Read La espada de San Jorge Online
Authors: David Camus
A la derecha de la pequeña escalera se podía admirar el combate de san Jorge y el dragón, que resultaba ser una dragona. Si atacaba la ciudad, explicaba el fresco, era solo porqué sus habitantes le habían robado sus huevos y habían matado a su marido. Cegada por el dolor, la infortunada dragona solo hacía que vengarse. Cuando comprendió su desgracia, san Jorge sintió piedad, e hizo un pacto con ella. No la mataría, pero a cambio debería convertirse al cristianismo, dejar de atormentar a los habitantes de la ciudad y devolver la princesa a su padre.
La dragona aceptó el trato, y para engañar a los habitantes de la ciudad, incluso se prestó a representar una farsa en la que se la veía, como un perrito atado por una correa, siguiendo a san Jorge al interior de la población, y luego haciéndose expulsar de ella por todos los habitantes con un gran alarde de signos de la cruz. Una vez cumplida su tarea, san Jorge partió de nuevo hacia los pantanos del Lago Negro, donde vivía la dragona. Cuando volvió por segunda vez a la ciudad, les dijo a todos:
—He triunfado.
Pero solo era cierto a medias.
Más adelante, san Jorge sería torturado a causa de su religión y moriría como un mártir. Sus seguidores habían construido esta tumba, lo habían enterrado en ella, y la habían —o eso creían ellos— sellado para siempre. Porque nadie debía saber que en realidad san Jorge no había matado al dragón. Si esa información salía a la luz, podía hacerle perder su santidad.
Y para sus adoradores, nadie era más digno de serlo que él. Porque estos eran, aparte de los coptos (que creían que san Jorge había matado a su dragón), los ofitas, que sabían que le había perdonado la vida.
—Todo esto es extremadamente interesante —masculló Guillermo de Tiro—. En efecto, para Isidoro de Sevilla, un sepulcro «
est quod mentem maneat
».
—Habla en francés, p-p-por favor —dijo Amaury—. No hay nada más irritante que esos eruditos que se expresan en latín sin t-t-traducir. ¿Qué quieres p-p-probar? ¿Que sabes latín? Pues bien, ya lo has hecho.
—Perdonadme, sire. A veces la razón se extravía y expresa lo que ha aprendido
tal como
lo ha aprendido. Quería decir que un sepulcro es el lugar donde reside el espíritu, la memoria, de los difuntos. Nada tiene, pues, de sorprendente que san Jorge se nos aparezca así, en toda su verdad, en el interior de su tumba. No podría encontrarse un lugar más apropiado.
—¡Protegeos! —gritó de pronto uno de los caballeros de Amaury.
Acababan de llegar a una gran sala, bordeada a cada lado por tres pequeñas escaleras, que conducían, cada una, a una gran puerta circular. Al pie de cada una de las seis escaleras se encontraba un gong, y cerca del gong, un pesado martillo de hierro suspendido del techo por una cadena. Si el guardia había gritado, no era a causa de esta sucesión de escaleras y de gongs, sino a causa de una docena de sombras que avanzaban silbando hacia ellos.
—¡Muertos vivientes!
—¡Cuidado, huid, deprisa! —gritó el caballero.
—¡Vienen de todas partes! —bramó otro.
Uno de ellos, viendo una sombra que caminaba hacia él con el brazo tendido, desenvainó su espada para atravesarla. Pero la sombra le golpeó en el rostro con tanta violencia que su cabeza giró sobre sí misma. Así pudo ver, antes de desplomarse, cómo Morgennes entraba en la tumba, con los cabellos y la barba alborotados.
—¡No ataquéis! —gritó Morgennes.
Alexis se volvió hacia él, sorprendido y feliz a la vez, y exclamó:
—¡Te creíamos muerto!
—¡Siento desengañaros!
—Pero ¿de dónde vienes? —le preguntó Amaury, estupefacto.
—¡Del Krak, majestad! —respondió Morgennes bajando la escalera que conducía al interior de la tumba, y observando a su paso que san Jorge y el dragón le seguían con la mirada.
Como las sombras se aproximaban peligrosamente al rey, dos de los más poderosos caballeros del reino blandieron sus espadas.
—Formad un círculo en torno al rey —gritó uno de ellos.
—¡No! —bramó Morgennes—. ¡No tengáis miedo! No son enemigas nuestras.
—¡Traidor! —le gritó otro caballero.
Pero Morgennes se limitó a encogerse de hombros y corrió a situarse entre las sombras, a las que no parecía temer.
—Veis, él también es un muerto viviente —dijo un templario que se había cruzado con Morgennes al pie del Krak.
—No tanto como lo serás tú en breve —replicó Morgennes.
Efectivamente, una de las sombras acababa de hacer trizas el escudo adornado con una gran cruz que el templario oponía a sus golpes, obligándole a retroceder.
—¡Ayudadme, buenos y nobles hermanos! —clamó este—. ¡Y vos, ilustrísima, qué esperáis para pronunciar vuestro
vade retro
!
Mientras seis sombras atacaban a los caballeros, Guillermo, desconcertado, miraba a Morgennes en busca de consejo. Morgennes sacudió la cabeza, mostró la fina daga —una misericordia— que llevaba enfundada, y luego la gran cruz de bronce que colgaba de su cuello, y dijo a Guillermo:
—No toquéis vuestras armas. No hemos venido aquí como enemigos, sino en demanda de perdón. Si san Jorge nos juzga indignos de su espada, tendremos que aceptarlo. Mientras tanto, mostrémonos rectos e íntegros. No temamos a la muerte.
—¡Es más fácil decirlo que hacerlo! —exclamó Amaury.
En efecto, aparte de Guillermo, Amaury, Alexis y el propio Morgennes, todos los valerosos caballeros que habían seguido a su rey hasta aquí y habían jurado que darían su vida por él, efectivamente la dieron. Las sombras formaron entonces un pasillo de honor a los cuatro supervivientes, escoltándolos hacia una séptima y última escalera situada al fondo de la necrópolis, justo frente a la entrada. Esta escalera también estaba precedida por un gong y conducía a una puerta redonda, de bronce como las otras seis.
Los cuatro hombres miraron el gong y el martillo, cuya maza tenía forma de luna. En cuanto al gong, mostraba una serpiente cuya cabeza seguía un largo y sinuoso laberinto hasta morderse la cola.
—Su cabeza tiene el tamaño del martillo —señaló Alexis de Beaujeu.
—Cierto —dijo Guillermo, acercando el martillo a la cabeza de la serpiente—. Ambos coinciden.
—Tal vez haya que golpear la cabeza con el martillo.
—¿La cabeza, o la cola? —preguntó Morgennes, recordando la profecía de los ofitas que anunciaba una gran conmoción para el día en el que la Cabeza y la Cola de la Serpiente se besaran.
—Son una sola cosa —dijo Alexis.
Guillermo de Tiro observó largamente a Morgennes, que, cubierto de rasguños y heridas y con el cabello y la barba enmarañados, parecía llegado de entre los muertos.
—Pero ¿cómo nos habéis encontrado? —le preguntó—. ¡Se diría que salís directamente de los nueve infiernos!
—No estáis lejos de la verdad. Iba de camino al Krak, donde sabía que se encontraba su majestad, cuando unos campesinos me informaron de que...
—Vamos —dijo Amaury—. No molestes más a Morgennes pidiéndole tantos d-d-detalles. De momento ocupémonos de abrir esta puerta.
Uniendo el gesto a la palabra, Amaury sujetó el grueso martillo y lo abatió contra la cabeza de la serpiente. Un atronador sonido resonó en toda la tumba, expulsando a las sombras con tanta eficacia como si hubiera sonado la llamada para la sopa en Saint-Pierre de Beauvais. Como por arte de magia, la cabeza y la cola de la serpiente se separaron, y el reptil se deslizó sobre los bordes exteriores del gong dejando a la vista un gran círculo de bronce.
Un sonido sibilante se dejó oír entonces sobre ellos. La puerta del séptimo sótano se había abierto, probablemente basculando en una hendidura situada en el costado. La escalera dio paso a un pequeño estrado, donde se encontraba un trono. Un esqueleto estaba sentado en él, ¡un esqueleto sin cabeza!
—San Jorge murió decapitado —recordó Guillermo a sus tres compañeros, que miraban el esqueleto con ojos desorbitados.
—Solo puede ser él —dijo Alexis—. ¡San Jorge! ¡Sostiene una espada en las manos! ¡Miradla, se diría que brilla!
—
C-c-crucífera
—susurró Amaury—. ¡Mi espada!
—No olvidéis, majestad —murmuró Morgennes—, que esta espada no debe ser desenvainada en ningún caso para matar.
Morgennes retenía a Amaury cogiéndole de la mano, y el rey le miró sorprendido.
—¿Y eso por qué?
—El que vence no puede imponerse por la fuerza. Solo el perdón triunfa.
Parecía tan convencido que era imposible no creerle. Pero como Amaury parecía dudar, se volvió hacia la entrada del sepulcro, señaló los frescos dispuestos a lo largo de la escalera y añadió:
—¿Habéis olvidado lo que cuenta esta historia? ¡San Jorge no mató! Nunca permitiría que un asesino tuviera su espada.
Crucífera
es una espada santa. Solo puede pertenecer a los más piadosos caballeros, a los que, como él —dijo señalando al esqueleto—, no tienen miedo y saben perdonar.
Amaury bajó los ojos y declaró:
—Estoy de acuerdo con ello. También es mi filosofía. Porque he p-p-perdido el gusto por la sangre, cualquiera que sea su color; prefiero que lata en un corazón a que sirva para aliviar la sed de los gusanos de tierra.
—Bien dicho, majestad —aprobó Guillermo.
—Bien y suficientemente. Porque ya es t-t-tiempo de comprobar si soy digno de esta reliquia.
Amaury tendió la mano hacia la empuñadura de Crucífera. Realmente, esta espada no tenía nada que ver con el juguete que le había dado Palamedes poco antes del sitio de Damieta. Era de una longitud mediana, a medio camino entre la pesada y larga espada de dos manos manejada por los caballeros y la de los soldados romanos. Una canaladura rebajaba la hoja aligerando su peso, y tenía el extremo y los lados afilados, lo que permitía golpear de punta y de filo. Finalmente, tenía una especie de medalla insertada en la empuñadura, en la que se veía una luna rodeada por una serpiente que se mordía la cola.
Sin saber que se trataba del símbolo de los ofitas, Amaury estaba tendiendo la mano hacia la espada, cuando Morgennes le detuvo:
—¡Esperad! ¡No la toquéis!
—¿Qué ocurre ahora? —se irritó Amaury—. Se diría que no tienes mucha prisa por ser armado c-c-caballero.
Morgennes no comentó esta última observación, y se limitó a insistir:
—Pedídsela.
—¿Cómo?
—Pedid a san Jorge permiso para utilizar su espada. No se la cojáis. No sin su consentimiento.
Entonces, mientras Guillermo murmuraba una plegaria por el reposo del alma de san Jorge, Amaury se arrodilló junto al esqueleto sin cabeza, levantó los ojos y efectuó esta petición:
—San Jorge, p-p-permitidme que tome prestada vuestra espada por el bien de todos los hombres y... de todos los animales, grandes y p-p-pequeños, montaran o no a bordo del Arca de Noé...
Los dedos que sujetaban la espada aflojaron la presión y Amaury miró a san Jorge. ¿Era una ilusión? ¿Era fruto de la fatiga o de la impaciencia? Parecía que san Jorge había inclinado el torso hacia delante. Amaury cogió a
Crucífera,
sacó su propia espada de la vaina y la colocó entre los dedos del esqueleto.
—A cambio, t-t-tomad la mía. Es solo una espada muy vulgar, poco digna de vos... Pero de todos modos me es querida... Os la confió. Cuidadla.
Dicho esto, los cuatro compañeros volvieron a bajar por la escalera que conducía a la gran sala, saltaron por encima de sus camaradas muertos en el combate contra las sombras y se dirigieron hacia la salida de la tumba.
—Tendré que pensar en hacer sellar de nuevo la entrada —dijo Amaury—. En cuanto a ti, querido Morgennes, tendrás que explicarte. ¡Todos te t-t-tenían por muerto!
—En parte es verdad —dijo Morgennes.
—Por cierto —dijo Guillermo con una sonrisa—, creo que cuando estemos de vuelta en Tiro, podríais serme de alguna utilidad.
—¿Ah sí? —dijo Morgennes—. ¿Y para qué?
—Se trata de ayudarme a leer un libro cuyas páginas arden.
—A fe mía que lo haré si puedo.
—No tan rápido —intervino Alexis—. Primero Morgennes debe contarnos qué le ocurrió después de la insurrección de El Cairo.
—Esto augura unas interesantes veladas —se entusiasmó Amaury.
—No sé —replicó Morgennes—. Haré lo que pueda. Pero mi memoria ya no es la que era, y temo que...
Se interrumpió bruscamente, porque alguien acababa de entrar en el sepulcro de san Jorge: Taqi ad-Din, seguido de los soldados del Yazak.
Le dice que le ha conferido la más alta orden, con la espada,
que Dios haya hecho y mandado nunca.
Es la orden de caballería, que debe ser sin villanía.
CHRÉTIEN DE TROYES,
Perceval o El cuento del Grial
—¡Seguid, seguid! —dijo una voz entre la multitud.
—¡Queremos saber qué pasó!
—P-p-paciencia —dijo el rey—. ¡Lo sabréis todo a su debido tiempo! ¡Pero este es momento de celebraciones! ¡Viva Morgennes!
—¡Viva Morgennes! —gritó la multitud.
Doce copas entrechocaron, manchando de vino las manos que las sostenían. Doce copas se dirigieron hacia doce bocas que las vaciaron de un trago; labios orlados con un par de bigotes, honrados por una corta barba o distinguidos por un bosque de pelos, todos excepcionalmente bien peinados, perfumados, relucientes de mantequilla, y ahora manchados de vino. Estas doce bocas pertenecían a los doce caballeros más famosos del reino: los once caballeros invitados por Amaury para ocupar un lugar en torno a la Tabla Redonda y el propio Amaury.
Faltaba una decimotercera boca, que Amaury saludó levantando su copa, ahora vacía.
—¡Morgennes!
Morgennes se llevó la mano al pecho y se inclinó hacia delante, con la frente enrojecida. Después de haber aparecido, en Lydda, perdido de barro y con la barba enmarañada, ahora iba vestido de blanco —símbolo de pureza— adornado de rojo —símbolo de la sangre que debería verter al servicio del rey —. Sus calzas eran negras —como la tierra donde su vida había empezado y donde acabaría— y su cinturón era blanco, para que nunca olvidara guardarse de la lujuria. Le habían cortado las uñas, masajeado los dedos y restregado las manos. Su cuerpo, finalmente, había sido frotado durante largas horas por jóvenes expertas, que habían dejado sobre él un poco de su olor.
Morgennes era otro.
Pensaba en su padre, en su viaje por Tierra Santa, que él se disponía a recorrer de nuevo. Pensaba en su madre, en algún lugar de Arabia. Pensaba en su hermana, cuya querida presencia sentía latir en lo más profundo de su corazón. Y pensaba en Guyana...