Authors: Gonzalo Giner
Pierre había visitado en una ocasión la sede principal del Temple en Jerusalén. Estaba próxima a la Gran Mezquita de la Roca, octogonal también, donde se veneraba una gran piedra basáltica. La tradición hebrea la consideraba la misma que habría servido a Abraham como mesa de sacrificio de su hijo Isaac en el monte Moriah. Los musulmanes atribuían también a esa piedra un gran valor, pues desde ella el profeta Mahoma había viajado al cielo y al infierno guiado por el arcángel san Gabriel, cuando le fue revelado el Corán. Justo en el mismo emplazamiento donde se levantaba el antiguo templo de Salomón, el rey Balduino II les había cedido, anejo a su palacio, la que era mezquita de al-Aqsa, «la lejana», construida por el califa Omar. Por tanto, la sede principal de los templarios estaba en uno de los lugares de mayor concentración de energía espiritual y telúrica conocidos en el mundo: en la mezquita de al-Aqsa, y cerca de la Cúpula de la Roca.
El nuevo templo que le encargaron levantar en Navarra, en los alrededores de Puente la Reina, en un lugar llamado Eunate —lugar de las cien puertas—, serviría de culto y refugio a todos los peregrinos que recorrieran el camino de Santiago. Ese emplazamiento estaba dentro de la encomienda que siete años antes habían recibido los templarios por parte del señorío de Cizur. El insólito proyecto también comprendía la construcción de un claustro redondo y abierto en el perímetro exterior del templo. Asimismo, debía reproducir su pórtico, hasta en el más mínimo detalle y con todas y cada una de las figuras que decorasen las dovelas de sus arcos, en otra iglesia ya construida, a una hora de camino de Eunate, en dirección este. Atendiendo a sus precisas indicaciones, las figuras de la segunda iglesia tenían que terminar siendo la imagen invertida de las de Eunate. Como si una fuese la imagen opuesta de la otra.
Pierre fue uno de los más afamados maestros constructores de todo el Languedoc, Aragón y Navarra, avalado por la cantidad y calidad de sus numerosas obras realizadas a lo largo de esas amplias regiones. Pertenecía además a la logia de Saint-Jacques, o de Santiago, que había levantado casi todas las iglesias que salpicaban las rutas de peregrinación del camino de Santiago. Aunque todas las construcciones le habían apasionado, los encargos de los templarios nunca dejaban de parecerle especialmente interesantes.
Mientras iba recordando aquellos acontecimientos alcanzó el ala norte de la fortaleza y en ella comentó a su fiel vigilante:
—¿Alguna novedad en las posiciones de esos malditos, querido hermano?
—Ninguna apreciable, mi señor. Sólo he visto a unos diez o doce jinetes alejándose a toda velocidad en dirección norte cuando apenas empezaba a anochecer, y hasta ahora, ya metidos en plena noche, no les he visto regresar. ¡Creo, mi señor, que será una noche tranquila!
Pierre se despidió y se encaminó, sumido en la tristeza, hacia la puerta del torreón para descender por su escalera de caracol hasta la planta baja. Demasiado bien sabía él que aquella noche no iba a ser nada tranquila. Aún le restaban dos horas de tensa espera hasta que la pesada puerta principal de entrada a Montségur ardiese de forma intencionada. Una vez destruida, las tropas cruzadas efectuarían el asalto definitivo a la fortaleza, con la segura detención de todos sus hermanos. Con el fin de aprovechar el desconcierto había planeado su huida por la cara sur, la menos vigilada por el enemigo, a través de una trampilla que, tapiada años atrás, localizó en una ocasión revisando los planos del castillo. Ésta pudo ser cegada en su momento por razones de seguridad y posteriormente quedó inadvertida. Había logrado localizarla y durante casi un mes, con la máxima precaución, se dedicó a extraer la argamasa de las juntas de las al menos veinte piedras que la ocultaban. Había disimulado las uniones con una mezcla de arenisca y engrudo de manera que no llamaran la atención.
Durante las últimas noches había meditado mucho sobre las posibilidades que tendría de escapar junto con su amada Ana a la que tanto quería; pero finalmente había aceptado que en su complicada fuga debía ir solo si quería tener la menor oportunidad de llegar sano y salvo a tierras de Navarra, donde tenía algunos amigos que podían ocultarle el tiempo necesario.
Tener que abandonar a Ana a su suerte le atormentaba. Sólo imaginarla en manos de un destino tan cruel como el que suponía que iba a tener, seguramente consumida por las llamas, le provocaba una angustia insoportable. El recuerdo de los momentos pasados junto a ella era su único consuelo y medicina para sobrellevar los interminables minutos que aún tenía por delante. Los recuerdos volaban así hacia tierras de Navarra, donde conoció a su querida Ana.
Acababa de llegar a Puente la Reina, era miércoles, 21 de enero del recién iniciado año de 1228. Por fin alcanzaba la población tras un fatigoso viaje de doce jornadas desde Bailes, donde tenía su taller.
Al ver las primeras casas lo único con lo que soñaba era con encontrar la fonda que le habían reservado los monjes.
Necesitaba descansar en una buena cama, no sin antes haber llenado su estómago con alguno de los excelentes manjares navarros que le habían recomendado. Comer al calor de un hogar y en una mesa en condiciones era lo primero que quería hacer tras el largo viaje.
Mientras recorría con el pesado carro la calle principal, apenas reparó en la manifiesta belleza de ese pequeño pueblo navarro. Pensó que tendría muchos días y oportunidades para visitarlo y conocer hasta el último rincón.
La fonda Armendáriz estaba al final de la calle, a orillas del caudaloso río Arga, que atravesaba el pueblo por uno de sus extremos.
Sólo un mes antes de llegar allí había recibido la visita de una pareja de monjes de una encomienda templaría vecina a su taller. Venían para entregarle en mano una carta procedente de otra encomienda del reino de Navarra. Era un sobre pequeño en cuyo lacre estaba marcado el inconfundible sello templario con su tradicional cruz octavia.
Al abrirlo, una vez que los monjes hubieron partido, leyó con gran curiosidad su contenido. Cada uno de los encargos de aquellos monjes soldados había supuesto para él un enorme reto profesional como constructor, pero esos trabajos le resultaban doblemente interesantes al venir acompañados por enigmáticos significados ocultos. En esta ocasión se trataba de la construcción de una iglesia en el camino de Santiago, en una pedanía llamada Eunate.
Dejó de leer el encargo para buscar esa población en un plano de Navarra que guardaba en una estantería. En efecto, en las proximidades de Pamplona localizó un pequeño punto que respondía a ese nombre. El lugar de construcción estaba cerca de Puente la Reina, al este de la ciudad de Pamplona, calculaba que a una jornada de camino.
El escrito lo firmaba Juan de Atareche, con la referencia de «Comendador templario de la encomienda de Puente la Reina».
La logia de constructores que él había fundado había trabajado frecuentemente para la
militia christi
desde su instauración en Europa, nueve años después de su fundación en Jerusalén en 1118.
Pierre de Subignac se sentía orgulloso de dirigir la mejor logia de constructores del sur de Europa, y por ello nunca le faltaba trabajo. De hecho, llevaba unos años con una inusitada demanda tanto en el sur de Francia como en el norte de la Corona de Aragón. Parecía que todos los señores feudales y la Iglesia se habían propuesto a la vez construir cientos de templos, todos con la exigencia de ser los primeros de una larga lista de encargos.
Repasando mentalmente, calculó sus posibilidades de emprender esta nueva obra. Tenía en ese momento a todos sus equipos trabajando en diferentes proyectos. A tres los tenía construyendo en varios lugares repartidos entre Aragón y el Languedoc. Dos más trabajaban en el proyecto más complejo de todos, la catedral de Valence. Y un último equipo, vecino a Navarra, estaba a punto de terminar una magnífica iglesia, octogonal también, en un bello paraje cerca de Logroño llamado Torres del Río.
Pensó que los cuatro constructores que estaban terminando este último encargo podrían ser los más adecuados. Hablaban todos castellano y estaban acostumbrados a dirigir y a contratar mano de obra local. El sólo tendría que llevar desde el taller principal cuatro constructores más, acompañándolos inicialmente en sus trabajos, hasta ver encauzada la obra. Más adelante volvería para comprobar el estado de las mismas.
Sus recuerdos se detuvieron sin querer para volverse hacia las consecuencias que tuvo aquel encargo para su vida.
No había imaginado que aquella obra sería la última de su carrera como constructor. Aquel recóndito paraje navarro fue el testigo de dos hechos que cambiaron completamente su suerte. Allí nació y se forjó su relación con Ana y, por ella, el abandono de su fe y de su trabajo. Un doble flechazo de igual origen que su corazón recibió de un solo golpe. Esparciendo primero el abono de su amor, sembró e hizo germinar en él, después, su devoción por la fe catara que ella profesaba desde hacía muchos años. Alcanzar la más íntima comunión con Ana, compartiendo sus destinos, para emprender juntos aquel camino de perfección, de luz y de fe, implicaba abandonar todas las circunstancias que habían caracterizado su vida anterior. Y lo hizo sin dudarlo. Como su más celoso portador, aquel medallón —testimonio material de los más sagrados y antiguos significados— había ido dirigiendo su suerte y su destino a lo largo de su vida. Estaba seguro de que ahora también su influjo había actuado.
Volvieron de nuevo a sus recuerdos las imágenes de su primer viaje a Navarra.
Después de dos semanas de preparativos habían cruzado los Pirineos por Roncesvalles y, tras pasar dos penosas jornadas cabalgado entre la nieve, acompañados por un inusual y a la vez intenso frío, habían llegado a los verdes y húmedos valles de las proximidades de Pamplona. Recorriendo después caminos más suaves, y tras pasar un último puerto, divisaron Puente la Reina con gran alborozo y alegría de toda la comitiva.
El cartel que colgaba de la pared con el nombre de la fonda mostraba esculpida una altiva perdiz y un temeroso conejo, como prueba de las especialidades culinarias que la habían hecho famosa, aparte de su tranquilo emplazamiento y exquisito servicio.
—Hermano Pierre, siento molestaros tan tarde, pero creo necesario que sepáis que el almacén general de alimentos sólo tiene existencias para una semana más. Las últimas restricciones nos han permitido alargar nuestra resistencia, pero si esta situación se prolonga tendremos que hacer algo si no queremos morir todos de hambre.
La voz de Ferrán, responsable del almacén, le hizo retornar bruscamente a la realidad y abandonar sus recuerdos de Navarra.
—Comprendo, querido Ferrán. Gracias por tu empeño. Pero dejemos que llegue mañana. Entonces estableceremos nuevos planes para resolver ese serio problema. Descansa y retírate a tus aposentos. Mañana puede ser un día trascendental para todos.
Ferrán se alejó meditando esas palabras sin entender a qué se podría referir con lo de trascendental. ¿Qué más podía ocurrirles ya en su más que desesperante situación?
Al pasar por el lado norte de la fortaleza Pierre vio claramente en el bosque tres fuegos que formaban un perfecto triángulo. ¡Era la señal acordada para el inicio del asalto definitivo a Montségur!
Sobresaltado por la llegada del trágico momento, comenzó a bajar a trompicones las escaleras de caracol que le llevarían al patio central. Éste era el punto de donde partían las ocho calles en que se alineaban las viviendas y almacenes interiores de la fortaleza. Mentalmente había realizado el recorrido preciso, desde la torre norte hasta la puerta de entrada, infinidad de veces. Pero ahora se veía recorriendo la calle llamada del
Consolamentum
, que le llevaría hasta el pequeño taller de madera donde tenía preparados los tres barriles llenos de una mezcla altamente inflamable. El plan consistía en colocarlos en la única puerta de acceso al castillo y, una vez allí, prenderles fuego.
Introdujo la llave en la pequeña puerta del almacén y girándola tres veces consiguió entrar en su interior. La luz de la luna le permitió localizar rápidamente los tres barriles ocultos detrás de una montaña de gruesos listones de madera que el hermano Jacques usaba para confeccionar todo el mobiliario que poseía la fortaleza, muy austero pero siempre práctico.
Al inclinarse hacia ellos notó en su muslo la punta de la daga turca que por precaución había escondido entre su ropa para asegurarse de que nadie le impidiese llevar a término su misión. En lo más íntimo de su corazón esperaba no tener necesidad de usarla. Nunca había herido a nadie y mucho menos aún quitado una vida.
Alcanzó el primer barril y arrastrándolo con dificultad llegó hasta la puerta del taller. Miró antes para asegurarse de que nadie pudiera verle y salió en dirección norte para recorrer los escasos diez metros que le separaban del portón. El primer barril quedó cerca del enorme gozne izquierdo.
Notó cómo el sudor le caía por la frente, hasta la nariz, cuando estaba colocando el segundo, en el lado derecho y cerca también de su bisagra, pensando que una vez que ardieran con intensidad en esos dos puntos la puerta caería sin problemas.
El corazón le latía con fuerza, y en el silencio de la noche escuchaba su respiración al acercarse a recoger el tercer barril, en previsión de que los otros dos no fuesen suficientes. Estaba llegando a la puerta del almacén para extraer el tercero, cuando una voz le sobresaltó.
—¿Sois vos, Pierre?
La voz era de Justine de Orleans, la hermana del duque de Orleans, convertida al catarismo hacía sólo unos meses.
—Justine, me has asustado —reconoció, volviéndose en la dirección de la voz—. Estoy haciendo la última ronda antes de acostarme. Y tú, ¿cómo estás levantada tan tarde?
Desde el primer día que la vio llegar a Montségur le pareció la más bella de todas las mujeres que había conocido en su vida. Aunque amaba profundamente a Ana, Justine, con una sola de sus miradas, le alteraba como nunca antes otra mujer lo había conseguido.
—Antes de contaros las razones de mi paseo nocturno, me alegro de veros para poder informaros de un hallazgo que me ha resultado francamente extraño. —Tiró de su manga con intención de dirigir su mirada hacia otro punto—. ¿Habéis visto también vos unos barriles que están al lado de la gran puerta? Acabo de pasar cerca y me han extrañado mucho. Antes de encontrarnos estaba buscando un centinela, pues igual me equivoco pero al aproximarme a ellos noté un fuerte olor como a vinagre podrido y he pensado que, si por cualquier motivo ardiesen, al estar tan cerca de la puerta podrían ponernos en un grave aprieto. De hecho he intentado moverlos, pero pesan más de lo que mis débiles fuerzas pueden superar.