La cuarta alianza (7 page)

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Authors: Gonzalo Giner

BOOK: La cuarta alianza
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Las cuatro torres se dirigían lentamente hacia las puertas asignadas, arrastradas por una docena de caballos. Eran las diez de la mañana cuando Godofredo, Raimundo, Tancredo y Roberto de Normandía se despedían gritando juntos una vez más el grito cruzado «¡Dios lo quiere!» y buscando cada uno la torre que le correspondía para participar en el asalto final. Detrás de cada una de ellas, se resguardaban ansiosos cerca de doscientos jinetes y unos mil cruzados a pie.

Los jinetes más adelantados enarbolaban miles de estandartes pertenecientes a ducados, condados y muchas regiones de toda Europa, pero sobre todo destacaban los miles y miles de blasones con la Santa Cruz que inundaban el horizonte, minando la moral de los asaltados.

Desde la ciudad y a las órdenes del gobernador egipcio, Iftikar al-Dawla, se comenzaron a lanzar cientos de proyectiles envueltos en fuego, que lograron abrir varias brechas entre las tropas cruzadas y alcanzaron también una de las torres, que comenzó a arder con violencia. La batalla había comenzado.

Miles de arqueros cruzados lanzaban flechas encendidas. La inusitada lluvia de fuego les dio unos minutos de ventaja para que las tres torres ganaran un poco más de terreno para alcanzar la muralla. Las pocas catapultas cruzadas que quedaban íntegras no cesaban de lanzar enormes piedras, pero desde dentro de la ciudad se respondía con fuego, flechas y ríos de aceite hirviendo, que contrarrestaban con intensidad el ataque cruzado.

Ferdinand de Subignac, subido a lo alto de la torre de San Juan junto a Godofredo y a Roberto de Normandía, consiguió finalmente alcanzar la muralla. Apoyados por veinte arqueros que lanzaban sin descanso andanadas de flechas, limpiando así de enemigos el camino, pudieron lanzar el primer puente y cruzarlo con cierta facilidad, convirtiéndose en los primeros que conseguían entrar en Jerusalén. Casi a la vez, derribaron la puerta de Damasco, y por ella más de tres mil cruzados, a las órdenes de Raimundo de Tolosa, entraban gritando.

Un enorme alboroto y espanto acompañó a todos durante las siguientes horas de aquel sangriento ataque cuerpo a cuerpo dentro de la Ciudad Santa.

Las espadas cruzadas trabajaban sin descanso, atravesando sin piedad miles de cuerpos de soldados que huían sin rumbo. Rodaron cientos de cabezas a lo largo de las empinadas calles hasta formar espantosas montañas. Muchos morían desangrados en las esquinas tras haber perdido manos, piernas o ambos.

Todos esos terminaron muriendo, ya fueran judíos, árabes o egipcios. Ante la muerte no hubo diferencias, ni de edad ni de sexo, raza o condición. Los cruzados estaban ebrios por el olor de la sangre que ya empapaba sus ropas y chorreaba por sus espadas.

Se podía sentir, y hasta casi oler, el odio y la venganza desencadenados durante esas primeras horas.

Así procedieron los cruzados durante un día entero hasta alcanzar y dar muerte al último habitante del último rincón de cada casa, calle o templo. Para dejar constancia de las nuevas propiedades, que cada individuo tomaba para su uso desde ese momento, se dejaba en cada puerta una bandera, escudo de armas o blasón con su apellido. En pocas horas casi todas las casas de Jerusalén habían sido repartidas. Era la parte del ansiado botín que todos deseaban después de una larga y pesada guerra, y de los casi tres años de camino.

Los nuevos propietarios se convertían por derecho en dueños de toda posesión conquistada, con todos sus bienes y riquezas.

Ferdinand de Subignac, que no había sido menos en la desenfrenada carrera por aniquilar al enemigo, cuando avanzaba por la Vía Dolorosa, camino del Santo Sepulcro, alcanzó un palacio presidido por un gran escudo en piedra que mostraba un cordero coronado por una estrella. En su puerta no había todavía ninguna marca de un nuevo propietario. Por ello se animó a tomar posesión de la que sería su primera conquista en Tierra Santa.

Entró con cautela después de forzar la puerta, ayudado por algunos cruzados. Una vez dentro mandó que le dejasen solo. Un amplio recibidor, ricamente ornamentado con bellos tapices, daba paso a un gran patio desde el que se adivinaba una segunda planta recorrida por una balaustrada de madera.

En la planta baja, pasado un arco de piedra decorado con motivos frutales, se hallaba una luminosa cocina. Un resto de brasas aún encendidas le hizo sospechar que la vivienda podía no estar completamente vacía. Debía mantenerse alerta.

A la derecha de la cocina se abría un amplio comedor y, en su centro, una gran mesa de caoba servía de base a dos grandes menorahs, el candelabro de siete brazos hebreo. En unas vitrinas se agolpaban finas vajillas de porcelana y juegos de jarras de plata de distintos tamaños.

Sin sentir ninguna otra presencia más que la suya, Ferdinand salió hacia el recibidor y alcanzó la escalera espada en mano. Fue ascendiendo sin perder de vista el corredor y una vez en la planta alta, decidió inspeccionarla desde la primera puerta que tenía a mano derecha.

La abrió despacio y comprobó que no era más que un pequeño dormitorio, sin más mobiliario que una cama en un extremo. Siguiendo el pasillo reconoció tres dormitorios más, alguno noblemente vestido, destacando, sobre todos, uno en el que se detuvo para admirar una enorme librería llena de cientos de libros cuyos títulos y lenguas le eran desconocidos.

La última puerta del corredor era tan pequeña que apenas permitía entrar encorvado.

Guardando la máxima prudencia abrió la portezuela y al entrar sólo tuvo tiempo de ver el reflejo plateado de una daga que se venía hacia él. Sin atinar a comprender de quién o de qué se trataba, consiguió parar con su espada el primer golpe y contrarrestar con rapidez un segundo, que terminó, tras cambiar su espada de mano inesperadamente, lo que dejó a su agresor confundido un instante, con el templado acero incrustado en el cuello de éste, un joven egipcio que, una vez en el suelo, empezó a emitir los estertores que anunciaban una muerte segura.

En el fondo de lo que parecía una capilla, había una segunda persona, cubierta casi completamente por una capa negra, que permanecía inmóvil, apuntándole con una ballesta.

Ferdinand se quedó muy quieto ante el amenazante brillo de la flecha.

Miró a su verdugo sin reconocer su rostro, que estaba oculto bajo la sombra del oscuro manto.

—¡Tira la espada inmediatamente al suelo y arrodíllate!

La orden procedía de una voz femenina que le hablaba en su propio idioma. Ferdinand arrojó la espada lejos de su alcance y, arrodillándose, dijo a la mujer:

—No sé ni quién ni cómo eres. No he podido aún ver tu rostro. Por tu acento sospecho que eres judía, aunque reconozco que has aprendido bien mi lengua. Si además eres la dueña de este palacio, todo me hace pensar que eres una mujer culta y de noble linaje. Si dejas de apuntarme con tu arma prometo no hacerte daño. Te aseguro que soy hombre de palabra.

La mujer se echó hacia atrás el manto que le cubría la cabeza y mostró su rostro sin dejar de apuntarle ni un instante. Contestó con voz muy nerviosa:

—Nunca he matado a nadie. Ni siquiera he llegado a tener que empuñar un arma hasta ahora. Veo que temes por tu vida. Yo también por la mía. —Suspiró y continuó diciendo—: Das palabra de no causarme daño y tengo que fiar mi suerte a ella. ¿Cómo puedo estar segura de tu rectitud?

Ferdinand fijó su vista en los bellos ojos color miel de la mujer.

—Me temo que mi palabra sea la única garantía que en estas circunstancias puedas tener. Además, no te queda más remedio que aceptarla. Aunque me matases, fuera no tendrías ninguna oportunidad de escapar. En este momento cerca de seis mil hombres recorren las calles de Jerusalén. Están alterados por la mucha sangre derramada y te aseguro que han olvidado su capacidad de sentir piedad. Una judía sola, hoy, no duraría ni un minuto viva. Soy tu única salida si quieres seguir viviendo.

La mujer dejó de apuntar con la ballesta y le mandó que se levantara. Acercándose, le entregó el arma. Le temblaban las manos. Había oído, encogida de espanto, el griterío de muerte que penetraba desde la calle y que había recorrido cada rincón de su casa. Atenazada por el horror, sin poder huir, temía por su vida, pero sobre todo por la suerte de aquel trascendental colgante que llevaba desde niña y que daba sentido a su estirpe.

—Me llamo Sara y soy de Hebrón, de donde procede mi antiguo linaje. Mi vida está en tus manos ahora. —Su asustada mirada buscaba en los ojos de aquel hombre algún reflejo de misericordia.

Ferdinand, sin aflojar la tensión del que está pendiente de la más mínima amenaza, le preguntó si se iba a encontrar a más gente en la casa, como aquel egipcio que yacía muerto a sus pies.

—Todos los míos han muerto y sólo quedo yo. ¡Créeme! Digo la verdad. —Sus ojos reflejaban pavor. Pensaba que su única oportunidad de seguir viva pasaba por mostrarse sumisa a aquel hombre—. Entiendo que, desde ahora, el palacio en el que vivo y todas sus riquezas te pertenecen. Por ello, eres mi señor y me debo a ti. Espero que cumplas con tu palabra y me brindes tu protección.

Ferdinand observó a la dama unos segundos; relajó su tenso gesto y comprobó su enorme belleza y su evidente y noble apariencia.

—Mi nombre es Ferdinand de Subignac, y soy borgoñón. Ahora no puedo quedarme más tiempo contigo, mujer. Te ruego que permanezcas aquí hasta mi vuelta. Dejaré un vigilante en la puerta del palacio para que nadie pueda entrar y dar contigo. Por tu seguridad, trata de no hacer ruido. Por supuesto no intentes huir; sería una temeridad. Voy a estar un rato fuera. Quiero ir al Santo Sepulcro y recibir las órdenes de mi señor. A mi vuelta, podremos hablar de la situación que se nos presenta.

Ella, inclinándose con reverencia ante él, le despidió:

—Descuida, trataré de no crearte problemas. Mi vida está en tus manos y prometo responder a tu confianza con lealtad.

Aunque las intenciones de aquel hombre le parecían nobles, no podía alejar de su mente una espesa sombra de preocupación ante la crítica situación de riesgo a la que se iba a enfrentar en las próximas horas. Sus pensamientos se atropellaban, buscando argumentos que pudieran serle útiles para salvaguardar su herencia sagrada: un antiquísimo símbolo que colgaba de su cuello, oculto bajo sus vestidos.

Durante el tiempo que Ferdinand había pasado en su nuevo palacio, otros dramáticos sucesos acontecían por las calles de la ciudad. El gobernador egipcio se había refugiado junto a cientos de sus soldados en la mezquita de Omar y resistía desde hacía horas, seguramente resignado a un destino fatal.

Después de golpear insistentemente la puerta de la mezquita, los cruzados terminaron derribándola y entrando en ella; a pesar de las peticiones de clemencia de los jefes egipcios y de las órdenes expresas de mantenerlos con vida que dio Raimundo de Tolosa, todos murieron bajo las espadas cruzadas, con lo que se dio fin a la última resistencia musulmana en Jerusalén. La conquista había concluido.

El balance final fue terrible. Los setenta mil habitantes de Jerusalén acabaron regando con su sangre las calles de la ciudad. Tan grande fue la matanza que hasta los cronistas lo relatarían, asegurando que se vertió tanta sangre que llegó a la altura de los tobillos de los cruzados.

Ferdinand de Subignac, contemplando el horrible escenario de la matanza, ya en las puertas del Santo Sepulcro, lloró sin consuelo pidiendo repetidamente perdón a Dios por lo acontecido ese día en Su nombre. Junto a él, Godofredo de Bouillon y Raimundo de Tolosa hacían lo mismo, invitando a la vez a todos los presentes a que se arrodillasen y expiasen sus desmanes y pecados delante de la Santa Basílica.

—¡Pedid perdón a Dios por toda la sangre que acabáis de derramar en las mismas puertas de su Santa Morada! —exclamaba Godofredo—. Nadie que no haya sido purificado previamente con una confesión podrá entrar en el recinto del Santo Sepulcro, ni se le permitirá rezar ante la losa que sirvió de reposo a Cristo hasta su resurrección. Y para dar ejemplo de mis palabras, quiero ser yo el primero en confesar mis pecados para poder entrar purificado. —Levantó la vista dirigiéndola a un punto indefinido en aquel inmenso cielo y alzó su voz con fuerza—: ¡Que mis ojos y mi corazón alcancen con el perdón divino la dignidad para entrar y ver tan Santa Estancia!

Godofredo se acercó al primer sacerdote y, de rodillas ante él, inició una breve confesión. En pocos minutos largas colas de hombres y mujeres esperaban delante de los sacerdotes. Ferdinand, junto con Godofredo y el resto de los nobles francos, fue de los primeros en entrar en el lugar santo. La enorme emoción que experimentaban en aquel momento tantas veces deseado les hacía contener la respiración. Sólo el ruido de sus pasos rompía el sagrado silencio que reinaba en el interior.

Necesitaron unos minutos para adaptar sus retinas a la oscuridad que dominaba en el interior de la basílica. Transcurrido ese tiempo, comenzaron a apreciar su lamentable grado de abandono. Su planta, un tanto irregular, estaba coronada por una gran cúpula central.

Caminando en línea recta, se acercaron hacia un edículo de estructura poligonal que presidía su centro. Un potente chorro de luz caía sobre él desde la cúpula, parcialmente abierta en su eje, lo que le confería una espectacular majestuosidad. El ábside que rodeaba el edículo, y que formaba un ancho deambulatorio, tenía forma circular. Dieciséis columnas de mármol sostenían diecisiete arcos que servían de apoyo a una galería superior, con dieciséis columnas también. Sobre los diecisiete arcos de esta segunda galería se apoyaban el mismo número de nichos, antes de arrancar la cúpula, adornados con mosaicos que representaban a los doce apóstoles, a santa Helena, madre del emperador Constantino y descubridora del sepulcro, y a otros personajes no reconocibles.

Aquel edículo de mármol seguramente contendría el deseado sepulcro.

Encendieron varios candelabros que encontraron esparcidos por el suelo y en pocos minutos la visibilidad de la iglesia mejoró notablemente. Godofredo fue el primero en adentrarse en su interior.

Éste encerraba una pequeña capilla con una gran piedra circular que debió ser la misma que habría servido para cerrar el sepulcro donado por el rico José de Arimatea. Detrás, se encontraba una pequeña cámara funeraria que contenía una losa de piedra apoyada en una de las paredes de la cueva. La piedra estaba revestida con una plancha de mármol blanco. Godofredo comprendió que estaba delante del santo lugar donde había reposado el cuerpo de Jesucristo hasta su resurrección. Besó la piedra con devoción y permaneció unos minutos rezando delante del sepulcro, agradeciendo a Dios el privilegio de haber sido señalado para ser el primer cristiano que podía volver a adorar ese lugar después de tanto tiempo en manos impías.

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