Read La cruzada de las máquinas Online
Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson
Tags: #Ciencia Ficción
—¡Norma! —Venport volvió a salir corriendo al hangar y luego salió al exterior y buscó por los pequeños edificios de almacenamiento. En el fondo sabía que no estaba allí. Con un terrible presentimiento, lo examinó todo cuidadosamente, buscando alguna pista, algo que le ayudara a saber qué había pasado.
Pero no había nada, nada que indicara qué había sido de la nave ni de la gente que había allí. Todo estaba en silencio. En un silencio mortal.
—Sáqueme de aquí —dijo Venport, sintiendo que se le revolvía el estómago.
Venport pasó otros cinco días buscando en Starda y sus alrededores, haciendo preguntas, suplicando que alguien le dijera algo. Pero todo el mundo tenía amigos o familiares desaparecidos, y el número de víctimas seguía aumentando. Lord Bludd y Tio Holtzman habían sido dados por muertos. Entre los escombros seguían apareciendo cadáveres. Muchos habían muerto en los incendios, otros fueron asesinados por los esclavos. Y, entre los muertos, por todo el continente se contaban miles de rebeldes budislámicos destrozados por los dragones en respuesta al levantamiento.
Nadie podía decirle lo que él quería, aunque en su corazón Venport ya conocía la respuesta. Trató de aferrarse a la esperanza de que Norma había salido hacia Rossak, y la nave simplemente llegaba con retraso. Pero todo apuntaba en otra dirección: que había tenido un final terrible que no merecía.
Con un profundo pesar, Venport abandonó Poritrin y se prometió no volver allí jamás.
No se puede herir a una máquina pensante, no se la puede torturar, matar, sobornar o manipular. Las máquinas jamás se vuelven contra los suyos. Sus mecanismos son puros y precisos, con piezas internas exquisitas y brillantes superficies exteriores. Ante semejante belleza y perfección, no entiendo por qué Erasmo se siente tan fascinado por los humanos.
Archivo de la versión Omnius-Corrin
El dolor y el miedo hacían que el tiempo se eternizara. Norma Cenva no tenía ni idea de cuánto llevaba cautiva. Solo sabía que ella era la última de las víctimas que quedaba para satisfacer la curiosidad del cimek. Los dos dragones y el desventurado esclavo que pilotaba la nave ya habían gritado hasta perderse en el olvido inmisericorde de la muerte.
—Tenemos tantos métodos de tortura como estrellas hay en el cielo —dijo la voz del titán Jerjes desde el interior de la monstruosa nave rapaz—. Esto se debe a una práctica diligente. —Las palabras parecían venir de todas partes a su alrededor.
Norma estaba colgada, paralizada e indefensa en el vientre de la nave cóndor que la había capturado. Lo único que podía hacer era escuchar y sufrir. Físicamente nunca había sido gran cosa, pero su mente era diferente. Existía independientemente, al margen de su forma física. Norma trató de concentrarse en sus pensamientos y sustituir la creciente sensación de pánico por resignación ante su muerte inminente.
Sus sueños y sus hallazgos le habían sido arrebatados por el hombre al que había servido fielmente durante años. Su nave experimental estaba perdida, y la habían expulsado de Poritrin. Había fallado a Aurelius y a todas las personas que confiaban en ella.
Un simple cimek no podía infligirle un dolor más profundo ni mayor humillación de los que ya había sufrido.
En el interior del vientre de la nave predadora, el contenedor cerebral del titán colgaba suspendido por encima de Norma y la estaba escaneando mediante un despliegue de fibras ópticas de alta resolución.
—Hace mucho tiempo yo fui humano —musitó Jerjes, como si sus palabras pudieran atormentarla—. Mi cuerpo era bastante pequeño y feo. Antes de llegar al poder y gobernar extensos mundos, algunos hasta me llamaban gnomo.
Mediante unos cables hidráulicos, el contenedor cerebral descendió para estar más cerca de ella y ver con mayor detalle aquella figura que se retorcía. Su ropa estaba empapada en sudor, estropeada, manchada.
—En comparación, mujer, tú eres tan fea que tus padres tendrían que haberte asfixiado cuando naciste, y luego haberse esterilizado para evitar crear más monstruos.
Norma replicó con voz ronca.
—Mi madre seguramente estaría de acuerdo.
De pronto, los hilos que la mantenían suspendida en el aire se cortaron y Norma cayó en el duro suelo. Haciendo un gesto de dolor, se encogió. El sistema de gravedad de la nave no la dejaba moverse y aumentó todavía más, como una pesada bota que le oprimía el cuerpo y casi no la dejaba respirar.
Norma oía voces mecánicas, pero no entendía las palabras.
Aferrándose a la esperanza y a algunos recuerdos agradables, cerró los ojos y apretó la piedra de soo, como si aquella brillante joya pudiera ayudarla. A pesar del horror que la rodeaba, la gema hizo que se sintiera conectada a Aurelius, y esto le daba fuerza y la mantenía con vida. De momento.
Jerjes y los contenedores cerebrales de media docena de neocimek aduladores la rodearon, colgando del techo como gruesas arañas. Norma oyó sus palabras. La voz del titán sonó atronadora. Se estaba dirigiendo a los neos.
—Sois los primeros reclutas que Beowulf ha atraído a nuestra rebelión contra Omnius, pero pronto habrá más, sobre todo después de esta pequeña demostración.
Norma se sentía más como un gusano que como un ser humano. Temblaba sobre el frío suelo, y su torturador hizo bajar la temperatura por debajo del punto de congelación. El suelo de metal le quemaba la piel y su aliento salía de su boca en penachos blancos.
—Oh, pobrecita… ¿estás temblando? —preguntó Jerjes con su voz sintetizada y burlona. Con ayuda de unos brazos manipuladores, dejó caer sobre ella una manta de energía, que se aferró a cada centímetro de su piel como una sanguijuela voladora de Rossak. Eso le hizo sentir más frío. Norma trató sin éxito de quitársela de encima, resistiéndose a la gravedad artificial que la pegaba al suelo.
—¿Ves?, ahora volverás a estar calentita. —Jerjes transmitió una señal y de repente la red de cables de la manta se puso de color rojo y le quemó la piel desnuda.
Aunque ya esperaba que la torturaran, Norma no pudo evitar gritar. Apretó la piedra de soo sudada como si fuera un ancla, aunque el dolor aumentaba. La película de la manta se abría camino hacia los tejidos corporales de Norma, chisporroteando. Entonces, de las gruesas fibras de la manta brotó una red de sondas electrónicas que se clavaron en su piel. Cables finos como cabellos se introdujeron en sus músculos y establecieron conexiones neurales con su cuerpo.
Momentos después el calor disminuyó, dejando solo el hedor a piel y pelo quemados. Pero Norma sabía que lo peor aún estaba por llegar. Aunque las lágrimas le dolían en el rostro, la obstinación le daba una expresión desafiante, y encontró la fuerza para alzar la cabeza, aunque fuera solo un poco.
—Desde el principio me has arrebatado la esperanza, así que no espero compasión. —Se obligó a bostezar—. Sin embargo, debo informarte de que el dolor que me infliges es bastante corriente.
Suspendidos por encima de ella, los contenedores cerebrales individuales de los cimek zumbaron, como si se divirtieran.
—¿Un dolor corriente? —Jerjes envió otra señal y una intensa agonía sacudió el brazo izquierdo de Norma. Ella gritó y estuvo a punto de soltar la piedra, pero siguió apretándola. Su mente se concentró en un nombre, y en la imagen del hombre a quien más apreciaba. ¡Aurelius!
—La pierna izquierda —dijo Jerjes.
El dolor se extendió por aquella extremidad, y la cabeza de Norma volvió a golpear el suelo. Jerjes aumentó la gravedad artificial, haciendo que se sintiera como si un pie gigante e invisible la estuviera aplastando. No tenía aire en los pulmones y no podía proferir ningún sonido, así que el titán la soltó y dejó que gritara. Norma deseó poder distanciarse del sufrimiento. Si sus procesos mentales fueran independientes de su dolor físico… sin embargo, no tenía ningún deseo de ser una cimek.
—Ojos —dijo Jerjes, como si estuviera practicando tiro al plato. La gravedad volvió a cambiar.
Sin poder controlarse, Norma aulló y se cubrió los ojos con sus manos regordetas. Chilló insultos contra Jerjes y todos los de su clase, pero no encontró las palabras para expresar la profundidad de su desprecio.
Los cimek siguieron con su juego; aumentaban paso a paso su angustia y su dolor, y aflojaban solo lo justo para que el miedo contribuyera a la siguiente sacudida de dolor. Con sus diabólicos compañeros, Jerjes siguió trabajando a Norma, parte a parte. Tuvo cuidado de mantener su mente consciente, para que pudiera experimentar cada momento. Y entonces hizo que fuera peor.
Y luego más, aumentando la intensidad.
—Ya hemos aprendido mucho y hemos adquirido bastante práctica jugando con el piloto y los dos guardias de la nave —dijo Jerjes.
—El umbral de dolor de ella es mayor que el de los otros tres —dijo uno de los neos colgantes—. Ellos ya estaban muertos mucho antes de llegar a este punto.
—¿Queréis que comprobemos cuál es su límite? —preguntó Jerjes retóricamente.
Norma apenas comprendía las palabras que resonaban sobre su cabeza. La piedra de soo que sujetaba parecía haberse fundido con su carne. No oyó la respuesta de Jerjes, pero sí notó la tormenta de dolor amplificado que desató sobre cada nervio de su pequeño cuerpo. Y más, y más.
Oyó que los neocimek charlaban contentos.
De pronto, Norma ya ni siquiera podía gritar. Sus ojos se cerraron con fuerza y su frente se arrugó por la presión que sentía sobre la cabeza, como si su cráneo estuviera a punto de caerse y expulsar al cerebro. Con las dos manos apretó la piedra de soo, como si estuviera rezando, hasta que sus manos y sus brazos empezaron a sacudirse.
—¿Cuánto dolor más puede soportar un frágil ser biológico? —preguntó un neocimek.
—Me pregunto si explotará —apuntó otro.
Alrededor de su cuerpo saltaban chispas que agrietaban su piel, quemaban su carne, prendían en su pelo corto y castaño. Pero Jerjes siguió aumentando la intensidad del dolor hasta unos niveles inimaginables. Mientras el titán seguía suspendido allá arriba, los neocimek se exclamaban y reían complacidos.
De pronto, la tortura inducida se concentró en el cerebro, aquella mente excepcional que había sido incubada en el cuerpo de la hechicera suprema de la Yihad, Zufa Cenva. Las llamaradas pasaban de una sinapsis a otra, sobrecargando el cerebro.
Los ojos de Norma se abrieron. Se sentía como si un millón de pequeñas cuchillas estuvieran cortando sus células en pedacitos cada vez más pequeños, convirtiéndolas en puntos infinitesimales tic dolor. La piedra de soo resplandecía como un sol en miniatura en su mano y su luz se reflejaba en el interior de Norma.
En el momento límite de dolor, algo se liberó en su cerebro y desató los poderes que había heredado y que hasta entonces habían permanecido dormidos. La piedra de soo que Aurelius le había regalado fue la llave que rompió la barrera que su madre jamás supo salvar. Todo el poder de la piedra de soo quedó absorbido en su interior. De pronto Norma no sentía nada. Los transmisores de dolor del cimek siguieron bombardeándola, pero Norma desviaba sin dificultad esa energía, la dirigía hacia otro lado y la acumulaba a cierta distancia.
Su cuerpo físico palpitaba, vibraba, despedía un brillo azulado. La carne de Norma Cenva se volvió incandescente, se fundió, se convirtió en energía pura. ¿Era eso lo que las hechiceras kamikaze de su madre habían aprendido a hacer para aniquilar a los cimek?
No, Norma llegó a la conclusión de que había una diferencia: ella podía controlarlo.
Vio su sangre por todas partes: en el suelo, en un panel, en los contenedores cerebrales que colgaban por encima. Se concentró en el torturador llamado Jerjes y notó una poderosa subida de energía en su cerebro transformado, como un arma que se prepara para lanzar la descarga. Una luz azul saltó de su mente a la del titán, rompió su contenedor cerebral y lo hizo estallar como una bomba atómica, friendo el cerebro en su interior.
Luego hizo estallar a los otros neocimek simultáneamente, en un glorioso remolino de energía mental que destruyó todo el tejido orgánico en un amplio radio. Aquello solo era el principio.
Gradualmente, el torbellino de energía mental remitió, y Norma sintió una intensa calma y euforia a su alrededor, como si estuviera sola en el universo, como si fuera dios y el acto de la creación aún estuviera por hacer.
Aunque era hija de una poderosa hechicera de Rossak, Norma no había demostrado nunca aptitudes telepáticas. Pero la intensa tortura, unida al inesperado catalizador de la piedra de soo, había despertado sus poderes innatos.
Qué serenidad. Norma podía ver hasta el infinito, a través de millones de galaxias y cielos. Contempló el universo entero, y entonces se vio a sí misma desde atrás: no era más que la esencia de una mente flotando en el aire, palpitando, vibrando. Nada, absolutamente nada le parecía imposible.
Utilizando la energía que tenía, Norma empezó a reconstruir su cuerpo, creando materia de la nada, átomo a átomo, célula a célula. Con manos invisibles, como si realmente fuera Dios, empezó a formar un nuevo físico que contuviera su conciencia, su poderosa y expandida mente.
Y entonces se paró a considerar las alternativas. Ciertamente, su antiguo cuerpo era una posibilidad, o una versión más alta con sus facciones originales pero algo suavizadas, aunque no mucho. Imaginó el aspecto que tendría.
Hay otras opciones, por supuesto.
Para Norma, el cuerpo no era más que un receptáculo orgánico, pero para la mayoría de la gente era mucho más. Basaban su opinión de los demás en las apariencias. Aurelius Venport era una notable excepción. A través de los ropajes exteriores, él había sabido ver a la verdadera Norma, su corazón, todo lo que de verdad era y deseaba ser.
Pero, después de todo, Aurelius no era más que un hombre. ¿Por qué no hacerse más bella para él, dado que ya se había ganado su respeto y su afecto? En su mente vio la adorable imagen que podía crear.
En medio de la tempestad cósmica que fluía a su alrededor, Norma notó una especie de urgencia, como si ella fuera un vínculo decisivo y tuviera que decidir con rapidez si no quería que la oportunidad se perdiera para siempre. ¿Era reversible la decisión? ¿Podría cambiarla más adelante? No estaba segura. El poder tendría que volver a surgir en su interior.
De pronto, sus imágenes mentales cambiaron y en su lugar vio a su madre. Alta, pálida, perfecta en forma y elegancia. Y a su abuela materna, Conqee, una de las mayores hechiceras en la historia de Rossak. La anciana siempre había sido muy distante con la canija y fea Norma, más incluso que su madre. Conqee había muerto en extrañas circunstancias cuando estaba de viaje por uno de los Planetas No Aliados. Norma solo tenía ocho años, pero no había olvidado el semblante de su abuela, tan severo y tan hermoso a pesar de la edad. Ahora, en su mente, los ojos azul claro de Conqee parecían mirar, a través de ella, a algo que había más allá de la existencia.