La cuarta alianza (5 page)

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Authors: Gonzalo Giner

BOOK: La cuarta alianza
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Mónica se acercó a Fernando con el fax en la mano, esperando a que terminase de accionar los sistemas de alarma y el mecanismo de cierre de la puerta de entrada, que hacía descender una enorme persiana blindada que tapaba todo el frontal de la joyería.

La había mandado instalar ese mismo año para evitar los robos que asolaban las joyerías de Madrid mediante el sistema del «alunizaje». La técnica consistía en estrellar un coche robado contra la luna de una joyería, facilitando así el robo de la misma.

—Fernando, este fax es toda la información que he podido conseguir sobre lo que me pediste. En Serviexpress me han explicado que en su ordenador no aparecía ningún nombre, pero que el albarán original emitido desde su central de Segovia estaba firmado por alguien, y muy amablemente nos han enviado una copia.

—Gracias, Mónica, de momento parece suficiente. ¡Déjame ver!, parece que pone Herrera de apellido..., pero no soy capaz de entender el nombre. Mira si tú tienes más suerte.

—Sólo consigo ver que empieza por ele, pero el resto es ilegible. Es casi un garabato.

Le devolvió el fax a Fernando y éste lo dobló y lo guardó en el bolsillo interior de la americana.

Mientras estaban cerrando caja y una vez que se hubieron marchado el resto de los empleados, Fernando le reveló a Mónica el misterioso contenido del paquete y compartió con ella su perplejidad ante lo insólito que resultaba haberlo recibido él, cuando su destinatario original había sido su padre.

Mónica le escuchaba con verdadero interés y se brindó de inmediato para ayudarle y averiguar el origen de aquel extraño envío. Él accedió encantado a su colaboración. Inmerso en un mar de dudas, no sabía por dónde empezar a buscar, por lo que cualquier apoyo era más que bienvenido.

Su única pista arrancaba en aquel Archivo Histórico.

—Entiendo que deberíamos empezar por Segovia, visitando su archivo. Este jueves podría ser un buen día —apuntó Fernando de forma decidida—. Si te apetece venir, además podríamos aprovechar el día para tomarnos un merecido descanso tras estas semanas de locura. Conozco un restaurante a las afueras que te encantaría. ¿Qué te parece? ¿Te apuntas?

—¡Me encantaría, Fernando! —contestó llena de espontaneidad, sin reprimir la enorme ilusión que le hacía la invitación. Desde hacía muchos meses no habían estado a solas y mucho menos todo un día.

Mientras bajaban en ascensor al aparcamiento privado, Fernando pensaba en cómo organizar el trabajo para poder escaparse un día. En medio de sus consideraciones sintió una punzada de amargura al acordarse de pronto de las festividades que se le venían encima. Las últimas navidades sin Isabel se habían convertido en una sucesión de tortuosas series de recuerdos y experiencias, frente a las cuales lo único que había tenido claro, desde el principio, había sido su decisión de afrontarlas en soledad.

Mónica le observaba de reojo tratando de entender lo que pasaba por sus pensamientos, aunque más que por curiosidad, por desear ser su única protagonista. ¿Llegaría el día en que él viese en ella algo más que a una ayudante?

—Fernando, te deseo felices fiestas. —Se adelantó hacia su coche—. Nos vemos a la vuelta. ¡Chao, jefe!

En pocos segundos el motor de dieciséis válvulas del deportivo rugía por la rampa de salida y se perdía de la vista de Fernando, que aún permanecía sujetando su puerta, aturdido de pronto ante la fugaz imagen que acababa de fijarse en su retina, un espléndido y seductor cuerpo de mujer, el de Mónica, por el que nunca antes había sentido el menor interés. Desde la muerte de Isabel no había vuelto a sentirse atraído por una mujer. Y en ese momento, sin entender muy bien cómo ni por qué, estaba experimentando algo que en su interior parecía haber estado dormido. Arrancó el Jaguar y salió sin prisas a Serrano.

La calle estaba completamente atascada, pero no le molestaba tanto como otras veces pues saboreaba aquella imagen furtiva de lo que parecía ser una nueva Mónica.

Capítulo 3

Jerusalén. Año 1099

La primera imagen de la Ciudad Santa de Jerusalén, desde lo más alto del Monte de la Alegría, en el amanecer del 7 de junio, era la más gratificante recompensa que podían recibir los cerca de seis mil cruzados que habían conseguido llegar hasta allí después de cuatro largos años, tras arrastrar increíbles sufrimientos, crueles batallas y dejar a sus espaldas un penoso reguero de vidas, en número de trescientas mil, después de partir de Europa con el fin de liberar los Santos Lugares.

Los primeros rayos de sol parecían encender la imponente cúpula dorada de la gran mezquita de Omar. La Mezquita de la Roca, con su particular estructura octogonal, era el elemento más visible desde su posición, aunque también se distinguían varios minaretes y lo que podría ser una de las torres de la basílica del Santo Sepulcro.

Estaban a un solo paso de alcanzar su ansiado destino y de liberar el santo lugar donde Cristo había sido enterrado y donde resucitó gloriosamente.

Embargados de alegría a la vista de la Ciudad Santa, unos se abrazaban llorando, otros gritaban con fuerza: «¡Jerusalén, Jerusalén!», y otros, tumbados en tierra, daban gracias a Dios por saberse frente a la ciudad de los profetas y por pisar el mismo suelo por el que Jesucristo había caminado hacía algo más de mil años.

Entre ellos, cuatro caballeros se abrazaban llenos de satisfacción. Eran nobles y príncipes francos que habían encabezado la Santa Cruzada convocada solemnemente por el papa Urbano II en Clermont-Ferrand el 27 de noviembre de 1095. Godofredo de Bouillon, duque de la baja Lorena, había partido de Flandes. Tancredo de Tarento y Roberto de Normandía, en un segundo grupo, de Borgoña y Normandía, y Raimundo de Tolosa, en un tercero, de Provenza y Aquitania.

Godofredo, reconocido líder del grupo, levantó fuertemente la voz y repitió por tres veces:

—¡Dios lo quiere! ¡Dios lo quiere! ¡Dios lo quiere!

Al instante las seis mil gargantas repetían la consigna que Urbano II había acuñado para justificar esa guerra santa.

Liberadas sus conciencias de toda culpa, los millares de cristianos habían asaltado y conquistado todas las ciudades que habían encontrado en su recorrido por la península de Anatolia de camino a Jerusalén. Entre ellas, Nicea y Antioquía, donde habían pasado a cuchillo a la mayor parte de sus habitantes sin sentirse por ello culpables de pecado.

El propio Papa había concedido prebendas especiales a todos los participantes, tanto en el orden espiritual como en el material. Entre ellas, y a quienes muriesen, el perdón de todos sus pecados. La propia Iglesia, además, se comprometía a salvaguardar y velar por los bienes materiales de los participantes durante su ausencia. Y se les condonaba durante su cruzada el pago del diezmo obligatorio sobre la renta de la tierra o del ganado que poseyeran.

Pero, por el contrario, se sancionaba con la excomunión a todo el que huyera sin defender la fe o desertara sin motivo de causa mayor durante el camino.

Una vez que el griterío amainó, y puestos en camino ladera abajo hacia la ciudad, Raimundo de Tolosa se acercó a Godofredo.

—Hoy soy feliz, Godofredo, pero no puedo evitar acordarme constantemente de nuestro querido obispo Ademaro. Hace sólo dos semanas que le vimos morir a causa de la terrible epidemia que nos diezmó en Antioquía. Ademaro de Monteil ha sido el alma espiritual de esta cruzada y sin embargo Dios ha dispuesto que disfrutemos de esta visión sin él.

Godofredo enarboló el estandarte con la cruz y azuzó a su esbelto caballo para emprender el descenso mientras confesaba sus pensamientos a Raimundo.

—Estoy seguro de que hoy Ademaro está reuniendo una legión de ángeles para ayudarnos a conquistar esta ciudad, por la que hemos visto ya demasiadas almas sacrificadas durante estos años. Noble Raimundo, verás como el mismo Dios nos va a dirigir hacia su interior. Salvaremos sus murallas, abriremos sus puertas y en pocos días la habremos liberado definitivamente para toda la cristiandad.

Los cuatro comandantes se repartieron las tropas para rodear la amurallada ciudad. Los miles de cruzados se iban distribuyendo a una prudente distancia de sus límites, evitando la primera reacción de los sitiados en forma de lluvia de piedras y flechas. Aun advertidos de aquel agresivo recibimiento, no podían dejar de admirar la magnitud de sus defensas y la solidez de su aspecto. En sus caras se mezclaba la alegría por verse tan cerca de su destino con una incipiente preocupación al calcular la colosal empresa que supondría su asalto. En menos de tres horas un centenar de destacamentos cruzados vigilaban el perímetro de la Ciudad Santa.

Miles de turbantes de colores pululaban por encima de sus murallas en un frenético ir y venir, estudiando los movimientos e intenciones de los recién llegados. La preparación de la resistencia se había hecho en pocos días, una vez avistadas las tropas por los espías musulmanes. Aquella inquieta espera, junto con las pavorosas noticias que habían llegado relatando las atrocidades cometidas en otras ciudades conquistadas por aquellos infieles a Alá, habían invadido sus espíritus de un intenso terror.

Los oblicuos rayos de sol de aquel incipiente día estallaban en color en aquel mar de estandartes que ondeaban en todas direcciones, aumentaban el brillo de sus lanzas y armaduras y se difuminaban entre el polvo que levantaban los miles de caballos, y que creaba un escenario de amarga belleza.

Godofredo, una vez ordenadas y revisadas sus posiciones, se dirigió a la cabeza del resto de los nobles hacia una pequeña colina desde donde se divisaba una perspectiva mejor de Jerusalén.

De camino, hizo llamar a su presencia al senescal Ferdinand de Subignac para darle nuevas instrucciones.

Descabalgaron junto a Raimundo y se encaramaron a una alta roca para estudiar la cara sur de la ciudad.

Ferdinand de Subignac había sido recomendado personalmente por el conde Hugo de Champaña, uno de los nobles más ricos de Francia. Godofredo era vecino de su condado y Hugo le había pedido en persona que lo llevase con él bajo su protección. Ferdinand, a sus treinta y cinco años de edad, había demostrado poseer unas excelentes dotes de mando como capataz de las tierras del conde, aptitudes que Godofredo fue constatando a medida que transcurrían los años de viaje hacia Jerusalén. Ferdinand se había ido ganando además el respeto de los otros nobles francos por diferentes motivos. Era indiscutible su bravura en combate. Demostró una excelente visión táctica para resolver con eficacia los asedios de varias de las ciudades felizmente conquistadas y también reveló una gran capacidad intelectual, sin que se le conociera formación académica alguna.

Godofredo se sentía orgulloso de Ferdinand al advertir el sólido prestigio que había alcanzado entre la nobleza cruzada debido a sus propios méritos.

A los pocos minutos y cabalgando un brioso corcel negro, se acercó Ferdinand. Desmontó de un salto, ató las riendas en la rama de un viejo olivo que crecía al pie de la gran piedra y escaló con agilidad hasta llegar a lo más alto, donde estaban ellos. Les saludó cortésmente y accedió a la invitación de Godofredo de avistar desde ese punto la panorámica de la ciudad. Permaneció erguido, fijando su profunda mirada en ella. De forma espontánea, desenvainó su pesada espada y blandiéndola en el aire exclamó:

—¡Hoy y ahora, mis caballeros, es menester que demos gracias a Dios por el privilegio de asistir a la contemplación de la ciudad elegida! La ciudad que acogió su templo, el que encargó Yahvé a Moisés y que edificó Salomón para convertirlo en su Santa Morada.

Roberto de Normandía, mientras escuchaba al valeroso Ferdinand, había conseguido localizar la gran explanada del templo y absolutamente emocionado dijo en alto:

—La victoria final está tan cerca que ya puedo casi aspirar el olor del incienso y escuchar los solemnes cantos de nuestra primera celebración cristiana en el templo del Santo Sepulcro. Sólo nos queda expulsar a esos malditos que desde hace demasiados siglos mancillan la tierra prometida por Yahvé, que santificó Nuestro Señor al morir crucificado en ella.

Godofredo agarró del brazo a su senescal para acercarle hasta el extremo de la roca, desde donde se podía divisar también la zona oeste de la ciudad.

—Caballeros, debemos planear la forma de conquistarla con el mínimo coste de vidas. Todos los que hemos llegado hasta aquí, después de tanto sufrimiento, tenemos que lograr arrodillarnos para rezar frente a su Santo Sepulcro. Hemos de darnos mucha prisa en hacerla nuestra, pero debemos ser cautos.

Y dirigiéndose a Ferdinand solicitó su ayuda:

—Necesito que pongas en marcha tu imaginación. Creo que tendremos que idear nuevas soluciones, distintas a las que hemos probado en otras ocasiones, para superar sus murallas. Éstas son las más altas de todas las que nos hemos encontrado hasta ahora y, como veis, están fuertemente protegidas. Además de los miles de arqueros y lanceros que están guardando sus almenas, tienen dispuestos por todo el perímetro cientos de calderos con aceite hirviendo. Desde aquí se puede divisar su humeante contenido. Tendrán preparadas miles de piedras para alimentar sus catapultas. Un asedio tradicional, hasta que agoten sus víveres y su resistencia, no nos conviene, pues esperan la inmediata llegada de refuerzos desde el sur, según nos han informado nuestros espías.

Ferdinand, volviéndose para estudiar mejor la estructura y los posibles puntos débiles de los torreones, meditó unos segundos antes de reflexionar en voz alta.

—Aprecio desde aquí el perfecto ensamblaje de las piedras que forman sus muros, lo que nos impedirá una escalada rápida con garfios y cuerdas. Parecen ser tan lisas como el mármol. Por tanto, abordarla con escaladores para que abran una luz en sus defensas es francamente peligroso y considero, además, que tendríamos escasas garantías de éxito.

—Contamos con unas cincuenta escalas, posiblemente algo bajas para esa altura —apuntó Raimundo de Tolosa—; pero poniendo a cuatrocientos o quinientos artesanos a trabajar, podríamos llegar a tener casi un millar en sólo un par de días.

Godofredo, pensando en el volumen necesario de madera para toda esa empresa, se detuvo a contemplar los alrededores hasta donde casi se perdía la vista, comprobando que no habría más de veinte o treinta árboles. El paisaje era terriblemente árido.

—Raimundo, ¡encuentro muy difícil tu propuesta! Con un millar de escalas sería posible que alcanzáramos muchos puntos de sus almenas, pero me temo que se nos presentarían dos grandes complicaciones. Primera, que como veis igual que yo, no hay madera cerca. Supongo que tendríamos que buscarla por el valle del Jordán o incluso más arriba, luego transportarla hasta aquí y construir las escalas. Todo eso nos llevaría mucho tiempo y demoraría el asalto. Pero, además, tenemos un segundo problema que está por llegar. Como os he comentado antes, nuestros espías nos han avisado de que ha salido desde Egipto, para socorro y defensa de la Ciudad Santa, una gran flota, así como numerosísimos jinetes que vienen cabalgando desde el sur. Para cuando lleguen, calculamos que será dentro de tres o cuatro semanas, ya deberíamos estar en el otro lado de la muralla para defendernos de ellos desde una posición más segura. Si nos alcanzasen antes de conseguirlo, podrían ponernos en una situación enormemente incómoda. Nos veríamos forzados a luchar entre dos frentes o a tener que retirarnos, lo cual sería terrible para el ánimo de nuestros cruzados.

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