La fábrica de hombres y otros relatos (2 page)

BOOK: La fábrica de hombres y otros relatos
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—Espere, otra pregunta —exclamé antes de seguir—, ¿piensan sus hombres?

—No —exclamó sin vacilar, con un tono de absoluta seguridad y no sin una expresión de agitado júbilo, como si hubiera esperado la pregunta o estuviera contento de responder negativamente—. ¡No! —exclamó—, afortunadamente eso lo hemos conseguido abolir.

—Con eso su innovación gana extraordinariamente en interés para mí —observé, y enseguida continué—: Conocía a un hombre que debía pensar, estaba obligado a pensar
contre coeur,
sin sentirse inclinado hacia ello, y ejercer una profesión que lo exigía, es decir, obligado a pensar cosas que no quería él sino su cabeza, o sea, no por necesidad externa sino por un impulso interior con el que tenía que identificarse igual que con sus pensamientos; debía aceptar sus pensamientos
contre coeur,
le aseguro: una complicación...

—Ya sé —interrumpió el hombrecito que se había animado de repente—, ya sé, lo conozco, estamos completamente orientados en torno a las exigencias del siglo, sabemos de lo que carece nuestra raza, tenemos lo último...

Este último giro de comerciante me devolvió a la sensatez, me puso de mal humor y me produjo desconfianza. Entramos en una de las grandes salas de la planta baja, de donde emanaban vapores calientes. Todo estaba bien iluminado. En los rincones había varios hornos de forma capsular con ventanillas, manchados de barro. Antes de que hubiéramos llegado al centro de la sala, salió de la habitación de al lado un obrero con un traje polvoriento y una linterna en la mano, y sin asombrarse lo más mínimo por mi presencia, dijo:

—Señor director, acabamos de sacar el chino.

—¡Ah! —respondió mi acompañante con ternura casi paternal—. ¿Han salido bien los
ojos
achinados?

—Un poco vidriosos —opinó el obrero.

—¿Vidriosos? —respondió el viejecito sorprendido, pero sin aspereza—. Lo siento. De momento deje que se recupere, luego veremos lo que se puede hacer con los
ojos.

El obrero se alejó moviendo afirmativamente la cabeza.

—Parece que usted trabaja toda la noche —dije con un tono de horror por lo que acababa de oír.

—¡El procedimiento no permite interrupciones! —replicó el hombrecito.

—Y parece que usted no se conforma con imitar a la gente de su propia nación o de los pueblos occidentales. ¡Usted pone la mano hasta en Oriente!

—Últimamente tienen mucho éxito.

—Éxito, dice usted, ¿qué insinúa? ¡Éxito! No querrá decir con ello que su infame producto es bien aceptado entre los hombres antiguos.

Y después de una pausa, interrumpí con renovada vehemencia:

—¡Por el amor de Dios! Dígame qué quiere decir todo esto. ¿No teme usted al omnipotente creador del universo? ¿Quiere hacer la competencia a Dios? ¿No se presentará este producto insolente como una parodia? ¿Con qué caras deben encontrarse en la calle los descendientes de dos razas de índole tan diferente? ¿No debe ser el contraste más grande y, sobre todo, más horroroso que entre un blanco y un polinesio, ambos criaturas de Dios? ¡Con qué desconfianza debe acercarse un hombre de la vieja tierra a semejante ser nuevo y creado artificialmente, olerle y palparle para descubrir sus fuerzas secretas! Y si la nueva raza está hecha según un plan determinado y concienzudamente pensado, tal vez posea mayores capacidades que nosotros y se revele superior a los viejos habitantes de la tierra en la lucha por la vida. ¡Tiene que producirse un horrible enfrentamiento! Si la nueva raza no piensa, como usted mencionó antes, si sólo actúa según su constitución específica que le ha sido inculcada como a una máquina, ¡cómo se le puede responsabilizar de sus errores! Deja de existir la moral como fundamento de nuestros pensamientos y acciones. ¡Deben promulgarse nuevas leyes! ¡Será inevitable el exterminio mutuo de ambas clases! ¿Qué ha hecho usted? ¿Qué ha emprendido usted? ¿Cuál es su fin? ¡La subversión del actual orden social!

Después de esta nueva avalancha de preguntas me miró con ternura, tranquilizándome, y observó al cabo de un rato:

—La nueva raza, puede estar seguro de ello, no se expandirá por el mundo y no competirá con sus hermanos y hermanas de ascendencia más noble. Se quedará sentada en los salones de ustedes, con modestia y sin exigencias. Y ustedes, los viejos hombres, al mirar divertidos a estos seres brillantes recién hechos, se sentirán entusiasmados y elevados. Por eso, lo único que le puedo aconsejar es que adquiera un número no pequeño de estas criaturas tan delicadas.

—¡Adquirir! —repliqué—. ¿Cómo se puede hacer eso?

—Los vendemos. ¿Para qué serviría la fábrica si no? ¿Cómo se mantendría en pie, puesto que la raza que fabricamos no trabaja, no gana nada, y su producción sale sin embargo relativamente cara?

Me tranquilicé bastante con esta explicación, y casi me avergoncé por las preguntas explosivas que acababa de hacer. Nos dirigimos hacia uno de los hornos más grandes del rincón.

—¡Naturalmente —dijo mi acompañante—, el proceso es un secreto! Cogemos barro, como el creador de la primera pareja humana en el paraíso, lo mezclamos, lo manipulamos, lo exponemos a distintas temperaturas... todo esto se lo puedo mostrar, pero el verdadero punto crucial, la vivicación y especialmente el despertar de nuestros hombres es un secreto de la fábrica.

—No quiero conocer su técnica infernal —repliqué—, y me gustaría que usted tampoco la conociera —añadí—. Dar luz cada año a miles de criaturas que no son nada más que vagos...

—Por favor, fíjese en estas formas —me interrumpió el pequeño director, sin considerar mi última observación.

Miré a través de la ventanilla. En un cuarto de baño que, al parecer, estaba caliente, húmedo y herméticamente cerrado yacía una chica maravillosa que parecía dormir, medio vestida y apoyada sobre un césped artificial, pero completamente blanco, como si estuviera recién hecho de barro húmedo y, por lo visto, inacabado; formas, postura, telas, piececitos, zapatos, medias y volante de encaje, todo encantadoramente armónico y de una perfección artística.

—Si tiene algo más que criticar —dijo el director desde otra ventanilla delante de la cual se había colocado—, aún está a tiempo. Todo está blando y se puede modelar todavía; una vez terminados los ojos, aparece en sus mejillas el rubor, que proviene del latido del corazón; cuando se despierta es demasiado tarde. Entonces llegará a ser lo que es: una chica alegre, caprichosa, coqueta, cabezona, gorda, delgada, negra, morena, con todos los defectos de fabricación.

Me llamó la atención que sus vestidos estuvieran firmemente unidos al cuerpo. Comuniqué mi objeción al director, observándole que sería difícil para la pobre niña encontrar vestidos apropiados, a causa de la rigidez de sus formas.

—No hacen falta vestidos —respondió.

—¡Cómo! Usted debería permitir que se cambie de ropa interior.

—Producimos la ropa interior y los vestidos en el mismo acto creador de una vez y para siempre.

—¡Es la cosa más descabellada que he oído en mi vida! ¿Entonces crea usted hombres vestidos?

—Exacto.

—¿Y los hombres creados de este modo se quedan vestidos para toda la vida?

—¡Naturalmente! ¡Así es más fácil! ¡Los vestidos forman parte de la constitución general!

—Piense usted en la transpiración, por no referirnos a las demás cuestiones.

—La hemos reducido a un mínimo. Por lo demás, no puedo dar más detalles sobre este punto, ya que toca el aspecto central, por decirlo de alguna manera, el principio vital de nuestros hombres.

Nos alejamos con pasos lentos del horno; yo pensativo y casi perturbado, como siempre.

—Pensándolo bien —observé finalmente—, los principios de su producción de hombres no son malos del todo. Usted confiere a cada uno de sus hombres en el acto creador un determinado número de cualidades corporales y mentales, y se los deja inmutables.

—¡Naturalmente! —me interrumpió el viejecito casi apasionadamente y como satisfecho de que yo hubiera comprendido por fin su idea central—. ¡Naturalmente! Teniendo en cuenta la situación de inseguridad de nuestra época, la informalidad de la mayoría de los hombres, la manía de dudar, la dificultad de la elección de la profesión, la indecisión y vacilación en todos los campos, tuvo que hacerse sentir finalmente la necesidad de tener hombres de quienes se sabe lo que son, qué constitución poseen, hacia qué temperamento se inclinan, y ambos, constitución y temperamento, permanecen invariables. Conferimos a nuestros hombres, en el nacimiento, una serie de cualidades mentales y físicas, concebidas de acuerdo a los mejores modelos, y esta serie perdura bajo toda circunstancia. Le aseguro, aquí entre nosotros, que me gustan más nuestros hombres producidos artificialmente que la vieja y archiconocida raza humana.

—Pero el libre albedrío... —repliqué.

—Mi raza tampoco siente esa pérdida.

—Los filósofos, los filósofos... —observé desaprobando con la cabeza—; si usted abole el pensamiento, los filósofos no podrán ser partidarios del trabajo de su fábrica.

—¿No ha dicho usted mismo, distinguido amigo, hace un cuarto de hora, que el pensamiento es una de las operaciones más pesadas de la vieja raza?

—¡Sí, sí, a menudo es amargo, pero, a pesar de todo, bello!

—Usted es un soñador, un idealista sin sólidos principios comerciales —observó el viejo secamente, y avanzó unos pasos por delante de mí, insinuándome con ello que deseaba dejar el tema.

Atravesamos algunas salas, que olían mucho a alcanfor, a hierbas y esencias, y donde algunos instrumentos esparcidos, de aspecto muy extraño, indicaban que aquí se trabajaba continua y diligentemente. Me sorprendió particularmente una caja de cristal cuidadosamente cerrada, en la que se podían ver miembros y órganos prefabricados: corazones, orejas, dedos, como formados de la sustancia elemental, semejante a la argamasa. Pero, junto a ellos, se encontraban, curiosamente, atributos, símbolos, como flechas, coronas, armas, rayos y cosas por el estilo.

Pero entonces surgió un cuadro totalmente diferente: en el quinto o sexto departamento, pasada la sala de los hornos, nos saludó un grupo de niños preciosos y alegres. Serían ocho o diez, todos con ojos radiantes de alegría desbordante y frescas mejillas rojas. Estuve a punto de pensar que eran los hijos del director, pero reparé en que sus caras eran algo rígidas; también me llamó la atención que algunos se mantuvieran en pie por sí mismos o estuvieran sentados en pequeñas sillas finas, mientras que otros reposaban sobre un pedestal y se podían ver salpicaduras de argamasa alrededor.

—Le presento ahora a mis niños —se dirigió a mi acompañante.

—¿Qué? —exclamé horrorizado— ¿Es que son sus propios hijos?

—Pues sí —respondió, con cierta sequedad.

—Sus propios hijos... quiero decir que usted mismo los ha engendrado —añadí vivamente.

—No según el viejo método; es mi producto; pero eso da lo mismo. ¡Éstos son incluso más hermosos!

—Por el amor de Dios —repliqué—. ¿Cómo se le ha ocurrido hacer también niños artificiales?

—La gran miseria de nuestros matrimonios actuales me dio la idea.

—¡Qué! ¿No querrá poner en tela de juicio nuestro actual género humano y su modo de reproducción?

—Sólo queríamos introducir algunas mejoras.

—¡Introducir algunas mejoras en el género humano! ¿Entonces no siente usted el horror y la monstruosidad de la frase que pronuncia sin pestañear?

(El otro se encoge de hombros.)

—¿Se encoge usted de hombros? ¿Acaso quiere romper el vínculo entre padres e hijos?

—¡Estos se venden muy bien! —respondió el viejo, imperturbable, señalando hacia su producto.

—¡A dónde quiere llevar al género humano! —continué con pasión—. ¿Qué diría Hegel al respecto? ¿No sabe usted que Hegel ha concebido toda la humanidad, desde los tiempos más remotos hasta nuestros días, como la expresión sucesiva de la «Idea Absoluta» y, con sabia precisión, continuó sus cálculos hasta finales del diecinueve, prescribiendo así a los hombres un camino seguro de perfección moral y espiritual? ¿Qué diría de su criminal intento de suplantar al género humano por otro artificial, privado del libre albedrío?

—En ningún caso podemos tener en cuenta a nuestros competidores.

—¡Hegel no era de la competencia! ¡No era ningún fabricante! Se conformaba con describir el mundo, la naturaleza y los hombres en sus manifestaciones más significativas, y exponerlo en un sistema ideado, en el cual todo parece haberse formado de una manera necesaria.

Continué hablando durante mucho tiempo en este estilo pomposo, pero enseguida noté que mi acompañante hurgaba, totalmente indiferente a mi exposición, en el delantal de un niño que había salido un poco descolorido.

—Usted ve aquí, mi distinguido amigo —empezó después de algún tiempo, como si lo anterior no hubiera sido dicho—, otro proceso de fabricación de nuestros productos. Aunque, evidentemente, todavía no se puede hablar de una vida, ya aparece todo sin embargo más vivo, más radiante, casi palpitante. En cuanto a la forma, aquí todo es ya perfecto y definitivo. Las cualidades que estas preciosas criaturitas llevan consigo no pueden ser añadidas en el caso de que el jefe del taller se hubiera olvidado de algo; pero las que están permanecen invariables, se quedan también en ese estadio; esta encantadora manera de ser de los niños se les queda toda la vida. He aprendido bastantes cosas de Fröbel en este campo. Fíjese en esta pupila azul. Nuestros ojos de niño tienen mucho prestigio.

Me callé ante estas explicaciones blasfemas y abandonamos la sala, que ya no daba a más habitaciones en esa dirección. Siguiendo el corredor, llegamos primero a varias salas subterráneas con puertas dobles de hierro, muy bien cerradas, de donde subía un tremendo bramido y una especie de burbujeo. A menudo se cruzaban obreros en nuestro camino, que marchaban de dos en dos, muy deprisa, con la frente enrojecida, y una carga bastante pesada en una sábana plegada de la que salían lloriqueos.

—Aquí le ruego —observó el viejo, mirándome de hito en hito— que no se demore y no vuelva la vista atrás. Ésta es la parte de la fábrica donde se trabaja sin interrupción, y donde una puerta, dejada abierta por imprudencia, podría hacerle perder la razón fácilmente. ¡Prefiero que echemos una mirada al almacén de mis hombres acabados!

Durante un largo rato caminamos juntos en silencio. El almacén se encontraba en uno de los edificios anejos de la parte posterior. Todos los departamentos de la fábrica estaban comunicados entre sí por pasillos cubiertos, evidentemente para ponerlos a salvo, en la medida de lo posible, de influencias atmosféricas. En todas partes se respiraba un aire vegetal caliente saturado de humedad.

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