Read La encuadernadora de libros prohibidos Online
Authors: Belinda Starling
Tags: #Histórico, Intriga
—Dipsy,
Kaffir
viene de una palabra de origen árabe,
Kaffir,
que significa «infiel». Tiene una sonoridad parecida al término xhosa
kafula,
que significa «sentarse encima», pero la palabra que utilizas está a un continente de distancia de lo que quieres decir. Si deseas emplear un término despectivo para describir a un hombre de color, al menos utiliza uno geográficamente correcto.
Sir Jocelyn estiró las piernas, dejando al descubierto unos calcetines de seda y unas zapatillas que también llevaban sus iniciales bordadas. Podía imaginar aquellas piernas abriéndose camino a través de pantanos infestados de cocodrilos y densas selvas. Lo veía aporreando a un tigre devorador de hombres mientras cantaba el aria de
Don Giovanni
y desollarlo con las manos desnudas para calmar su hambre. Podía representarme su poderoso cuerpo yaciendo a causa de la malaria o la disentería, aunque no por mucho tiempo.
De repente, se puso de pie.
—Señora Damage, usted es la persona indicada para lo que necesitamos. —Mis mejillas se sonrojaron hasta alcanzar el brillo rosado de la luz de su escritorio—. Lo adivinó su naricita impertinente. —Nunca nadie había llamado a mi nariz «impertinente». Sólo respingona—. Usted tiene una nariz discreta, y buena aptitud para los negocios. Y su precioso mentón indica que aprende rápido, que es creativa y espontánea sin dejar de ser prudente. Su frente me dice que tiene sentido del humor y que es bastante coqueta. Los rasgos dicen mucho, pero no se bastan a sí mismos. Lo importante es cómo se habitan esos rasgos, cómo se manifiestan sus cualidades en la vida real.
Recogió una carpeta encuadernada en piel, extrajo unos dibujos y me los entregó. Eran croquis, dibujados en carboncillo, de todas las encuadernaciones que yo había hecho para Diprose.
—¿Tenemos razón al asumir que fue usted quien hizo estos dibujos?
Asentí con la cabeza ya que mi boca estaba demasiado seca para hablar, a pesar del té.
—¿Y quién los grabó?
Me hubiera sido imposible mentir, aunque entonces no sabía si una mentira me salvaría. Volví a asentir, y finalmente logré articular:
—Jack hizo el armado.
—Claro, Jack. Ya volveremos a él. Pero ¿fue usted quien realizó el acabado?
—Sí, señor.
—Excelentes noticias. En la encuadernación, siempre surgen problemas cuando hay división del trabajo. Es como si la inteligencia se perdiese en la brecha entre el dibujante y el realizador. ¿Sería correcto afirmar, señora Damage, que usted brinda la misma atención a una encuadernación simple que a una compleja?
—Por supuesto, señor. Mis precios sólo varían en función del tamaño del libro y de la cantidad de oro utilizada.
—Desde luego. ¿Su padre era Archibald Brice, último en la estirpe de Encuadernaciones Brice, en Carnaby Street, muerto de enfermedad pulmonar el 28 de septiembre de 1854? ¿Y su madre era Georgina, muerta de cólera el 14 de septiembre de 1854? ¿Ningún hermano vivo? ¿Su esposo, Peter, fue aprendiz primero en Hammersmith, el taller de Falcon Riviere, y luego en el taller de su padre tras la muerte de Riviere? —Asentí—. ¿Se casaron en junio de 1854? ¿Peter recogió el testigo de la encuadernación y se instalaron en Lambeth en noviembre de 1854? ¿Padece reuma? ¿Ahora es inválido?
Asentí, una y otra vez.
—Supongo que estará tomando salicilatos, y probablemente quinina, también, pero no han funcionado —continuó—. Y seguramente habrán intentado otros maravillosos ungüentos, todos sin éxito. ¿Tiene síntomas de gota? ¿De ciática? ¿De pleuresía? ¿De nódulos en el periostio?
Yo ya había dejado de asentir, puesto que no sabía qué responder. Sir Jocelyn agitó el brazo, como desestimando cualquier comentario.
—Pero volvamos al tema —dijo—. Jack Tapster, aprendiz en vuestro taller desde diciembre de 1854, domiciliado en Howley Place, en Waterloo. ¿Algún problema con él?
Negué con la cabeza. Se sentó en el escritorio y cogió algo para añadir alguna observación a sus notas. No una pluma, sino un lápiz de oro con una gran joya colorida encastrada en el extremo.
—Gracias, señora Damage. Ya puede retirarse. Pronto nos pondremos en contacto con usted para comunicarle nuestras intenciones. Que tenga un buen día.
Dejé mi té, me puse de pie y ambos caballeros hicieron lo mismo, mientras yo caminaba hacia la puerta. Goodchild no apareció para abrirme. Detrás de mí, pude escuchar a Diprose volver en sí y pedirme que le esperase.
—Supongo que debo llevarla de vuelta a su casa —dijo, y me sostuvo la puerta mientras salíamos.
Nos dirigimos hacia la escalera y bajamos.
—Vaya, todo ha salido bastante bien, dadas las circunstancias —comentó.
—¿No debería haberme callado respecto a Peter y su reuma? —pregunté ansiosa—. Aparentemente, él ya lo sabía todo. No podría haberle mentido, ¿no? No como le mentí a usted al principio. ¿Debería haberlo hecho? Sabía que tendría que haberlo hecho...
—Vamos, vamos, querida. Usted no ha engañado a nadie. Sir Jocelyn le ha concedido la bendición de su visto bueno, y
malgré moi,
usted y yo no tenemos más opción que aceptarlo.
En ese momento hubiese querido saber por qué aquel hombre sentía tanta aversión hacia mí. No sabía si lo avergonzaba, si lo tentaba, si le repugnaba o si eran las tres cosas a la vez, pero por alguna razón relacionada con aquellos sentimientos, había decidido que yo no le gustaba.
Llamamos a otro taxi y volvimos a su comercio. Corrió el pestillo de las puertas trasera y delantera y reunió algunos manuscritos a su alrededor.
—Primero, el
Decamerón
de Boccaccio —dijo sosteniéndolo frente a mí, sin entregármelo, y yo pude sentir la acritud de su aliento—. Tiene algunas magníficas ilustraciones,
c'est-à-dire,
son del tipo más exuberante. —Hablaba agitadamente, sin mirarme a los ojos—. En la encuadernación, deberá plasmar su espíritu, no los detalles —suspiró, y agregó—: Esto la mantendrá muy ocupada. Tendré los primeros libros para usted en cuanto consiga traerlos de Ámsterdam.
Me sentía tan perturbada que no se me ocurrió preguntar por el paradero de los libros, si estaban disfrutando de las vistas y los deportes que ofrecía Ámsterdam, o si el propósito de todo esto era un simple negocio. Yo era muy inocente. Las cosas cambiarían mucho y muy rápido para mí.
—Tenga. También necesitará esto —me dijo entregándome un instrumento pesado, como una gran herramienta de encuadernación, o un sello.
Lo examiné con cuidado: parecía un escudo de armas. En el centro se veía un escudo, dividido en cuatro por dos cadenas cruzadas. En el cuadrante superior izquierdo había una daga; en el superior derecho, un clarín; en el inferior izquierdo, una gran hebilla como de cinturón; en el inferior derecho, un gallo cantando. El escudo estaba sostenido, a la izquierda, por un elefante rampante, a cuyos pies yacía un cañón con tres balas esperando ser cargadas, y a la derecha, por un sátiro, también rampante, apoyado contra una columna alrededor de la cual se enrollaba una serpiente. Sobre el escudo ardía un fuego en una chimenea en forma de castillo, con racimos de uvas colgando de ella. En medio del escudo serpenteaba una cinta con algo escrito, de forma ondulada e invertido, que yo no podía leer.
—¿El escudo de armas de Knightley? —pregunté.
—
Les Sauvages Nobles
—respondió Diprose, pero yo no lo comprendí—. La mayor parte de los libros llevarán este escudo en la contratapa, y ocasionalmente en la tapa, si el dibujo lo justifica. En el momento oportuno recibirá instrucciones al respecto.
—¿Y la paga?
—Señora Damage,
virtus post nummos!
Su insulto velado sólo consiguió envalentonarme.
—Señor Diprose, usted sabe que no tenemos medios para comprar el material necesario.
—Le enviaré algunas cosas para ayudarla —respondió irritado.
Luego se inclinó hacia mí y colocó sus manos sobre los muslos, para poder mirarme a los ojos.
—Dígame, muchacha, la definición de «discreción».
Tragué saliva.
—Prudencia —solté.
Pero pensé un poco más. Discreción viene del latín
discernere,
que significa percibir. La capacidad de «percibir». Mi madre, la institutriz, se deleitaba desafiándome con juegos de palabras como éste. Circunspección:
circumspecere,
mirar alrededor. Debería haber insistido más todavía. Podía escuchar su voz, pero ahora necesitaba encontrar mis propias palabras.
—Significa adoptar —tenía que tomármelo con calma— la conducta apropiada a cada situación. —Hice una pausa—. Lo que significa pecar de prudencia —añadí.
—Pues necesitaremos mucha prudencia —respondió—. La paga será generosa, una vez que haya demostrado discreción. Seguramente usted también necesita asegurarse que
je ferme ma bouche.
Qué simpático, ahora estamos guardando los secretos del otro. ¿Tenemos un
arrangement?
Asentí. Satisfecho, me cogió la mano, me ayudó a ponerme de pie y me entregó el Boccaccio. Comencé a avanzar hacia la puerta del local.
—No, señora Damage —dijo el señor Diprose—. A partir de ahora, deberá salir por la puerta trasera.
Lo miré inexpresiva.
—¿Teme a los fantasmas, señora Damage?
—¿Fantasmas?
¿Acaso estaba analizando mi entereza como miembro del sexo débil?
—Fantasmas —repitió—. Se dice que hay un fantasma en Holywell Street. ¿Me permite que la haga temblar un poco con la historia?
—Adelante, por favor —me quedé junto a la puerta trasera esperando el relato.
—Hace mucho tiempo, un muchacho al que llamaremos Joseph llegó proveniente del campo, digamos Lincolnshire, para ganarse la vida en la ciudad. Digamos que era impresor. Joseph fue abandonado una noche en la oscuridad de Holywell Street tras haber estado bebiendo con otros impresores, pero sabía que no estaba muy lejos de la calle principal, cerca del Strand. Caminó en una dirección, luego en otra, luego giró, giró una vez más, hasta encontrarse dando tumbos por callejones sinuosos. Pronto estuvo completamente perdido.
—¿ Qué fue lo que le sucedió ?
—Hay muchas teorías al respecto, pero nadie ha podido confirmarlo. Usted y yo sólo podemos imaginar la crueldad que yace en estos callejones irregulares. Nunca encontraron su cuerpo, y su espíritu no pudo alcanzar la libertad. Se dice que su fantasma todavía se aparece por Holywell Street, recorriendo las calles angostas, sin llegar nunca hasta el Strand, y volviendo constantemente al inicio de su periplo, donde vuelve a empezar. Pero usted, señora Damage, parece capaz de encontrar la salida.
Entonces dibujó un mapa de los callejones en un trozo de papel.
—Vaya por aquí, y luego doble aquí y aquí. Aparente seguridad, mantenga la cabeza gacha y camine rápido. —La ruta que me señalaba me llevaría hacia el espacio abierto del Strand, y no a Holywell Street—. Cuando regrese aquí, hágalo por este mismo camino.
En cachette.
Dé tres golpes en la puerta trasera. Es mejor así.
Al salir, corrí por los callejones como me había indicado, y por fortuna no me crucé con nadie, vivo ni muerto. Al llegar a casa, no le conté los pormenores de los eventos del día a Peter, sólo que el señor Diprose había decidido encomendarnos más libros. No quería ofuscar a Peter con los detalles, que ya me perturbaban a mí lo suficiente. Aquella noche soñé que me perseguían. No el larguirucho sir Jocelyn, ni el estirado Diprose, sino un maléfico y animado modelo de anatomía. Corría tras de mí entre los bancos y las prensas del taller, riéndose e insultándome a través de su cuello rosado. Al llegar a la puerta de la cocina, me volví y le hice frente. El modelo también se detenía y se calmaba, dejándome golpear su piel pintada, y yo metía las manos en sus órganos, que no eran fríos y duros sino blandos, tibios y húmedos. Yo reía mientras los tocaba, los sopesaba en mis manos y los sostenía a contraluz.
Conocer el funcionamiento interior, comprender lo que hay dentro, ver a través: a cambio, habría soportado el humo del puro, los hombres que miraban, las cabezas de animales y los caminos entre callejones. O al menos eso pensaba por aquellos días.
Habla cuando te hablen,
acude cuando te llamen,
cierra la puerta al salir,
y baja los ojos si estoy frente a ti.
Estimada señora Damage:
Esta selección de materiales no pretende remplazar su creatividad, cuya inteligencia e ingenuidad para seleccionar
couvertures
inusuales pero apropiadas ya ha sido advertida y apreciada. Dejo a usted la libre elección de utilizar seda, piel, pelo, plumas o
que voulez-vous.
Le ruego, sin embargo, que elija con cuidado. Al igual que determinados colores favorecen ciertos rostros, y que determinados tipos de sombreros convienen a diferentes formas de cabeza, usted debe también tener en cuenta qué tonos y estilos de encuadernación convienen a la naturaleza de cada libro. A veces necesitará las mejores encuadernaciones en cuanto a tono, textura y ejecución, para despertar e inducir una reacción primitiva
(c'est à dire,
carnal antes que cerebral). Otras veces, por el contrario, le encargaré las encuadernaciones más simples y discretas, que actúen como protección para la literatura más picara, para evitar que destaque en las estanterías ante los ojos no iniciados. Confío en que tenemos un acuerdo: es su responsabilidad, en cuanto encuadernadora, vestir los textos para mí, el bibliófilo, con el
habillé
adecuado, que aprenderá rápidamente a seleccionar.Por otra parte, debo mencionarle con cierto
ennui
que nuestra visita a Berkeley Square no pasó inadvertida a lady Knightley, quien trabaja con la ilusión de que las actividades de su marido no le son ajenas. Me ha enviado una nota pidiéndome conocer a la encuadernadora con tanta sensibilidad en los ojos y en las manos. Supongo que se trata de una invitación inocente que no tiene nada que ver con la celosa desconfianza que una mujer de baja alcurnia desplegaría por un esposo menos amante que el suyo, pero es evidente que usted es una mujer, y me permito sugerirle que sería
contra bonos mores
no responder lo más rápidamente posible a su invitación. Ella suele recibir los martes y jueves por la tarde. Sinceramente suyo,Charles Diprose
Adjuntos:
Cueros variados: 4 pieles de cerdo blanqueadas al alumbre, 1 piel de foca negra, 2 pieles de cocodrilo color granate, 2 pieles de serpiente grises y blancas, 4 pieles japonesas en relieve (2 de motivos florales, 2 de algas y criaturas marinas).
Sedas variadas, brocados de seda y satenes de seda.
Ojetes de oro, tamaños variados.
2 onzas de oro.