afirma que no ha sido un hombre.
—Ja, ja, ja, ja, ja —vociferó y chasqueó la lengua de nuevo alguien en la pocilga, y pareció dar volteretas.
Me levanté de mi asiento sobresaltado; no podía decir qué me produjo más asco y angustia, si la respuesta del viejo o la voz de aquel monstruo invisible. Mi anfitrión se quedó callado, abatido y sombrío, miró hacia abajo y se agarró a la jarra de barro con desesperación. En la casa reinaba un silencio de muerte; sólo el reloj continuaba haciendo tic-tac ininterrumpidamente. Volví a sentarme, despacio. Durante mucho tiempo nadie pronunció palabra; finalmente prevaleció mi curiosidad y la seguridad de que sólo una cierta dosis de coraje podría arrancar al viejo su secreto.
—¡No ha sido ningún hombre! —comencé a decir con voz apagada, dirigiéndome al viejo con tono escrutador—. Si no ha sido un hombre, ¿qué ha sido entonces?
El viejo se encogió de hombros confundido, como si no quisiera o no pudiera responder, y miró perplejo a su vaso, algo ebrio y a punto de llorar.
—Si no ha sido un hombre —repetí con voz inquisitiva—, ¿qué ha sido entonces?
—Algo —masculló mi anfitrión cohibido y en voz baja.