y uno aguantaba con la espalda al otro,
y el muro a todas ellas aguantaba.
Así los ciegos faltos de sustento,
piden limosna en días de indulgencia,
y la cabeza inclina uno sobre otro,
por despertar piedad más prontamente,
no sólo por el son de las palabras,
mas por la vista que no menos pide.
Y como el sol no llega hasta los ciegos,
lo mismo aquí a las sombras de las que hablo
no quería llegar la luz del cielo;
pues un alambre a todos les cosía
y horadaba los párpados, del modo
que al gavilán que nunca se está quieto.
Al andar, parecía que ultrajaba
a aquellos que sin venne yo veía;
por lo cual me volví al sabio maestro.
Él sabía que, aun mudo, deseaba
hablarle; y no esperando mi pregunta,
él me dijo: «Habla breve y claramente.»
Virgilio caminaba por la parte
de la cornisa en que caer se puede,
pues ninguna baranda la rodea;
por la otra parte estaban las devotas
sombras, que por su horrible cosedura
lloraban y mojaban sus mejillas.
Me volví a ellas y: «Oh, gentes confiadas
—yo comencé— de ver la luz suprema
que vuestro desear sólo procura,
así pronto la gracia os vuelva limpia
vuestra conciencia, tal que claramente
por ella baje de la mente el río,
decidme, pues será grato y amable,
si hay un alma latina entre vosotros,
que acaso útil le sea el conocerla.»
«Oh hermano todos somos ciudadanos
de una Ciudad auténtica; tú dices
que viviese en Italia peregrina.»
Esto creí escuchar como respuesta
un poco más allá de donde estaba,
por lo que procuré seguir oyendo.
Entre otras vi a una sombra que en su aspecto
esperaba; y si alguno dice "¿Cómo?",
alzaba la barbilla como un ciego.
«Alma que por subir te estás domando,
si eres —le dije— me respondiste,
haz que conozca tu nombre o tu patria.»
«Yo fui Sienesa —repuso— y con estos
otros enmiendo aquí la mala vida,
pidiendo a Aquél que nos conceda el verle.
No fui sabia, aunque Sapia me llamaron,
y fui con las desgracias de los otros
aún más feliz que con las dichas mías.
Y para que no creas que te miento,
oye si fui, como te digo, loca,
ya descendiendo el arco de mis años.
Mis paisanos estaban junto a Colle
cerca del campo de sus enemigos,
y yo pedía a Dios lo que El quería.
Vencidos y obligados a los pasos
amargos de la fuga, al yo saberlo,
gocé de una alegría incomparable,
tanto que arriba alcé atrevido el rostro
gritando a Dios: «De ahora no te temo»
como hace el mirlo con poca bonanza.
La paz quise con Dios ya en el extremo
de mi vivir; y por la penitencia
no estaría cumplida ya mi deuda,
si no me hubiese Piero Pettinaio
recordado en sus santas oraciones,
quien se apiadó de mí caritativo.
¿Tú quién eres, que nuestra condición
vas preguntando, con los ojos libres,
como yo creo, y respirando hablas?»
«Los ojos —dije acaso aquí me cierren,
mas poco tiempo, pues escasamente
he pecado de haber tenido envidia.
Mucho es mayor el miedo que suspende
mi alma del tormento de allí abajo,
que ya parece pesarme esa carga.»
Y ella me dijo: «¿Quién te ha conducido
entre nosotros, que volver esperas?»
Y yo: «Este que está aquí sin decir nada.
Vivo estoy; por lo cual puedes pedirrne,
espíritu elegido, si es preciso
que allí mueva por ti mis pies mortales.»
«Tan rara cosa de escuchar es ésta,
que es signo —dije,— de que Dios te ama;
con tus plegarias puedes ayudarme.
Y te suplico, por lo que más quieras,
que si pisas la tierra de Toscana,
que a mis parientes mi fama devuelvas.
Están entre los necios que ahora esperan
en Talamón, y allí más esperanzas
perderán que en la busca de la Diana.
Pero más perderán los almirantes.
«¿Quién es éste que sube nuestro monte
antes de que la muerte alas le diera,
y abre los ojos y los cierra a gusto?»
«No sé quién es, mas sé que no está sólo;
interrógale tú que estás más cerca,
y recíbelo bien, para que hable.»
Así dos, apoyado uno en el otro,
conversaban de mí a mano derecha;
luego los rostros, para hablar alzaron.
Y dijo uno: «Oh alma que ligada
al cuerpo todavía, al cielo marchas,
por caridad consuélanos y dinos
quién eres y de dónde, pues nos causas
con tu gracia tan grande maravilla,
cuanto pide una cosa inusitada.»
Y yo: «Se extiende en medio de Toscana
un riachuelo que nace en Falterona,
y no le sacian cien millas de curso.
junto a él este cuerpo me fue dado;
decir quién soy sería hablar en balde,
pues mi nombre es aún poco conocido.»
«Si he penetrado bien lo que me has dicho
con mi intelecto —me repuso entonces
el que dijo primero— hablas del Arno.»
Y el otro le repuso: «¿Por qué esconde
éste cuál es el nombre de aquel río,
cual hace el hombre con cosas horribles?»
y la sombra de aquello preguntada
así le replicó: «No sé, mas justo
es que perezca de tal valle el nombre;
porque desde su cuna, en que el macizo
del que es trunco el Peloro, tan preñado
está, que en pocos sitios le superan,
hasta el lugar aquel donde devuelve
lo que el sol ha secado en la marina,
de donde toman su caudal los ríos,
es la virtud enemiga de todos
y la huyen cual la bicha, o por desgracia
del sitio, o por mal uso que los mueve:
tanto han cambiado su naturaleza
los habitantes del mísero valle,
cual si hechizados por Circe estuvieran.
Entre cerdos, más dignos de bellotas
que de ningún otro alimento humano,
su pobre curso primero endereza.
Chuchos encuentra luego, en la bajada,
pero tienen más rabia que fiereza,
y desdeñosa de ellos tuerce el morro.
Va descendiendo; y cuanto más se acrece,
halla que lobos se hicieron los perros,
esa maldita y desgraciada fosa.
Bajando luego en más profundos cauces,
halla vulpejas llenas de artimañas,
que no temen las trampas que las cacen.
No callaré por más que éste me oiga;
y será al otro útil, si recuerda
lo que un veraz espíritu me ha dicho.
Yo veo a tu sobrino que se vuelve
cazador de los lobos en la orilla
del fiero río, y los espanta a todos.
Vende su carne todavía viva;
luego los mata como antigua fiera;
la vida a muchos, y él la honra se quita.
Sangriento sale de la triste selva;
y en tal modo la deja, que en mil años
no tomará a su estado floreciente.»
Como al anuncio de penosos males
se turba el rostro del que está escuchando
de cualquier parte que venga el peligro,
así yo vi turbar y entristecerse
a la otra alma, que vuelta estaba oyendo,
cuando hubo comprendido las palabras.
A una al oírla y a la otra al mirarla,
me dieron ganas de saber sus nombres,
e híceles suplicante mi pregunta;
por lo que el alma que me habló primero
volvió a decir: «Que condescienda quieres
y haga por ti lo que por mí tú no haces.
Mas porque quiere Dios que en ti se muestre
tanto su gracia, no seré tacaño;
y así sabrás que fui Guido del Duca.
Tan quemada de envidia fue mi sangre.
que si dichoso hubiese visto a alguno,
cubierto de livor me hubieras visto.
De mi simiente recojo tal grano;
¡Oh humano corazón, ¿por qué te vuelcas
en bienes que no admiten compañía?
Este es Rinieri, prez y mayor honra
de la casa de Cálboli, y ninguno
de sus virtudes es el heredero.
Y no sólo su sangre se ha privado,
entre el monte y el Po y el mar y el Reno,
del bien pedido a la verdad y al gozo;
pues están estos límites tan llenos
de plantas venenosas, que muy tarde,
aun labrando, serían arrancadas.
¿Dónde están Lizio, y Arrigo Mainardi,
Pier Traversaro y Guido de Carpigna?
¡Bastardos os hicisteis, romañoles!
¿Cuando renacerá un Fabbro en Bolonia?
¿cuando en Faenza un Bernardín de Fosco,
rama gentil aun de simiente humilde?
No te asombres, toscano, si es que lloro
cuando recuerdo, con Guido da Prata,
a Ugolin d'Azzo que vivió en Romagna,
Federico Tignoso y sus amigos,
a los de Traversara y Anartagi
(sin descendientes unos y los otros),
a damas y a galanes, las hazañas,
los afanes de amor y cortesía,
donde ya tan malvadas son las gentes.
¿Por qué no te esfumaste, oh Brettinoro,
cuando se hubo marchado tu familia,
y mucha gente por no ser perversa?
Bien hizo Bagnacaval, ya sin hijos;
e hizo mal Castrocaro, y peor Conio,
que tales condes en prohijar se empeña.
Bien harán los Pagan, cuando al fin pierdan
su demonio; si bien ya nunca puro
ha de quedar de aquellos el recuerdo.
Oh Ugolino dei Fantolín, seguro
está tu nombre y no se espera a nadie
que, corrompido, oscurecerlo pueda.
Y ahora vete, toscano, que deseo
más que hablarte, llorar; así la mente
nuestra conversación me ha obnubilado.»
Sabíamos que aquellas caras almas
nos oían andar, y así, callando,
hacían confiarnos del camino.
Nada más avanzar, ya los dos solos,
igual que un rayo que en el aire hiende,
se oyó una voz venir en contra nuestra:
«Que me mate el primero que me encuentre»;
y huyó como hace un trueno que se escapa,
si la nube de súbito se parte.
Apenas tregua tuvo nuestro oído,
y otra escuchamos con tan grande estrépito,
que pareció un tronar que al rayo sigue.
«Yo soy Aglauro, que tornóse en piedra»,
y por juntarme entonces al poeta,
un paso di hacia atrás, y no adelante.
Quieto ya el aire estaba en todas partes;
y me dijo: «Aquel debe ser el freno
que contenga en sus límites al hombre.
Pero mordéis el cebo, y el anzuelo
del antiguo adversario, y os atrapa;
y poco vale el freno y el reclamo.
El cielo os llama y gira en torno vuestro,
mostrando sus bellezas inmortales,
y poneis en la tierra la mirada;
y así os castiga quien todo conoce.»
Cuanto hay entre el final de la hora tercia
y el principio de día en esa esfera,
que al igual que un chiquillo juega siempre
tanto ya parecía que hacia el véspero
aún le faltaba al sol de su camino:
allí la tarde, aquí era medianoche.
En plena cara heríannos los rayos,
pues giramos el monte de tal forma,
que al ocaso derechos caminábamos,
cuando sentí en mi frente pesadumbre
de un resplandor mucho mayor que el de antes,
y me asombró tan extraño suceso;
por lo que alcé las manos por encima
de las cejas, haciéndome visera
que del exceso de luz nos protege.
Como cuando del agua o del espejo
el rayo salta a la parte contraria,
ascendiendo de un modo parecido
al que ha bajado, y es tan diferente
del caer de la piedra en igual caso,
como experiencia y arte lo demuestran;
así creí que la luz reflejada
por delante de mí me golpease;
y en apartarse fue rauda mi vista.
«¿Quién es, de quien no puedo, dulce padre,
la vista resguardar, por más que hago,
y parece venir hacia nosotros?»
«Si celestial familia aún te deslumbra
—respondió— no te asombres: mensajero
es que viene a invitar a que subamos.
Dentro de poco el mirar estas cosas
no será grave, mas será gozoso
cuanto natura dispuso que sientas.»
Cuando cerca del ángel estuvimos
«Entrad aquí —nos dijo dulcemente—
donde hay una escalera menos dura.»
Subíamos, dejando el sitio aquel
y cantar "Beati misericordes"
escuchamos, y "Goza tú que vences"
Mi maestro y yo solos caminábamos
hacia la altura; y yo al andar pensaba
sacar de su palabra algún provecho;
y a él me dirigí y le pregunté:
«¿Qué ha querido decir el de Romaña.
con bienes que no admiten compañía?»
Y él contestó: «De su mayor defecto
conoce el daño, así que no te admires
si es reprendido por que más no llore.
Porque si vuestro anhelo se dirige
a lo que compartido disminuye,
hace la envidia que suspire el fuelle.
Mas si el amor de la esfera suprema
los deseos volviera hacia lo alto,
tal temor no tendría vuestro pecho;
pues, cuanto más allí se dice "nuestro",
tanto del bien disfruta cada uno,
y más amor aún arde en ese claustro.»
«Estoy de estar contento más ayuno
—dije— que si no hubiera preguntado,
y aún más dudas me asaltan en la mente.
¿Cómo puede algún bien, distribuido
en muchos poseedores, aún más ricos
hacer de él, que si pocos lo tuvieran?»
Y aquel me contestó: «Como no pones
la mente más que en cosas terrenales,
sacas tinieblas de luz verdadera.
Ese bien inefable e infinito