La cuarta alianza (8 page)

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Authors: Gonzalo Giner

BOOK: La cuarta alianza
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En ese instante pensó que, gracias a la ayuda de Dios y a la entrega de tantos y tan buenos hombres, la misión de la Santa Cruzada se podía dar por cumplida, liberados ya los Santos Lugares para los millones de almas que, desde toda la cristiandad, podrían volver a visitarlos.

En pocos minutos el sepulcro se llenó de cruzados deseosos de contemplar y adorar el lugar donde el Hijo de Dios había reposado en muerte hacía mil años.

Ese día Godofredo, por unanimidad de los nobles francos y a las puertas del Santo Sepulcro, fue nombrado primer rey de Jerusalén. Ya había terminado la conquista y necesitaban una cabeza visible que dirigiese la posterior ocupación de toda Tierra Santa.

Godofredo aceptó agradecido el honor, pero rectificó el título delante de todos sus amigos:

—¡No deseo exhibir corona ni ser merecedor de otros honores! No debo ser nombrado rey de Jerusalén en el mismo lugar donde Cristo llevó una corona de espinas y donde fue crucificado con ese mismo título. No soy digno de él. Por ello, acepto dirigir el destino de los nuevos habitantes de esta ciudad pero con el título de «Defensor del Santo Sepulcro».

La primera orden de Godofredo como tal fue convocar una solemne misa para el día siguiente, 16 de julio, al mediodía, en la Santa Basílica, de ese modo, todos podrían descansar durante el resto de ese agotador día en sus nuevas posesiones o visitar otros lugares históricos de la ciudad.

Ferdinand decidió volver a su nuevo palacio y rechazó la invitación de Raimundo para visitar juntos la mezquita de al-Aqsa. Deseaba poder comer algo caliente y hablar con esa misteriosa mujer que ahora estaba a su servicio. Empezaba a caer la noche.

Despidió al vigilante que permanecía en la puerta y, asegurándose de que quedaba bien atrancada, se dirigió hacia la cocina, desde donde parecía surgir el único ruido que quebraba el quieto silencio de aquel palacio. Al entrar, encontró a la mujer, sentada frente a una robusta mesa de madera, con la cabeza gacha y los brazos apoyados sobre ella, en clara actitud de espera. Sobresaltada ante su presencia, Sara se incorporó, levantó la vista hacia él un instante y con gesto sumiso bajó la cabeza, manteniéndose así durante toda la conversación.

—Buenas noches, mi señor. Durante tu ausencia te he preparado la cena. Si lo deseas puedes sentarte en el comedor.

Sara se dirigió hacia el fuego para remover el contenido de una olla de cobre que recogía el calor de la lumbre.

—Antes desearía beber algo de vino.

Ferdinand se desprendió de la malla de hierro y de la pesada espada, las dejó encima de la mesa y buscó asiento para su descanso. La prolongada y dura jornada empezaba a pasar factura a sus agotadas piernas.

Ella cogió una copa de una alacena, la llenó con generosidad, sirviéndose de un gran barril de madera que había en una esquina, y la dejó en la mesa, cerca de él, sin levantar la vista.

Ferdinand observó que la mujer se había cambiado el vestido. Ahora llevaba una larga túnica verde anudada a la cintura que realzaba su esbelta figura. Recogió la copa llena de vino y bebió con gusto el delicioso caldo, que corrió generoso por su garganta, aliviando su sequedad.

Ferdinand observaba sus gestos y reacciones entre una mezcla de curiosidad y de incertidumbre. Aquella mujer tenía que estar padeciendo un gran sufrimiento y sin embargo demostraba tener una gran capacidad de control. Considerando que en un mismo día había perdido a los suyos, y sido testigo de la cruenta conquista de su ciudad y que, ahora, atendía a los deseos de un extraño del que dependía por completo su futuro y hasta su propia vida, era de reconocer que sabía mantener el temple. ¿Qué pensamientos rondarían por su mente en ese momento? ¿Qué podía decirle para aliviar su dolor? ¿Cómo podía ganarse su confianza para evitar sus temores? Empezó a sentir mucha lástima por ella.

—Sara, aunque nuestro encuentro no haya sido muy convencional, desearía que no tuvieras ningún tipo de temor hacia mí. —Ella levantó la vista y se cruzaron sus miradas. Algo vio ella que consiguió rebajar momentáneamente su inquietud. Encontró comprensión y sinceridad—. Créeme que entiendo tu situación, pero debes confiar en mí. Dadas las circunstancias, me siento enormemente afortunado, pues no creo que haya otro hombre en esta ciudad que hoy cuente con el privilegio de saborear cena y compañía tan grata. —No se le ocurrió otra manera de romper la tensión que flotaba en el ambiente, aunque su estómago, que no entendía de palabras, clamaba a gritos algo con lo que empezar a trabajar.

Ferdinand se dirigió al comedor, donde vio que sólo había un servicio en la mesa. Por un momento pensó en pedirle que le acompañara, pero decidió que sería mejor para ella que le permitiera retirarse a sus aposentos. La llamó. Ella entró en el comedor para recibir sus órdenes.

—Sara, creo que deberías descansar. Tráeme lo que hayas preparado y déjalo en la mesa. Mañana será un nuevo día y podremos hablar con más tranquilidad.

Ella atendió a sus deseos, dejándole dispuesto todo lo que había preparado para comer. Pidió permiso para retirarse y se dirigió hacia su habitación, sintiéndose algo más tranquila. De haber temido por su vida había pasado a preocuparse más por las intenciones de aquel hombre. Ahora reconocía que, por sus últimas palabras, y tras constatar su caballerosidad y su sincero respeto, se empezaba a sentir un poco menos en peligro. De todos modos, al cerrar su puerta, la atrancó desde el interior, rogando no tener necesidad de tocarla hasta la mañana siguiente.

Esa noche le costó conciliar el sueño. Las atroces imágenes y los dolorosos sentimientos que asaltaban su mente no la dejaban dormir. Oyó cómo el hombre pasaba por el pasillo sin detenerse en su puerta, lo cual, de inmediato, devolvió el ritmo normal a su corazón. Agotada, finalmente cayó dormida.

Durante las dos siguientes jornadas tuvieron muchas ocasiones, entre las salidas y misiones de Ferdinand, para hablar y conocerse. Entre los dos fue creciendo un mayor clima de confianza.

Ella le relató esbozos de su vida; desde los recuerdos de su feliz infancia en Hebron, de donde procedía toda su familia, hasta su llegada a Jerusalén tras haber sido desposada con un rico mercader cuando sólo tenía dieciséis años.

No había sido muy feliz con ese hombre. Había vivido con él más de doce años, pero nunca se había sentido realmente enamorada. Reconocía, incluso, que había sentido cierto alivio cuando enviudó, hacía de ello algo más de tres años, tras haber sufrido éste una emboscada camino de Damasco a manos de unos bandidos que le habían robado y matado junto al resto de los integrantes de su caravana.

Una noche, mientras cenaban en relajada conversación, desde el cerrado escote de Sara, y por un movimiento casual, asomó un pequeño medallón dorado con la imagen de un cordero y una estrella encima. A Ferdinand le llamó poderosamente la atención, y le recordó el escudo que presidía la entrada del palacio. Ella no se percató.

Inicialmente no preguntó por él, pero a medida que transcurría la velada empezó a sentir una irrefrenable curiosidad. Sin poder resistirlo por más tiempo, acabó haciéndolo.

—Durante buena parte de la cena he estado observando tu medallón. —Ella, sorprendida por el descuido y de pronto asustada, lo volvió a ocultar con toda rapidez bajo su vestido—. Reconozco que puede parecerte raro, pero me siento misteriosamente atraído por él. Como si tuviese una fuerza extraordinariamente especial. No sé explicarme. No puedo resistir los deseos por conocer algo más sobre él. Si no estoy equivocado, creo haber visto el mismo escudo sobre la puerta del palacio. ¿No es así?

Sara se revolvió incómoda ante la pregunta y le miró durante unos segundos con una expresión llena de dudas. Carraspeó dos o tres veces y siguió callada durante un rato que a Ferdinand le pareció una eternidad. Finalmente, ya decidida, rompió a hablar.

—Si has leído la Biblia recordarás parte de la historia que te voy a referir. Como es un poco extensa, si te parece, nos podemos levantar de la mesa y sentarnos en esos almohadones, donde estaremos más cómodos. Para acompañar la charla tomaremos un licor de dátiles. Creo que te gustará.

Sara comenzó su relato:

—Hace muchos cientos de años un hombre que vivía en Ur, una ciudad cercana a Mesopotamia, y de nombre Abraham partió por orden de Yahvé para conquistar una vecina tierra a la suya, Canaán, que le había sido prometida para él y su descendencia por Yahvé.

»Abraham estaba casado con Sara; pero, pese a los años que transcurrieron, no habían tenido descendencia.

»Obedeciendo a la voluntad de su Dios marchó hacia la nueva tierra con todo su ganado y con su familia. Una vez allí, una intensa sequía les obligó a huir a Egipto para poder alimentarse en las fértiles riberas del Nilo, pues de lo contrario les aguardaba una muerte segura. Al cabo de varios años volvieron a Canaán.

»Abraham deseaba tener un descendiente para que heredase la tierra que Yahvé, su Dios, le había prometido. Y lo tuvo finalmente, pero con una bella esclava que habían traído desde Egipto, pues Sara, su mujer, era estéril. A ese niño le llamó Ismael. Pero un día se le apareció Yahvé y le anunció que su mujer Sara, a sus noventa y nueve años de edad, estaba encinta y tendrían un hijo legítimo de ella, al que llamarían Isaac.

»Isaac nació de una anciana Sara ante la incredulidad de todos, y con los años fue creciendo en salud, fortaleza y en devoción a Yahvé, su Dios. Abraham, en su vejez, era el padre más feliz del mundo, pues Isaac heredaría la tierra que Yahvé les había encomendado y a través de él se renovaría la santa alianza con Yahvé, su Dios.

Ferdinand degustaba el suave licor mientras escuchaba a Sara con enorme curiosidad. Aún no llegaba a entender qué relación podía existir entre todo aquello con su pregunta.

—Un buen día, Abraham recibió un encargo de Yahvé que le infligió el mayor de los sufrimientos posibles. Algo que no acababa de entender. Le dijo: «Toma ahora a tu hijo, el único que tienes, al que tanto amas, Isaac, y ve a la región de Moriah, y allí lo ofrecerás en holocausto en un monte que yo te indicaré».

»Marchó Abraham, con un asno y dos sirvientes, junto con su hijo, hasta el lugar indicado. Partió leña para el holocausto y dejando a los siervos en el campamento ascendió junto con Isaac al monte. Llevaban leña, fuego y un cuchillo. Isaac le preguntó: "Llevamos el fuego y la leña; pero ¿dónde está el cordero para el holocausto?". Abraham le respondió que Dios proveería el cordero. Llegaron a lo alto de una montaña en Salem, la actual Jerusalén, y Abraham levantó un altar, preparó la leña y ató a su hijo Isaac, al que tumbó encima del altar. Alargó la mano y tomó el cuchillo para inmolarlo. Entonces, como sabes, un ángel de Yahvé le llamó desde el cielo y le gritó: "No extiendas tu mano sobre el muchacho ni le hagas mal alguno. Ya veo que temes a Dios, porque has rehusado a tu unigénito". Abraham detuvo el holocausto y, volviéndose, vio un carnero trabado por los cuernos en un matorral. Lo tomó y lo sacrificó allí mismo. Luego, el ángel de Yahvé le volvió a llamar y le dijo: "Juro, por palabra de Yahvé, que por lo que has hecho hoy, te colmaré de bendiciones y multiplicaré tu descendencia, que será como las estrellas del cielo y como la arena que hay a la orilla del mar, y tu estirpe poseerá las puertas de sus enemigos. Por tu descendencia serán benditas todas las naciones de la tierra, porque obedeciste mi voz".

»Al cabo de varios años murió Sara y fue enterrada en Hebrón, donde, como ya sabes, nací yo. Por ese motivo yo recibí su mismo nombre. Isaac se casó con Rebeca y tuvo a Esau y a Jacob. Jacob se casó con Raquel y tuvo muchos hijos, pero de ellos el más famoso fue José, que fue vendido por sus hermanos y, hecho esclavo, fue llevado a Egipto. Después de él, tras numerosos nombres y descendientes directos, que ahora no te detallaré, nació mi padre, Josafat. El vivió en Hebrón toda su vida y, como descendiente directo de Isaac, le fue confiada la importante misión de ser guardián de las santas tumbas de los patriarcas. Allí están enterrados Abraham, Isaac y Jacob. Como ves, una importante parte de la historia sagrada de esta tierra está vinculada estrechamente a mi propia sangre.

Ferdinand, a tenor del relato, empezó a entender las posibles relaciones entre el cordero inmolado por Abraham y el símbolo del medallón que llevaba Sara.

—Entonces, Sara, si tú eres descendiente directa de los patriarcas, ¿ese cordero representado en el medallón es el escudo de tu linaje?

Sara, volviendo a llenar los vasos de licor, se sentó sobre su almohadón, frente a él, y con gesto solemne contestó:

—El cordero es para nosotros un símbolo de sacrificio y a la vez de celebración. Abraham renovó su alianza con Dios de la forma más generosa: estando dispuesto a entregarle lo que más había deseado en toda su vida, a su único hijo. Pero en el último momento, la voluntad de Dios quiso que sacrificara un carnero. También, y antes de la salida del pueblo judío de Egipto hacia la tierra prometida, Moisés ordenó a los suyos que sacrificasen un cordero y marcasen la puerta de cada una de sus casas con su sangre. Esa sería la señal para que, cuando pasase el ángel de Yahvé para castigar con la muerte a los egipcios, no entrase en ellas, salvando a los suyos de la muerte. Por ese motivo celebramos lo que llamamos la festividad de la Pascua y comemos un cordero. El cordero es, por tanto, símbolo de sacrificio y de celebración, de alegría para nosotros. Un recuerdo vivo y permanente del sacrificio del pueblo hebreo.

—Entiendo —dijo Ferdinand, que empezaba a atar todos los cabos—. Y la estrella es el símbolo de la heredad de tu estirpe. La promesa de Yahvé de vuestra enorme descendencia; «como las estrellas del cielo...».

—¡Exacto, Ferdinand! —respondió Sara—. Vas entendiendo sus significados. Esos dos símbolos, cordero y estrella, han permanecido unidos a mi familia desde entonces, pasando de generación en generación hasta llegar a mí. Esta tradición conlleva la obligación de que permanezca para siempre entre nosotros.

Sara se acercó hacia él, adoptando un semblante extraordinariamente profundo, para seguir hablando ahora en un tono mucho más bajo:

—Pero antes me decías que este medallón —lo sacó de su vestido y lo besó con delicadeza— te producía un efecto especial, que has definido como el de una fuerte atracción. Y lo comprendo, porque no sólo representa el escudo de mi linaje. Es en sí símbolo de Él, ya que fue forjado y pulido por las mismísimas manos de Abraham y colgado del cuello de Isaac después de su sacrificio en el monte de Salem. Abraham dispuso que el medallón se transmitiera de padre a hijo hasta el final de los tiempos, como símbolo sagrado de su alianza con Yahvé. Este medallón que ahora ves ha recorrido todo nuestro linaje hasta llegar a mí. Y tú, Ferdinand de Subignac, eres el primer hombre, fuera de nuestra familia, que sabe lo que es. Nadie conoce su verdadero poder como símbolo de la alianza entre Abraham y Yahvé, pero te aseguro que lo tiene.

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