Read La cruzada de las máquinas Online
Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson
Tags: #Ciencia Ficción
El único medio de transporte que tenían era una pequeña nave de exploración que iba en el interior del carguero, seguramente para que el equipo de pruebas pudiera desplazarse —o huir— cuando probaran los motores del prototipo.
Ishmael asintió.
—No tenemos mapas, así que estamos limitados a lo que podamos ver con nuestros ojos. Hoy subirás al vehículo de reconocimiento y saldrás a explorar los alrededores. Tuk Keedair te acompañará.
Rafel frunció el ceño.
—No quiero a ese vendedor de carne conmigo.
—Tampoco creo que él tenga muchas ganas de estar contigo. Pero él sabe mucho más de Arrakis que nosotros. Quizá pueda reconocer algún punto geográfico, y es posible que le necesites para negociar la ayuda, si encontráis a alguien.
Aunque a desgana, Rafel tuvo que darle la razón. Sabía que era aquel tlulaxa quien había capturado a Ishmael y que, por tanto, seguramente él lo odiaba más que nadie. ¿Habría en sus palabras algún mensaje oculto que debía entender o alguna orden?
¿Me está pidiendo que me lleve a Keedair lejos de aquí y lo mate?
Pero la expresión de Ishmael era totalmente ininteligible.
—Si quiere sobrevivir, ese negrero tendrá que trabajar como los demás —insistió Rafel—. Y se le dará una ración de agua y comida más pequeña.
Ishmael asintió, con expresión distante.
—Le irá bien probar en sus carnes cómo viven los esclavos.
Tras tomar un racionado desayuno, Rafel eligió a otro esclavo, un hombre de hombros anchos llamado Ingu, para que vigilara al quejumbroso Tuk Keedair. Mientras Ishmael observaba, el tlulaxa los miró a todos con expresión furibunda y sacó un trozo de metal afilado que había sustraído de la nave siniestrada.
Ingu y Rafel retrocedieron, convencidos de que les iba a atacar, aunque era evidente que no podría con cien zensuníes furiosos.
—Lord Bludd ya me perjudicó bastante, pero ahora, después de décadas de conseguir pingües beneficios, vosotros me habéis arruinado. ¡Totalmente! —E hizo ademán de atacar con aquel arma improvisada—. Esclavos estúpidos e inútiles.
Y entonces, en un arrebato de desesperación, se cortó la trenza. Keedair sostuvo en alto aquella soga flácida y polvorienta y la dejó caer sobre la arena. El antiguo negrero se veía extrañamente desnudo sin su trenza; se quedó mirando su pelo sin su arrojo de siempre.
—Arruinado.
—Sí —le dijo Ishmael sin dejarse impresionar, y le cogió el fragmentó de metal de las manos—. Tendrás que empezar a ganarte el sustento como nosotros.
—¡El sustento! Es inútil… aquí cada aliento es un derroche de líquidos corporales. Mira esa gente, a pleno sol con el calor que hace… ¿por qué no han aprovechado el frescor de la noche para hacer lo que tuvieran que hacer? —El tlulaxa los miró furioso.
—Porque por la noche los zensuníes rezan y duermen.
—Pues si hacéis eso en Arrakis moriréis. Las cosas han cambiado, y tenéis que aprender a cambiar vosotros también. ¿Es que no os habéis fijado en el calor y el polvo? Aquí incluso el aire os roba las gotas de sudor, os chupa el agua del cuerpo… ¿con qué la vais a reponer?
—Tenemos suministros al menos para algunas semanas, puede que meses.
Keedair dedicó una dura mirada a Rafel.
—¿Y estáis seguros de que será suficiente? Debéis proteger vuestra piel del sol abrasador. Debéis dormir durante las horas de más calor y hacer el trabajo aprovechando el fresco de la noche. Si lo hacéis así sudaréis la mitad.
—También podemos conservar las fuerzas si tú te encargas del trabajo más duro —dijo Ishmael.
—No queréis entender, ¿eh? —dijo Keedair, disgustado—. Pensaba que un hombre que ha arriesgado tanto para liberar a los suyos, que los ha guiado hasta un planeta lejano, querría mantenerlos con vida el máximo tiempo posible.
Grupos de refugiados estaban tratando de abrir la cubierta de carga para que Rafel pudiera salir con el vehículo de exploración. Era un vehículo bastante mal equipado, e ignoraban hasta dónde podría volar o cuánto combustible llevaba. Pero no tenían otra forma de cruzar aquella vasta extensión de arena. Aparte de caminar.
—Vamos a explorar los alrededores —dijo Rafel, dando un abrazo de despedida a Chamal. Miró de reojo a Keedair, que tenía cara de enfado y los ojos inyectados en sangre—. El negrero nos ayudará a encontrar un lugar donde establecer un campamento.
Tuk Keedair suspiró.
—Creedme, tengo tantas ganas de volver a la civilización como vosotros. Pero no sé dónde estamos, ni dónde podemos encontrar agua, o comida…
Ishmael lo atajó.
—Entonces tendrás que buscarlos. Sé útil y gánate tu parte de las provisiones.
Los tres hombres subieron al pequeño vehículo y Rafel miró con escepticismo el panel de mandos.
—Motores estándar. Se parece a un vehículo aéreo que piloté una vez en Poritrin. Creo que podré manejarlo. —El vehículo se elevó sobre la cubierta y salió de la nave.
Bajo la mirada atenta y esperanzada de Chamal, Ishmael y los demás esclavos, la nave se alejó de las rocas y salió a la zona abierta de dunas. El fornido Ingu miraba el paisaje con el ceño fruncido, con la esperanza de divisar un oasis o alguna señal de civilización. Rafel miró a Keedair.
—Dime hacia dónde voy, negrero.
—No sé dónde estamos. —El tlulaxa lo miró con desdén—. Me parece que me atribuís unas capacidades que no tengo. Primero Ishmael se empeña en que pilote una nave que no conozco, y ahora que nos hemos estrellado queréis que yo os salve.
—Si nosotros sobrevivimos, tú también —señaló Rafel.
Keedair señaló con el gesto la ventanilla, sin indicar nada en particular.
—Muy bien. Ve… por allí. En el desierto, da lo mismo en qué dirección vayas. Solo asegúrate de que tienes bien las coordenadas para que luego podamos volver.
El pequeño vehículo se deslizaba sobre la arena a una velocidad razonable. Estuvieron volando en círculos cada vez más amplios alrededor del campamento base, en las rocas, explorando cada vez más lejos en todas las direcciones. El calor del día se hacía sentir, y hacía que se elevaran corrientes de aire caliente de las rocas y la arena. El vehículo se sacudía y Rafel trató de estabilizarlo. En el interior de la cabina la temperatura empezó a subir, el sudor caía por sus mejillas.
—Sigo sin ver nada de nada —dijo Ingu.
—Arrakis es un planeta muy grande, prácticamente inexplorado y con una población escasa. —Keedair entrecerraba los ojos a causa de la intensidad del sol—. Si encontramos algo, no será por mi pericia o mi experiencia, sino por pura suerte.
—Budalá nos guía —citó Rafel.
Lejos del lugar donde la nave se había estrellado, ante ellos el desierto se extendía interminablemente hasta el horizonte. Rabel siguió volando, sin otra cosa que su fe, buscando algo, lo que fuera. En el océano tostado y amarillo de arena de vez en cuando aparecía algún saliente de roca, pero no vio ningún lugar verde, ni agua, ni asentamientos humanos.
—No encontraréis nada por aquí —dijo Keedair—. No veo nada que me suene, y dudo que este aparato tenga combustible para que podamos llegar a Arrakis City.
—¿Prefieres ir andando? —preguntó Ingu.
El hombrecito se calló.
Al atardecer, después de un día de búsqueda infructuosa, aterrizaron suavemente en medio del mar de arena, cerca de un remolino de color óxido. A varios kilómetros de allí, otra barrera de roca desnuda se elevaba entre las dunas, pero a Rafel le pareció que sería más seguro y sencillo aterrizar al descubierto. El sol ya se había puesto y se estaba más fresco, y a su alrededor Rafel solo oía un silencio inerte y el rugido de la arena agitada por el viento. El aire parecía impregnado de un olor muy fuerte, como a canela. Ingu caminaba alrededor del vehículo, y parecía que buscara algo.
Keedair fue el último en aventurarse a salir; miró con desánimo aquel vacío interminable. Dando un suspiro, se inclinó y cogió un puñado de arena rojiza.
—Felicidades, has encontrado una fortuna en melange. —Y se puso a reír, aunque su risa tenía un deje de histeria—. Ahora solo tenemos que comercializarlo y seréis ricos.
—Esperaba que esa decoloración del suelo indicara la presencia de agua —dijo Rafel—. Por eso he aterrizado aquí.
—¿Se puede comer? —le preguntó Ingu a Keedair.
—Por mí como si te quieres comer la arena. —Keedair alzó la voz—. Nunca habéis tenido que vivir de vuestro ingenio. Habéis nacido para ser esclavos. Dentro de nada tu gente estará suplicando para que los llevéis de vuelta a Poritrin donde los nobles puedan cuidar de ellos. —Escupió sobre el polvo rojo y al momento pareció arrepentirse: un derroche innecesario de humedad corporal—. Os hice un favor capturándoos y llevándoos a la civilización. Pero sois tan necios que no sabíais ver lo que teníais.
Rafel agarró al pequeño tlulaxa, se sacó un pequeño cuchillo hecho de chatarra que Ishmael le había dado y se lo puso delante de la cara. Pero el antiguo negrero ni se inmutó. Con gesto burlón, se dio unos toquecitos en la garganta.
—Vamos, hazlo ¿o eres un cobarde, como todos los tuyos?
Ingu se acercó con un par de zancadas, como si estuviera deseando unirse a la trifulca, pero Rafel empujó al tlulaxa a un lado.
—Budalá me castigaría por matar a un hombre a sangre fría, por mucho sufrimiento que haya causado. He memorizado los sutras, he escuchado con atención a Ishmael. —Frunció el ceño y se contuvo. Pero lo cierto es que deseaba sentir la sangre caliente de aquel hombre perverso escurriéndose por la hoja de metal y por su mano.
Keedair se rió con desprecio desde el lugar donde había caído en el suelo.
—Sí, utilizadme como cabeza de turco, puesto que soy el responsable de generaciones de vuestra patética ira, el único objetivo de vuestras risitas estúpidas. Yo no quería traeros aquí, y ahora no puedo ayudaros. Si pudiera encontrar quien nos rescatara, lo haría.
—He estado buscando una excusa para poder deshacerme de ti, diga lo que diga Ishmael. —Rafel señaló hacia el desierto—. Vete, vete tú solo y sigue tu camino. ¿Por qué no te alimentas con tu valiosa melange? Veo mucha por aquí.
Haciendo caso omiso de lo que dictaba el buen juicio, el tlulaxa se fue tambaleándose hacia las dunas y luego se volvió hacia ellos.
—Si os deshacéis de mí, vuestras posibilidades de sobrevivir se reducirán bastante.
Ingu puso cara de suficiencia y satisfacción ante la apurada situación del hombre.
—Viviremos más tiempo si no tenemos que compartir nuestras provisiones con un comerciante de carne —dijo Rafel.
Aliviado al ver que lo dejaban marchar y también asustado por quedarse solo en medio del desierto, Keedair sacó pecho y se alejó valientemente por el mar de arena.
—Haga lo que haga soy hombre muerto. Y vosotros también.
Rafel observó cómo se alejaba con una desagradable sensación de incertidumbre. ¿Era eso lo que Ishmael quería que hiciera? ¿Había algún mensaje sutil en sus palabras que él no había sabido interpretar? Rafel quería impresionar a su suegro, pero no estaba seguro de haber entendido lo que tenía que hacer…
Más tarde, Rafel e Ingu estaban sentados en el exterior del vehículo, tomando el fresco de la noche. Comieron frugalmente obleas de proteína y dieron unos sorbitos de agua. Luego sacaron unos sacos de dormir del pequeño compartimiento donde estaban guardados y los extendieron sobre la arena. Cuando se acostaron, con una profunda sensación de inseguridad, Rafel deseó poder estar junto a Chamal.
Rafel guardó el cuchillo, preguntándose si habría predadores nocturnos en el desierto… o si el negrero, desesperado, volvería y los mataría mientras dormían, y luego robaría el vehículo de reconocimiento.
Sí, necesitaban protección. Así que dejó a Ingu roncando en su saco de dormir y subió a la cabina. No le sorprendió comprobar que Norma Cenva había dotado aquella pequeña nave con escudos Holtzman. Sería una buena defensa.
Confiado, activó los escudos, que formaron un abanico protector de aire ionizado en torno al campamento. Luego volvió a su saco de dormir y se sintió seguro… durante un momento.
El suelo se sacudió, como si hubiera un terremoto. Las dunas cambiaron y se agitaron, y un fuerte ruido llegó desde muy abajo. Luego, con un gran estruendo, como un huracán, las dunas se hundieron. La nave se tambaleó, cayó sobre el mecanismo de aterrizaje.
Rafel se incorporó con un grito, pero enseguida empezó a tambalearse y cayó sobre las arenas movedizas. Ingu salió corriendo del saco de dormir, agitando los brazos en un intento por mantener el equilibrio.
De pronto, el desierto nocturno se convirtió en una tempestad de figuras frenéticas, demonios inmensos y segmentados que se elevaban como pesadillas vivientes. Rafel cayó sobre la espalda, medio enterrado en la arena, y se encontró mirando a las bocas cavernosas de los monstruos que salían de debajo de la arena, enloquecidos… ¡por la vibración de los escudos!
Ingu chilló con una voz extrañamente aguda.
Todos los gusanos atacaron a la vez; destrozaron el vehículo de exploración, el campamento y a los dos hombres. Rafel pensó que lo que estaba viendo era un dragón gigante devorador de fuego. Pero no había ojos. Lo que sí vio fue el destello de unas puntas cristalinas y brillantes que rodeaban el interior de la inmensa boca.
Y luego sombras, un profundo dolor y una oscuridad total.
La vida se basa ante todo en las decisiones que tomamos —buenas y malas— y en sus efectos acumulativos.
Z
UFA
C
ENVA
,
Filosofías matemáticas
Irritada pero con curiosidad, Zufa Cenva llegó a Kolhar respondiendo al extraño aviso telepático que había llegado a ella a través del espacio. A la hechicera el planeta le pareció austero y rudimentario; la colonia de humanos que vivían allí había sobrevivido, pero no era precisamente próspera. ¿Por qué iba a querer nadie que fuera hasta allí? Aquel mundo tenía muy pocos recursos y un clima tan inhóspito que la supervivencia era muy dura.
Pero no había ninguna duda: la habían llamado.
¿Quién puede querer verme aquí? ¿Y cómo se atreven a convocarme?
Cuando estaba entrenando a sus hermanas con más talento en Rossak, guiándolas a través de unos peligrosos ejercicios mentales en las selvas tóxicas, sintió la llamada con tanta fuerza que estuvo a punto de perder la concentración, y eso habría podido tener consecuencias desastrosas. En aquellos momentos sus pupilas estaban tratando desesperadamente de controlar su energía mortífera, de contener el holocausto en sus mentes.