Read La espada de San Jorge Online
Authors: David Camus
«Qué extraña guerra —se dijo Amaury, observando los dromones—. Suerte que no eran verdaderos dragones, porque la derrota habría sido realmente demasiado humillante.»
Había tanto humo que Amaury y Alexis no veían a dos palmos de su nariz y debían mantener constantemente una mano libre para sostener ante su rostro un pedazo de tela empapado en agua. Amaury redobló sus esfuerzos, lanzando violentos golpes contra los cascos de los barcos que abordaban y ordenando a Alexis y a sus hombres que cortaran los cordajes que unían a las naves entre sí y lanzaran las pasarelas al mar. En cuanto el navío sobre el que se encontraban empezaba a hundirse, Amaury se aseguraba que su pequeño equipo hubiera llegado sano y salvo al barco más próximo. Luego volvía a montar a Passelande y le hacía retroceder unos pasos para tomar impulso y saltar a la nave contigua. ¿Cuántas veces estuvieron a punto de morir, cercados por las llamas o atravesados por un proyectil? Nadie podría decirlo. En todo caso, lo cierto es que Amaury y Alexis de Beaujeu hicieron algo más que contribuir a ayudar a Colomán y a Kunar Sell a proteger la flota bizantina. Las relaciones entre el poderoso imperio y el pequeño reino franco de Jerusalén, que amenazaban con envenenarse, se salvaron gracias a ellos.
Estábamos a finales de otoño del año de la Encarnación de Nuestro Señor de 1169, y la batalla había acabado antes incluso de haber empezado realmente. Damieta se había salvado gracias a la acción de un muchacho valeroso: Taqi ad-Din.
Amaury volvió al campamento cuando ya era noche cerrada, acompañado únicamente por Alexis de Beaujeu y otro soldado. Los restantes miembros de su pequeño equipo habían muerto, y ellos estaban extenuados, magullados, quemados. Passelande tenía las crines chamuscadas. Después de confiarlo a un lacayo, Amaury volvió los ojos hacia el Nilo, donde algunos navíos acababan de consumirse, mientras otros izaban en la lejanía sus velas de supervivientes. Volvían hacia Constantinopla.
—Gracias a vos, majestad —dijo Guillermo, acercándose al rey—, el fracaso no ha sido absoluto.
Pero Amaury no le respondió. Lloraba. Para él, los cascos incendiados de los dromones bizantinos eran como largos cuerpos de dragones agónicos, que solo encontrarían la paz en los fondos marinos.
Oía una voz que le llamaba, pero no sabía quién le requería;
pensó que debía de ser un fantasma.
CHRÉTIEN DE TROYES,
Lanzarote o El Caballero de la Carreta
Morgennes se agachó, rozó la superficie del agua, y luego se llevó la mano a la boca. El agua tenía sabor a limón, a tierra ácida.
—El Nilo ha iniciado la decrecida —dijo a Dodin.
Pero, cuando se volvió, Dodin ya no estaba allí. Morgennes se incorporó y escuchó los ruidos del bosque, con todos los sentidos alerta. La naturaleza estaba extrañamente silenciosa, como si los pájaros hubieran olvidado piar, y las fieras rugir. No se oía nada, excepto un ronquido sordo que no le pareció nada tranquilizador.
—¡Dodin! —llamó Morgennes.
Nadie respondió, y su grito se perdió entre la maraña vegetal.
Entonces Morgennes contó diez latidos de su corazón y volvió sobre sus pasos. ¿Cuánto tiempo hacía que caminaban en esta jungla, en dirección a los pantanos? La luz penetraba con dificultad en el sotobosque, y algunos días eran tan oscuros como las noches. Hacía mucho que Dodin había perdido la noción del tiempo. Pero Morgennes sí sabía. Hacía siete semanas y... No, siete días.
No.
Siete meses... Se sentía ligeramente aturdido; se tocó la frente con la punta de los dedos y murmuró:
—Vaya, pareces cansado...
Cansado. Sí. Ambos estaban agotados. Pero solo Dodin había dado muestras de una fatiga extrema. Morgennes, en cambio, estaba totalmente concentrado en su objetivo: alcanzar los pantanos y el navío que yacía en su seno, encontrar a Gargano. El paso de las últimas cataratas había sido particularmente duro para ambos, y en varias ocasiones Morgennes había tenido que llevar a Dodin a la espalda.
Pero ¿dónde estaba Dodin?
Morgennes rehízo en sentido contrario parte del trayecto que habían recorrido para llegar hasta allí. Sin embargo, como en el Laberinto del Dragón, tenía la sensación de que la naturaleza había cambiado. Esos árboles, con raíces tan altas y tan gruesas que parecían troncos, no estaban ahí cuando había llegado, hacía unas horas. Pero ¿era realmente aquí? ¿O bien era unos días antes?
Morgennes ya no lo sabía.
Sus fuerzas le abandonaban. Incluso su memoria, su tan preciosa aliada, parecía haberse esfumado, absorbida por las innumerables sanguijuelas que le cubrían las piernas. Para verificarla, recordó cada uno de los momentos pasados con Guyana, y comprobó con alivio que en lo referente al amor su memoria permanecía intacta.
—Lo recuerdo. Sí, lo recuerdo.
Morgennes sintió de pronto un vivo dolor, como si le hubiera alcanzado un rayo. ¡Dodin! ¡Dodin había desaparecido hacía varios días, y él había partido en su busca!
—¡Vamos, en marcha!
Dio unos pasos más en la bruma, rodeó la enorme higuera ante la que acababa de pasar hacía un instante, y se preguntó si no había visto ya ese árbol en alguna parte. Pero ¿cuándo? Entonces, al levantar los ojos, distinguió, colgadas en las altas, altísimas ramas del árbol, una decena de marionetas de color gris pálido, varones y hembras. Sus miembros se balanceaban al viento, y el dulce tintineo de sus articulaciones componía una extraña canción que decía: «Como nosotros, como nosotros... Clic, clic, clic... Eres como nosotros... Clic, clic, clic... Te unirás a nosotros, pronto, muy pronto...».
«Me estoy volviendo loco —se dijo Morgennes—. Estoy perdiendo la razón. Vamos, reflexionemos. ¿Qué decían sobre estos pantanos? ¿Que en ellos se perdía la memoria?»
—No olvidaré, no olvidaré...
«Pero ¿qué hacen estas marionetas ahí arriba, en los árboles? ¡Por Dios, si es evidente! ¡Nadie ha subido a colgarlas! Es solo que como el Nilo estaba más alto, mucho, mucho más alto, el Arca navegó sobre ellos, y luego alguien las lanzó al agua. Entonces se hundieron y quedaron enganchadas en las ramas.»
Una de las marionetas oscilaba peligrosamente por encima de él; sus pies miraban al norte, al este, luego de nuevo al norte, luego de nuevo al este... Esta visión macabra le dio escalofríos, y se apoyó en las raíces de un árbol gritando:
—¡Dodin!
Pero esta vez era una llamada de auxilio. A Morgennes le daba vueltas la cabeza, como si viera el bosque a través de los ojos del muñeco, con su mar infinito de árboles y, en algún lugar al pie de esta higuera verdosa, al propio Morgennes, que se estaba buscando. De repente, cuando ya estaba convencido de haber perdido definitivamente la razón, sonó una melodía. Una dulce y hermosa música de órgano.
—Conozco esta música, y conozco este órgano... ¡Es el de Filomena! El órgano con tubos acabados en bocas de dragón que le gustaba tocar a Nicéforo cuando nos deteníamos.
Curiosamente, esa música le tranquilizó. Parecía dirigirse directamente a él, a su alma. Decía: «Ven por aquí. Confía en mí, soy tu guía. Ven y estarás seguro. Por aquí... Aquí está tu casa».
Morgennes se alejó del árbol, lanzó una última ojeada a las marionetas y caminó hacia la música. «¿Y si era una trampa? ¿Una trampa tendida para que me pierda? ¿Cómo saber si no he caído ya en ella un decena de veces? La música me aleja del árbol, me atrae con sus cantos de sirena y luego se interrumpe bruscamente, dejándome en medio de los pantanos. ¿Ha ocurrido eso ya? ¿Cuántas veces? ¿Así nos separaron a Dodin y a mí? Pero ¿tengo elección, en realidad?»
Aunque con dudas, Morgennes caminó en dirección a la música. Apenas reconocía el paisaje que atravesaba: árboles demasiado grandes, agotados de tan viejos y que, no teniendo ya un lugar donde morir, se desplomaban sobre las ramas de otros más pequeños. Ramajes entremezclados que se alimentaban de todos los troncos, absorbiéndose los unos a los otros, aferrándose, arañándose, a la vez carceleros y prisioneros de sí mismos. Lianas rasgando la oscuridad, llenando los vacíos que los árboles no habían sabido ocupar; musgos, líquenes, setas; un suelo esponjoso, empapado, en el que costaba mucho esfuerzo avanzar. Tentáculos marronosos, grandes telarañas, de las que no se sabía si habían sido tejidas por vegetales o por animales. ¿Tal vez por ambos? Paredes de mosquitos donde los brazos batían el aire, impotentes. «Como tratar de abrir el mar Rojo», pensó Morgennes.
—Necesitaría un milagro. ¡Guyana! ¿Por qué te abandoné?
Luego recordó súbitamente que era ella la que había partido. Debería haberla retenido. Sujetarla del brazo y decirle: «No te vayas. Perdón. Perdóname. No sé qué ocurrió. Si lo hubiera sabido, no habría actuado así. Iba a confesártelo todo, pero no tuve tiempo. ¡Iba a decírtelo todo!».
Por momentos, en su delirio, tenía la impresión de que eso era lo que había hecho. Le había hablado, la había estrechado entre sus brazos y se lo había explicado todo. Al principio había sido difícil, pero ella había acabado por escucharle. Y al final le había perdonado. Apretándola contra sí, le había acariciado los cabellos mientras le decía: «Vuelve a tu casa. Vuelve con los tuyos. Ve a Francia, ve a ver a Chrétien de Troyes, es mi mejor amigo. Espérame en su casa. Cuida de nuestro hijo. ¡Volveré en cuanto pueda!».
Realmente era lo que recordaba haberle dicho.
Después de haber caminado durante una eternidad, Morgennes llegó a un vasto claro pantanoso. Los Pantanos de la Memoria, llamados también Lago Negro, a causa del tono lustroso de sus aguas, que eran negras como el carbón y donde nada, ni siquiera las estrellas, se reflejaba. Aquí y allá, un ruido de chapoteo delataba la presencia de cocodrilos. Sus cuerpos se fundían tan bien con el fango que era casi imposible distinguirlos. ¿Qué tamaño debían de tener? Era difícil saberlo. Pero el último que Morgennes y Dodin habían visto, había abierto tanto la boca como para tragarse un caballo.
Además de cocodrilos, el lugar era un hormiguero de serpientes, que se deslizaban silenciosamente por la superficie del agua. Una de ellas se acercó a Morgennes y pasó por encima de su bota. Extrañamente, no tuvo miedo. Sabía que esta serpiente no le haría ningún daño, igual que sabía que los cocodrilos le dejarían tranquilo.
¿Tal vez era a causa de la música? ¿Tendría el poder de adormecer a los reptiles? ¿De arrebatarles cualquier deseo de atacar? Pero no, Morgennes se engañaba. Porque aquí y allá se veían osamentas. A juzgar por su estado, algunas debían de estar ahí desde hacía siglos. Huesos medio roídos, abandonados; islotes formados por un montón de esqueletos, desorden de cajas torácicas y caos de cráneos con las órbitas vaciadas. Era imposible dar un paso en estos pantanos sin hacer crujir un hueso bajo la suela. Este siniestro espectáculo le recordó confusamente a otro, en el patio de un palacio, en Jerusalén. De aquello hacía mucho, mucho tiempo. Un rey celebraba su coronación. Y una compañía de teatro había llegado en el momento justo para representar una obra que narraba. .. ¡el combate de un caballero contra un dragón! Ahora Morgennes estaba seguro: estos pantanos, el Lago Negro, ocultaban una gruta donde vivía un dragón. Llevándose la mano al costado, sujetó la pequeña espada que había arrebatado a Dodin y se preparó para el combate.
Pero aquel no era momento para combatir. Por otra parte, la música seguía sonando, cada vez con mayor claridad. Tratando de orientarse en ese laberinto sin pasadizos, Morgennes distinguió unas ramas de árbol que sobresalían del agua como si fuesen brazos pidiendo socorro. El Arca no debía de estar muy lejos; estaba convencido. Decenas de luces blancas se encendieron en torno a él. No sabía si estaban cerca o lejos, si eran pequeñas o grandes, pero eran muchas. Flotaban en el aire sin hacer ruido. Curiosamente, esto le llenó de felicidad. Notó una presencia reconfortante, y recordó a su madre, había salido a la puerta de su pequeña vivienda y le llamaba: «¡Morgennes, ven a comer!».
También llamaba a su hermana, pero sin nombrarla.
Por cierto, ¿cómo se llamaba? Morgennes buscó en vano en su memoria; no lo recordaba. También había olvidado los nombres de sus padres. Pero veía perfectamente a su madre, sus largos cabellos recogidos en una trenza que colgaba sobre su espalda, su delantal inmaculado y sus manos dulces y finas, que no eran manos de campesina.
Su padre, con el martillo al hombro, volvía de la forja. Los «¡clang!, ¡clang!, ¡clang!» y los «¡ting!, ¡ting!, ¡ting!» habían enmudecido, y solo quedaba el zumbido del hogar, que su padre mantenía constantemente encendido.
Nunca lo había apagado. Sin que importara la cantidad de madera que tuviera que introducir en él, nunca permitía que el fuego se extinguiera. Morgennes esbozó una sonrisa: «¿Qué tenía ese fuego que fuera tan particular? ¿Por qué era tan valioso?».
De pronto oyó una voz. Era su hermana, que le llamaba:
—¡Morgennes!
Miró a derecha e izquierda y preguntó:
—¿Dónde estás?
Pero no había nadie. Debía de ser un fantasma.
Entonces, desesperado, se puso a silbar la dulce melodía del órgano, lo que le dio nuevas fuerzas. Revigorizado, continuó su camino en dirección al Arca.
Unas sombras se dibujaron ante él.
Varios hombres y mujeres de piel oscura, que oscilaba entre el bronce y el negro, estaban agachados en el agua, con la cabeza baja, en medio de las sanguijuelas. Le recordaron a los adeptos de la secta de los ofitas, a esos centenares de personas que habían adorado a la Serpiente bajo la mirada de Morgennes en el templo de Apopis. Tenía la sensación de que aquello había sucedido en otra vida. ¿Habían acudido aquellos hombres en busca de la Cola de la Serpiente?
Morgennes caminó entre ellos, tratando de cruzar su mirada con la suya. Pero sus ojos estaban vacíos. Las lucecitas se movían sobre sus cabezas, iluminándolos un breve instante para devolverlos enseguida a la sombra. Aunque no eran luces, no. Eran...
Atrapó una, cerró el puño e inclinó la cabeza para observarla. Era una pequeña mariposa blanca. Muerta, aparentemente. Morgennes le sopló encima. Entonces la mariposa se agitó suavemente, se volvió negra, y luego emprendió el vuelo, sembrando a su estela finas nubecillas de un polvo negro y blanco que parpadeaba extrañamente. Morgennes se dio cuenta de que las luces palpitaban al ritmo de la música de órgano, que seguía sonando, cada vez más cerca de él. Tontamente, sin saber por qué, llamó: