Read La encuadernadora de libros prohibidos Online
Authors: Belinda Starling
Tags: #Histórico, Intriga
Mis ojos llorosos nunca la hubieran visto si no hubiese dejado hervir la leche otra vez. El olor era tan horrible que pensé que valía la pena dejar entrar un poco del hedor y el frío de Londres para compensar, así que fui a la ventana del salón, quité las macetas del alféizar y la abrí. Entonces la vi, con su pequeña carita de granuja, toda piel y huesos, en el marco de la puerta, tan sucia como la entrada misma, que no había limpiado en semanas. No llevaba abrigo, chal, ni siquiera una bufanda, y tenía la piel ajada y gris.
—Buenos días —le dije medio ahogada con el polvo que cayó sobre mí al abrir la ventana.
—Muy buenos —respondió—. Vengo por el empleo.
—¿El empleo? —Los eventos del día anterior me habían hecho olvidarlo por completo—. ¡Ah, el empleo!
Aquella pobre criatura apenas parecía mayor que Lucinda, pero supuse que tendría unos quince años. Se enderezó rápidamente, como un rastrillo al pisarlo, y yo corrí el cerrojo de la puerta para dejarla entrar. Se quedó de pie en el felpudo mientras cerraba la puerta detrás de ella.
—Mejor sígueme a la cocina —dije moviendo la mano frente a mi nariz—. Disculpa por el olor. Olvidé hervir la leche de ayer. Estoy algo ocupada, así que si no te molesta, te haré algunas preguntas mientras trabajo.
Ella avanzó hasta el otro lado de la cocina y se detuvo frente a la puerta que daba al salón, observándome mientras escurría un trapo para limpiar las estanterías. Frotaba con una mano, y con la otra lancé una sartén hacia el rincón donde las arañas y los escarabajos estaban ganando la partida.
—Bueno, ya está limpio para poder preparar el desayuno. ¿Cómo te llamas, cariño?
—Pansy.
—Pansy. Es un bonito nombre.
No respondió, pero me observó mientras yo me afanaba en la cocina. Poco acostumbrada a tener testigos a estas horas de la mañana, me puse a murmurar para mí misma como una mujer olvidadiza:
—Dónde estará el... aquí está... Hay que poner agua en... no debo olvidar el...
Como siempre, en un abrir y cerrar de ojos puse a hervir el agua, la ropa en remojo, barrí el piso y conseguí intimidar un poco a los insectos. Pensé en ir a despertar a Lucinda, pero supe que lo hacía para calmarme y no por su bien.
—Disculpe, señora, pero quería saber si me daba el trabajo o no...
—Lo siento, Pansy, pero tendrás que esperar hasta que ponga en marcha la casa. Aún es temprano, cariño, y anoche me acosté terriblemente tarde —dije vertiendo el agua humeante sobre las hojas del té.
—Sí, señora, disculpe, señora, pero es que tengo que irme, si no voy a llegar tarde al turno de día. Por eso le pregunto.
—¿El turno de día? ¿Dónde?
—En Remy. Tengo que irme, y ya llegaré tarde.
En ese momento vi a Lucinda de pie detrás de Pansy, con Mossie en brazos, que observaba a nuestra visita. Sus cabellos estaban revueltos e iba descalza.
—Buenos días, preciosa.
Me puse en cuclillas y extendí los brazos en su dirección. Lucinda se acercó, me dio un beso y después se fue a jugar al salón.
—Bien, entonces intentaré hacer esto rápido. ¿Tienes alguna referencia? —pregunté mientras untaba mantequilla en el pan para Lucinda y le servía un poco de leche.
Pansy negó con la cabeza.
—¿Cuánto tiempo llevas trabajando en el taller de Remy?
—Seis meses. Tres meses en el turno de noche, y ahora en el de día.
—¿Es tu primer empleo?
Negó con la cabeza.
—No. Antes estaba en Lambard.
También lo conocía: era un encuadernador industrial bastante importante, más grande que Remy & Rangorski.
—¿Hacías Biblias?
Asintió. Silbé entre los dientes mientras colocaba el desayuno de Lucinda en la mesa. Todo el mundo sabía que los fabricantes de Biblias pagaban mal y te trataban peor. Pensé que un mundo donde los blancos predicaban la Biblia a personas libres y encadenadas en América, en las colonias y por todos los imperios, era un mundo muy curioso. Quizá dijeran que la esclavitud estaba mal, o decidieran hacer oídos sordos, pero para colocar una Biblia en las manos de un pagano se servían del trabajo esclavo en sus países. Recordaba bien que Frederick Douglass tenía algo que decir al respecto.
—Come, Lucinda. Aquí tienes tu pan y tu leche. —Me volví hacia Pansy—. ¿Qué es lo que hacías allí?
—Al principio, el turno de día. Luego, día y noche.
—¿Los dos?
—En Navidad. En Navidad hacen trabajar los dos turnos. O cuando lo necesitan.
—¿Qué hacías para ellos?
—Ah. Cosía.
—¿Y en Remy?
—Cosía.
—¿Por qué te fuiste?
—Tenía que irme, señora. Habían comprado nuevas máquinas de coser, y yo no sabía usarlas.
—¿Por qué no te dieron referencias?
—No quisieron dármelas. Dijeron que a una niña podían pagarle menos que a una mujer, así que tuve que irme.
—¿Qué quisieron decir con eso? Tú eres una niña, Pansy.
Pansy removía el suelo con la punta del pie, y su rodilla apuntaba hacia dentro tras su piel transparente. Parecía una niñita indefensa. Se mordió el labio, sin dejar de mirar al suelo. Se había sonrojado.
—Dijeron que no era una niña. Lo que pasa, señora, es que me metí en un lío.
Alcé las cejas.
—No fue culpa mía, señora, y no le causaré problemas a usted. No soy así, lo prometo. No fue culpa mía, y fue la primera vez, y si hubiera sido más fuerte no les habría dejado acercarse, señora.
Las dos bajamos la mirada al mismo tiempo y advertimos que Lucinda estaba junto a nosotras. Le ofrecía su plato a Pansy. Había cortado su pan por la mitad y lo había sumergido en leche.
—¿Para mí? Eres muy amable...
—Mamá todavía no te ofreció un té, y me parecía que tenías frío —le dijo Lucinda, mirándome a mí.
—Tengo frío, es cierto, cariño. Dios te bendiga, pero cómetelo tú. Ya me apañaré yo más tarde.
Mi cabeza me decía que esta muchacha llevaba «mujerzuela» escrito por todo el cuerpo, pero Lucinda me estaba obligando a escuchar a mi corazón. Todas las preguntas que pensaba hacerle (si tenía antecedentes, si había tenido problemas con la policía, si había robado alguna vez) se desvanecían antes de llegar a mis labios. Mi hija había confiado en ella al instante, y eso valía más que cualquier referencia. Comencé a preparar el desayuno de Peter, y puse otra taza para Pansy.
—¿Entonces qué te sucedió? —le pregunté.
—Me hicieron trabajar en el turno de noche. Las muchachas respetables no lo aceptaban, pero a mí no me creyeron cuando me negué, porque sabían que necesitaba el dinero, con mi mamá muerta y diez bocas en casa. Él era operario de la alzadora, y me forzó a hacerlo, y me dejó preñada, pero yo se lo dije al capataz, y él me llamó mentirosa, y dijo que su tía sabía cómo ocuparse, si sabe lo que quiero decir, y me llevó con ella, y estuve sangrando durante un mes, y tenía que pagar al doctor. Pero ya no sangro más, y me dijo que ya no iba a sangrar nunca más, porque ya no puedo tener bebés, y que debía estar agradecida de no tener más bocas que alimentar. No le digo esto sólo para que sepa que no le voy a causar problemas. No es bonito que la gente piense que eres así, y que los doctores vengan y te busquen enfermedades y tal, y Sally y Gracie también, y las mujeres del piso de arriba, como si ser una mujerzuela fuera contagioso.
—¿Fue entonces cuando te fuiste?
—No, señora. Pero a ellos no les gustan las provocadoras. Nunca más me pidieron que hiciera el turno de noche, pero yo necesitaba el dinero, así que comencé por las noches en Remy. Doce horas en Lambard y ocho en Remy. Hasta que me dijeron que querían remplazarme. Eso me dijeron. Igual era el momento flojo del año. Siempre es lo mismo, de marzo a julio. Ahora estoy en Remy.
—¿Cuánto te pagan?
—Ocho chelines a la semana. Me pagarían doce si supiera utilizar sus máquinas.
Le serví una taza de té y le corté un trozo de pastel. Mientras comía llevé su bandeja a Peter, y cuando regresé se lo conté todo: cómo funcionaba el taller, la enfermedad de Peter, Lucinda, Jack, Din, y los términos del empleo. No olvidé nada, salvo la verdadera naturaleza del trabajo que realizábamos en el taller. Le indiqué claramente el trabajo que pretendía que hiciera, y que podía renunciar hoy mismo a Remy & Rangorski si quería.
Pansy se encogió de hombros y dijo con la boca llena:
—De todas formas, si no estoy ahora ya habré perdido mi puesto.
Habría podido poner a Pansy a trabajar de inmediato en tantas cosas que me costaba decidir cuál sería la mejor. Finalmente concluí que lo más indicado era comenzar allí, en la cocina. A pesar de ser el centro de operaciones tanto de la casa como del taller, era bastante miserable, pero me preguntaba cómo sería en comparación el lugar donde vivía Pansy. Le mostré de dónde salía el agua y le expliqué a qué horas la daban, cómo funcionaba la cocina y dónde guardaba las sales y los jabones, y luego me fui al taller a trabajar. Por una vez, estaba sola: Din había ido a devolver un poco de polvo de oro a Edwin Nightingale, y Jack estaba distribuyendo nuestra tarjeta de visita a lo largo del Strand.
Entre tanta literatura ofensiva, Diprose todavía me enviaba de vez en cuando alguna Biblia, o un libro de plegarias, o una novela de sir Walter Scott, así que pude ocuparme en algo diferente. Elegí la Biblia, para imaginarme por un momento que eran otros tiempos, cuando yo aún era inocente. La encuadernación sería de un tono azul satinado, así que comencé a preparar las telas de colores y los hilos de oro. Tenía el proyecto de trazar escenas del Cantar de los Cantares y rodearlas con una elaborada cenefa de animales, pájaros y frutas. Abrí la primera página y me puse a leer.
Cantar de los Cantares:
Soy morena, pero hermosa,
oh hijas de Jerusalén.
Como las tiendas de Cedar,
como las cortinas de Salomón.
No reparéis en que soy morena,
porque he sido tostada por el sol.
Unos fuertes golpes en la puerta de entrada interrumpieron mi lectura. Al abrir descubrí a Bennett Pizzy de pie frente a mí, notablemente bien recuperado de los problemas y esfuerzos del día anterior. A ambos lados aparecieron dos hombres gruesos y magullados que no reconocí de la
razzia
de anoche. Entraron sin preguntarme, y yo me alegré al ver que todos notaban el olor del taller.
—¿Quién es ella?
—Señor Pizzy, es un gusto verle tan pronto después de nuestro último y encantador encuentro.
—¿Quién es ella?
—Pansy, señor Pizzy.
—¿Pansy qué?
—Pansy «todavía no lo sé».
—¿De dónde viene?
—No lo sé.
—¿Familia?
—No lo sé. Madre muerta, diez hermanos, creo.
—¿Padre?
—No lo sé. Usted realmente debería...
—¿Edad?
—No lo sé.
—¿Anterior empleo?
Hice una pausa.
—No lo sé —dije al fin.
—¿Usted no hace preguntas antes de contratar a alguien? —preguntó con dureza—. ¿Acaso no tiene sentido de la responsabilidad? ¡Si no lo hace por usted misma, hágalo al menos por el señor Diprose, o por sir Jocelyn Knightley! ¿Ha perdido la razón? ¿Le ha preguntado siquiera si sabe leer?
—Por supuesto que no sabe —exclamé. Le miré a los ojos, desafiante—. Pregúntele usted mismo —dije en voz baja, y descorrí la cortina que daba a la cocina.
Ya menos resuelto, como si no estuviese preparado para ello, Pizzy atravesó la cocina seguido de sus rechonchos amigos. Pansy estaba a cuatro patas bajo la chimenea, y el hollín le había ennegrecido el rostro y el cuello. Se arrodilló al verles acercarse, y me lanzó una mirada en busca de consuelo.
—¿Eres Pansy, cierto? —preguntó Pizzy.
Ella asintió, y sus ojos de avellana brillaban muy abiertos, como los de un gato asustado bajo un manto de polvo.
—Disculpe, señor Pizzy —intervine—, pero quizá será mejor que yo le explique quién es usted antes.
Pizzy asintió.
—Pansy, cariño, estos caballeros son clientes del taller. No vienen de Remy, ni de Lambard ni de ningún lugar como ésos. Sólo quieren hacerte algunas preguntas sobre ti, para saber quién está ayudando en el taller donde traen sus libros.
—¿Apellido?
—Smith.
—¿Dirección?
—En el número seis de Granby Street, último piso.
—¿Cuántos sois?
—Trece.
—¿Quiénes?
—Mi tía Grace y el tío Raymond, Dougie, su huésped... déjeme ver... Baz, Sally, y Alfie, y Hettie, Pearl, Willie, Frank, Ellie y Sukie.
—Hermanos y hermanas —le dije a Pizzy.
—No, no todos —explicó Pansy—. Sally es la esposa de mi hermano Baz, y Alfie es su bebé.
—¿Y vivís todos juntos? ¿En pisos diferentes?
—No, en un solo piso, en tres habitaciones. En el piso de abajo hay doce personas.
—¿Dónde trabajabas antes?
—En Remy.
—¿Por qué te fuiste?
—Porque vi el anuncio en la ventana.
—¿El anuncio? —Pizzy me miró incrédulo—. ¿Qué decía el anuncio?
—Que buscaban una muchacha para coser y plegar y cuidar niños e inválidos y... y hacer las tareas.
Pizzy no dejaba de mirarme. Conseguí sostenerle la mirada, pero no pude borrar el terror de mi rostro.
—Gracias, señorita Smith. Buenos días —dijo con gran delicadeza alzando su sombrero.
Avanzó hacia el taller y chascó los dedos, y entonces sus hombres me cogieron por los brazos y me arrastraron detrás de él. Me arrojaron al suelo y uno de ellos me sostuvo los brazos en la espalda. Por el rabillo del ojo vi que Pizzy buscaba un trozo de cuerda en el bolsillo de su abrigo. Se puso de rodillas, me arrancó la gorra y me tiró del pelo para levantar mi cabeza del suelo.
—Me dijiste que no sabía leer —me susurró al oído. Uno de sus hombres cogió la cuerda y me ató las muñecas—. Maldita mujerzuela, me dijiste que no sabía leer. ¿En qué más me has mentido?
Intenté liberar mi cabeza, pero era imposible, y tenía la garganta tan estirada que no podía articular palabra alguna, sólo un chillido agudo y distante. Pizzy se puso de pie, y las puntas de sus brillantes botas de cuero comenzaron a patearme en las costillas, en el estómago, las caderas, y cada patada me arrancó gritos como si fuesen puñaladas. Entonces tiró de mi cabeza hacia arriba, y el pecho y la espalda me dolían a causa de la tensión, y supe que estaba esperando a que no pudiese más, para lanzar mi cabeza contra las maderas del suelo cubiertas de serrín.