Nuestra virtud que cae tan prontamente
no ponga a prueba el antiguo enemigo,
mas líbranos de aquel que así la hostiga.
Esta última plegaria, amado Dueño.
no se hace por nosotros, ni hace falta,
mas por aquellos que detrás quedaron.»
Para ellas y nosotros buen camino
pidiendo andaban esas sombras, bajo
un peso igual al que a veces se sueña,
angustiadas en formas desiguales
y en la primera cornisa cansadas,
purgando las calígines del mundo.
Si allí bien piden siempre por nosotros,
¿aquí qué hacer y qué pedir podrían
los que en Dios han echado sus raíces?
Debemos ayudarles a lavarse
las manchas, tal que puros y ligeros
puedan ganar las estrelladas ruedas.
«Ah, la justicia y la Piedad os libren
pronto, tal que podáis mover las alas,
que os conduzcan según vuestros deseos:
mostradnos por qué parte a la escalera
más rápido se va; y, si hay más caminos,
enseñadnos aquel menos pendiente;
pues a quien me acompaña, por la carga
de la carne de Adán con que se viste,
contra su voluntad, subir le cuesta.»
Las palabras que respondieron a éstas
que había dicho aquel que yo seguía,
de quién vinieran no lo supe; pero
dijeron: «Por la orilla a la derecha
veniros, y hallaremos algún paso
que lo pueda subir un hombre vivo.
Y si no fuese un estorbo la piedra
que mi cerviz soberbia doma, y tengo
por esto que llevar el rostro gacho,
a aquel que vive aún y no se nombra,
miraría por ver si lo conozco,
para hacer que este peso compadezca.
Latino fui, de un gran toscano hijo:
Giuglielrno Aldobrandeschi fue mi padre;
no sé si conocéis el nombre suyo.
La sangre antigua y las gloriosas obras
de mis mayores, arrogancia tanta
me dieron, que ignorando a nuestra madre
común, todos los hombres despreciaba
y por ello morí; sábenlo en Siena,
y en Campagnático todos los niños.
Soy Omberto; y no sólo la soberbia
me dañó a mí—, que a todos mis parientes
ha arrastrado consigo a la desgracia.
Y aquí es preciso que este peso lleve
por ella, hasta que Dios se satisfaga:
Pues no lo hice de vivo, lo hago muerto.»
Incliné al escucharle la cabeza;
y uno de ellos, no aquel que había hablado,
se volvió bajo el peso que llevaba,
y me llamó al mirarme y conocerme,
con los ojos fijados con gran pena,
pues andaba inclinado junto a ellos.
«Oh —yo le dije— ¿No eres Oderisi,
honra de Gubbio, y honra de aquel arte
que se llama en París iluminar?»
«Hermano —dijo— ríen más las cartas
que ahora ilumina Franco, el de Bolonia;
suyo es todo el honor, y en parte, mío.
No hubiera sido yo tan generoso
mientras vivía, por el gran deseo
de superar a todos que albergaba.
De tal soberbia pago aquí la pena;
y aun no estaría aquí de no haber sido
que, pudiendo pecar, volvíme a Dios.
¡Oh, vana gloria del poder humano!
¡qué poco dura el verde de la cumbre,
si no le sigue un tiempo decadente!
Creisteis que en pintura Cimabue
tuviese el campo, y es de Giotto ahora,
y la fama de aquel ha oscurecido.
Igual un Guido al otro le arrebata
la gloria de la lengua; y nació acaso
el que arroje del nido a uno y a otro.
No es el ruido mundano más que un soplo
de viento, ahora de un lado, ahora del otro,
y muda el nombre como cambia el rumbo.
¿Qué fama has de tener, si viejo apartas
de ti la carne, como si murieras
antes de abandonar el sonajero,
cuando pasen mil años? Pues es corto
ese espacio en lo eterno, más que un guiño
en el más tardo giro de los cielos.
Aquel que va delante tan despacio
de mí, en Toscana entera era famoso;
y de él en Siena apenas cuchichean,
en donde era señor cuando abatieron
la rabia florentina, que soberbia
fue en aquel tiempo tal como ahora es puta.
Color de hierba es vuestra nombradía,
que viene y va, y el mismo la marchita
que la hace brotar verde de la tierra.»
Y yo le dije: «Tu verdad me empuja
a la humildad, y abate mi soberbia;
pero quién es aquel de quien hablabas?»
«Es —respondió— Provenzano Salviati:
y está aquí porque tuvo pretensiones
de llevar Siena entera entre sus manos.
Anduvo así y aún anda, sin descanso,
desde su muerte: tal moneda paga
aquel que en vida a demasiado aspira.»
Y yo: «Si aquel espíritu que deja
arrepentirse al fin de su existencia,
queda abajo y no sube sin la ayuda
de una buena oración, antes que pase
un tiempo semejante al que ha vivido,
¿Cómo le consintieron que viniese?»
«Cuando vivía más glorioso —dijo—,
en la plaza de Siena libremente
vencida su vergüenza, se plantó
y allí para salvar a cierto amigo,
en la prisión de Carlos condenado,
de tal modo actuó que tembló entero.
Más no diré y oscuro sé que hablo;
pero dentro de poco, tus vecinos
harán de modo que glosarlo puedas.
Esta acción le sacó de esos confines.»
A la par, como bueyes en la yunta,
con el alma cargada caminaba,
mientras lo consintió mi pedagogo.
Mas cuando dijo: «Déjale y avanza;
que es menester que con alas y remos
empuje su navío cada uno»,
enderecé, cual para andar conviene
el cuerpo todo, mas los pensamientos
se me quedaron sencillos y humildes.
Me puse a andar, y seguía con gusto
los pasos del maestro, y ambos dos
de ligereza hacíamos alarde;
y él dijo: «vuelve al suelo la mirada,
pues para caminar seguro es bueno
ver el lugar donde las plantas pones».
Como, para dejar memoria de ellos,
sobre las tumbas en tierra excavadas
está escrito quién era cuando vivo,
y de nuevo se llora muchas veces
por el aguijoneo del recuerdo,
que tan sólo espolea a los piadosos;
con mayor semejanza, pues tal era
el artificio, lleno de figuras
vi aquel camino que en el monte avanza.
Veía a aquél que noble fue creado
más que criatura alguna, de los cielos
como un rayo caer, por una parte.
Veía a Briareo, que yacía
en otra, de celeste flecha herido,
por su hielo mortal grave a la tierra.
Veía a Marte, a Palas y a Timbreo,
aún armados en tomo de su padre,
mirando a los Gigantes desmembrados.
Veía al pie, a Nemrot, de la gran obra
ya casi enloquecido, contemplando
los que en Senar con él fueron soberbios.
¡Oh Niobe, con qué dolientes ojos
te veía grabada en el sendero,
entre tus muertos siete y siete hijos!
¡Oh Saúl, cómo con la propia espada
en Gelboé ya muerto aparecías,
que no sentiste lluvia ni rocío!
Oh loca Aracne, así pude mirarte
ya medio araña, triste entre los restos
de la obra que por tu mal hiciste.
Oh Roboán, no parece que asuste
aquí tu efigie; mas lleno de espanto
le lleva un carro, sin que le eche nadie.
Mostraba aún el duro pavimento
como Alcmeón a su madre hizo caro
aquel adorno tan desventurado.
Mostraba cómo se lanzaron sobre
Senaquerib sus hijos en el templo,
y cómo, muerto, allí lo abandonaron.
Mostraba el crudo ejemplo y la ruina
que hizo Tamiris cuando dijo a Ciro:
«tuviste sed de sangre y te doy sangre».
Mostraba cómo huyeron derrotados,
tras morir Holofernes, los asirios,
y también de su muerte los despojos.
Veía a Troya en ruinas y en cenizas;
¡oh Ilión, cuán abatida y despreciable
mostrábate el relieve que veíal
¿Qué pincel o buril allí trazara
las sombras y los rasgos, que admirarse
harían a cualquier sutil ingenio?
Muertos tal muertos, vivos como vivos:
no vio mejor que yo quien vio de veras,
cuanto pisaba, al ir mirando el suelo.
¡Ah, caminad soberbios y altaneros,
hijos de Eva, y no inclinéis el rostro
para poder mirar el mal camino!
Mas al monte la vuelta habíamos dado,
y su camino el sol más recorrido
de lo que mi alma absorta calculaba,
cuando el que atento siempre caminaba
delante, dijo: «Alza la cabeza,
ya no hay más tiempo para ir tan absorto.
Mira un ángel allí que se apresura
por venir a nosotros; ve que vuelve
la esclava sexta del diario oficio.
De reverencia adorna rostro y porte,
para que guste arriba conducirnos;
piensa que ya este día nunca vuelve.»
Acostumbrado estaba a sus mandatos
de no perder el tiempo, así que en esa
materia no me hablaba oscuramente.
El bello ser, de blanco, se acercaba,
con el rostro cual suele aparecer
tremolando la estrella matutina.
Abrió los brazos, y después las alas;
dijo: «Venid, cercanos los peldaños
están y ya se sube fácilmente.
Muy pocos a esta invitación alcanzan:
oh humanos que nacisteis a altos vuelos,
¿cómo un poco de viento os echa a tierra?»
A la roca cortada nos condujo;
allí batió las alas por mi frente,
y prometió ya la marcha segura.
Como al subir al monte, a la derecha,
en donde está la iglesia que domina
la bien guiada sobre el Rubaconte,
del subir se interrumpe la fatiga
por escalones que se construyeron
cuando sumario y pesas eran ciertos;
tal se suaviza aquella ladera
que cae a plomo del otro repecho;
mas rozando la piedra a un lado y otro.
Al dirigirnos por ese camino
Beati pauperes spiritu, de un modo
inefable cantaban unas voces.
Ah qué distintos eran estos pasos
de aquellos del infierno: aquí con cantos
se entra y allí con feroces lamentos.
Por los santos peldaños ya subíarnos
y bastante más leve me encontraba,
de lo que en la llanura parecía.
Por lo que yo: «Maestro ¿qué pesada
carga me han levantado, que ninguna
fatiga casi tengo caminando?»
Él respondió: «Cuando las P que quedan
aún en tu rostro a punto de borrarse,
estén, como una de ellas, apagadas,
tan vencidos los pies de tus deseos
estarán, que no sólo sin fatiga,
sino con gozo arriba han de llevarte.»
Entonces hice como los que llevan
en la cabeza un algo que no saben,
y sospechan por gestos de los otros;
y por lo cual se ayudan con la mano,
que busca y halla y cumple así el oficio
que no pudiera hacerlo con la vista;
extendiendo los dedos de la diestra,
sólo encontré seis letras, que en mi frente
el de la llave habíame grabado:
y viendo esto sonrió mi guía.
Llegarnos al final de la escalera,
donde por vez segunda se recoge
el monte, que subiendo purifica.
Allí del núsmo modo una cornisa,
igual que la primera, lo rodea;
sólo que el giro se completa antes.
No había sombras ni señales de ellas:
liso el camino y lisa la muralla,
del lívido color de los roquedos.
«Si, para preguntar, gente esperarnos
—me decía el poeta— mucho temo
que se retrase nuestra decisión.»
Luego en el sol clavó los ojos fijos;
de su diestra hizo centro al movimiento,
y se volvió después hacia la izquierda.
«Oh dulce luz en quien confiado entro
por el nuevo camino, llévanos
—decía— cual requiere este paraje.
Tú calientas el mundo, y sobre él luces:
si otra razón lo contrario no manda,
serán siempre tus rayos nuestro guía.»
Cuanto por una milla aquí se cuenta,
tanto en aquella parte caminamos
al poco, pues las ganas acuciaban;
y sentimos volar hacia nosotros
espíritus sin verlos, que invitaban
cortésmente a la mesa del amor.
La voz primera que pasó volando
"Vinum non habent" dijo claramente,
y tras nosotros lo iba repitiendo.
Y aún antes de perderse por completo
al alejarse, otra: «Soy Orestes»
pasó gritando igual sin detenerse.
Yo dije: «Oh padre ¿qué voces son éstas?»
Y escuché al preguntarlo una tercera
diciendo: «Amad a quien el mal os hizo.»
Y el buen maestro «Azota esta cornisa
la culpa de la envidia, mas dirige
la caridad las cuerdas del flagelo.
Su freno quiere ser la voz contraria:
y podrás escucharla, según creo,
antes que el paso del perdón alcances.
Mas con fijeza mira, y verás gente
que está sentada enfrente de nosotros,
apoyada a lo largo de la roca.»
Abrí entonces los ojos más que antes;
miré delante y sombras vi con mantos
del color de la piedra no distintos.
Y al haber avanzado un poco más,
oí gritar: «María, por nosotros
ruega» y «Miguel» y «Pedro» y «Santos todos».
No creo que ahora existe por la tierra
hombre tan duro, a quien no le moviese
a compasión lo que después yo vi;
pues cuando estuve tan cercano de ellos
que sus gestos veía claramente,
grave dolor me vino por los ojos.
De cilicio cubiertos parecían