La encuadernadora de libros prohibidos (3 page)

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Authors: Belinda Starling

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La encuadernadora de libros prohibidos
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Sin embargo, la enseñanza preferida de mi madre, que también ofrecía a las niñas a su cargo (aunque nunca a los niños), era «lo que sea que desees, redúcelo a la mitad». Tanto si soñábamos con galletas a la hora del té, o con recuperarnos rápido de una enfermedad, mi madre afirmaba que, si se reducen las expectativas a la mitad, nunca se estará demasiado desilusionado. Así fue como aprendí que una niña educada sólo toma la mitad de lo que desea, y aprende a contentarse con ello. Y eso fue lo que hice, al menos en lo que respecta a Peter y a nuestra vida en Lambeth.

Tenía el blusón, el delantal, la gorra, el rostro y los brazos mojados y sucios, pero eran las cuatro, y Lucinda se estaba despertando. Así que me sacudí la ropa polvorienta y manchada, bajé a la niña a la cocina y la senté en una silla mientras preparaba la cena de Peter: huevos y albóndigas con patatas. Como el viento soplaba fuera con fuerza, no dejaba la cacerola destapada mucho tiempo, por miedo a que entrase hollín por la chimenea.

—¿Estás haciendo sopa de hollín para papá? —preguntó Lucinda detrás de mí.

—No, cariño, estoy preparando un estofado de tizne —respondí, besándola y acariciando su cabello alborotado por la siesta.

—¡Mmm! Me gustaría un poco de caldo de mugre.

—Y lo tendrás. Tan sólo espera a que el viejo señor viento sople un poco más de hollín por la chimenea, y lo atraparemos en la sartén para freírlo como corresponde.

En ese momento, Peter entró como una tromba del taller, con tal fuerza que temí que le provocase un ataque a Lucinda. Me gritó, dio puntapiés a la pata de la mesa como si quisiera que fuese yo e ignoró a Lucinda, que se acurrucaba en mis brazos.

—¿Dónde está? Debería haber uno en algún lado. ¿Dónde los has puesto, mujer?

—¿Qué estás buscando?

—Un cabo de vela, un cabo de vela. Jack ha olvidado encerar las cuerdas para una cubierta. Otra vez. Así que tendré que hacerlo yo. Otra vez.

Ni él ni yo sabíamos en este momento que sería la última cubierta que haría. Yo aún era incapaz de leer las señales.

—Aquí tienes uno —dije—. Y bebe esto antes de volver al taller.

—Es espantoso, y no funciona —contestó, pero aun así lo bebió y volvió a sus asuntos en el taller.

Peter tenía razón. La salicina no parecía ofrecer el alivio que prometía al dolor de sus maltrechas articulaciones.

Mientras que Peter era algo gordito, yo era más bien angulosa. Él solía quejarse de que era como dormir con un bastón, pero más que huesuda yo era musculosa, con brazos poderosos y hombros anchos, sin pecho ni caderas de los que merezca la pena hablar. Yo era consciente de que mis músculos me restaban feminidad. Mi nariz respingona y mi pelo lacio construían un rostro sin belleza. Sólo destacaba mi mentón, redondo y saliente como una protuberancia en una hogaza de pan. Éramos como Jack Sprat y su esposa, pero al revés. Quizá no sea correcto que yo describa los dedos de Peter como gordos: no eran gordos, al igual que la barriga de un desnutrido no es gorda, sino el peor síntoma del hambre. Los dedos de Peter eran el peor síntoma de otra cosa, y yo no sabía de qué. Su hermana Rosie me contó que al nacer casi se asfixió con la membrana amniótica, y que a los cuatro meses ya había secado de leche a su madre. El pecho de su madre se rindió ante él, y él ante su madre, puesto que ella era más bien adepta a la ginebra, mientras que Peter se convirtió en el representante de la mesura en cuanto comenzó a hablar. Sin embargo, a pesar de su moderación, Pe—ter era capaz de beber litros y litros de agua o té. Hoy ya se había bebido nueve tazas de té, y se bebería otras seis antes de que terminara el día. Tres por cada una que tomaba Jack, cuatro por cada una que tomaba yo. Pero el té no era caro, y siempre me quedaban hojas para limpiar el polvo cada tarde. Además, era su único exceso, y yo creía que todo hombre debe cometer uno. No tiraba el dinero en la taberna, así que yo podía perdonarle su medio kilo de té semanal.

A las seis y media ventilé el pijama de Lucinda junto al fuego, luego la acosté, le leí una historia y la escuché mientras rezaba.

—Mamá... —me dijo en ese tono de voz que anuncia una pregunta difícil.

—¿Sí?

—¿Y si Dios no me cuida esta noche y pasa algo malo?

—Dios siempre cuida de ti, pequeña.

—Pero igualmente pasan cosas malas.

—Es cierto, aunque quizás ésa es la voluntad de Dios.

A pesar de que yo no lo creía, era lo que me habían dicho, y era lo que yo le decía, y lo que ella también diría a sus hijos, para que la conspiración no se detuviera nunca. Además, no tenía una respuesta mejor.

—¿Por qué Él quiere que pasen cosas malas si nos ama?

—Algunas cosas no pueden evitarse. Pero a ti no te sucederá nada malo esta noche.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque lo sé.

—¿Porque tú no lo permitirás?

—Exacto. No lo permitiré.

—¿Y si una araña entra en mi habitación y quiere meterse en mi cama?

—Deberás decirle que se vaya.

—¿Y si la mamá de la araña le dijo que me diga a mí que me vaya?

—Entonces me llamas, y yo vendré a acostarme contigo, y la araña verá que yo soy más grande que su mamá. Ahora, a dormir. Buenas noches.

—Buenas noches.

Y mientras salía de su habitación, como de costumbre di las gracias a Dios por habernos permitido vivir otro día, incluso si Él deja que sucedan cosas malas.

El reloj que había en la repisa de la chimenea marcó las siete cuando bajaba las escaleras. Eché un vistazo al salón, particularmente oscuro esa noche. Las paredes estaban empapeladas con ramilletes de flores marrones, y la única fuente de color era el mantel azul redondo de la mesa. A su alrededor se acomodaban cuatro sillas con respaldo de barrotes. Y frente a la chimenea, sobre una alfombra descolorida con motivos florales, había una silla tipo Windsor y un sillón con el tapizado gastado. En la pared de encima de la chimenea colgaba un viejo cuadro de
La anunciación,
y bajo él, sobre la repisa, el reloj negro de mármol, con un tarro de papel enrollado a un lado y una caja de cerillas al otro. Escuché cómo Peter se despedía de Jack y de Sven a través de la cortina, así que comprobé que las zapatillas de Peter estuviesen tibias por el fuego de la chimenea y que su pipa estuviese llena de tabaco fresco. Sabía que Jack lo estaba ayudando a ponerse el abrigo, y oí las llaves cerrando la puerta exterior del taller.

Peter saludó a Jack y a Sven mientras se alejaban por Ivy Street antes de caminar unos metros por la acera hasta la puerta principal de nuestra casa. Por supuesto, podría haber cerrado el taller desde dentro cuando todo el mundo hubiese partido y entrar en casa a través de la cortina. De esa manera se hubiera mantenido al abrigo del frío y la lluvia, pero los vecinos de Ivy Street se habrían quedado sin esta escena cotidiana, que veían todos los días.

Cuando se abrió la puerta de la casa, yo estaba esperándolo detrás de ella. Le retiré el abrigo y me agaché para cambiarle las botas por las zapatillas. Colgué el abrigo y dejé sus botas frente al fuego, separé su silla de la mesa y le serví su cena sin decir una palabra. Peter se quitó las gafas y comió rápidamente, sin placer. Entre bocado y bocado, me daba una conferencia sobre lo que se comentaba en el seno de la Federación de Encuadernadores del Sur de Londres.

—Hoy en lo de Remy han despedido a doce hombres, incluyendo a Frank y a Bates. Doce hombres, ¿te das cuenta? Han contratado a veinte mujeres, casi niñas, desde las navidades, y todas han conservado su empleo. Es un abuso, una desgracia terrible. Frank tiene seis hijos que mantener, y su Annie, Dios la tenga en Su gloria, murió de fiebres en el parto. Bates está acabado, sin duda terminará en la calle con el resto de su familia. Doce hombres, con esposas y sólo Dios sabe cuántas bocas hambrientas que alimentar.

Me señaló con el tenedor, del que colgaba un trozo de huevo que goteaba sobre la mesa.

—¿Por qué contratan mujeres? Eso es lo que yo me pregunto. No son lo suficientemente fuertes, ni lo suficientemente derechas. La encuadernación necesita una mente lineal y mano firme, sentido de la dirección y la rectitud. Las mujeres no pueden concentrarse en una sola tarea. Están acostumbradas a las actividades circulares de las tareas del hogar, una ocupación que nunca termina. —Para ser un hombre tan curvo, Peter pensaba de manera muy recta—. Terminar un trabajo es una carga demasiado pesada para ellas. Vale, puedes darle a una mujer el trabajo de más baja calidad, que haga revistas, que prepare el papel, que cosa los pliegos, que los doble... incluso puedes dejarle clavar de tanto en tanto, pero nada más.

Comía otro bocado y continuaba su perorata justo después, escupiendo las patatas.

—¿Dónde está la seguridad? ¡Las mujeres son las reinas del «mientras tanto»! «Voy a casarme algún día, pero mientras tanto trabajaré.» Si eso no es egoísmo, no sé lo que es. ¡Y siguen trabajando una vez casadas, cuando su esposo ya lleva un salario a sus casas! ¡Y aun cuando ya tienen una familia! ¿Cuál es el resultado? ¡Niños abandonados por sus madres, mientras que un hombre honesto con una esposa obediente debe luchar para alimentarlos a todos con su único salario!

Tragó apuradamente, y lo acompañó todo con un gran sorbo de agua. Luego cogió otro bocado, pero el agua se le escapaba por la comisura de los labios, así que giró la cabeza a un lado, alzó el hombro derecho y se limpió la boca con la camisa, para poder seguir hablando sin soltar el cuchillo y el tenedor.

—La calidad de su trabajo es menor. Venderán un trabajo mal hecho, a cambio de menos dinero. Y sus expectativas también son menores. ¡Cobran dos peniques la hora! ¡Yo cobro un chelín, pero no ofrezco la misma calidad que ellas por dos peniques! ¡Su trabajo es inferior, no vale nada!

Atravesó otra patata con el tenedor, pero se deshizo entre las puntas. Volvió a intentarlo.

—Demasiadas máquinas —refunfuñó—. La mecanización implica una feminización, lo que tiene bastante sentido. He prometido a los de la Federación que mañana iré a echarles una mano.

En un nuevo intento fallido de clavar una patata tiró el tenedor al suelo. Mientras intentaba recuperarlo, lo vi parpadear, y finalmente se rindió, se frotó los dedos y se hundió en un silencio incómodo y en las verdaderas razones de su ira.

Porque ahora sus dedos eran como los puros que antes fumaba al final de la jornada, antes de pasarse a la pipa. Como llevaba la camisa arremangada vi también la hinchazón de sus puños y sus brazos. Apenas se distinguían las articulaciones. Me entró la necesidad de pincharlo con una de mis agujas de coser; no por malicia, sino porque estaba segura de que un pinchazo liberaría los litros de líquido atrapados bajo su piel y calmaría su sufrimiento.

No había parado de llover entre noviembre y enero. Cualquier otro encuadernador se habría regocijado de ello, ya que el clima lluvioso mantiene el cuero húmedo y maleable. Peter seguramente extrañaba el verano anterior, cuando el negocio iba mejor y yo tenía que llevarle toallas mojadas cada hora para envolver los libros. El calor había sido insoportable, pero a pesar del hedor era una alegría para nosotros, ya que por una vez las articulaciones dejaban en paz a Peter. Ese año tuvimos el verano más húmedo que recordábamos, sin contar con que también nos enfrentábamos al invierno más frío. A Peter el reumatismo siempre le había entorpecido el trabajo, pero esta ciudad eternamente húmeda lo había transformado en una esponja humana. Yo me daba cuenta de que su dolor era tal que a veces Peter hubiera querido ser arrastrado por los torrentes de lodo gris, a través de las cloacas y hacia el mar, para terminar finalmente con su vida.

Le traje su pipa y se la encendí mientras él la chupaba ávidamente. Luego me senté con mi costurero en la silla junto al fuego y me puse a remendar calcetas. Peter siguió sentado a la mesa, fumando su pipa, y durante un momento escuchamos la lluvia saturada de hollín martilleando contra las tejas del techo, y las ruedas de los carros chorreando sobre los adoquines. Me imaginaba a los hombres empapados fuera, buscando una taberna donde sentarse junto al fuego y entrar en calor, junto a otros hombres silenciosos que también buscaban calor, antes de regresar a sus habitaciones, donde no los esperaba una mujer que se ocupase de ellos (o los esperaba una mujer incapaz), nadie que cuidara de que no se metiesen en la cama con la ropa mojada. Siempre le agradecí a mi buena estrella no haberme casado con un bebedor o un jugador, pero Peter me diría que no era cuestión de suerte, sino la combinación de sus valores modernos y mi razonable administración de la casa.

Peter lanzó un gruñido, dejó la pipa a un lado y se frotó las manos.

—Dora —suspiró, y yo levanté la mirada—. No me gusta comentar las cuestiones del trabajo que corresponde al hombre entre estas cuatro paredes, y encima con mi esposa, pero me temo que no puedo ocultártelo más tiempo. —Hablaba por la nariz, como si se tragase las palabras que pronunciaba. Dejé mis agujas a un lado, y él asintió con reconocimiento—. Eres una buena esposa, y has sido de gran ayuda en el taller —volvió a coger la pipa y parpadeó—, pero tenemos problemas.

Sus ojos buscaron mi rostro para comprobar cómo reaccionaba, y finamente clavó la mirada en sus manos hinchadas. No esperaba verlo tan abatido. Mechones de cabellos grises poblaban su cabeza. Decidí que le dejaría hablar, y luego iría hacia él y le alisaría el pelo, incluso, si me dejaba, besaría su frente. Para lo que aspiraba a ser, Peter nunca iba bien arreglado.

—Yo... —Los sonidos de la húmeda ciudad de Londres crecieron a nuestro alrededor, como si intentasen ahogar la espantosa indecencia de un hombre a punto de llorar—. Ya no puedo seguir trabajando. —Peter hinchó el pecho y aspiró las lágrimas con fuerza. Tenía los labios rojos, húmedos y carnosos como los de un bebé, frunciéndose y haciendo pucheros bajo su bigote gris, como buscando algo que se encontraba debajo de su piel—. Me duelen las manos.

Hablaba como Lucinda cuando se caía, sólo que más grave.

—¿Quieres que llame al doctor Grimshaw? —pregunté—. Quizás es momento de que te hagan otro sangrado, o un enema para liberar tus entrañas.

Pero yo no quería invocar al doctor Grimshaw con su maletín negro, sus cuchillos y sus sanguijuelas. Podía mirar fijamente sus ojos maléficos y mostrarme tan imperturbable como una duquesa, pero por dentro temblaba temiendo que Lucinda tuviese uno de sus ataques en su presencia. Además, no teníamos dinero suficiente para una visita nocturna. Incluso durante el día nos costaría pagarla.

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