Read La espada de San Jorge Online
Authors: David Camus
Gargano escuchaba, fascinado. María se acercó al esqueleto y recogió una copa, volcada en el suelo junto a él. Mostrándola a Gargano, continuó sus explicaciones:
—Nos encontramos en la gruta que inspiró a Platón su célebre mito de la caverna. Decidió volver aquí para morir, bebiendo esta copa de cicuta. Según estos papeles, había descubierto esta caverna durante una expedición geográfica y militar, dirigida por Cambises, de la que acabaría siendo el único superviviente. Según estos papeles, existe una salida muy cerca de nosotros, que da al mar Rojo. Al parecer, hay que atravesar un cementerio y la salida se encuentra justo detrás.
—¿Un cementerio? Pero ¿quién puede estar enterrado aquí?
María agitó el fajo de pergaminos bajo las narices de Gargano.
—¡Los dragones!
Cruzífera
Nadie hubiera podido adivinar, en efecto, que en este lugar
se encontrara una puerta que, cerrada, permanecía
perfectamente oculta y era invisible.
CHRÉTIEN DE TROYES,
Cligès
Guillermo de Tiro se encontraba en su biblioteca, donde se pasaba los días consultando montones de obras desde que Amaury le había encargado que encontrara a la verdadera
Crucífera
. De pronto, una sombra cruzó la página que estaba leyendo. Creyendo que su vela se había apagado, levantó la cabeza. En ese momento, un viento frío le arañó la espalda, y su sillón y su mesa se pusieron a temblar. Temiendo que un espíritu maligno se hubiera introducido en la habitación, Guillermo empuñó su bastón con cabeza de dragón y lanzó un potente golpe, que se perdió en el vacío.
—¡Nada!
Nada, excepto que acababa de derribar su vela. En el momento en el que la llama se apagaba, el suelo se agitó con una violenta sacudida. Tan violenta que Guillermo tuvo que agarrarse al escritorio para no caer, mientras en torno a él pergaminos, papeles y palimpsestos rodaban fuera de sus compartimientos, cajones y estanterías para esparcirse por el suelo en un triste revoltijo.
—Como si no hubiera bastante desorden —dijo Guillermo en voz alta para tranquilizarse.
Hubo un momento de calma, durante el cual reinó la oscuridad. Luego un viento helado recorrió la habitación, levantó la masa de papeles que yacían sobre el pavimento y los envió girando en torbellinos alrededor de Guillermo.
—¡Por san Jorge! —exclamó este, aferrándose aún con más fuerza a su escritorio.
Una nueva sacudida sucedió a la primera, como si esta solo hubiera sido un aperitivo y la otra, el plato fuerte. Como un cuerpo viejo sometido a una dura prueba, la iglesia de Tiro crujió, gimió, aulló, pero no se rompió. Los muros se agrietaron, una parte del techo se derrumbó, el suelo se entreabrió, pero el armazón resistió el embate.
En la ciudad, a juzgar por los gritos que llegaban a oídos de Guillermo, no habían tenido tanta suerte; los lamentos de los hombres se mezclaban con los sollozos de las mujeres, los berridos de los niños con el estruendo de los edificios, en un anuncio de agonía, miseria y muerte.
—¿El Apocalipsis? —se preguntó Guillermo.
Pero allí, agarrado a su escritorio, no encontraba respuesta. Una nube de polvo lo envolvió, por lo que juzgó preferible no quedarse. Pero ¿adónde podía ir?
—¡Señor, ilumíname! —rogó, tosiendo.
Y Dios le respondió. Una fisura apareció en una de las paredes de su
scriptorium
, y un hilo, y luego un rayo de luz, inundó la habitación.
—¡Aleluya! —exclamó Guillermo.
Sin soltar su precioso bastón, se arrastró hacia la fisura, que no dejaba de crecer, y por donde penetraba, iluminando la habitación, el resplandor de lo que él creyó que era un incendio. Pero aquello no era un incendio. Allí, en una habitación secreta, había un atril con un libro abierto, ¡un libro en llamas!
Guillermo se estremeció de horror y corrió a salvar la obra, pero se quemó los dedos al tocarla. Tras recuperar el aliento, se persignó y pronunció un doble paternóster. Las sacudidas —coincidencia turbadora— cesaron de repente, y poco a poco volvió la luz.
—¡Milagro! —exclamó Guillermo—. ¡Gracias te sean dadas, a ti, oh Dios Todopoderoso!
Fuera, el sol brillaba con ardor renovado. Deseoso de hacerse perdonar, el astro volvía a calentar la tierra entumecida por el invierno, expulsando con sus rayos esa extraña y breve noche en la que había reinado una luna diabólica. La Cabeza y la Cola del Dragón, después de haberse besado, se separaban de nuevo. ¿Por cuánto tiempo?
—Ya lo veremos más tarde —se dijo Guillermo.
Ansioso por estudiar su descubrimiento, observó el libro en llamas. Un intenso calor se desprendía de él, y cuando Guillermo acercó de nuevo la mano, se quemó por segunda vez.
—¡Imbécil! —se amonestó a sí mismo—. Pero ¿por qué el atril no arde? ¿Estará hecho de gofer? Dicen que esta madera es resistente al fuego.
Cogiendo una pequeña pluma blanca que oportunamente había ido a posarse sobre su escritorio, Guillermo la lanzó a las llamas, donde se carbonizó al instante.
—Interesante...
Sin perder la calma, apoyó el mentón en su bastón y reflexionó. Entonces se dio cuenta de que el techo de la pequeña alcoba no se había ennegrecido con las llamas del libro, lo que era absolutamente inusual.
—Muy interesante.
Además, el libro no se consumía.
—¡Realmente interesante, sí!
Aquel no era un fuego normal.
—Probablemente el guardián del libro...
Sus ojos se habían acostumbrado por fin a la luz, y Guillermo miró alrededor y constató que las paredes, la bóveda y el suelo de la pequeña habitación eran cóncavos, como el interior de un huevo. Y lo que era aún más sorprendente, estaban totalmente decoradas. Había un mapa pintado, al estilo antiguo. Guillermo creyó reconocer, a la altura de su cabeza, a su derecha, una representación del Mediterráneo. De hecho, todo el mundo aparecía desplegado en él, y Guillermo lo contempló durante largos minutos, antes de colocar el dedo sobre su ciudad, Tiro, y de seguir un itinerario punteado que conducía desde allí hasta... Lydda: la ciudad donde había sido inhumado san Jorge, aunque nadie sabía dónde exactamente. A pesar de que entretanto se habían descubierto varias falsas tumbas; por desgracia, ninguna de ellas contenía a Crucífera —suponiendo que esta reposara junto a su difunto propietario.
Guillermo acababa de descifrar una inscripción en griego, justo sobre Lydda, en los arrabales de la ciudad. Una inscripción misteriosamente adornada con una cruz.
—¡Por la Santa Iglesia! —exclamó.
Cerró los ojos, preguntándose por qué ahora. ¿Por qué aquí, y por qué él? Pues aquel era un descubrimiento increíble, capaz de dar —por fin— un vuelco a la historia que sería favorable a los francos.
Alejandro Magno, que según la leyenda había ordenado que se fabricara la espada
Crucífera
siguiendo procedimientos que, incluso en sus tiempos, eran ya muy antiguos y misteriosos, había llegado en su época a Tiro. ¿Era posible que hubiera ordenado igualmente la edificación de esta extraña alcoba en forma de huevó y del edificio que ahora hacía de iglesia?
No era imposible.
Porque ¿de qué época databa? Los cimientos del edificio eran muy anteriores a la venida de Cristo, eso era evidente. En cuanto a la iglesia de Tiro propiamente dicha, había sido una de las primeras de la cristiandad. Hasta el presente, el templo había resistido bastante bien a la historia y a las inclemencias del tiempo, pero había tenido que sufrir, como todos los lugares de culto de la región, varios saqueos y tentativas de incendio. Que unos sacerdotes hubieran decidido, en otro tiempo, emparedar este nicho no tenía nada de extraordinario. Probablemente habían querido poner a buen recaudo sus tesoros.
¿Y qué tesoros eran esos? Un mapa y un libro.
El mapa indicaba el emplazamiento de la tumba del principal héroe de la cristiandad, y sin duda otras muchas cosas; en cuanto al libro...
—Bah —se dijo Guillermo volviendo a abrir los ojos, con una leve sonrisa en los labios—. Más tarde tendremos todo el tiempo del mundo para estudiarlo en detalle.
Siempre que encontrara un medio de resistir a las llamas... Enseguida volvió a pensar en Morgennes y recordó que yo le había contado cómo había cogido, en Arras, un espetón al rojo.
El único problema era que Morgennes estaba muerto.
En ese momento un ruido de cascos de caballos y de puños golpeando contra la puerta resonó en el scriptorium. Guillermo se volvió precipitadamente y corrió hacia la entrada.
—Sellad esta puerta —ordenó a los acólitos que habían ido a interesarse por su suerte—. ¡Que la vigilen día y noche! Y que nadie entre en esta habitación bajo ningún pretexto.
Hablaba, claro está, de su scriptorium. El asunto era demasiado grave para confiarlo a un subordinado. Sobre todo, debía informar al rey.
¡Y rápido!
Por eso, a pesar de su dolor y con gran sorpresa de sus administrados, no dio ninguna muestra de pesar ante los habitantes de la ciudad, duramente castigados por el seísmo.
Y llegados a este punto, mientras Guillermo cabalga a galope tendido hacia el Krak de los Caballeros, donde el rey se ha refugiado —mientras desinfectan su palacio—, se impone un paréntesis.
Tengo que hablaros de ese día a la vez funesto y feliz, de ese 23 de diciembre de 1169, en el que se produjeron varios acontecimientos de una importancia capital para el desarrollo de nuestra historia. Cuatro acontecimientos de los que realmente es imposible decir cuál se produjo en primer lugar, y si alguno de ellos fue la causa de los otros tres.
Antes de comentarlos en detalle, empezaré por enumerarlos rápidamente en el orden que me plazca, que será, en este caso, según el número de personas que los vivieron; de mayor a menor.
Primer acontecimiento: un eclipse. Apenas acababan de tocar a tercias cuando la luna se tragó al sol. La tierra quedó sumergida en la oscuridad durante varios minutos, durante los cuales el suelo tembló; y este es el segundo acontecimiento.
Un seísmo de una potencia considerable hizo estragos en Tierra Santa, dejando innumerables víctimas y causando terribles daños, pero respetando a una joven mamá que en ese momento daba a luz a su hijo; y este es el tercer acontecimiento.
Se desarrollaba en El Cairo, donde bajo la docta supervisión de Moisés Maimónides, Guyana sufría para traer a su hijo al mundo. Después de varios días de agotador esfuerzo, la hija de Morgennes nació por fin. Moisés Maimónides, que nunca había asistido a un fenómeno como aquel, explicó tiempo después que la pequeña Casiopea, tras haber permanecido en el vientre de su madre durante un tiempo increíble, había salido tan rápidamente que parecía que la hubiesen expulsado de un puntapié.
Cuarto y último acontecimiento: en la costa oriental, Gargano había golpeado el suelo con el pie.
Pero ¿se había producido todo esto tal vez en otro orden, y por qué no, en el inverso al que acabo de enunciar? Cada uno es libre de decidir en uno u otro sentido. Por mi parte, yo no me pronunciaré, por más que piense que Gargano sufrió la influencia de las estrellas: las de las bóvedas cuajadas de diamantes cuyos accesos acababa de sellar, conforme a la promesa hecha a los murciélagos.
Guillermo no sabía nada de estos dos últimos acontecimientos. Para él, Morgennes y Chawar estaban muertos, igual que Galet el Calvo, Dodin el Salvaje, la «mujer que no existe» y otros muchos valerosos personajes cuyos destinos se habían mezclado al del rey y al suyo propio. El único que no estaba muerto, por lo que sabía, era Palamedes, ese estafador que, una vez más, había tratado de engañarles, a Amaury y a él, para lanzarles contra un Egipto ahora partidario de Saladino.
Pero siempre quedaba una esperanza. Porque Saladino no era Nur al-Din, el sultán de Damasco. Y de hecho, este último desconfiaba del joven visir, cuyo ascenso había sido demasiado rápido según su opinión y que amenazaba con eclipsar al glorioso linaje que Nur al-Din y su padre habían tardado tantos años en establecer.
«Pero si tenemos a
Crucífera
—pensó Guillermo—, todo puede cambiar. Si esta espada es realmente la de san Jorge y tiene los fabulosos poderes que los antiguos le otorgaban, el curso de los acontecimientos puede invertirse. Egipto aún podría ser reconquistada, siempre que se actúe con discernimiento. Con Egipto en manos de los francos, Damasco no tardará en caer. Y después de Damasco, será Bagdad. Los francos ya no tendrán nada que temer. Pero, para esto, primero se necesita un rey, un rey con una autoridad incontestable. Necesitamos a
Crucífera
.»
Guillermo lanzó su montura a todo galope hacia el levante. Atravesaba lo que ya era solo una sucesión de ruinas y pueblos devastados, pero no los veía. Su objetivo era el Krak de los Caballeros, castigado también con dureza por el seísmo.
Le veían pasar como una flecha, sin detenerse. Nunca un caballo había ido tan rápido. ¡Parecía el mismísimo Diablo! Los hombres se santiguaban estremeciéndose, seguros de que la tierra se había abierto solo para dejarle salir, y volvían a santiguarse cuando a su estela llegaba —un poco más tarde— un grupo de hombres enmascarados.
Estos preguntaban, en una lengua con un acento marcadamente árabe:
—¿Habéis visto a un jinete? ¿Hacia dónde iba?
Invariablemente los campesinos respondían tendiendo el brazo hacia el oriente, hacia el lugar donde se dirigía Guillermo. «¿Cómo es —se preguntaban los campesinos— que estos demonios no saben adónde va su amo?»
Entonces los jinetes —montados en yeguas alazanas de poca alzada, corceles rápidos muy apreciados por los musulmanes— volvían a marcharse tan rápido como habían llegado, no sin cortar antes el brazo a aquel que les había indicado el camino, mientras explicaban:
—¡Te lo pensarás dos veces antes de indicar el camino a nadie que no seamos nosotros! ¡Y procura mantener quieta la lengua, o te la cortaremos también!
Así, el temblor de tierra y el paso de Guillermo iban acompañados, para los campesinos, de una nueva calamidad: un brazo cortado, cuando hacían falta tantos brazos.
Guillermo, por su parte, ignoraba que le espiaban. Ya hacía meses que soldados pertenecientes a una unidad de élite recientemente creada por Saladino le tenían vigilado. Esta unidad se llamaba Yazak, y a su cabeza había sido nombrado, en agradecimiento por sus numerosas hazañas, un noble y valeroso joven: Taqi ad-Din.