Authors: Gonzalo Giner
—Blanca, ten en cuenta que este collar viene engarzado en platino de la mejor calidad y que sus sesenta y seis esmeraldas, como podrás comprobar, no tienen ninguna impureza. Además, las rosetas que alternan con las esmeraldas contienen más de cien brillantes de medio quilate cada uno. Te prometo que es la mejor pieza que tenemos y la más espectacular que pueda encontrarse hoy en todo Madrid.
Fernando Luengo intentaba emplearse a fondo en la posible venta de su collar más valioso. Aunque tuviese que rebajarle algo, el precio rondaría los treinta millones de pesetas.
Blanca Villardefuente se ajustó las gafas para estudiarse mejor en el espejo desde todos los ángulos posibles, hasta llegar a convencerse de que el collar realmente estaba hecho para ella. Tras preguntar si el engarce del collar era de oro blanco, se volvió para escuchar la explicación que Fernando pacientemente volvía a repetir.
Tampoco ahora atendía demasiado, ya que, de pronto, se había dado cuenta de los ojos profundamente azules que tenía su joyero. ¿Cómo no se había fijado nunca en lo guapo que era? ¿Seguiría enamorado de su mujer? ¿Encajaría ella con su tipo ideal?
—¡Fernando, eres irresistible vendiendo! Me has vuelto a convencer. Me lo llevo. Pero te advierto que como vea un collar más espectacular, aunque reconozco que con éste se lo voy a poner muy complicado a todas, vuelvo y te lo quedas.
—Sabes, Blanca, que la casa Luengo ha sido siempre la joyería de la familia Villardefuente. Huelga recordar que cualquier cosa, sea la que sea, que yo pueda hacer por ti, no tienes más que pedirla.
Al hilo de lo que escuchaba, Blanca, pensativa, volvió a estudiar esos recién descubiertos ojos azules, pero tras unos segundos y sin mediar palabra alguna, se despidió de él con dos besos y se marchó hacia su coche, que le esperaba a la puerta. Fernando la acompañó hasta el coche y tras besarle cortésmente la mano, se despidió de nuevo de ella. Cerró la pesada puerta del majestuoso Bentley y permaneció parado unos instantes siguiendo la negra silueta del coche, que ya se integraba en el intenso atasco de la calle Serrano.
Mientras volvía sobre sus pasos, iba ya pensando en un nuevo diseño de collar, más espectacular aún que el que acababa de venderle, para complacer en su siguiente visita a la que era, sin duda alguna, la mejor clienta de la joyería.
Mientras le daba vueltas al tema, Mónica, su ayudante más experta en gemología, se le acercó con un paquete en la mano.
—Fernando, acaban de traer este paquete hace un rato. Como estabas ocupado con la condesa, no he querido interrumpirte.
—¡Mónica, acabo de venderle a la condesa nada menos que el collar Millenium! ¡Abre una botella de Möet Chandon, esto bien merece que lo celebremos! Después prepara la factura para enviarla a la casa Villardefuente, por un importe de veintinueve... ¡qué diantres! De treinta millones de pesetas.
Mónica entró en el pequeño almacén donde tenían la nevera para buscar el champán. Colocó cuatro copas en una bandeja de plata y preparó unos dátiles con almendras: el aperitivo preferido de su jefe. Se alegraba por Fernando. Ese collar le había llevado muchas horas de trabajo en el taller, y le había dedicado días y días hasta bien entrada la madrugada.
Fernando era un buen jefe. Era innegable que las cosas le iban muy bien, pero trabajaba sin descanso. Mónica llevaba cinco años trabajando para él; después de tanto tiempo colaborando cada día codo con codo, creía que le conocía bastante bien. Después de la muerte de su mujer, tres años atrás, había llegado a pensar que el negocio se iba a hundir, o que terminaría en el peor de los casos traspasándolo. Perdió todo interés por las joyas. Dejó de trabajar por las noches y apenas si acudía un par de días a la semana a la tienda, donde nunca aguantaba más de dos horas seguidas.
Fernando había estado profundamente enamorado de Isabel, su mujer, y su muerte y las circunstancias que la acompañaron le habían dejado completamente roto. No se llegó a dar con el responsable del horrible crimen. La policía nunca encontró pista alguna que les hiciese pensar en otra causa que no fuera el robo con intimidación con resultado de asesinato.
Fue el mismo Fernando quien encontró el cadáver de Isabel en la escalera de su dúplex, empapado en su propia sangre y con un limpio corte en el cuello. La fuerte impresión que le produjo la escena le dejó profundamente trastornado durante muchos meses.
Así pues, Fernando se quedó viudo con sólo cuarenta y seis años, y sin pretenderlo Mónica se convirtió en su mano derecha, confidente y amiga; su más firme apoyo durante los momentos más duros. Durante los primeros meses empezó desempeñando ese papel, pero con el tiempo nació en ella, sin imaginarlo, un sentimiento más fuerte, que desde hacía un año se había convertido en un irremediable amor por él.
Ella acababa de cumplir veintiocho años. Apenas había salido de la facultad, de los estudios y casi de la adolescencia, y no se sentía lo suficientemente madura para Fernando. Por esa razón, y como no sabía si sus heridas ya estaban suficientemente cicatrizadas, se había propuesto que no llegase a notar nada. Mónica se conformaba con tenerle cerca trabajando a diario, aunque no perdía la esperanza de que algún día pudiesen cambiar las cosas entre los dos.
—¡Mónica, deja de pisar las uvas! ¡Encontrarás una botella de champán frío dentro de la nevera!
La fuerte voz de Fernando le sacó de sus pensamientos y se apresuró a llevar la botella para brindar por la venta del fastuoso collar. Era la primera vez desde la muerte de su mujer que se celebraba algo en la joyería. Fernando aprovechó como excusa aquella venta para agradecer a todo el equipo el estupendo trabajo que habían realizado durante los últimos meses, haciendo hincapié en el espectacular éxito que estaba teniendo la nueva línea de pendientes de estilo modernista con el diseño y bajo el empuje de Mónica.
Después del alborozo y los brindis, se pusieron a trabajar. Mónica se dispuso a preparar la factura del collar saboreando los elogios que acababa de escuchar de Fernando y Teresa, la otra vendedora, se recogió el pelo con una goma para seguir puliendo unos anillos de platino que había dejado a medias.
Fernando se encerró en el despacho para hacer una llamada a la Platería Luengo, de Segovia, propiedad de su hermana Paula. Tenía que encargarle un trabajo que había solicitado esa misma mañana un cliente que dijo ser palestino.
Desde el siglo XVII, en Segovia el apellido Luengo era sinónimo de plateros. El taller, recientemente renovado, aún se mantenía en su emplazamiento original y había pasado de generación en generación hasta llegar a Paula. En él, los dos hermanos habían aprendido el oficio de la mano de su padre, don Fernando, trabajando al principio juntos, hasta que éste murió. Tras unos años, Fernando había decidido emprender un camino por otros derroteros en Madrid, donde abrió primero una modesta joyería que en poco tiempo se había convertido en una de las firmas más prestigiosas de la capital.
Paula se había quedado con la platería, en la que demostró que, además de su excepcional capacidad artística, poseía una innata habilidad para los negocios. Con ella, la Platería Luengo había alcanzado incluso una esperanzadora proyección internacional.
El palestino le había pedido una daga tunecina con una hoja de veintiún centímetros de longitud y una empuñadura de plata donde debía grabarle un texto con caracteres arameos. Se lo había dejado escrito en una tarjeta de visita. En ese instante Fernando se la estaba pasando por fax a su hermana, para que la tuviera acabada en una semana. Ése era el compromiso con el cliente.
—Fernando, ¡siempre me haces lo mismo! Te comprometes en unos plazos que sabes que no puedo cumplir. Primero me pones nerviosa a mí, y yo termino como una tonta liando a mi gente para cumplir fechas, sólo para que tú quedes bien. Sabes que en esta época del año hay mucha venta y, con el taller trabajando a dos turnos, no quedan apenas huecos para realizar trabajos de artesanía como el que me estás pidiendo. Acabaré haciéndolo yo misma, como casi siempre.
Mientras escuchaba la reprimenda de su hermana, Fernando se fijó en el paquete que le había entregado Mónica y que aún no había abierto. Su aspecto no era nada normal. Fernando empezó a estudiarlo con curiosidad, sin abrirlo. El papel del embalaje estaba muy desgastado. A primera vista, parecía muy antiguo. En algunas zonas se apreciaban restos de moho. Desprendía un fuerte olor que le resultaba familiar. Le recordaba al desván de la casa de sus abuelos, lleno de trastos y muebles antiguos. Aquel extraño paquete parecía haber estado abandonado durante mucho tiempo.
Pesaba poco. La etiqueta, una pegatina de la empresa de paquetería, iba dirigida a su nombre. En el remite leyó: «Archivo Histórico Provincial de Segovia».
Fernando, cortando a Paula, que en ese momento estaba explicando lo mucho que había subido la plata en los últimos meses y que por ese motivo había empezado a importarla desde Egipto a un proveedor nuevo, le preguntó:
—¿Paula, conoces tú a alguien que trabaje en el Archivo Histórico Provincial? Acabo de recibir un paquete de allí y no sé qué puede ser.
Paula, un tanto molesta al darse cuenta del poco caso que su hermano estaba prestando a sus problemas de suministros, le contestó con sequedad:
—No conozco a nadie allí, ni falta que me hace. Y además, me importan un rábano tus historias. Adiós.
Fernando colgó el teléfono. Abrió el cajón donde guardaba las tijeras y con sumo cuidado cortó la cuerda. Empezó a retirar el papel con precaución para no romperlo. Debajo apareció una caja de cartón con un anagrama casi borrado de clavos Mentz en verde. Por su aspecto, la caja podía tener más de cincuenta años. Aguantando la respiración, la abrió y encontró en su interior un estuche carmesí entre virutas de madera.
El estuche, semejante a los que él usaba en la joyería, estaba muy desgastado por el tiempo y no podía abrirse fácilmente. Ayudándose con la punta de la tijera, consiguió forzarlo hasta hacer saltar el cierre. Dentro apareció un ancho brazalete de oro, bastante erosionado, sin más adornos que doce pequeñas piedras de colores en cuatro filas en su cara exterior y en posición central. Parecía muy antiguo.
El color dorado no era del todo homogéneo, como si hubiese pasado por un largo desgaste. Por su profesión sabía que sólo el paso de muchos siglos producía esos cambios de color en el oro.
Al rebuscar en el interior de la caja no encontró ninguna tarjeta ni referencia alguna que le diera más pistas sobre aquel envío misterioso. Volvió a mirar la etiqueta y descubrió que por una esquina asomaba un pedazo de papel amarillento que parecía tan antiguo como el de la envoltura.
Con sumo cuidado, fue despegando la etiqueta hasta que salió a la luz la que había debajo. Estaba escrita con tinta azul y su letra bastante deteriorada. Había que esmerarse y poner mucha atención para descifrar el texto. Con la ayuda de una lupa pudo reconocer en la etiqueta original que estaba dirigida a don Fernando Luengo. Debajo llevaba una dirección muy borrosa y más abajo, claramente, se leía el destino de la ciudad: Segovia.
El nombre, igual que el suyo. Seguro que se trataba de su padre.
El papel lucía un antiguo sello de Correos con el dibujo de una imponente locomotora. En la base de la máquina podía leerse en letras diminutas «Serie ferrocarriles» y un año, 1933.
Intentó reconocer el nombre del remitente pero una enorme mancha de humedad había deteriorado de tal manera la escritura que sólo se llegaba a distinguir una «e», seguida «de los Caballeros».
¿De los Caballeros? Había multitud de pueblos en España que terminaban de esa manera. Pero con una «e», el primero que le vino a la mente fue Ejea de los Caballeros.
Repasó mentalmente si tenía algún familiar que hubiese podido vivir allí, pero no recordó ninguno. Aunque en el año 1933, en plena República, era posible que alguno hubiese estado por alguna razón en Ejea. Pero ¿por qué después de tantos años ese paquete, que aparentemente nunca llegó a su destino, lo recibía él y además enviado desde el Archivo Provincial de Segovia?
Se dirigió hacia la caja fuerte, marca Steinerbrück, de acero de doscientos milímetros de espesor, donde depositaba sus piezas más valiosas y tras colocar el estuche con el misterioso brazalete en su interior, cerró su pesada puerta y volvió a activar el sistema de seguridad de doble código que sólo conocían él y su hermana Paula. Posteriormente, se acercó al mostrador donde estaba Mónica. En ese momento se hallaba absorta mirando el catálogo de piedras semipreciosas del Brasil que había solicitado Fernando para lanzar una nueva línea de pendientes.
—Mónica, el paquete que acabo de recibir no ofrece suficiente información sobre su remitente. Lo envían desde el Archivo Histórico de Segovia, pero no aparece ningún nombre. Necesito ponerme en contacto con ellos. ¿Puedes llamar por favor a Serviexpress para que nos pasen toda la información de que dispongan sobre este envío?
Mónica marcó el número de teléfono gratuito de Serviexpress, donde le atendió un amable telefonista. Tras solicitar el número de referencia localizó su envío, si bien lamentó no encontrar ninguna información sobre el remitente. Quedó de todos modos en llamar a la oficina de emisión, por si allí le podían dar alguna pista.
A los cinco minutos el diligente empleado llamaba por teléfono y confirmaba que tampoco en Segovia tenían ningún nombre. Sólo habían encontrado una firma en la copia del albarán de salida de la persona que supuestamente había realizado el encargo. El empleado, adelantándose a su previsible petición, ya había pedido ese albarán a la oficina número siete, que era la principal de Serviexpress en Segovia.
Se comprometió a pasárselo por fax en unos minutos al número de la joyería. Mónica le agradeció su eficiente gestión y tras despedirse colgó el teléfono. No pudo esperar a recibir el fax, pues Mónica tuvo que atender a una señora bastante mayor, enfundada en un espléndido abrigo de visón, que acababa de entrar. Los demás empleados estaban ocupados atendiendo a distintos clientes.
La siguiente hora fue un incesante trasiego de personas. Mónica olvidó por completo el fax, hasta que el reloj de cuco marcó las nueve de la noche.
Al volver al mostrador encontró el fax que contenía el albarán de Serviexpress, en el que se distinguía claramente una firma en el recuadro reservado al emisor. Finalmente, ésa era la única información que había podido conseguir para Fernando. Él estaba terminando de sellar la garantía de un estupendo reloj Cartier, serie Panthere, que acababa de vender a una pareja de jóvenes japoneses que había entrado a última hora.