La espada de San Jorge (58 page)

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Authors: David Camus

BOOK: La espada de San Jorge
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—¿Tal vez utilizaban una armadura especial? Antiguos grabados muestran a Alejandro Magno descendiendo a las aguas del puerto de Tiro a bordo de una campana de cristal. Quién sabe, tal vez una especie de burbuja de cristal, colocada sobre sus cabezas, les impidiera respirar el aire emponzoñado de los pantanos.

—¡Fascinante! —exclamó Morgennes.

—Temo que todo esto ya no esté hecho para mí —suspiró María—. Nicéforo queda lejos ahora. Los pantanos se lo han tragado. Ya solo quedo yo, María...

Durante un instante pareció desfallecer; se pasó la mano por la frente.

—¡Vamos, levantaos princesa! —exclamó Gargano—. Id a comer un poco y dejad que le cuente a Morgennes cómo nos las hemos arreglado para llegar hasta aquí.

María no se lo hizo repetir dos veces; abandonó su asiento y caminó hasta el fuego, donde cogió una loncha de avestruz, que atacó con voraz apetito.

—Tienes que comprender —dijo Gargano, tocando unos delicados acordes en el órgano— que, por una razón que desconocemos, este órgano, que no hemos dejado de tocar desde nuestro naufragio, nos protege de las pérdidas de memoria. Mientras tocamos, seguimos siendo nosotros. De modo que tocamos sin cesar. Por desgracia nos dimos cuenta de ello demasiado tarde, y no pudimos evitar que los habitantes de Cocodrilópolis quedaran reducidos al estado de fantasmas. Ahora yerran por estos pantanos. Cuando los primeros se vieron afectados por la maldición, los demás, creyendo que se trataba de un maleficio lanzado por Filomena, tiraron todas esas marionetas por la borda.

—Las he visto —dijo Morgennes.

—Luego muchos de los habitantes de Cocodrilópolis que habíamos contratado para que nos acompañaran en la expedición, y que estaban encantados de servirnos debido a los lazos que les unían al culto del Dragón, perdieron la cabeza a su vez. Ya no éramos lo suficientemente numerosos para manejar el Arca, que se convirtió en nuestra prisión. Y será nuestra tumba si tú no lo remedias. Finalmente, cuando navegábamos a una cuarta parte de nuestra velocidad normal, el Nilo inició la decrecida. Y así llegó el final. Embarrancamos aquí. No creo que debamos esperar a la próxima crecida. ¡Tenemos que marcharnos de aquí, y deprisa!

Gargano mostró a Morgennes una de las teclas rotas del órgano, así como un tubo medio torcido.

—Está a punto de entregar el alma...

—¿Y para eso contáis conmigo? —preguntó Morgennes.

—Sí. Dios te ha puesto en nuestro camino. Tu memoria es tan excepcional que si nos dirigimos a los Montes de la Luna, que es el camino más corto para abandonar estos pantanos, tal vez tengamos una oportunidad de escapar. Quién sabe, tal vez exista un paso que conduzca a la costa oriental y que nadie ha descubierto todavía.

—¿Por qué no me hablasteis de vuestros proyectos antes? ¡Habría podido ayudaros!

—Morgennes, otro destino te aguardaba. Por otra parte, te recuerdo que soñabas con convertirte en templario y ser armado caballero. Además, debíamos mantener nuestra misión en secreto, porque los ofitas, nuestros peores enemigos, tenían espías por todas partes. En Kharezm, en los montes Caspios, en Constantinopla, en Tierra Santa y, por descontado, en Egipto. ¿Crees que ellos, que solo sueñan con el Gran Dragón y su regreso, nos habrían dejado llevar a buen término nuestro proyecto? De hecho, ganaron a Filomena para su causa, lo que selló el fracaso de nuestra expedición. Así su dios no acabará nunca en una jaula, en el palacio de Constantinopla.

Gargano tocó algunos nuevos acordes, que vibraron durante un rato. Luego volvió la cabeza hacia una mujer de mirada apagada, que estaba arrodillada en el fango con las manos sobre los muslos.

—¿Quién es? —preguntó Morgennes—. ¿Qué le ocurre?

—Es una habitante de Cocodrilópolis. Se está transformando en árbol. Es un proceso bastante lento, pero desgraciadamente irreversible.

Tras una indicación de Gargano, Morgennes se acercó a la mujer. Sus cabellos y su piel empezaban a adoptar un tono vegetal, teñido de cobrizo. La joven mantenía la cabeza baja, y no la levantó cuando Morgennes le dirigió la palabra. Al ver que no reaccionaba, la tocó con la punta de los dedos.

Estaba tan fría como una planta. Entonces se fijó en sus rodillas, que no estaban simplemente posadas sobre el suelo, sino que se hundían en el fango como raíces. Morgennes miró alrededor y se dio cuenta de que no era la única que se estaba transformando en árbol. Otros tenían los brazos pegados al cuerpo o se retorcían en posturas imposibles. Los cocodrilos no les atacaban, porque ya no eran seres humanos.

Morgennes dejó tranquila a la que había sido una mujer y se adentró unos pasos en el pantano. Arboles que hasta ese momento apenas había mirado se le aparecían ahora bajo su verdadero aspecto. En sus troncos, sus raíces y sus ramas, Morgennes veía aquí un brazo, allí una cabeza, y más allá una pierna. Un torso estaba en la base de un tronco.

De pronto Morgennes volvió a pensar en Dodin. ¿En qué estado se encontraría? Colocando sus manos en torno a la boca, le llamó una vez más:

—¡Dodin! ¡Dodin!

«Vamos —se reprendió a sí mismo—, es inútil. Probablemente ya no recordará su nombre.»

Dios se había tomado la revancha. Quedaban, en su país de origen, Jaufré Rudel, y en Oriente, en los calabozos de Alepo, ese misterioso Reinaldo de Châtillon, al que tenía intención de visitar un día no muy lejano.

—Siempre que pueda abandonar este pantano...

Morgennes corrió hacia María Comneno y le preguntó:

—¿Cómo es posible que a mí no me haya afectado? ¿Es por mi memoria? ¿Por la música?

—Lo ignoro. Pero el simple hecho de que hayas llegado hasta aquí y nos hayas reconocido prueba que eres alguien especial, Morgennes. Quién sabe, tal vez seas una especie de dragón.

—No lo encuentro divertido —dijo Morgennes—. Además, me permito señalaros que también Gargano y vos estáis aquí. Y que los pantanos me afectan. Pero poco importa. Os sacaré de este lugar. ¿Qué hay que hacer exactamente?

Con gesto cansado, María señaló el órgano y declaró:

—Pronto no podremos sacar ni una sola nota de esta espléndida obra de arte. Este órgano, y no el dragón, debería haberse añadido a la colección de mi tío.

Tras inspirar una profunda bocanada del aire fétido del pantano, prosiguió:

—En algún lugar, más al sur, los pantanos se interrumpen.

—Y nos hallamos de nuevo en la jungla.

—Sí, de nuevo en la jungla, y allí volvemos a encontrar el Nilo, o al menos uno de sus afluentes. Habrá que remontarlo. Una antigua leyenda árabe, que te contaré si todavía me acuerdo, dice que su curso se vuelve subterráneo y que atraviesa la montaña. Condúcenos hacia el mar Rojo. Solo tú puedes salvarnos.

—Haré todo lo que esté en mis manos.

Morgennes dejó que María volviera junto a Gargano, y mientras tocaban a cuatro manos una melodía sincopada —y las mariposas negras y blancas danzaban al ritmo de la música, creando en el aire figuras sorprendentes—, se acercó al tronco de un árbol en busca de una seta.

—Hay algo que me gustaría comprobar —dijo a media voz.

Encontró una seta del tamaño de una nuez, y después de haber comprobado con los dedos la blandura de su carne, se la tragó de un bocado.

—¡Si soy un dragón, no moriré!

Morgennes cerró los ojos y se abandonó al tumulto que crecía en él.

60

Llevas en ti lo que buscas, pero no está completo.

Una parte se encuentra en tu cuerpo,

la otra está ante ti.

CHRÉTIEN DE TROYES,

Filomena

Luego todo sucedió como su hermana le había anunciado.

Morgennes, María Comneno y Gargano consiguieron salir de los Pantanos del Olvido, pero no los abandonaron indemnes. Mientras caminaban en dirección a los Montes de la Luna, de una blancura tan deslumbrante que atravesaba los vapores nauseabundos del pantano, Morgennes recordó lo que acababa de vivir.

Pero ¿lo recordó realmente, o lo siguió viviendo porque una parte de su alma había permanecido para siempre prisionera en el Lago Negro? Morgennes nunca lo sabría.

En aquel lugar había tenido la sensación de estar en contacto con toda su vida, desde el día de su nacimiento hasta el de su muerte, e incluso más allá. Lo que «vivió» entonces nunca le abandonaría. Salió de allí transformado. El Morgennes que se salvó de los pantanos no era exactamente el mismo que se había aventurado en ellos.

Después de tragarse la seta, Morgennes había visto cómo caía y se hundía en las aguas del Lago Negro. María Comneno y Gargano habían corrido hacia él, pero a pesar de sus esfuerzos no habían conseguido evitar que se hundiera en el cenagal, en lo más profundo del pantano.

Morgennes, que parecía haberse desdoblado, estaba a la vez hundiéndose y asistiendo a los vanos esfuerzos de María y Gargano para salvarle. No sabía qué pensar. En realidad, no pensaba.

En el fondo de las aguas se encontraba su hermana, así como muchas otras personas que no conocía: tal vez sus antepasados, o los muertos del mundo entero.

Su hermana fue hacia él flotando.

—Te había dicho que te fueras. Este no es lugar para los no muertos. Tienes que irte.

—¿Los no muertos?

—Aún no estás muerto, que yo sepa —le hizo notar su hermana.

—No.

—Entonces eres un no muerto.

Luego ella le señaló el inmenso amasijo de sombras de aire antropoide que se aglutinaban en torno a ellos, como flores de diente de león en torno a su pistilo, y le explicó:

—Igual que ellos, nosotros, yo, somos no vivos. Así son las cosas.

—Entonces, ¿estamos en el limbo?

—Si quieres verlo así... Me gustaría explicártelo, pero no podrías comprenderlo.

—Sin embargo, yo te comprendo.

—Porque no te lo digo todo. Además, no todo Morgennes está aquí. Una parte de ti se ha quedado ahí arriba, en el mundo. Mientras que tú...

—¿Yo? ¿Quién?

Una imagen cruzó por la mente de Morgennes. Volvió a verse, unos años atrás, en las cocinas de Colomán, tendido sobre su jergón. Cocotte y yo estábamos velándole. Curiosamente, Morgennes también estaba ahí, con nosotros. Y se miraba. Luego volvió a verse de niño, corriendo junto a sus padres. Volvió a verse sobre la pequeña tumba de su hermana gemela. Finalmente vio un feto, un minúsculo esbozo de ser humano, contra el que otro esbozo se acurrucaba. Eran dos. No tenían mucho espacio. Sin embargo, se encontraban bien. Estaban en el vientre de su madre.

—Tú estás aquí —prosiguió su hermana—. Con nosotros. Pero solo en parte.

—No comprendo.

—No hay nada que comprender. Cuando se está muerto, el tiempo deja de existir. Ya no hay antes ni después. Cuando se está muerto, no es
por
toda la eternidad. Es
desde
la eternidad.

Giró sobre sí misma, como una ondina en el fondo de un lago, y prosiguió:

—Un día sabrás, pero todavía no es el momento. ¿Quieres conocer la fecha de tu muerte?

—No. Es algo que no me interesa.

—Tienes razón. Carece de todo interés.

—¿Cómo se puede salir de aquí? —preguntó Morgennes—. Me gustaría presentarte a mi mujer. Ven conmigo.

—No. Los que están aquí ya no salen. No echamos en falta la vida. No del todo. O no realmente. Estamos entre nosotros, hablamos, conversamos. Tratamos de mejorar nuestra suerte y la vuestra. Y además, estamos al corriente de todo.

—Pero, de todos modos, debe de haber un modo de marcharse.

—¿Para hacer qué? Todo está aquí. Y lo que no vemos, nos lo enseñan los árboles.

Le mostró unas raíces entrelazadas, algunas finas como cordones, otras más gruesas que los pilares de una catedral. Esas madejas de raíces conectaban un continente a otro, relacionando los robles de la Gaste Forêt con las palmeras de Damasco, los tamarindos de El Cairo con los olivos de Constantinopla. Y esos eran solo dos ejemplos entre una infinidad.

—Los árboles del mundo entero están enlazados por sus raíces. En la superficie de la tierra existen algunos lugares, como este, en los que es posible comunicarse con los vivos y con los muertos. ¿Quieres comunicarte?

—No, me gustaría volver a casa.

—Y ¿dónde está?

—No lo sé muy bien. Tendría que encontrar a mi mujer para preguntárselo. Ella lo sabe.

La hermana de Morgennes sonrió de nuevo y posó un dedo sobre los labios de su hermano.

—Siempre he estado ahí, contigo, ¿lo sabes?

—Creo que sí.

—Pero ahora voy a dejarte.

—Adiós, entonces.

Ella le abrazó estrechamente y le dijo:

—No olvides perdonar a Dios, ya que él me permitió volver junto a vosotros.

Morgennes apoyó la cabeza en el pecho de su hermana y susurró:

—Gracias. Y perdón. Perdón, hermanita, por haber vivido y por haberte abandonado aquí, sola en medio de los muertos.

—De los no vivos.

—De los no vivos.

—¿Sabes?, también tú estás ahí. En parte al menos, ya que los dos estamos ligados. Nosotros te murmurábamos al oído todo lo que deberías haber olvidado. Éramos tu memoria, esa increíble memoria tuya. Y parte de tu fuerza también. Pero creo que haces bien en irte. Si te vas, olvidarás. Te convertirás en un hombre como los demás. Ya no estaremos ahí para ayudarte.

—Necesito que me ayudes una última vez. Debo atravesar estos pantanos.

—Te ayudaré. Te ayudaremos. Estaremos ahí, contigo. Luego, cuando llegues al lindero del bosque, nos separaremos. Pero si alguna vez una burbuja de memoria asciende a la superficie de tu mente para liberar alguna información, no tendrás por qué preocuparte. Si tienes intuiciones, premoniciones, será solo porque hoy te hemos dado la respuesta, pero habrá tardado un tiempo en llegar. Y ahora adiós, mi tierno y amado hermano. Te echaré de menos.

—Yo te he echado de menos desde siempre. Adiós, hermanita.

Morgennes volvió a ascender bruscamente a la superficie. Se despertó en el pantano, con la cara bajo el agua. María Comneno y Gargano le sujetaron y le ayudaron a levantarse. Morgennes tosió, escupió. Tenía la boca llena de algas y barro. Vomitó.

—¿Cómo te sientes? —preguntó María Comneno.

—Extraño. Tengo la sensación de haberme encontrado y luego haberme perdido.

—¡Pues bien, muchacho —le espetó Gargano—, puede decirse que tienes una suerte inagotable! Normalmente nadie sobrevive a la ingestión de estas endemoniadas setas.

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