Authors: Gonzalo Giner
El corro de curiosos estaba creciendo con rapidez, ante la sorprendente idea de tener allí al mismísimo Papa de Roma. A los dos hombres les estaba invadiendo una terrible ansiedad por salir de allí al ver aquel incesante flujo de personas que estaban reuniéndose a su alrededor.
—Santidad —la duquesa insistía—, os estaría eternamente agradecida si me permitís asistir a la misa que seguro vais a oficiar en esta santa basílica.
—Mirad, señora, no sigáis con ello. Vuestra insistencia me parece un poco excesiva. ¡De verdad que no soy la persona que vos creéis! ¡Dejémoslo así! Además, lo cierto es que tenemos un poco de prisa y debemos irnos ya. ¡Lo sentimos!
Debían salir de allí inmediatamente, antes de que se complicaran más las cosas. Se despidieron de las damas con brusquedad y se dirigieron hacia la puerta, por donde acababan de entrar hacía escasos minutos.
Aquel hombre que desde hacía un buen rato no se había despegado de ellos pudo escuchar casi toda la conversación confundido entre el grupo de curiosos. Si resultaba cierto lo que acababa de oír, sus perseguidos eran todavía mucho más interesantes que lo que había sospechado.
Se acercó a las damas al instante de haberse quedado solas, estudiando el gesto de perplejidad de la duquesa de Génova, que no terminaba de entender por qué Su Santidad se había negado a reconocerse como tal.
—Perdonad, señora. He escuchado en parte la conversación que manteníais con esos caballeros y, si no he entendido mal, me ha parecido que vos habéis creído reconocer al mismísimo Inocencio IV. ¿Estáis hablando del pontífice romano?
—¡Con toda seguridad, caballero! Era él, no me cabe ninguna duda. Lo que no entiendo es qué hace aquí de incógnito.
El hombre no había terminado de escuchar las últimas palabras y ya se dirigía, veloz, tras las huellas de aquellos dos escurridizos romanos. Los localizó nada más salir al exterior. Se dirigían a buen paso hacia el centro urbano. Si no se daba prisa, era fácil que se le perdiesen entre los abundantes transeúntes que, a esas horas, abarrotaban las calles comerciales, por lo que decidió acelerar el paso, tratando de no perderles de vista en ningún momento. Antes de terminar la primera calle, y previamente a que entrasen en la zona más transitada, el hombre ya se encontraba a muy corta distancia; los seguía con la mayor precaución para evitar ser visto.
Al principio los dos hombres no daban más de veinte pasos sin que alguno se volviese a mirar, tratando de saber si alguien les seguía. Pero pasadas varias manzanas de casas, y sabiéndose ya lejos de la basílica, empezaron a hacerlo con menos frecuencia.
El judío, que en todo momento estudiaba sus reacciones, trataba de no perderles, guardando una distancia prudencial. De este modo recorrieron bastantes calles, hasta que llegaron a una explanada, justo al lado del puerto. Los dos hombres, ya más tranquilos, redujeron el paso y se encaminaron hacia un muelle donde estaban amarrados unos buques. Después de pasar por delante de varios, ascendieron por la rampa de una galera de nombre
Il Leone
, de bandera veneciana, y desaparecieron de la vista del judío.
Éste esperó unos minutos para acercarse al barco. Identificó al que parecía ser su capitán, pues andaba azuzando a dos hombres para que terminasen de cargar unos sacos en un carro que estaba al lado de la galera. Se acercó a hablar con él.
—Buenas tardes. Mi nombre es Isaac Ibsaal. ¿Sois vos el capitán de este barco?
—Con él estáis hablando. ¿Puedo ayudaros en algo? —contestó el capitán, observando a aquel hombre enjuto.
—¡Posiblemente! Necesito partir de viaje con urgencia y estoy buscando un medio de transporte rápido. Como vuestra galera parece muy veloz, me he animado a acercarme a ella para saber hacia dónde tenéis previsto viajar.
—Mañana zarparemos a primera hora hacia Esmirna. Tras dejar la carga allí y recoger nueva, partiremos a Venecia. No sé adónde pretendéis ir vos, pero siento deciros que no admito pasaje. Esta galera sólo se dedica al transporte de mercancías.
—¿A Esmirna? ¡Perfecto! Es justo donde deseaba ir. —El judío sacó una bolsa llena de monedas y, sin mediar palabra, se la puso en la mano. El capitán compuso un gesto lleno de asombro—. Podéis contarlo, pero creo que hay suficiente oro para aliviar todas las molestias que os pueda causar como pasajero.
El capitán abrió la bolsa y, al ver su contundente contenido, la volvió a cerrar y la metió en su jubón.
—Señor Isaac, considerad este barco como vuestra propia casa. Bienvenido a
Il Leone.
Estáis delante de la galera más veloz que pueda surcar el Mediterráneo. En mi barco llegaréis a Esmirna antes que con cualquier otro que hoy pueda estar atracado en este puerto. —Le dio la mano e instintivamente tocó la bolsa oculta bajo su jubón—. Si lo deseáis, podéis pasar incluso la noche en él. Si no os conviene, sólo necesitáis saber que os espero mañana, para partir al alba. —Le ofreció nuevamente la mano como signo de conformidad.
—Gracias por vuestro ofrecimiento, pero debo concluir algunos asuntos antes de mi partida. ¡No os preocupéis! Antes de la salida del sol, me tendréis por aquí.
El judío se despidió finalmente del capitán, estrechándole con fuerza la mano.
Tras cruzar nuevamente la zona del mercado, Isaac llegó hasta un pequeño local donde se servía el mejor té verde de Constantinopla. Allí localizó a un grupo de tres hombres que estaban fumando y hablando acaloradamente en hebreo. Uno de ellos, el que lucía una luenga y pelirroja barba, al verle, le saludó, agarró una silla y se la acercó para que se sentase junto a ellos.
—Pero ¿dónde te habías metido, hermano Isaac? Habíamos quedado en vernos aquí hace ya tiempo y no aparecías. ¡Nos tenías bastante preocupados!
Isaac mandó que bajasen la voz y les pidió que se acercasen más a él, para contarles algo importante.
—¡No os lo vais a creer, pero acabo de ver al Papa de Roma y sabe lo de los pendientes!
El de la barba pelirroja, al oír la noticia, se sobresaltó de tal manera que, sin querer, empujó la taza de té que tenía justo delante, derramando todo su contenido en el regazo del que tenía a su lado. Este empezó a quejarse de forma ruidosa.
—¡Calla, Ismael, y deja de protestar! —le increpó el barbudo, que se llamaba David—. Escucha a Isaac, que esto parece serio.
—He querido ver, una vez más, el mosaico que todos conocéis de la Madre del Nazareno en la iglesia de Santa Irene, para encontrar alguna nueva pista que nos diera su localización. Y cuál sería mi sorpresa cuando escuché a unos extranjeros que estaban allí hablando de sus pendientes. Como sabéis, el estado de deterioro del mosaico impide identificar el rostro de la imagen; por tanto, aquellos hombres, y por el motivo que sea, conocen su existencia al igual que nosotros.
—¿Cómo puede ser que alguien más sepa de ellos? —pensó en alto David.
—Lo desconozco, pero aún me resultó más sorprendente que parecieran estar seguros de poder hallarlos. Lógicamente, he empezado a seguirles a partir de ese momento, y su siguiente parada ha sido Santa Sofía.
—Has dicho que uno de ellos era el papa Inocencio, ¿cómo lo has averiguado? —Ismael era algo más lento de reflejos que el resto.
—Te contesto, hermano, siguiendo con mi relato. Unas mujeres, también extranjeras que visitaban aquel templo, parece que reconocieron casualmente a uno de los hombres, y pude presenciar, de cerca, la extraña situación que se desencadenó. La más noble de ellas aseguraba que se trataba del papa Inocencio IV aunque no llevase sus hábitos. Me acerqué a ellas para confirmar lo que había escuchado, después de que los otros decidieran abandonar la iglesia apresuradamente al verse reconocidos.
—¡El Papa latino en Bizancio! Me pregunto qué puede estar haciendo por estas tierras, donde sabe que no es bien recibido. Si únicamente ha venido por los pendientes, sus motivos por hacerse con ellos tienen que ser muy distintos a los nuestros. —David, preocupado ante la novedad de tener aquella ilustre y seria competencia por la posesión de los pendientes, quiso hacer esa reflexión, antes de dejar continuar a Isaac con su relato.
—Tampoco yo lo sé, David —contestó Isaac—, pero está claro que quiere viajar de incógnito. Fijaos que, en cuanto ha sido reconocido por aquella mujer, ha salido huyendo como de la peste. Al salir de Santa Sofía, les he seguido por toda la ciudad hasta que se han metido en un barco veneciano, amarrado en el puerto, que he sabido que sale para Esmirna mañana. Y sin dudarlo, he comprado un pasaje para viajar con ellos. —Hizo una breve pausa, para aclararse la garganta con un sorbo de aquel delicioso té—. Creo, hermanos, que debemos seguirle hasta saber lo que pretende. Estoy seguro de que lo que ha venido a hacer en Constantinopla, o lo que vaya a hacer a Esmirna, lo quiere llevar en completo secreto. Por eso, y como no me han visto, partiré con ellos en el barco, a primera hora de la mañana.
Todos los presentes dieron su conformidad.
—¿Quieres que te acompañemos a Esmirna, Isaac? —le preguntó Ismael.
—No, en absoluto. Creo que deberíais quedaros aquí, siguiendo nuestras propias pistas. Además, en el barco no dejan llevar a pasajeros. ¡Me ha costado una fortuna conseguir que el capitán me admitiera! Tenemos que actuar con mucha prudencia. Nadie debe averiguar el motivo último que mueve nuestro interés por poseer esos pendientes. Como sabéis, casi nadie conoce nuestra existencia, y así deberíamos seguir el mayor tiempo posible. Como esenios, pretendemos y anhelamos ver la llegada del gran momento final, cuando tengamos en nuestro poder todos los objetos sagrados. Pero en esta empresa, tan trascendental como delicada, debemos movernos con extremo cuidado.
—De acuerdo, nosotros seguiremos con lo nuestro, pero ten mucha precaución, hermano Isaac. Si te ves necesitado de ayuda, te recuerdo que tenemos una pequeña comunidad de hermanos esenios en Éfeso.
—Muy bien, David. ¡Lo tendré presente! Ahora me voy a buscar ropa y dinero para mi partida. Le he dicho al capitán que embarcaría mañana, aunque me ofreció dormir esta noche en el barco. Estoy pensando que podría ser más conveniente que pase esta noche allí. Así tendré vigilados a los dos hombres.
Se tomó el té de un trago, se levantó y se despidió de todos.
—¡Que el Dios de la luz te ilumine en tu viaje, Isaac! —le despidió Ismael.
—¡Que así sea, hermano!
En ese momento, dentro de
Il Leone
, Inocencio hablaba en el camarote con su secretario Cario.
—¡Qué mala suerte hemos tenido! Esa fastidiosa mujer se ha dado cuenta de quién era y por poco provoca una gravísima crisis diplomática y religiosa. ¡Imagínate el lío que se puede montar si el patriarca de Constantinopla se entera de que el Papa de Roma está en sus dominios, sin avisar, y disfrazado de comerciante! ¡Ríete de las consecuencias que podría acarrear!
—¿Piensa Vuestra Santidad que una indiscreción de la duquesa podría poner en peligro nuestro objetivo?
—Cario, no conozco a la duquesa de Génova más que de vista, durante alguna recepción, y no en más de dos o tres ocasiones. Pero sé, por otros que la conocen bien, que en Génova tiene fama de no poder guardar un cotilleo. Por tanto, debemos asumir que sólo será discreta si, por casualidad, no conoce a nadie en Constantinopla, lo cual no lo podemos saber. En todo caso, debemos prepararnos para lo peor, y por ello lo más prudente es que no salgamos del barco hasta que partamos mañana hacia Esmirna. Creo que es lo más sensato, dadas las circunstancias.
—¡Como ordenéis, Santidad!
Los dos pasajeros estuvieron el resto de la tarde sin salir de su camarote, aprovechando la tranquilidad que reinaba en el barco para celebrar misa y para planificar sus movimientos en Éfeso. Ya estaba anochecido cuando llamaron a su puerta para avisar de que la cena estaba preparada. Salieron del camarote y fueron directamente al comedor. Al abrir la puerta, se sorprendieron al encontrar sentado a la mesa al capitán hablando con un desconocido. Al verles entrar, el capitán se volvió hacia ellos.
—Buenas noches, señores. Esta noche nuestro cocinero Paulino nos ha preparado un suculento menú. ¡Sentaos con nosotros, caballeros!
Tomaron asiento sin dejar de mirar a aquel hombre de pelo rizado y nariz aguileña, que hacía lo propio con ellos.
—Os presento al señor Isaac... —se volvió hacia él—, perdonad, pero no recuerdo cómo era vuestro apellido.
—Isaac Ibsaal —contestó el desconocido.
—El señor Ibsaal va a acompañarnos hasta Esmirna. Debe acudir allí urgentemente, y me ha solicitado que le hiciera el favor de llevarle en nuestra galera. Os aseguro que es muy convincente, y no he sabido negarme, aunque le expliqué repetidamente que este barco es mercante.
Inocencio extendió su mano para estrechársela.
—Mi nombre es Sinibaldo de Fieschi, soy romano y voy en viaje de negocios. Os presento a mi compañero, Cario Brugnolli. Ambos viajamos a Éfeso para realizar unas compras. Por cierto, ¿de dónde sois vos, caballero?
Se sentaron en los bancos que quedaban libres.
—Soy de Antioquía, aunque toda mi familia procede de Jericó. Mis padres tuvieron que huir de allí cuando entró Saladino con sus tropas y tomó la ciudad. Teníamos bastantes tierras entre Jericó y el mar Muerto, pero las perdimos a manos de los egipcios y tuvimos que emigrar hacia el norte.
Paulino de Módena entraba en ese momento con dos grandes fuentes de comida que dejó en la mesa.
—Os he preparado, de primero, unas deliciosas migas de atún con aceite de oliva y unas tostas de trigo con sésamo. Para el que se quede con hambre, le espera un segundo plato, también muy bueno: sardinas escabechadas del Adriático.
—¡Bravísimo, Paulino! Eres un maestro en la cocina. Sólo queda que nos traigas, para acompañar esta estupenda cena, un par de jarras de vino blanco, bien fresquitas, y así nos harás plenamente felices —comentó el capitán, que ya se había animado y puesto una buena porción de atún encima de una gran tosta—. ¡Estoy hambriento! No sé vosotros, pero os invito a empezar a comer, sin timideces. Yo no respondo si luego os queda poco. ¡Tengo tanta hambre como si no hubiese comido en cien años!
Los cuatro comensales atacaron sin misericordia las dos fuentes comprobando, una vez más, las habilidades culinarias del virtuoso de Módena.
Inocencio, mientras tanto, trataba de observar algún detalle en el rostro de aquel hombre que le ayudase a captar sus posibles intenciones, ya que en su interior algo le estaba diciendo que no era de fiar. Había algo en su mirada, en aquellos profundos ojos negros, que le producía una creciente inquietud.