Read La encuadernadora de libros prohibidos Online
Authors: Belinda Starling
Tags: #Histórico, Intriga
El papel estaba perfumado con vetiver, pero la escritura era puntiaguda y forzada como su autor, todo lo contrario de las maravillas que me esperaban dentro del cofre del tesoro. Desempaqueté el contenido y lo expuse en el banco del taller.
—¡Mamá, enséñamelo, enséñamelo!
—¿Dónde has estado?
—Jugando en la calle, con Billy.
—¿Billy?
—El niño de la señora Eeles.
—Entonces debes de tener las manos sucias.
Lucinda levantó sus manos frente a mí y las giró en todos los sentidos:
—Impecables.
—Negras como el carbón. Ven que te las limpie.
La llevé a través de la cortina a la cocina, hundí una esponja en un cubo y la pasé por las líneas de las palmas de sus manos y bajo las uñas. Luego se secó con una toalla y me siguió de vuelta al taller.
—¡Mamá! ¡Esto es como los duendes y el zapatero! ¿Podemos ser el zapatero? ¿Sí? ¿Podemos cortar trocitos y dejarlos para que los duendes los preparen durante la noche? Mira, esto sería un buen chaleco para el rey de los duendes. Y con éste podemos hacer unos calzones, y con éste unas botas. ¡Y entonces se casaría con una reina duende, y la vestiríamos con esto!
—Ya basta por ahora, Lucinda. Estoy tan nerviosa como tú, pero debemos tener cuidado con los materiales de trabajo de mamá.
—Pero ¿puedo ayudarte?
—Sí. Puedes ayudarme a elegir los adecuados, y decirme cómo cortarlos, cómo combinarlos y cómo incrustarlos para hacer las mejores ropas, pero no para duendes o elfos, sino para libros.
—Pero, mamá, ¿y si son duendes disfrazados de libros y cuando nos vamos a la cama saltan del banco y se van al baile de los duendes?
—¿No sería excelente? Sólo espero que prometan regresar a casa antes de medianoche y no ensuciarse sus calzones de barro antes de que yo pueda entregarlos al librero.
—¿Y si no lo hacen?
—Tendremos que golpearles el trasero con un atizador de cuero y atarlos al banco.
—Estoy cansada, mamá.
—Quizá deberías acostarte un rato y descansar. ¿Te sientes rara?
—Un poco, pero no mucho.
—¿Quieres dormir en tu cama?
—Me gustaría dormir frente a la chimenea del salón.
Entonces la llevé hasta allí y le preparé un lugar sobre la alfombra frente al fuego, a los pies de su padre, que dormía en el sillón. Apoyó la cabeza en el cojín que cogí del sillón Windsor, y la envolví con una manta que traje de su cama. Sus ojos comenzaron a cerrarse, y poco a poco se fue adormilando. Yo estaba impaciente por volver a las pieles y sedas, y por poner a Jack a trabajar en los refuerzos de cartón. Le di un beso en la frente. Quizá debería haber esperado un poco más, pero se la veía bastante cansada.
De vuelta en el taller, releí la carta y saqué los manuscritos del fondo de la caja. En ese momento escuché el grito de Peter proveniente del salón. Era un grito de dolor y ansiedad, y yo sabía de qué se trataba antes de oír el cuerpecito de Lucinda retorciéndose en el suelo y golpeando las patas de la mesa.
—¿Dónde estás, mujer? ¡Por el amor de...!
Corrí hacia ella y alejé las dos sillas en un solo movimiento mientras pateaba la mesa para retirarla. Coloqué a Lucinda de costado y puse mi mano en su nuca a la espera de que se calmase. Por la experiencia anterior ya debería saber que siempre pasaba, pero cada vez sentía como si la lanzaran hacia lo desconocido y quizá nunca pudiese volver. Tenía la piel cetrina y respiraba agitadamente. Poco a poco fue cayendo en un sueño profundo y su respiración se fue regularizando. La cogí en mis brazos y hundí la cabeza en su cuello, deseando no tener que separarme nunca más de ella.
Peter lanzó un par de exclamaciones más antes de recoger un viejo periódico. Consideraba inadecuado hablar de la salud de la gente, salvo quizá de la suya. Lo único que quería era que Lucinda se mantuviese callada y fuera de su camino, y no solía, ni tenía energía para, ocuparse de sus caprichos de niña. Si las necesidades de los demás no coincidían con las suyas, las ignoraba. Pero en esto consistía el desafío de una madre: en cuidar de sus hijos haciendo creer a su esposo que él era lo más importante.
Llevé a Lucinda a la cama y me quedé zurciendo ropas junto a ella durante horas, hasta que estuve segura de que estaba a salvo. Su ataque, justo después de la excitación en el taller, parecía un mal augurio. Me pregunté si no debía empaquetar de nuevo el contenido de la caja e indicar a Jack que la llevase de vuelta a Holywell Street con el anuncio de que los Damage ya no tenían nada que ver con Diprose, pero no nos encontrábamos en condiciones de tener en cuenta aquella posibilidad.
Besé su mejilla caliente y bajé las escaleras. Peter agitaba sus dedos enrojecidos y murmuraba maldiciones entre dientes. No se me había escapado el detalle de su ropa que se descosía a medida que su respiración se deterioraba, abandonado, como debía de sentirse por Dios.
De vuelta en el taller, mientras me preguntaba qué hacer con el peligroso contenido del cofre, descubrí algo que no había visto antes. Era una gran botella de farmacia, con una etiqueta escrita a mano donde ponía «Paciente: Peter Damage, 2, Ivy Street, Lambeth. Bajo prescripción del doctor Theodore Chisholm, Harley Street. Fórmula de triple acción. No apta para la venta». La descorché y examiné su contenido: era un líquido viscoso y marrón, que supuse que era láudano, muy diferente a los de Battley, Dalby o Godfrey. Le llevé la botella a Peter y le leí la etiqueta.
—Voy a por una cuchara —dije, y dejé la botella sobre la mesa junto a él.
Cuando regresé, ya había bebido directamente de la botella. La volví a tapar y la guardé en el aparador, y unos minutos después advertí que una curiosa sonrisa se dibujaba en sus labios, y que sus párpados se volvían más pesados. A diferencia de mí, Peter durmió como un bebé aquella noche.
Efectivamente, las ilustraciones del
Decamerón
eran bastante inusuales. Al principio no comprendí qué eran, pero cuando por fin lo hice, no pude evitar exclamar: «¡Oh!», y cerrar rápidamente el libro. Durante varios minutos estuve dando vueltas en el taller, o colocando los papeles en una pila perfecta. Las herramientas, que siempre estaban bien acomodadas, lo estuvieron aún más a causa de mis inquietas manos. Recuperé la cera seca de los candeleros y la coloqué en la bandeja para fundirla. Cuando ya no hubo nada más que pudiese limpiar y ordenar, regresé junto al curioso libro, vacilante y con extremo cuidado. Pero seguí sin poder mirar los dibujos durante un buen rato, así que me concentré en la relativa seguridad del texto e hice lo que normalmente hacía cuando estaba nerviosa: leer.
Leí sobre criaturas (todavía no podía considerarlas seres humanos) que llevaban a cabo, sin ninguna vergüenza, actos que deberían haberlas enviado directamente al infierno, y no sin razón. Temblaba ante tanta lascivia, buscando un refugio donde mi alma pudiera guarecerse del Apocalipsis que caería sobre ellos —por lo que hacían— y sobre mí —por ser su testigo—. Quería creer que mi vergüenza me protegería. Al menos, así había sido hasta ahora: las mujeres llevábamos la vergüenza como un velo.
Seguí leyendo por la noche, cientos de maravillosas historias sobre el destino, las plagas, la verdad y la mentira. Todos los tipos de mentira. ¡Mujeres vestidas como hombres! ¡Corazones consumidos! Finalmente, cuando encontré mi lugar en aquel texto, invadiendo el rígido papel de un grabado, me sentí preparada para afrontarlo: podía aceptar que las ilustraciones tenían sentido en el contexto de la narración, y que eran otra forma, otro punto de vista por donde acceder a los increíbles sentimientos que despertaban las soberbias historias de Boccaccio.
También notaba la conocida sensación de cuando se formaba en mi mente la ilustración para la encuadernación. Como cara visible de un libro muy privado, la ilustración debería ser ambigua, sensual y evocativa, apenas una sugerencia de lo que podía encontrarse en el interior. Aquella noche, mis anhelos no se concentraron en alcanzar las dichas descritas por Boccaccio, sino en conseguir la destreza necesaria para realizar una encuadernación que les hiciera justicia.
A la mañana siguiente, Peter, con un humor de perros, me conminó a conseguir como fuese dieciocho chelines, ya que Skinner pasaría por la tarde. Entonces Lucinda y yo llevamos su traje de domingo a la casa de empeños y obtuvimos a cambio una libra, lo que me dejó bastante satisfecha. Al doblar por la esquina de New Cut, con el dinero en el bolsillo, pasamos junto a un teatro donde un grupo de damas y caballeros de Lambeth observaban ociosamente la representación de unos trovadores con los rostros pintados con corcho quemado.
—¡Ven, mamá, vamos a ver!
Me disponía a alzar a Lucinda para que pudiese ver mejor por encima de la multitud, pero ella aprovechó astutamente su pequeño tamaño para deslizarse entre faldas y pantalones hasta llegar casi frente a los actores, y yo terminé bloqueada entre la multitud, más atrás. Frente a mí, una dama sacudía sus rizos rubios riendo las bromas de los músicos. Un caballero la tomaba por su diminuta cintura, y cuando las canciones se pusieron sentimentales, ella recostó la cabeza contra su hombro, aplastando sus rizos perfectos.
Algo cayó al suelo entre nosotros. Esperé un momento, y finalmente bajé la vista y me agaché con cuidado para recogerlo, esperando que ella no notase el movimiento a su derecha. Era un pendiente de oro con cuatro granates incrustados. Dudé por un instante, y miré las orejas de la dama. Llevaba unos discretos pendientes de diamante. Observé al resto del grupo en busca de una dama con una oreja desnuda a quien devolver su pendiente. Enseguida la encontré: estaba justo a mi izquierda, pero no se había molestado en mirar qué era lo que yo había recogido del suelo. En un acto irreparable, cerré el puño con fuerza alrededor del pendiente, esperé unos minutos a que terminase la canción y en el momento de los aplausos avancé entre dos caballeros y tiré dulcemente de las trenzas de Lucinda.
—Vamos, pequeña.
—¡Pero, mamá...! —se quejó.
—Nada de peros. Debemos irnos. Apúrate, o se lo diré a tu padre.
Los granates eran perfectos para el dibujo que tenía en mente. Me había convertido en una ladrona.
Le mostré el pendiente a Peter, que no me preguntó de dónde lo había sacado, aunque pronto comenzó a reflexionar cómo fijar bien los granates en la encuadernación. Me mordí el labio inferior mientras Peter sostenía el pendiente en la palma de una mano y lo golpeteaba con uno de los dedos hinchados de la otra. Iba a ser un trabajo doloroso para él. Literalmente.
Aquella tarde, cuando el señor Skinner se marchó con sus dieciocho chelines en el bolsillo y sin causar problemas, Peter encontró alivio para sus nervios en la botella de láudano. Metí a Lucinda en la cama más pronto que de costumbre, limpié la saliva marrón de la barbilla de Peter y me quedé despierta hasta la medianoche desarmando y quitando las cubiertas de los pliegos de la antigua encuadernación del
Decamerón
y remendando los agujeros de los dobletes con trozos de papel. Era un proceso arduo y delicado, pero yo confiaba en que los remiendos, invisibles a la luz de las velas, lo serían también a la luz del día. Cuando instalé el libro en el telar, los ojos me pesaban, pero se trataba de un montaje fácil (en octavo, con la primera página en blanco, el grabado de un frontispicio en la segunda página y el título en la tercera), así que cosí los pliegos juntos y los dejé en el banco de Jack para cuando comenzase su turno, a las siete y media de la mañana. A pesar de tener el estómago vacío, al fin pude dormir profundamente y pasar una buena noche ajena a los quejidos de dolor y los ronquidos irregulares de Peter.
Al día siguiente hice entrar a Jack, instalé a Lucinda en la cocina con unas tareas de costura y volví al taller. Con los brazos en jarra, me quedé observando a Jack, esperando que me devolviese la mirada. Pero él, ignorándome, siguió preparando sus cuerdas y tableros. Finalmente resopló, como intentando reprimir una risa, y yo no pude evitar reír ante aquel sonido, lo que a su turno le hizo reír también. Al fin terminó dándome la espalda para ocuparse de la prensa mientras exclamaba jocoso:
—¡Y yo que creía haberlo visto todo, viviendo junto al río!
Cogí el plumero y limpié el polvo del banco casi con entusiasmo; Jack volvió la cabeza hacia mí y me guiñó un ojo. Yo incliné mi cabeza y mi cintura hacia él en un solo movimiento y le ofrecí una sonrisa.
—¿Piensas que deberíamos mostrarle esto al viejo?
—¿Al señor Damage? ¡Le haría bastante bien!
—¡Escucha lo que dices, pequeño demonio! Eso lo mataría.
—¡No! Lo mantendría ocupado, seguro.
—¡Muchacho insolente! ¡Dale un respiro a tus impulsos!
—Usted disculpe, señora Damage. No quise ofenderla.
Ahora me tocaba a mí guiñarle el ojo, lo que hizo brillar su rostro pecoso como un niño.
—Y ahora silencio, Jack —dije bajando el tono de voz—, porque tu patrón y maestro estará esta mañana con nosotros.
Jack se llevó la mano a la frente fingiendo un saludo militar, y la calavera que llevaba tatuada en el antebrazo me hizo muecas, como queriéndome decir que no había motivo de risa en esta situación, pues todos nuestros ingresos habían desaparecido tan rápido como habían llegado, y cada vez que alguien llamaba a la puerta temblábamos de miedo. A decir verdad, estaba bastante preocupada por cómo se apañaría Peter, no sólo con los granates, sino con el malicioso libro en sí.
Pero no debería haberme preocupado. Los granates ocuparon tanto su atención que ni siquiera se fijó en el título del libro. Lo consideraba un nuevo y excéntrico libro para mujeres, sin interés alguno, lleno de flores, jarrones, adornos y festones. Decoré la contratapa con el blasón de
Les Sauvages Nobles
y grabé debajo la palabra
Nocturnus,
tal como Diprose me había indicado. Las cuatro piedras las coloqué en las esquinas, como pequeñas gotas de sangre.
Cuando estuvo terminado, los tres nos reunimos alrededor del libro color vino, silenciosos y satisfechos.
—
Decamerón.
Boccaccio —leyó Peter en el lomo.
Las letras estaban perfectamente niveladas («Banta Biblia» había pasado a la historia), pero Peter no dijo nada de mi trabajo artesano.
Entregué el libro a Jack para que lo llevase hasta Holywell Street, junto con el mapa dibujado en el trozo de papel para que pudiese encontrar el camino de regreso. Se fue alrededor del mediodía, y yo pasé las horas siguientes limpiando el taller. Limpié minuciosamente las ventanas y las lámparas de aceite, y recuperé hasta la última pizca de polvo de oro para devolvérselo a Edwin Nightingale. Luego Lucinda y yo preparamos crepes para el té. A las cuatro de la tarde, Jack aún no había regresado.