Authors: Gonzalo Giner
Ferdinand se levantó, profundamente impresionado por la historia contada por Sara. Sin poder resistirse se dejó llevar por una fuerza inexplicable que le atraía hacia ella. Cogió con suma delicadeza el medallón entre sus manos y lo besó con respeto.
Sara le miró con afecto e instintivamente extendió una mano para acariciar sus cabellos. Algo muy especial que emanaba de aquel hombre la empujaba a abrir su corazón y hacerle partícipe de sus más íntimos temores.
—Cuando te vi aparecer por la puerta de mi pequeño oratorio me invadió un gran temor. En un primer momento no fue la muerte lo que más me inquietó. Lo que realmente me estremeció fue imaginar que el medallón pudiese acabar en manos ajenas. Mi sagrado deber en la vida consiste en proteger y transmitir a mis herederos este medallón. He tenido que vivir estos años con el tormento de no haber conseguido descendencia todavía, ya que mi marido no logró dejarme encinta en nuestros años de matrimonio. Desde su muerte —añadió—, y una vez que le hube guardado el luto debido, he vivido obsesionada por encontrar un nuevo hombre que me pudiera dar un hijo que portase el sagrado medallón. Los pocos con los que he logrado intimar se arredran en cuanto saben que soy viuda. Para la mentalidad del varón hebreo soy una mujer usada, que ha sido de otro, y eso suscita en ellos un tremendo rechazo. Además, sé que no puedo retrasarlo mucho más, pues ya voy para los treinta y dos años, y, de no conseguirlo ahora, me arriesgo a agotar mi edad fértil. Por añadidura, la ley familiar me obliga a cruzar mi sangre únicamente con sangre judía.
—Eres una mujer muy hermosa y todavía muy joven. No tendrás problemas para encontrar varón —quiso tranquilizarla Ferdinand, que no podía entender cómo no tenía ya docenas de pretendientes a su alrededor.
—Puede ser. Pero, tras vuestra cruenta entrada en Jerusalén, ahora tendré que buscarlo fuera, pues aquí no ha quedado ni un solo judío, sólo cruzados.
La mujer se acercó más a él. Clavó sus ojos en los suyos y continuó:
—Ferdinand, después de conocerte mejor sé que eres hombre de honor, temeroso también de Dios. —Le acarició una mejilla—. Me has salvado de una muerte segura y también has sabido respetarme como mujer. Sé que puedo confiarte todos mis secretos, pues sabrás guardarlos en tu corazón sin revelarlos jamás a nadie.
Ferdinand respondió a la caricia de Sara poniendo sus manos sobre las suyas, mientras seguía escuchando.
—Espero que atiendas con la misma generosidad lo que te tengo que pedir ahora. Necesito tu ayuda para huir de Jerusalén. No puedo permanecer escondida aquí y podría ponerte en un aprieto si llegasen a encontrarnos juntos. Tengo unos amigos en Telem, en una pequeña población al oeste de Hebron. Si pudiéramos llegar hasta allí me acogerían en su casa y podría empezar una nueva vida.
Ferdinand, que seguía sujetando sus manos entre las suyas, las besó con decisión y con voz solemne contestó:
—Como caballero, juro ante Dios y en tu presencia que adquiero delante de ambos el inquebrantable compromiso de ponerte a salvo en la ciudad que tú me ordenes. Mañana mismo partiremos al alba hacia Hebrón. Te procuraré ropa adecuada y una armadura para disfrazarte de caballero. De ese modo creo que podremos eludir la vigilancia y, salvado el peligro, nada nos detendrá hasta llegar a Telem.
Al oír sus palabras Sara no pudo contener la emoción ante el generoso gesto de Ferdinand y comenzó a llorar de alegría.
Ferdinand se levantó y con paso decidido salió de la habitación, para abandonar el palacio y buscar vestimentas adecuadas para Sara.
El frescor de la noche le ayudó a despejar sus pensamientos y tras meditar unos instantes se encaminó hacia una de las tiendas levantadas esa misma tarde, donde se guardaba el armamento de los cruzados.
Sara se acostó en su dormitorio de la planta alta. Permaneció despierta bastante rato sin lograr dormir. Intranquila, entre las sábanas, trataba de imaginar qué le depararía el futuro. Aunque habían pasado pocos días, Ferdinand se había ganado su confianza, pero aun así le asaltaba la duda de si habría obrado correctamente contándole la historia del medallón. Pasado un buen rato cayó profundamente dormida.
Una hora más tarde Ferdinand volvía al palacio con todo el material que había encontrado. Tras dejarlo a buen recaudo, se echó sin desvestirse en el dormitorio principal intentando también dormir un rato.
—¡Sara!, ¡Sara...! Es hora de ponernos en marcha.
Ella frotó sus ojos hasta recobrar la visión. Vio que parecía muy cansado.
—¿Has dormido algo? —le preguntó.
—Bueno, la verdad es que he descansado muy poco, pero no importa. Aquí te dejo ropa, armadura y escudo. Creo que te pueden valer. Mientras, prepararé los caballos. Si tienes alguna dificultad con la armadura, avísame para ayudarte.
Sara comenzó a vestirse con rapidez. Al enfundarse la malla vio que le quedaba demasiado ceñida. Las caderas se le marcaban bastante, aunque con la ayuda de la larga camisola blanca y la armadura quedarían bastante ocultas. Se recogió el pelo con un hilo trenzado de seda, y se colocó por encima una funda de lana que ocultaba completamente sus largos cabellos. Comenzó a atarse las correas de la armadura. Pero no lo consiguió. Se calzó unas botas negras de cuero y se ajustó a la cadera el grueso cinturón con la espada. Agarró finalmente el escudo y el casco, y comenzó a bajar pesadamente los escalones hasta la planta baja, en busca de Ferdinand.
Le encontró en el patio, sujetando por los bocados a dos caballos negros ya ensillados y preparados para partir.
—¡Válgame el cielo, cualquiera diría que debajo de este uniforme de caballero cruzado se oculta el cuerpo de una dama! ¡Perfecto! Nadie descubrirá la verdad de lo que esconde.
Sara sonrió complacida y le pidió su ayuda para terminar de fijarse la armadura. Una vez que Ferdinand acabó de apretar las correas entre las protestas de ella porque casi no le permitían respirar, la ayudó a montar en el caballo. Partieron por la puerta trasera del patio, hacia un descampado que les llevaba en línea recta a la puerta sur de la ciudad.
Mientras se dirigían hacia ella, Sara le reveló el lugar donde hallaría dos cofres llenos de monedas de oro y joyas que guardaba escondidos en el palacio. No quería que pudieran caer en otras manos, y aunque Ferdinand le expresó sus reservas, ella insistió hasta convencerle y hacerle jurar que los haría suyos en cuanto volviera a la ciudad. Ferdinand terminó prometiéndole que los llevaría con él a su vuelta a Troyes. Según le contó, procedían de los abultados beneficios que su difunto marido había acumulado con los años gracias a su lucrativa profesión. Sara le aseguró que contenían la suficiente riqueza para poder vivir con toda comodidad al menos una o dos generaciones.
Cruzaron las puertas sin dificultad, pues los vigilantes reconocieron al afamado senescal Ferdinand y dieron por buena la justificación de su salida junto a su escudero para visitar la vecina ciudad de Belén, arrebatada ya a los infieles. Se alejaron de las murallas al galope, en dirección sur, bordeando la ciudad de Belén. Tras superar un escarpado puerto que retrasó su marcha, se dirigieron hacia Hebrón, a donde esperaban llegar a mediodía.
Al cabo de un largo trecho sin parar de galopar, Sara, poco acostumbrada a montar, pidió descansar unos minutos, tras dejar atrás la aldea de Halhul, para beber en una fuente que se encontraba cerca del camino.
Ferdinand atendió su petición y ayudó a Sara a bajar del caballo. El peso de la coraza y de su espada casi no la dejaban moverse. Ella se acercó hasta la fuente y se sentó en una roca para descansar. Se desabrochó el cinturón que sujetaba la espada y lo dejó caer al suelo con alivio. También se despojó del casco y estiró con placer las piernas, sintiendo los cálidos rayos del sol sobre sus mejillas.
Mientras, Ferdinand sacaba agua de la fuente sirviéndose de un pequeño cántaro que colgaba del mismo pozo.
De espaldas a Sara había un cerrado bosque de encinas donde se ocultaban dos soldados egipcios agazapados tras unos altos matorrales. Sara estaba inspirando una larga bocanada de aire fresco cuando un agudo dolor atravesó su espalda derribándola al suelo. Gritó para avisar a Ferdinand justo en el momento en que otra flecha pasaba rozándole un brazo. Ferdinand corrió hacia ella y vio que sangraba profusamente por un costado. Alzó la vista y se lanzó con decisión hacia los dos soldados, que habían abandonado ya sus posiciones y que iban corriendo a su encuentro.
La espada de Ferdinand cortó de un tajo el brazo del primero y se hundió en el estómago del otro, que cayó pesadamente al suelo, herido de muerte.
Ferdinand atacó nuevamente al manco, que había quedado tendido en el suelo, absorto en la visión del chorro intermitente de sangre que manaba de su miembro amputado. El senescal le asestó un terrible golpe en la cabeza. El hueso del cráneo del infiel se partió en dos como si se tratara de una naranja.
Ferdinand, completamente horrorizado, se arrodilló ante Sara, comprobando que la flecha le había atravesado el pecho y que su punta asomaba por la espalda. Comprendió que la herida era de muerte.
Sara, reposando entre sus brazos, entendió la gravedad de su herida al ver la expresión de sus ojos.
—No ha podido ser, mi señor. Mi final está ya cerca.
Una dolorosa tos le hizo dejar de hablar. Ferdinand veía entre lágrimas cómo la sangre no cesaba de brotar de su costado.
—¿Qué deseas que haga, Sara? —preguntó Ferdinand.
Con extrema dificultad Sara contestó:
—Sólo dos cosas, las últimas que deseo pedirte. Primero, que tomes mi medallón y lo cuelgues de tu cuello. Que pase, de ahora en adelante y de generación en generación, por tu linaje. Debes prometerme que nunca revelarás su origen a nadie ajeno a tu sangre y a tu descendencia. No estará ya en la mía, pero tu nobleza te hace digno portador de este sagrado objeto. Lo segundo... —volvió a quedarse sin voz durante unos segundos— es que ofrezcas una oración a mi Dios cuando muera.
La mirada de Sara empezaba a mostrar su inminente final. Ferdinand acercó sus labios a los suyos y los besó durante largo rato. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas y caían sobre la cara de la mujer. Cuando se separó de ella, ya había muerto. Lloró amargamente ante el cuerpo de Sara durante horas, sin tener noción del paso del tiempo, inmóvil ante ella. Cuando despertó de su dolor buscó el medallón entre sus ropas y lo desabrochó con cuidado. Limpió los restos de sangre que lo manchaban y se lo colgó del cuello, escondiéndolo bajo su ropa.
Cavó allí mismo, con la espada, una tumba. Depositó su cuerpo y lo tapó con arena primero y con un montón de piedras después. Se irguió frente a la improvisada tumba. Miró a un cielo que ya empezaba a ocultar el sol y se teñía con una infinita gama de naranjas y ocres. Sujetó el medallón en su mano derecha y exclamó en voz alta:
—Oh, Dios, padre de Abraham, de Isaac y de Jacob, con los que sellaste tu santa alianza. Mira con amor a tu hija Sara, que ha sido fiel portadora del símbolo del sacrificio del hombre. Acógela en tu reino para que goce de tu presencia y de la de sus antecesores. Dame, Dios mío, la fortaleza y la dignidad para ser fiel merecedor de tan alto honor. Asimismo, te pido que sepas guiarme en esta trascendente misión. —Inspiró profundamente y prosiguió—: ¡Yo, Ferdinand de Subignac, ante tu presencia y en esta tierra santa regada con la sangre de tu sierva, juro que este medallón no caerá nunca en manos de tus enemigos, ni por mi culpa ni por la de mis descendientes!
Agarrando la espada la clavó con fuerza en el suelo mientras concluía su parlamento:
—¡Que así sea, por tu santa voluntad!
En ese momento un fuerte trueno resonó en Jerusalén. Todos miraron el cielo, extrañados, pues no se veía nube alguna. Algunos afirmaron que había sido obra de Dios.
Segovia. Año 2001
El termómetro del coche señalaba una temperatura exterior de dos grados bajo cero nada más atravesar el túnel de Guadarrama.
Una hora antes Fernando Luengo había recogido a Mónica en su domicilio de Madrid. Quedaron a las nueve en punto para poder llegar a Segovia a media mañana y localizar al misterioso remitente del extraño paquete que Fernando había recibido unos días atrás.
Con el motor en marcha y en segunda fila, Fernando miró el reloj, extrañado de lo que estaba tardando Mónica. Eran las nueve y cuarto cuando la puerta del coche se abrió y entró enfundada en un chaquetón de piel vuelta.
—Buenos días, Mónica. ¿Preparada para pasar un día de intriga?
Luciendo una amplia sonrisa, Mónica contestó sin titubear:
—Dispuesta a descubrir el misterio del paquete segoviano, mi querido Holmes. —Sonrió feliz.
—Pues le aconsejo, mi querido Watson, que se quite el abrigo antes de acomodarse. La calefacción de este coche es muy eficaz y de no hacerlo, la veo sudando a mares y en pocos segundos.
Mientras ella dejaba el abrigo en el asiento trasero, Fernando seleccionó el
Concierto para dos violines
de Johann Sebastian Bach. Encajaba perfectamente con la oscura y fría mañana. Con las primeras notas Mónica, una vez sentada en la confortable tapicería de cuero, se ajustaba el cinturón de seguridad.
Fernando observaba sus movimientos.
Había elegido unos ceñidos pantalones vaqueros y un jersey de cuello vuelto de color cereza, en previsión del frío que podía hacer en Segovia. Llevaba el pelo recogido en una coleta, lo que realzaba su ya de por sí estilizado cuello.
—¡Espero que no me interpretes mal si te digo que hoy te encuentro más guapa que nunca! —comentó Fernando después de observarla de arriba abajo.
Ella se volvió hacia él un poco ruborizada.
—Gracias, Fernando, eres muy amable.
Sin apenas tráfico tomaron dirección Segovia y enfilaron a gran velocidad la carretera de La Coruña. La tensión, por lo inhabitual de estar a solas tanto tiempo, hizo que no abundase la conversación entre ellos durante un buen rato. Sus prolongados silencios, acompañados de la relajante música, favorecían que cada uno navegase por el interior de sus pensamientos. Mónica se sentía feliz sentada en ese coche. A sus veintiocho años había conseguido trabajar en aquello que tanto había deseado —incluso desde que era muy joven—, y eso la hacía sentirse bien consigo misma. Pero también veía que había sacrificado mucho para ser gemóloga y, realmente, para todo lo que había hecho en su vida. Desde muy pequeña, sus padres siempre le habían exigido ser la mejor en todo. «Inaceptable» era la única respuesta a la mera posibilidad de sacar una nota inferior a sobresaliente. Tras memorizar todo lo que el colegio exigía, ella seguía ampliando, en otros libros, sus conocimientos, para que «nadie te haga nunca sombra» le repetían en casa. Eso había supuesto, durante su infancia y adolescencia, tener que renunciar a las diversiones de los chicos y chicas de su edad y consumir todos sus días y fines de semana frente a una mesa de estudio. Finalmente, había conseguido sus objetivos, y entonces empezó a darse cuenta de las muchas cosas que se había dejado en el camino. Ahora que deseaba recuperar todo lo que se había perdido, veía que le faltaban los amigos con quien compartirlo, la maravillosa experiencia del amor y la presencia de una hermana o de un hermano a quien confiar problemas y alegrías. Entonces descubrió a Fernando y con él aquellos sentimientos que tanto había deseado.