Read La espada de San Jorge Online
Authors: David Camus
—¿Dodin?
—¡Por aquí! —le respondió una voz aflautada.
No era su hermana, sino una voz que conocía... ¿La de Nicéforo?
—¿Nicéforo? —llamó Morgennes.
—¿Morgennes? ¡Por aquí!
Morgennes corrió, luego tropezó con un cuerpo y cayó cuan largo era sobre el fangal, donde se le hundió la cara. Aunque había abierto la boca para gritar, no pudo proferir ningún sonido; pero lo que vio le horrorizó: cinco caballeros, uno de los cuales llevaba una gran cruz roja sobre su túnica blanca, perseguían a un hombre, a su hija y a su hijo pequeño. El hombre era su padre. La hija, su hermana. Y el niño...
Morgennes agitó las manos, trató de gritar de nuevo, pero solo consiguió tragar más fango. Iba a morir. Todo le oprimía. Se ahogaba.
Sus piernas ya no eran las suyas, sus brazos ya no le pertenecían. Su cabeza, apenas. Su campo de visión se reducía peligrosamente, y sintió una mano fría que le apretaba el corazón, una mano que decía: «¡Te llevaré al Otro Mundo!».
En ese momento, una luz brilló en las profundidades del pantano. Una luz que se manifestó primero bajo la forma de una mano que le acarició la parte baja del rostro. Esa mano era dulce y decía: «¡Vive! ¡Vive, hermano mío! ¡Te amo, ve!».
Morgennes tendió los brazos hacia delante, tratando de sujetarla. ¿A quién pertenecía?
Apareció un rostro. El de su hermana.
Al principio parecía hacer melindres, entrelazando los dedos ante el vestido, pero luego se echó a reír, como hacía tan a menudo cuando había hecho una tontería, y exclamó:
—¿No me reconoces? ¿No dices nada?
—Sí. ¿Qué haces aquí?
—Este es el Reino de los Muertos, y aquí es donde vivo.
Era translúcida, y a través de su cuerpo Morgennes veía el fango de los pantanos.
—Pero...
—Siempre te he amado. Por desgracia, la vida no quiso que naciéramos los dos, y yo morí para dejarte vivir. Soy la hermana gemela que deberías haber tenido.
—¿Mi hermanita gemela? ¡Habría dado mi vida por ti!
—Lo sé.
—Perdón —le dijo Morgennes—. ¡Me habría gustado tanto que vivieras!
—¡Pero viví! Porque Dios me permitió volver. Se apiadó de tu sufrimiento y del de nuestros padres. Nos permitió estar juntos. La niña que tuvieron después, tu hermanita, ¡era yo!
Acarició fugazmente la cruz de bronce que Morgennes llevaba sobre el corazón.
—¡Estoy delirando! ¿O estoy muerto yo también? —preguntó Morgennes acercándose a su hermana.
—No. Pero ahora ha llegado para ti el momento de olvidar. ¡Ha llegado el momento de que vivas!
—¡No sin ti!
—¡Que los muertos permanezcan con los muertos, y los vivos con los vivos! —dijo ella en tono cortante, con el índice levantado en un gesto imperioso.
Luego le rechazó, empujándole con las dos manos hacia la superficie del pantano, y le dijo:
—¡Corre, Morgennes, corre!
Morgennes sacó fuerzas de flaqueza, tensó sus músculos y lanzó un grito:
—¡Vivir!
Y el niño que había corrido en otro tiempo al otro lado del río, corrió de nuevo para salvar la piel. Morgennes sintió que tiraban de él hacia lo alto. Se abandonó, se dejó hacer, y luego empujó con los pies, empujó con sus piernas y con todo su cuerpo; de pronto sus fuerzas volvían. Morgennes renacía.
Escupiendo, tosiendo, expectorando, levantó la cabeza y vio a Gargano inclinado sobre él. El gigante le había sacado del cenagal. Luego lo cogió en brazos y lo llevó, chorreando fango, al campamento del Dragón Blanco.
Morgennes cerró los ojos. ¿No era todo perfecto? ¿No se había resuelto todo por fin?
El crepitar de un fuego de ramitas le despertó. Sobreponiéndose a su sopor, abrió los ojos y vio a Gargano, que estaba asando un avestruz, mientras Nicéforo tocaba el órgano. El instrumento se encontraba en un estado lamentable y cubierto de limo.
Morgennes buscó el Arca con la mirada. ¡Ahí estaba, casi al alcance de la mano! Era una maravilla de proporciones majestuosas, aún más enorme que la catedral más alta. Morgennes tenía la impresión de encontrarse al pie de una montaña. Y de pronto lo recordó. La montaña que había escalado unos años atrás era, sin duda, el Ararat, el monte en cuya cima debería de encontrarse el Arca. Pero en el momento en el que Morgennes se había acercado, el Arca había desaparecido de allí; porque, realizando una proeza digna de los constructores de las pirámides, centenares de individuos la habían arrancado del lugar donde había embarrancado.
—Necesitaré tiempo para comprender lo que me ha sucedido. Pero creo que he visto un fantasma... El mismo fantasma que asustó tanto a Chrétien en Arras.
Sin dejar de dar vueltas al espetón, y mientras Nicéforo seguía arrancando al órgano algunos dulces lamentos, Gargano declaró:
—¡Benditos sean los caminos que te han conducido hasta nosotros!
—Precisamente os estaba buscando... —dijo Morgennes, pasándose la mano por la mejilla.
—¡Y hemos sido nosotros los que te hemos encontrado! —exclamó Nicéforo.
—¿Cómo lo conseguisteis?
—Las mariposas nos mostraron el camino.
—Hablaremos más tarde, la carne ya está asada. Pronto podremos comer —dijo Gargano, relamiéndose.
—¿Y tú —inquirió Nicéforo desde el taburete de su órgano—, cómo nos has encontrado?
—Vuestro rastro no era difícil de seguir, y el destino me había llevado hacia el sur de Egipto. ¡Sumad ambas cosas, y aquí estoy!
Nicéforo sonrió; luego volvió una de las páginas de su partitura y siguió tocando.
—Estas mariposas son realmente extraordinarias —dijo Gargano, señalando a una de ellas con la punta de su cuchillo—. Se alimentan de las setas que crecen en los árboles. Son
uita verna
, una especie muy particular que, según dicen, proporciona la inmortalidad a quien las consume. Pero no es cierto. En realidad provocan una muerte instantánea. La eternidad que proporcionan es la del último reposo.
Nicéforo tocó unos acordes disonantes, que turbaron a Morgennes.
—¿Qué haces? ¿No sigues tocando? —preguntó.
—Perdón, tenía la cabeza en otra parte. Hace días y días que mis dedos corren por las teclas, y ya no puedo más.
—Os relevaré —propuso Gargano.
—No. Come. Has tocado cinco días y cinco noches seguidos. Ahora soy yo quien debe tomar el relevo. Además ¡ya estoy harto de este manto!
Con un gesto brusco, Nicéforo levantó la capucha que le caía sobre el rostro. Y Morgennes vio entonces que Nicéforo no era un hombre, sino una magnífica joven de rasgos soberbiamente dibujados —bizantinos, para ser precisos.
—¡Por san Jorge! ¡Tendréis que explicarme esto!
—No te preocupes —replicó Gargano, mientras daba un buen bocado a un muslo de avestruz—. Es lo que haremos. Pero antes tenemos que abandonar este lugar, este Reino de los Muertos. ¡Por eso tu llegada no podía ser más oportuna!
Y por eso toda emperatriz, por elevado que sea su origen,
está recluida en Constantinopla como una prisionera.
CHRÉTIEN DE TROYES,
Cligès
Nicéforo desprendió de sus cabellos el largo broche de oro cuajado de diamantes que los mantenía sujetos. Sacudió la cabeza para desenredarlos y los dejó caer sobre sus hombros. Sedosos y brillantes, eran tan hermosos como los cabellos de una princesa. Y en realidad eso eran. Porque Nicéforo no se llamaba Nicéforo, sino María Comneno.
—Soy la sobrina nieta del basileo de Constantinopla —le confió a Morgennes—. Mi tío abuelo se llama Manuel Comneno. Es el hombre más poderoso de la ecúmene.
—Le conozco —dijo Morgennes.
María asintió con la cabeza y le dirigió una dulce sonrisa.
—Lo sé —susurró—. Estaba al corriente de todo. Antes, antes...
—¿Antes de qué? —preguntó Morgennes.
María Comneno se levantó y con un amplio gesto señaló a la vez el Arca, los pantanos y el órgano que había dejado de tocar.
—¡De todo esto! Debes saber, querido Morgennes, que desde muy pequeña solo he tenido una obsesión: ser libre. Siempre me he negado a ser rehén de la vida política, un regalo más valioso que los demás, destinada a sellar la amistad de los poderosos. Además, al contrario que mis hermanas y primas, no soportaría permanecer encerrada en un gineceo. Pero aparte de un matrimonio concertado, solo mi tío tenía el poder de hacerme salir de él. Y así, gracias al emperador, después de haber jurado que siempre iría disfrazada, pude saborear el placer de los viajes y de la aventura. Por eso quería mostrarle mi agradecimiento ofreciéndole su más anhelado sueño: ¡un dragón! Sí, concebí el loco proyecto de capturar a una criatura que se remonta a la noche de los tiempos, para que la añadiera a su colección privada y fuera su más hermoso ornamento.
María pareció perderse en sus reflexiones, pero recuperó el hilo de su discurso.
—Esta criatura era considerada benévola por los orientales, y maléfica por los cristianos. Nosotros, que estamos a medio camino, la tenemos por otra cosa, más allá del bien y del mal.
—Creo saber de qué habláis —dijo Morgennes.
—¡Hablo de los dragones! De este monstruo que la cristiandad, y Roma en particular, ha perseguido en todo el mundo para erradicarlo y al que los orientales han dado caza por su grasa, sus dientes, su lengua, sus escamas, sus garras o su hígado. El mundo se ha vaciado de dragones; ya no pueden encontrarse en ninguna parte. Los únicos indicios que conservamos de ellos son los contenidos en los libros, en los relatos y en algunas pinturas antiguas. Pero al estudiar los textos, me di cuenta de que san Jorge ¡no mató al dragón! Le perdonó la vida, y después de haberle pasado en torno al cuello el cinturón de la princesa a la que acababa de rescatar, lo condujo hasta el rey que le había encargado que lo venciera. Allí, el dragón fue juzgado, y luego liberado. De modo que aún vive en estos pantanos, al pie de los Montes de la Luna. Para transportarlo, necesitaba una nave fuera de lo común, de madera de gofer. Y solamente existe una embarcación como esa: el Arca de Noé. De hecho, el Arca ya había demostrado que podía contener a un dragón; lo hizo durante el diluvio. Solo ella podía resistir su aliento y sus zarpazos. Por eso, poco antes de ir a buscar este órgano del padre de Filomena, me dirigí a recuperar el Arca en lo alto del Ararat. Mientras viajábamos, los arsenales de mi tío trabajaban para poner el Arca en condiciones, lo que les llevó varios años.
Señaló el Arca de Noé y concluyó:
—Hicieron una labor excelente. Con ella, disponíamos de una embarcación ideal para viajar a la tierra de los dragones, es decir, a Abisinia. Una región que, mucho antes del islam, la cristiandad y el judaísmo, había conocido otro tipo de culto: el del Dragón. Sí, Morgennes, era una expedición insensata, lo sé; pero el móvil que la impulsaba era la gratitud, la que yo sentía hacia mi tío. Sabía que teníamos muy pocas posibilidades de éxito, pero, para conseguirlo, contaba con estos fabulosos cebos: este órgano y esta partitura.
—Deberíais seguir tocando —indicó Gargano a María Comneno—. Las últimas notas casi han dejado de resonar.
—Tienes razón —dijo María.
Volvió a tocar, utilizando las teclas menos deterioradas, aunque de vez en cuando determinados tubos dejaban escapar algunas notas falsas.
—Este órgano, como sabes, fue restaurado por el padre de Filomena. Nuestro proyecto la fascinaba, y estaba entusiasmada con la idea de participar en él.
—¿Dónde está ella ahora? —preguntó Morgennes.
—Nos abandonó hace mucho tiempo, cuando pasamos por El Cairo. Pero me temo que, en realidad, nos traicionó mucho antes. Porque descubrí que en realidad trabajaba para los ofitas, y particularmente para uno de ellos, Palamedes. Filomena había tratado de convencerme de que le diera mi dragón, pero cuando comprendió que yo nunca cedería, prefirió sabotearlo todo.
Morgennes se levantó, se acercó a María Comneno y miró por encima de su hombro.
—Había visto esquemas que representaban el Arca, en Constantinopla —dijo—. Ya conocía el órgano. Y esta partitura tampoco me resulta desconocida... Es la que vuestro tío me pidió que robara. Se suponía que atraía a los dragones. Siempre pensé que eso era imposible.
—Hasta ahora —le dijo María— no ha atraído a ninguno.
—Entonces, ¿por qué seguís tocando?
—Porque durante nuestra desgraciada expedición, llamémosla naufragio, nos dimos cuenta de que, al atravesar estos pantanos, nuestra memoria se borraba. Ningún ser humano normalmente constituido puede alcanzar los Montes de la Luna sin perderse a sí mismo. Y como es imposible pasar por la costa oriental...
—Sin embargo, recuerdo haber consultado en Alejandría los trabajos de Marino de Tiro, que inspiraron a Tolomeo, y mencionaban estas montañas, las fuentes del Nilo y la Cola de la Serpiente. Incluso se hacía referencia a estos pantanos, aunque no a esta particularidad.
—¡Y no es extraño! ¡Los que se arriesgaron a llegar hasta aquí lo olvidaron! En realidad, muy pocos llegaron y pudieron volver. Ciertas personas, sin embargo, acuden aquí de vez en cuando en el mayor de los secretos.
—¿Cazadores de dragones?
—No. Artistas y cocineros.
Morgennes la miró sorprendido.
—Estas setas en forma de pequeña luna esponjosa que crecen en estos pantanos —explicó María— son muy apreciadas por los amantes del té. Cuando se hace una infusión con ellas, dan un sabor especial a esa bebida conocida como «té de los dragones», porque se supone que solo los dragones pueden ingerirla sin morir. También se dice que proporciona la inmortalidad, pero no es más que una leyenda. Nadie lo ha comprobado nunca.
Morgennes, que había bebido aquel té en Constantinopla, no hizo ningún comentario; pero ahora comprendía por qué había estado a punto de morir por tomar una simple taza de té. Lo que no comprendía era por qué había sobrevivido. Y por qué Constantino Colomán bebía ese té cada día.
—Además de por las setas, ¿no están interesados también en las mariposas negras y blancas que abundan en estos pantanos?
—Exacto —dijo María—. ¿Cómo lo sabes?
—Tengo buenas razones para creer que mi padre y uno de sus amigos vinieron a este lugar hace años. Creo que se llevaron varias pequeñas setas, así como polvo de mariposa... que luego sirvió para pintar iconos o fue dado en infusión a ciertas personas, entre ellas mi madre. Pero ¿cómo lo hicieron para no sucumbir a la maldición del pantano?