La cuarta alianza (6 page)

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Authors: Gonzalo Giner

BOOK: La cuarta alianza
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Dirigieron entonces la vista hacia sus hombres, que les parecieron frágiles puntos en medio de aquella gigantesca estructura de piedra que protegía Jerusalén y de una imaginaria ola de tropas enemigas descolgándose desde todos los enclaves montañosos que la rodeaban. Sin necesidad de hablar, todos adivinaban una segura matanza.

Ferdinand apuntó:

—Aunque pudiéramos alcanzar con las escalas varios puntos de la muralla a la vez, evidentemente no todos llegarían vivos hasta las almenas. Los que lo lograran deberían combatir cuerpo a cuerpo contra una ingente cantidad de enemigos antes de alcanzar alguna de las puertas que permitiese que el grueso de nuestras tropas entrase en la ciudad. Esto puede suponer un alto coste en vidas sin tener, además, garantías de éxito. ¡Bajemos un instante de esta roca, señores, creo que podríamos tener una oportunidad enfocando el problema de una manera distinta! Para explicarme, necesitaría dibujarlo.

Alisó un espacio suficiente en la fina arena amarillenta y, ayudándose de un palo, empezó a trazar lo que parecía una torre.

—Creo que podríamos lograrlo si somos capaces de construir cuatro sólidas torres móviles de madera de igual altura que sus murallas, como esta que veis en boceto. Cada torre, totalmente revestida de escudos, se transformaría en una estructura segura para nuestros soldados frente a flechas y lanzas. Con no muchos caballos las arrastraríamos hasta unos quince codos de distancia y desde allí tenderíamos unas tablas, a modo de puentes, para lanzarnos sobre sus defensas. Al estar a la misma altura, el aceite no nos alcanzaría y nuestros arqueros podrían despejar con facilidad el paso. A través de ellas, entraríamos sin un elevado coste en vidas.

Godofredo, sorprendido y satisfecho por la propuesta, añadió:

—Cuatro torres para cuatro puertas de entrada a la ciudad. Para dos de ellas tenemos suficiente madera si aprovechamos las catapultas y sus bases móviles actuales y levantamos su estructura con la madera que tomemos de los carromatos. Pero para construir las otras dos tendremos que buscar una parte por los bosques de Jericó y el resto obtenerla de un barco que llegará al puerto de Jaffa dentro de dos o tres días. Sabemos que transporta un gran cargamento de madera desde Génova para ampliar el puerto, ya que los barcos de gran calado apenas pueden entrar en él. Podemos retrasar su construcción hasta tener Jerusalén en nuestras manos.

Montó más confiado en su caballo y animó a todos a hacer lo mismo y a ponerse manos a la obra sin tardanza.

—Señores, tenemos mucho trabajo por delante. Preparad lo antes posible cuatro grupos de trabajo para construir cada una de las torres. Otros tres grupos más se encargarán de traer la madera desde Jaffa y desde Jericó. La orden es que estén terminadas el próximo día 15. Por tanto, tenemos pocas semanas por delante. El 15 de julio será el día del asalto final.

Ferdinand se prestó voluntario para ir al puerto de Jaffa. Seleccionó a un centenar de cruzados y diez grandes carros capaces de transportar la pesada carga.

Emprendieron la marcha a media mañana formando una larga hilera, precedida a cierta distancia por un selecto grupo de oteadores que batían el camino para evitar posibles ataques de los muchos grupos de egipcios que estaban dispersos por las montañas, de contiendas anteriores a la llegada a Jerusalén.

Ferdinand de Subignac, apodado «el Valiente» tras su actuación en la conquista de Nicea, cuando venció con su espada a más de cincuenta enemigos en un solo día, encabezaba el grueso de la comitiva. Durante el trayecto iba recordando, junto a su amigo de infancia y en ese momento compañero de ruta Charles de Tuigny, su ciudad natal de Troyes, entonces tan lejana en el tiempo y en la distancia.

Habían pasado ya más de tres años de su partida y sin embargo no dejaba de pensar ni un solo día en su mujer, Isabel. Cargaba con la pesada culpa de no haber podido ver ni estrechar entre sus brazos al hijo que dejó en su vientre antes de su marcha. Charles y él salieron juntos de Troyes con la misma ambición; superar la difícil vida de servidumbre y limitaciones que compartían. No habían nacido de noble cuna y por tanto sus apellidos no tenían vinculados condados ni tierras, castillos ni vasallos, pero habían trabajado para ellos. Ferdinand en los dominios del conde Hugo de Champaña y Charles para la Iglesia. La cruzada les había permitido soñar con algo que no les había sido dado por sangre: llegar a ser poderosos señores, con tierras, palacios y vasallos. Aun sabiendo que para ello habían dejado lo más querido de sus vidas muy lejos, casi podían palpar ya la recompensa de tantos sacrificios. La alternativa la conocían de sobra; uno hubiera terminado de capataz del conde para el resto de su vida y el otro como un sencillo alfarero a las órdenes de la Iglesia.

Charles, sabiéndose cerca ya del final de su peregrinación, quiso compartir con su amigo sus planes y deseos. Sin mujer que le esperase y sin ninguna responsabilidad en Troyes, su idea era probar fortuna en esas nuevas tierras. Pediría los derechos sobre alguna población y sus gentes. Con suficiente tierra de labor para sembrar trigo, centeno o cebada. Olivos, para proveerse de aceite y venderlo a un comerciante conocido de Marsella, y un gran rebaño de ovejas para comerciar con su lana, fabricar quesos al estilo de su región y aprovechar los rastrojos de las tierras. Y siempre tendría un buen cordero para invitar a un amigo.

Ferdinand estaba sorprendido de lo bien calculado de sus planes, pero le intrigaba saber cuáles eran sus proyectos de faldas, pues conocía las tendencias amorosas de su amigo. Suponía que la soltería no entraba dentro de sus intenciones y le había preguntado por ello, acompañándose de una cómplice mirada.

Antes de explicarse, Charles había soltado una estridente carcajada en réplica a su gesto.

Primero, contó, necesitaba verse instalado, pero sin tardar buscaría después mujer, y seguramente árabe. Desde que habían entrado en esas tierras se reconocía cautivado ante su belleza. Había oído hablar también de su carácter prudente y ponderado, de su amor generoso y fiel, de su sensatez de juicio y de su firmeza en la educación de los hijos. Con esas cualidades, ¿para qué iba a buscar mujer entre las de su tierra, cuando éstas eran perfectas? Con ella llenaría la casa de hijos, compartiría alegrías y vería su descendencia crecer y multiplicarse por esa santa tierra.

Ferdinand bromeaba ante el bucólico panorama que éste le había dibujado, tan distinto ahora, al recordar las numerosas ocasiones que habían estado a la búsqueda y captura de unas buenas faldas, o las escenas de combate, cargadas de sudor y sangre, donde los enemigos caían bajo el impulso mortal de sus espadas. El aire de esa tierra había surtido un efecto sorprendente en su amigo, pensaba Ferdinand. Así siguieron en animada conversación hacia Jaffa.

Godofredo y Raimundo, instalados en una de las tiendas recién levantadas, estudiaban las defensas de la ciudad.

Estaban discutiendo sobre el reparto necesario de tropas para cada puerta, cuando fueron interrumpidos por un cruzado que entró corriendo en la tienda.

—Caballeros, sabréis disculpar mi precipitación, perturbando así vuestro descanso, pero tengo noticias alarmantes que daros y creo que debéis conocerlas con urgencia.

—¿Y cuáles son éstas, amigo? —le preguntó Godofredo, intranquilo ante el semblante del cruzado.

—Estamos asustados, señor. Por todos lados yacen en el suelo caballos y también muchos de nuestros hombres con síntomas que parecen de envenenamiento. Unos están vomitando sangre y bilis, y los que están peor agonizan con intensos dolores. Los contamos ya por cientos.

—¡Por Dios bendito, eso es que habrán comido algún alimento en malas condiciones! —exclamó Raimundo—. ¡Acude raudo y da la orden de que se prohíba el reparto de alimentos antes de que podamos comprobar su estado!

El cruzado, inquieto por la situación, siguió hablando, ya que creía que la causa podía ser otra muy distinta.

—Permitidme con toda humildad transmitiros mis sospechas sobre el posible origen de esta maldición. Creo que todos los afectados se corresponden con los que, por efecto de la angustiosa sed que arrastramos durante tantos días, han ido a satisfacerla a las dos fuentes que hemos encontrado en las cercanías del campamento.

El panorama que Godofredo y Raimundo se encontraron cuando se desplazaron a ver las tropas era desolador. Decenas de cadáveres de caballos y, salpicados entre ellos, los de hombres y mujeres, unos gritando y otros agonizando de una forma espantosa, cubrían aquel escenario de dolor y confusión. Podía ser el agua, pero para estar totalmente seguros mandaron traer un cordero para que bebiera de ella.

En pocos minutos, el animal que había bebido con ansiedad se tiraba al suelo escupiendo babas, convulso y preso de fuertes dolores. Al poco tiempo empezaba a vomitar sangre, lo que no dejaba lugar a dudas sobre el origen del envenenamiento.

Godofredo recogió de los brazos de una mujer el cadáver de un pequeño que apenas tendría cinco años, víctima también del agua envenenada. Lleno de furia, y mirando hacia las murallas de la ciudad, gritó:

—¡Malditos seáis ante los ojos misericordiosos de Dios! ¡Sabed que yo, Godofredo de Bouillon, duque de Lorena y humilde portador en mi pecho de la cruz de Cristo, juro aquí, delante de mis hermanos en la fe, que pagaréis con vuestras vidas este crimen y el dolor que nos habéis provocado! ¡Vuestra hora está cerca! —siguió exclamando—. ¡Y juro que me encargaré de que ninguno de vosotros pueda volver a ver Egipto, el país de donde nunca debisteis salir!

Raimundo, que conocía perfectamente el carácter sereno y templado de Godofredo, ante la enérgica reacción que acababa de presenciar, la rotundidad de sus palabras y su firme semblante, pensó y entendió por primera vez, al igual que todos los que presenciaron el juramento, que tenía enfrente al que, por los méritos que había acumulado, iba a ser con toda seguridad el primer rey franco de Jerusalén.

La jornada que precedió al multitudinario entierro que había provocado el envenenamiento, estuvo cargada de dolor y de llanto por las más de doscientas almas perdidas en las mismas puertas de la Ciudad Santa, y también por el fatigoso trabajo de cavar aquella cantidad de tumbas en la seca y dura tierra. Durante ese día se abandonó la construcción de las torres, por lo que hubo que retrasar los planes.

Los casi seis mil cruzados se arremolinaban en la colina donde el capellán Amoldo de Rohes, que celebraba solemnemente las exequias, estaba dirigiendo un encendido sermón en el que comparaba el sacrificio de Cristo en la cruz —tan cerca de donde estaban en ese momento— por el cual había redimido del pecado a todos los hombres, con el que habían padecido esas benditas almas cruzadas para liberar los Santos Lugares de las manos de tan cruel y blasfemo enemigo.

El padre Amoldo pidió a todos los asistentes que los recordasen en sus oraciones, sobre todo el día que luchasen contra los egipcios. Y prometió también que la primera misa que se celebrase en el Santo Sepulcro sería ofrecida en recuerdo de todas esas santas almas que ya se habían ganado el cielo al haber muerto en cruzada.

Las jornadas siguientes fueron de intenso trabajo para todos. Los cruzados se habían organizado en varios grupos. Los más experimentados cazadores salían diariamente de madrugada a la búsqueda de animales. Los primeros días consiguieron abatir algunos ciervos y bastantes jabalíes que pastaban libres en las inmediaciones de los bosques que jalonaban el valle del Jordán. Luego, y a falta de más caza mayor, terminaron cazando cuantas ovejas o cabras silvestres encontraban dispersas entre las montañas y senderos que llevaban de Jerusalén a la vecina ciudad de Betania.

Uno de los grupos llegó un día alborozado con un rebaño de trescientas ovejas, propiedad de un colono egipcio que, por conservar la vida, les había entregado todos sus animales.

La comida escaseaba, pero aun así la carne se reservaba para los artesanos que trabajaban las veinticuatro horas del día para tener terminadas las torres. Se empeñaron con todo su esfuerzo en levantarlas a toda velocidad sin contar con apenas herramientas y consiguieron finalizar las dos primeras antes de la primera semana. Se propuso que se las bautizara con el nombre de los cuatro evangelistas y así, de común acuerdo, las dos primeras recibieron el nombre de San Mateo y de San Marcos.

Ferdinand de Subignac, con su grupo, había retornado desde el puerto de Jaffa una semana después de su partida con diez carros llenos de madera de roble. Con la nueva provisión se comenzó con la tercera torre, que sería la de San Lucas, y en pocos días quedaría también terminada la última, la de San Juan.

Sólo quedaban cinco días para que se cumpliera la fecha establecida del ataque a la ciudad.

Los sitiados no sabían de su construcción, pero se temían un ataque inminente a tenor del reforzamiento de las posiciones que los cruzados habían estado realizando en los últimos días. Su capacidad defensiva era crucial; no tenían otra posibilidad estratégica, pues los tímidos ataques que lanzaron desde sus posiciones unas jornadas atrás no habían producido daños a las tropas cruzadas.

El consejo de nobles francos había repasado una y otra vez las estrategias de asalto. Todo estaba a punto para el día clave.

Ya desde las primeras horas de la mañana del 15 de julio el calor era muy intenso. Las últimas arengas de los jefes cruzados habían encendido a las más de seis mil almas que aguardaban la orden de asalto. Durante los tensos y difíciles momentos de la espera, corrían por sus mentes, a veces un tanto mezclados, los diferentes deseos o motivos que les habían empujado a cada uno a emprender el camino de la cruzada. Los más devotos habían partido con el único fin de liberar la ciudad y así reabrir nuevamente la peregrinación de miles de cristianos a Tierra Santa, paralizada desde la entrada de los seléucidas turcos primero, y de los egipcios después. Otros sólo deseaban saciar su sed de venganza por los miles de muertos que habían tenido que pagar como tributo hasta llegar allí. Los nobles ambicionaban fama, gloria y, en algunos casos, también algún condado o ducado en esas tierras, por no poseerlo en las suyas.

Muchos otros cruzados, sin cuna ni apellidos, ambicionaban riquezas, tesoros o por lo menos conseguir alguna reliquia. La venta de reliquias estaba siendo uno de los negocios más rentables de la época, ya que media Europa se peleaba por tener y venerar el resto de algún santo. Las relacionadas con la vida de Jesús o con su pasión eran las más veneradas y las mejor pagadas.

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