Read La encuadernadora de libros prohibidos Online
Authors: Belinda Starling
Tags: #Histórico, Intriga
La señora Eeles ni se molestó en saludar a Sven, que era alemán, a pesar de ser el mejor acabador al sur del Támesis. Era un milagro que aún estuviese con nosotros; había llegado con su
wanderjahre
buscando empleo y nunca se había ido. Estaba trabajando en una plancha de cobre para
Reglas y elementos de la guerra (para un mejor gobierno de las tropas de Su Majestad).
Sven era el segundo al mando después de Peter, y estaba determinado a no cruzar una mirada conmigo (o con la señora Eeles).
—Peter debe de haberse olvidado, qué raro —dije—. Ha estado terriblemente ocupado, con la Navidad y todo eso.
Me di cuenta de que estaba intentando clavar la aguja en la madera del tambor de coser, mientras Lucinda tiraba de mi falda, pálida como la cera. La señora Eeles comenzó a avanzar hacia la puerta.
—Querida, sé que no tengo nada de qué preocuparme con los Damage —dijo cordialmente—. Sois una joven familia modelo.
A pesar de todo, me agradaba la señora Eeles. Se escandalizaba con las personas equivocadas, pero lo que no sabía era que yo la había visto desde la ventana de nuestra minúscula habitación sentada en su patio trasero, fumando pipa. Tampoco podía decirle, ya que no sabía cómo demostrarle que no me importaba, que me parecía bastante divertida. A veces venía a cobrarnos la renta con los rulos puestos, seguramente pensando que ya se había cepillado el pelo.
Cogí en brazos a Lucinda, y juntas saludamos con la mano a la señora Eeles, que se adentraba en la llovizna sombría. Vivía a la vuelta de la esquina, a dos casas del taller. Su imperio sólo abarcaba esta manzana, pero podía mantener alejada a la gentuza que perturbaba su sentido del decoro, es decir, irlandeses, italianos y judíos. A nuestro lado de la calle había unas quince casas, como una larga hilera de hermanas rojas con los mismos rostros angulosos y los mismos rasgos. Cada casa tenía dos pisos, con dos habitaciones por piso, una al frente y otra detrás, y un sótano, exceptuando la nuestra, la primera (o decimoquinta) casa, en el número dos de Ivy Street, que en lugar de sótano tenía dos pequeñas bodegas, demasiado pequeñas para otra cosa que no fuera almacenar el carbón y el pegamento para las mezclas. Pero la casa también tenía una habitación más delante de la planta baja que ocupaba la esquina (donde, si existiese la planificación urbanística, debería haber una taberna), y allí habíamos instalado el taller. Hasta ahora, los vecinos no se habían quejado de nuestra pequeña industria, a pesar de que hasta el más leve ruido atravesaba las paredes húmedas.
Sonreí a Nora Negley, delante del número uno, con su vieja cabra que siempre entraba en el salón cuando te sentabas a tomar una taza de té. En el número tres vivía Patience Bishop, una viuda a quien no le agradaban las visitas ni el té. Agatha Marrow conducía su carro tirado por un burro en dirección al número dieciséis. Vi que se había traído una nueva sirvienta del orfelinato para que le ayudara, ya que la última había muerto de paludismo de forma fulminante.
—Buenos días, Dora, cariño.
—Buenos días, Agatha.
—Lluvioso, ¿no?
—Lluvioso es la palabra.
—Ah, sí, lluvioso, ¿no?
Cuando las cosas nos iban mejor yo solía darle nuestra ropa a lavar, y aunque sus hijos eran los más desaliñados de toda la calle, me devolvía las sábanas milagrosamente inmaculadas, sin una sola mota de hollín. Pero cuando las lavaba yo, sin importar si las colgaba dentro o fuera, el tizne y la negrura de mi corazón, o de los corazones de la ciudad, siempre las manchaba.
Cerré la puerta en el momento en que Peter volvía de la casa, tímidamente.
—Yo... eh... estaba buscando el ungüento —murmuró—. Se ha terminado el del tarro del tocador.
Se puso a buscar sus gafas con los puños cerrados.
—Sí, se ha terminado —respondí en el mismo tono bajo, apenas alzando una ceja como para que no pudiese reprenderme por cualquier impertinencia.
En invierno, cuando preparé el ungüento anterior Peter lo había rechazado calificándolo de charlatanería. Pero aquel invierno no había sido tan lluvioso como éste.
Finalmente encontró las gafas sobre la mesa de encuadernación. Las recogió con cuidado, pero sus dedos ofrecían un espectáculo horrible y lastimoso, como si se llevase las gafas al rostro utilizando dos ubres de vaca. Pensé sugerirle que se untase mantequilla, pero me contuve, ya que sabía que con el dinero que nos quedaba no terminaríamos la semana, y Peter me regañaría si no tenía mantequilla para su pan tostado. Nos instalamos en medio de un silencio grave y frío. El único ruido que se escuchaba era el del repiqueteo de la lluvia en las alcantarillas y el gas de las tuberías, susurrándonos los misterios de la ciudad. Parecía como si nuestros destinos estuviesen atados a aquel silencio, pero fuéramos incapaces de comprenderlo.
Como de costumbre, a las dos de la tarde llevé a Lucinda de vuelta a la casa, con sus piernas alrededor de mi cintura y su cabeza apoyada contra mi cuello. Sus tersos cabellos rubios caían sobre mis hombros como la capa dorada de una dama. Para Lucinda, yo era la mejor, y a mí me alegraba poder salir del taller y ocuparme de las tareas de la casa mientras ella dormía. Olía los problemas, y no quería que Lucinda tuviese otro ataque.
Lucinda tuvo su primer ataque a los tres días de vida. En aquel entonces yo todavía no tenía leche, ya que tardó algunos días en subirme. Furiosa y hambrienta, la niña gritó con toda su fuerza antes de comenzar a convulsionarse sin control y a ponerse morada.
—Tranquila, pequeña furiosa —la reprimí, y como si me castigase por mis palabras, su cuerpo se soltó con violencia de mis manos y casi se lanzó al fuego.
Su lengüita minúscula le colgaba de la boca y sólo se le veía el blanco de los ojos, mientras ella se retorcía y sacudía cerca de las cenizas, como si tuviese el demonio dentro de su cuerpo y quisiera salir para volver al infierno de donde venía. La cogí en brazos y la abracé con fuerza, y luego la puse sobre la silla y pegué mi cuerpo al suyo mientras sus manitas y sus pies golpeaban mi vientre hasta que por fin se quedó quieta.
Estaba aterrorizada. Incluso llamé al doctor, que me dijo que se le estaban ajustando los dientes, le dio aceite de ricino y me advirtió que la próxima vez que tuviese un ataque, debía sumergirla hasta el cuello en agua caliente. Pero cuando las convulsiones continuaron después de que le hubieran salido todos los dientes no volví a llamar al doctor, ya que el miedo era mayor que la preocupación por el sufrimiento de mi hija. Había llegado a la conclusión de que mi niña sufría del mismo trastorno que había arruinado la posibilidad de llevar una vida normal a mi abuelo, y lo había confinado al asilo a los veinticuatro años.
Una vez, cuando tenía cinco años, los que tiene ahora Lucinda, fui a visitar al viejo Georgie Tanner con mi madre. Más que a mi abuelo, recuerdo a otro anciano en cuclillas frente a su cama, tirando de las sábanas, gritándole:
—¡Su Majestad! ¡Su Majestad! ¡No es posible! ¿Es usted?
Cuando nos acercamos se puso de pie, con las sábanas envolviendo
su cintura y los huesos del pecho sobresaliendo a través de su pijama, y señaló a mi abuelo:
—¡Las damas de la corte! ¡Su Majestad el rey George III!
Ofreció una silla a mi madre y se volvió hacia mí, cogiéndome la mano y pegándola a su pecho.
—¡Recuerda! —me susurró, conspirativo—. ¡Mi ejército liderará la rebelión, y entonces gobernaré el mundo!
Cuando miré a mi alrededor para determinar el paradero de su ejército, crucé la mirada de otro hombre, que recostado en su cama se dirigió a mí con una voz pastosa:
—No he comido desde 1712.
Es probable que una niña de cinco años esté mejor preparada que un adulto para lidiar con tales exhibiciones de excentricidad mental. Con ello no quiero decir que la demencia siempre transforma a los adultos en niños, sino que los niños navegan constantemente entre las sombras de la razón, y por ello aceptan mejor las muestras de locura. En efecto, mi madre se sentía más incómoda que yo por la experiencia, y si no la hubiera tomado como ejemplo de cómo reaccionar en tales circunstancias, el recuerdo que tengo de mi abuelo sin duda sería más agradable. En cambio, mi recuerdo de George Tanner es la imagen que mi madre tenía de él: un motivo de sufrimiento, de olor avinagrado, yaciendo inerte en la cama, con los ojos clavados en el techo y la boca entreabierta, de la cual goteaba la última poción química destinada a controlar sus ataques.
No estaba loco, incluso una niña de cinco años podía darse cuenta. Simplemente no había tenido suerte, ya que a los hombres no siempre se los encierra, ni siquiera por locura, aunque haya más hombres locos que mujeres. La locura es femenina. «Es una loca», suele decirse, como quien dice institutriz, o costurera o asesina. Pero no es igual con los hombres. Debería decirlo, pero seguramente terminarían por encerrarme. Durante nuestro noviazgo, Peter me llevó una vez a ver
Hamlet
en el Teatro Real, y cuando vi a Ofelia supe que no estaba loca. Quería gritar que aquella belleza, con flores en el pelo y hiedra en los dedos de los pies, no podía estar loca. Era Hamlet quien estaba loco, culpándose de esa manera, y también Claudio... No obstante, ¿quién es lo suficientemente valiente para recluir a un rey y a un príncipe? Quería decírselo a toda la sala, pero me hubieran acusado de estar afectada por el calor, y de que las lámparas de gas me estaban perturbando la mente, lo que probablemente era cierto.
Lucinda tampoco estaba loca, aunque cuando se padece el Gran Mal hay que ser cuidadoso. Llevamos una vida tranquila, de acuerdo a lo delicado de su situación: Lucinda me acompaña todas las mañanas mientras coso y preparo los pliegos en el taller, por la tarde me ayuda con las tareas de la casa, y por la noche leemos libros, inventamos historias, cantamos o tocamos el viejo piano. En invierno, nos sentamos junto a la chimenea y pegamos juntas hojas de papel para hacer libros pequeños y simples, encuadernados con trozos de piel o tela del taller. En verano, nos sentamos en nuestro pequeño jardín y pegamos juntas hojas de verdad, y luego colocamos nuestros libros vegetales entre los arbustos para las hadas. He ocultado mi ansiedad a Peter, ya que no es correcto molestarle con preocupaciones de mujer, pero también la he ocultado a la profesión médica. Me arrepiento de muchas cosas en mi vida, y ésta no es una de ellas.
A Lucinda y a mí nos gustaba ayudar a los encuadernadores, y pegar y doblar los pliegos no era difícil. De vez en cuando daba apreciados consejos sobre los libros, y había hecho algunos diseños para las portadas. He disfrutado mucho leyéndolos: las propuestas de ley, las tesis académicas, las historias, las memorias de personajes importantes y los consejos para triunfar en los negocios (Peter mantenía los libros de anatomía lejos de mi alcance). Aquellos tratados me parecían más edificantes e interesantes que las novelas de amor que solían recomendarse a las personas de mi sexo. Leer me hacía feliz: el día de nuestro compromiso, mi padre me había definido ante el padre de Peter, William Damage, como «libresca», y aunque supe que no lo había dicho como un halago, funcionó bien en mi pareja con el aprendiz de encuadernador de mi padre.
Seguramente a la hija de un encuadernador se le puede disculpar el amor por los libros, pero mi padre no asumía responsabilidad alguna al respecto. Culpaba a mi madre, que había sido institutriz antes de casarse. Según él, ella había cometido el error de criarme en el estilo de sus jefes, expandiendo, como consecuencia, mi intelecto más allá del interés de cualquier pretendiente que sus ingresos me pudiesen brindar. Estaba convencido de que no sólo sería una solterona, sino que tampoco tendría amigos, ya que me convertiría en alguien intelectualmente superior, aunque no económicamente, a las mujeres de mi clase. Así fue como aprendí a guardar en campanas de cristal mi amor por los libros, la política y el arte, inamovibles en la repisa de mi vida, y permití que se cubriesen con el polvo de la dejadez.
Mientras Lucinda dormía, retiré las plantas del alféizar de las ventanas, sacudí el polvo de los visillos de muselina, limpié los cristales con té frío para que la escasa luz del exterior pudiese pasar a través de ellos, alegrando un poco la habitación oscura con vistas al norte y ahorrándonos algunas velas, y finalmente limpié las lámparas. Dispersé las hojas del té del día anterior sobre las alfombras, las barrí junto con el polvo y lo deposité todo en la chimenea para quemarlo. Quizá los vecinos me hubiesen rechazado por no fregar el suelo, pero no quería añadir más humedad al ambiente y agravar el estado de Peter, así que me puse de rodillas y me concentré sólo en las zonas más sucias, frotando, limpiando y secando en el mismo movimiento. Quité los escarabajos, las arañas y las lepismas de los rincones de la cocina, bajé a la habitación donde Peter preparaba la cola, junto al depósito de carbón, y llené el cubo de agua. Froté los cacharros con arena y me puse a limpiarlos mientras la ropa colgaba sobre mi cabeza, prendida en el tendedero del techo sucio. Cada vez que volvía la cabeza, me golpeaba las mejillas algún trozo de ropa húmeda, como si un fantasma estuviese intentando intimar conmigo. El letargo se instaló junto a mí mientras trabajaba, y con él una ira silenciosa que me resultaba familiar: ésta era mi vida, éstas las paredes de mi existencia y los límites de mi esperanza.
Yo tampoco era un ama de casa particularmente buena. A pesar de mis esfuerzos, la casa nunca estaba lo bastante limpia. Era como si siempre faltase algo. Mi madre había sido un verdadero general del ejército en su manera de mantener impecables nuestras casas, primero en Hastings y después la que alquilamos en el Soho. Yo, en cambio, libraba una guerra que nunca ganaría, e incluso si alzase mi bandera blanca para rendirme, la bandera sería más bien de un gris sucio, por lo que nadie entendería que me estaba rindiendo. Pasé los primeros años de nuestro matrimonio esperando que Peter se diese cuenta de que yo no me concentraba especialmente en la perfección de las tareas hogareñas. Cuando al fin lo asumió, no pude evitar sentirme siempre culpable por haberle fallado. Si hubiésemos ganado cien libras más al año podríamos haber pensado en contratar a una joven sirvienta buena para todo que buscase su primer empleo, pero nunca lo conseguíamos. Antes pagábamos a una mujer para que me ayudase con las tareas más pesadas y la ropa una vez cada quince días, pero ahora ya no podíamos permitírnoslo. Tener una sirvienta era la máxima aspiración de Peter, no para aliviarme del peso de la casa, sino porque hubiera sido la prueba de un cierto ascenso social.