La espada de San Jorge (64 page)

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Authors: David Camus

BOOK: La espada de San Jorge
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Morgennes levantó los ojos y distinguió el brillo de las doce copas vueltas hacia él. Brillaban como una corona de estrellas, de la que él era la decimotercera y última joya. Entonces el rey dijo:

—¡Honor a ti, Morgennes!

—¡Honor a vos, majestad! —respondió Morgennes.

La sala gritó al unísono:

—¡Viva el rey! ¡Viva Morgennes!

Finalmente, después de largas aclamaciones, Amaury desenvainó a Crucífera, la levantó para mostrarla a todos y luego la devolvió a su vaina. El momento era solemne. Todo el mundo callaba, excepto —a los pies de la enorme mesa redonda que Amaury había traído de Alejandría— Alfa II y Omega IV, que se perseguían ladrando.

—¡Chisss...! —dijo Balduino, apretando a Omega contra su cuerpo.

El chucho le mordió el dedo, pero Balduino no reaccionó. No había sentido nada.

—¡Malo! —dijo Balduino, dándole un cachete en el hocico.

Guillermo de Tiro estaba inquieto. Era evidente que el niño no había sentido ningún dolor cuando el perro le había mordido.

¿Era normal aquello? Tomando la mano del pequeño príncipe en la suya, la observó atentamente. Para que Balduino no se diera cuenta de nada, le señaló los decorados del estrado, donde los artesanos habían reproducido la tumba de san Jorge para explicar cómo Amaury había recuperado a
Crucífera.

La ceremonia pronto empezaría. Y luego la obra seguiría adelante.

Entonces los codos se enredaron, los pechos se rozaron, las piernas se entrechocaron. Un montón de «¡Apartad!», «¡Dejadme pasar!», «¡No veo nada!», «¿Dónde creéis que estáis?» y «¡Hacedme el favor, sire!» resonaron en un rumor sordo. Un chiquillo de seis años se deslizó entre las piernas de los mayores, escaló el cuerpo de un obeso, descendió a lo largo de un flacucho y consiguió escurrirse hasta la primera fila. El chiquillo se llamaba Emmanuel y solo tenía un sueño: ser armado caballero. Un sueño imposible, porque no era noble. Pero qué importaba eso. Hoy, Emmanuel estaba en la gloria. Con los ojos muy abiertos veía cómo Amaury se acercaba a Morgennes.

Este se mantenía humildemente arrodillado. Con la cabeza baja, esperaba el beso de su rey, que estaba ocupado fijándole las espuelas.

—¡Que estas espuelas puedan hacerte ardoroso en el servicio de Dios! —declaró Amaury.

Morgennes se estremeció. ¿Sobre qué caballo las estrenaría? Porque él no ya tenía montura. Las que había utilizado para llegar a la tumba de san Jorge habían entregado el alma, agotadas, e Iblis pertenecía ahora a Alexis.

Siguió un siseo familiar: el de
Crucífera
saliendo de su vaina. Amaury enarboló su magnífica espada, la sostuvo un instante en el aire y luego la abatió brutalmente sobre Morgennes. Le golpeó en el lado izquierdo, y luego en el derecho. Violentamente. Sus hombros encajaron el golpe, apretó los puños y los dientes, pero no pestañeó.

Entonces el rey le dijo:

—¡Levántate, Morgennes, mejor q-q-que en el pasado!

De sus ojos brotó una lágrima. ¡Era caballero! Con treinta y cinco años cumplidos. Nunca nadie había sido armado a aquella edad. Aquel era un hecho sin precedentes.

Entre la multitud, Emmanuel sonreía beatíficamente. Solo tenía seis años, pero ya sabía que acababa de vivir uno de los días más hermosos de su vida.

—Majestad —reclamó entonces con una vocecita muy fina—, ¿nos diréis por fin por qué? ¡Nos lo habíais prometido! La historia de Morgennes. Y la de
Crucífera.

La multitud rió de su audacia. Reinaba un humor jovial. Todo el mundo estaba dispuesto a disfrutar al máximo de las celebraciones. Amaury, divertido de que un chiquillo le dirigiera la palabra de forma tan directa, respondió:

—En efecto, lo prometí. ¡P-p-paso al espectáculo!

Trovadores que interpretaban los papeles de Guillermo de Tiro, Amaury, Alexis y Morgennes subieron al escenario donde se había recreado el sepulcro de san Jorge.

Maravillada, la multitud escuchaba al rey, que contaba cómo, cuando se disponía a pelear con los sarracenos, Morgennes le había prevenido:

—¡Majestad, no! No lo olvidéis; en este sepulcro, quien luche perecerá. ¡Venid conmigo!

Guillermo de Tiro, Amaury y Alexis habían seguido a Morgennes a lo más profundo de la tumba, no lejos del esqueleto de san Jorge. Como habían previsto, cuando los soldados del Yazak penetraron en el sepulcro, las sombras se animaron y se lanzaron sobre ellos. Lógicamente los sarracenos se defendieron. Y no pudiendo matar a lo que ya estaba muerto, fueron despedazados por las sombras.

Después de que las sombras hubieran dejado fuera de combate a los sarracenos, Morgennes había propuesto al rey que volvieran a Jerusalén.

—Entonces —dijo Amaury a la multitud pendiente de sus labios— cruzamos aquella extraña refriega en la que los muertos se d-d-daban a sí mismos nuevos camaradas.

Cerró los ojos.

—Realmente, me pregunto... ¿Estaban t-t-todos muertos cuando abandonamos el sepulcro? No estoy seguro. Me pareció ver a un joven mahometano que reptaba hacia nosotros. Pero no recuerdo que saliera del sepulcro. La última imagen que t-t-tengo de él es la de una mano ensangrentada posada sobre el fresco de la gran escalera.

Amaury prometió que enviaría muy pronto una expedición para tapiar ese sepulcro, después de haberlo vaciado de los cadáveres que se encontraban en su interior. Y sobre todo, prometió enviar a Saladino sus más sinceras condolencias. El joven visir de Egipto aún debía consolidar su poder, pero Amaury ya pensaba en utilizarlo algún día contra Nur al-Din.

La obra acabó con el triunfo de Amaury. Los trovadores fueron ovacionados y les pidieron que repitieran la parte en la que Morgennes irrumpía en la tumba para salvar al rey, lo que efectivamente hicieron.

Por fin Morgennes había sido armado caballero, y muchas personas fueron a felicitarle. Guillermo de Tiro y Alexis de Beaujeu, evidentemente, pero también Guillermo de Montferrat, Balián de Ibelín y Reinaldo de Sibon, así como dos de los caballeros con los que Morgennes se había cruzado hacía tiempo en el Krak: Keu de Chènevière y Raimundo de Trípoli, a quien los damascenos acababan de liberar después de que se hubiera pagado el rescate.

Todos le dieron sus parabienes y le animaron a ocupar su lugar en el último asiento libre de la Tabla Redonda.

—Caballero —le dijo Alexis de Beaujeu—, me siento feliz de acogerte entre nosotros. ¿Has elegido una divisa?

—Sí —dijo Morgennes—. «Muerto por muerto.»

—¿Deseas comunicarnos su sentido?

—No.

—A fe mía que está en su derecho —dijo Raimundo de Trípoli—. Muchos caballeros que tienen una hermosa divisa guardan para sí su significado.

—Por no hablar de que además de ofrecer una nueva oportunidad al reino —dijo Guillermo de Tiro—, Morgennes salvó a uno de sus compañeros de armas, Dodin el Salvaje. Hay que darle las gracias por esta hazaña, que pagó muy cara, si no he entendido mal.

—Contadnos, noble y buen señor —dijo una voz.

Morgennes dirigió una mirada al escenario y vio que la decoración que representaba el sepulcro de san Jorge había sido reemplazada por la de unos pantanos. Le había llegado el turno de salir a escena y contar su historia.

—Una vez salido de los Pantanos del Olvido, sabía que volver allí significaba arriesgarme a perderme. Sin embargo, había un hombre, en algún lugar en medio de aquellos pantanos, al que no podía resolverme a abandonar. No se trataba de un hombre cualquiera...

Marcó una pausa y miró a la multitud.

La gente le escuchaba, bebía sus palabras, esforzándose tal vez en rememorar al Caballero de la Gallina que había sido en otro tiempo, pero sin conseguirlo.

Morgennes buscaba a alguien con la mirada.

A Dodin.

Cuando le vio, con expresión huraña y la mirada perdida, sostenido por dos templarios, Morgennes le saludó discretamente y continuó con su historia.

—Se trataba de Dodin el Salvaje, con quien Galet el Calvo y yo mismo habíamos prestado grandes servicios a su majestad, durante nuestra estancia en El Cairo. Dodin se había perdido en los pantanos. De hecho, creo que, por desgracia, su alma se encuentra allí todavía, y soy muy consciente de haber traído de vuelta solo su envoltorio.

Nueva pausa de Morgennes. Parecía tener dificultades para continuar. Pero les había prometido contar la historia. Sin embargo, dudaba. ¿Lo recordaba todo? Su memoria ya no era tan fiable como en otro tiempo. Se había vuelto
normal
.

—Caminaba, sin contar las horas ni los días, alimentándome de musgo, raíces y setas. Comía lo que encontraba, sin preguntarme si era bueno o malo. Recorrí esos pantanos a lo largo, a lo ancho y de través. Pero no había forma de encontrar a Dodin. Hasta que un día, cuando creía estar arrancando un poco de musgo del tronco de un árbol, me di cuenta de que se trataba de un hombre. ¡Era él! La vegetación había empezado a engullirlo. Me había jurado que le sacaría de allí, pero ¿ese tronco era todavía él? Le llamé, como si su nombre pudiera devolverle a la vida: «¡Dodin! ¡Dodin!».

Morgennes gritó, como había hecho en los pantanos del Lago Negro. En la gran sala del palacio, Dodin estalló en sollozos. Los templarios lo acompañaron fuera. La multitud se preguntaba qué había ocurrido. Morgennes continuó con su relato:

—Retiré el musgo del cuerpo de Dodin, pero aquello no era suficiente. Había enraizado. ¿Qué podía hacer? Yo no llevaba ningún arma encima, pero en su cintura descubrí una daga. Esta. —Mostró la misericordia—. La cogí y empecé a cortar todo lo que se podía cortar, segando, rascando, cuidando de no tocar las carnes y esforzándome, al contrario, en no lastimarlas. Después de haber arrancado todo lo que había de vegetal en él, liberé a Dodin, que cayó en mis brazos. Apenas respiraba. Pero confiaba en poder sacarle vivo de aquellos pantanos, porque no estaba muerto. Algo humano vivía aún en él. La prueba fue que su boca se entreabrió, dejando escapar un hilillo de sabia, y me preguntó: «¿Por qué?».

Morgennes calló, pareció buscar en sus recuerdos, y continuó: —«¿Por qué me has abandonado?», me preguntó Dodin. ¿Me había reconocido? ¿O bien me tomaba por Dios? Me miraba, con los ojos entreabiertos, balbuceando palabras incomprensibles. Entre ellas creí distinguir: «Perdón». ¿Me perdonaba? ¿O me pedía perdón? En cualquier caso, yo le dije: «Soy yo quien te pide perdón, igual que perdono a Dios, antes de olvidar...». Luego lo extraje de su envoltorio de fango, del que salió todo pringoso.

Morgennes marcó una nueva pausa, antes de continuar: —¿Dónde encontré la fuerza para atravesar aquellos pantanos? Lo ignoro. Pero sabía que volver sobre mis pasos, al lugar donde había dejado a Gargano y a María Comneno, era un suicidio.

—¿Y qué hicisteis? —soltó entonces Emmanuel, que estaba sentado con las piernas cruzadas muy cerca de Morgennes.

—Volví hacia Cocodrilópolis. Atravesé las seis cataratas que separaban los pantanos de la antigua ciudad de los ofitas. Luego robé unos caballos, y crucé el Sinaí para volver a Tierra Santa.

—¡Mentiroso! ¡Esto es imposible! —gritó un templario en la sala.

Todos se volvieron hacia él.

—¡Fuiste tú quien envenenó a Dodin! ¡Por culpa tuya se encuentra en este estado! ¡Lo pagarás!

—¡Basta! —interrumpió el rey—. ¡Si hubiera hecho lo que dices, Morgennes no se habría t-t-tomado la molestia de traer su cuerpo!

—¡Tal vez Morgennes haya olvidado, pero nosotros, los templarios, no olvidaremos!

La multitud empezó a abuchearle. Entonces abandonó la sala, seguido por todos los templarios.

—Lo siento mucho —dijo Amaury a Morgennes.

—No es nada —dijo Morgennes, bajando del escenario entre aplausos—. Lo esperaba.

Una vez que hubo vuelto a la sala, donde habían servido un formidable banquete, Morgennes dijo a Guillermo de Tiro y a Amaury:

—De todos modos, me iré. Debo viajar a Arabia, en busca de mi madre. Y luego, sobre todo, a mi tierra, en busca de...

No acabó la frase. Entonces Amaury le dijo:

—Antes de que p-p-partas, tengo algo que solicitarte. ¡Una última p-p-petición!

—Por este niño —intervino Guillermo de Tiro, acariciando los cabellos del pequeño Balduino.

Morgennes se arrodilló a los pies del príncipe y le preguntó:

—¿A qué cima debo acompañaros esta vez, majestad?

—Temo que no sea tan fácil como escalar las p-p-pirámides —dijo Amaury.

—Ni tan divertido —añadió Balduino.

—¿De verdad? —preguntó Morgennes.

—Está en juego su vida —le susurró Guillermo al oído. Viendo la expresión grave que habían adoptado el rey y su más próximo consejero, Morgennes se levantó y les dijo: —Afrontaré la muerte para evitársela.

Post scriptum

Y aquí acaba el cuento.

CHRÉTIEN DE TROYES,

Erec y Enid

Alguien llamó a mi puerta.

—¿Quién va?

—¡Gargano! —dijo una voz cavernosa.

Demasiado sorprendido para encontrar una respuesta, estuve a punto de caer de espaldas y corrí a abrir la puerta de mi scriptorium.

—¡Gargano! ¿De verdad eres tú?

El gigante me estrujó hasta ahogarme.

—Es bueno volver a verte —dijo mirándome fijamente.

—¡Entra, entra!

Gargano entró bajando la cabeza, tras él caminaba una mujer de belleza altiva junto con una niñita que debía de tener unos cuatro años y que me recordaba a alguien, sin que pudiera decir a quién.

—¿No has venido solo? ¿Has traído a unas amigas? Has hecho bien.

—Te presento a Guyana y a su hija, Casiopea.

—¡Sed bienvenidos a mi humilde morada!

—Nos ha costado muchísimo encontraros —me dijo Guyana.

—Oh —dije yo—. Es que he viajado mucho. Después de Saint-Pierre de Beauvais, Arras y Troyes, finalmente me he instalado aquí, en la corte de María de Champaña.

Un movimiento a mi espalda atrajo mi atención. Era la niña, que se acercaba a la cazoleta donde había puesto incienso a quemar.

—¡Cuidado, está caliente!

La niña apartó la mano, pero su madre me dijo:

—No os preocupéis, no se quema nunca.

—¡Ya lo sé! —exclamé—. ¡Ya sé a quién me recuerda!

Gargano me miró poniendo los ojos en blanco, lo que me incitó a callar.

—¿A quién? —me preguntó Guyana.

—A san Marcelo... Un santo que tenía el poder de manipular objetos calentados al rojo sin quemarse.

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