Read La cruzada de las máquinas Online
Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson
Tags: #Ciencia Ficción
—¿Qué proponéis, Serena? —Iblis eligió las palabras y el tono con tiento, con la esperanza de encontrar la forma de aprovechar sus discursos para sus propios fines. Cuando paseó la vista por la mesa, vio con sorpresa al menudo comerciante de carne tlulaxa Rekur Van sentado en el extremo más alejado, con expresión nerviosa. Daba la impresión de que se le había llamado especialmente para aquella reunión, y se le veía fuera de lugar. Con discreción, Iblis arqueó una ceja con expresión inquisitiva, pero la única respuesta que recibió del tlulaxa fue una mirada perpleja.
—Los yihadíes y los mercenarios —dijo Serena— no son los únicos que luchan en nuestra guerra santa. Es hora de que reconozca y bendiga a otros que aportan una importante contribución a nuestra lucha. —Sonrió y señaló con el gesto a Rekur Van, que se sonrojó abochornado al verse convertido en el centro de atención—. Aunque no han intervenido directamente en el combate contra las perversas máquinas, los tlulaxa han ayudado mucho a nuestros guerreros. Los productos de sus granjas de órganos han servido para que veteranos mutilados pudieran volver a luchar. Mi querido amigo el primero Harkonnen es el caso más conocido. —E hizo un gesto de reconocimiento en dirección al comerciante, ante lo cual los aplausos se extendieron por la mesa—. Desde que era una joven parlamentaria —siguió diciendo Serena—, mi sueño más ferviente ha sido incorporar Planetas No Aliados a la Liga de Nobles. Ahora, muchos de esos mundos, incluido Caladan, nos han hecho propuestas en relación a su posible incorporación a la Liga. Es mi intención hacer una gira por los planetas que son posibles futuros miembros, y mi primera parada será Tlulax. Quiero ver por mí misma las maravillosas granjas de órganos y hablar con sus jefes, que espero consideren la posibilidad de unirse a nosotros. Quiero ver sus maravillosas ciudades y demostrarles cuánto valora la sacerdotisa de la Yihad los esfuerzos que hacen por nuestra causa.
Iblis sintió un nudo en el estómago al comprobar que sus cuidadosos planes seguían desmoronándose. Él tenía acuerdos secretos con la industria de órganos de Tlulax. ¡Esa mujer no sabía lo que hacía!
—Estos planes quizá sean precipitados, sacerdotisa. El pueblo tlulaxa quiere preservar su intimidad y nosotros debemos respetarlo. No sé cómo reaccionarían si os presentáis por sorpresa.
Con una mirada furibunda, Serena cruzó los brazos sobre la tela blanca de la túnica que cubría su pecho.
—He paseado entre los míos en muchos planetas. Es inconcebible que los líderes tlulaxa no reciban con agrado una visita de la sacerdotisa de la Yihad. Nuestros guerreros están en deuda con ellos. Es imposible que tengan nada que ocultar… ¿no es así, Rekur Van?
—Por supuesto que no —se apresuró a contestar Iblis—. Estoy seguro de que el gobierno tlulaxa estará encantado de que los visitéis. Sin embargo, debéis enviar un mensajero al sistema de Thalin para que puedan prepararse debidamente. Es el procedimiento diplomático habitual.
—Muy bien, pero la guerra avanza a su propio ritmo, y nosotros debemos ir siempre un paso por delante. —Mientras Serena exponía sus ideas ante el Consejo, Iblis permaneció sentado con una expresión ininteligible en el rostro.
¿Qué haría Hécate para ayudarles? Esperaba que fuera algo significativo, y que lo hiciera pronto.
Cuatro meses después de que Seurat entregara involuntariamente el agresivo virus informático, Bela Tegeuse aún se resentía de sus efectos debilitadores. Las máquinas que habían logrado sobrevivir luchaban por recuperarse, pero tenían problemas para comunicarse con la supermente. Finalmente, los robots independientes eliminaron los segmentos dañados de la encarnación de Omnius; solo una ínfima parte del saber del ordenador seguía siendo operativa.
Eran increíblemente vulnerables.
En aquel mundo oscuro y nuboso en que los esclavos conseguían sus cosechas iluminando las plantas con luces artificiales, el populacho, enfurecido, se dio cuenta de la debilidad de las máquinas y empezó a hacer planes tratando de aprovechar la situación. Sin embargo, los robots estaban al tanto de las revueltas que se habían producido en muchos de los Planetas Sincronizados y estaban atentos a cualquier señal de peligro.
Bela Tegeuse no podría estar a la altura de los otros planetas sincronizados hasta que recibiera una nueva copia incorrupta de la supermente. Así que esperaron…
Y cuando una solitaria nave cimek no identificada llegó al sistema tegeusano diciendo que venía con una copia intacta directa del Omnius-Corrin, las máquinas recibieron al mensajero con los brazos abiertos. El perímetro defensivo se abrió para que el cimek pudiera pasar y dirigirse con la debida prontitud al núcleo central en Comati, al pie de las montañas.
Hécate no esperaba poder entrar con tanta facilidad. ¿Es que los cimek no habían enseñado nada a las máquinas?
Para esta empresa, la titán rebelde había abandonado su cuerpo móvil asteroide, y adoptó la apariencia de una nave cimek más tradicional, si bien algo anticuada. Hécate guiaba sus sistemas estabilizadores mediante mentrodos que conectaban su cerebro a las funciones de la nave.
Allá arriba, las nubes eran densas masas flotantes de humedad que impedían el paso del débil sol tegeusano y convertían el clima del planeta en un ciclo impenetrable de lluvia y bruma. A los sistemas robóticos no les importaba el clima, y los esclavos humanos, con una piel de color enfermizo, no habían conocido otra cosa.
Hécate se preguntó qué harían aquellos pobres esclavos cuando fueran libres. Iblis Ginjo le había encomendado aquella acción violenta y justificada, y tenía intención de estar a la altura y demostrar de lo que era capaz. Sería interesante.
Por sus constantes y discretos fisgoneos, la titán traidora sabía que al inicio de su lucha el ejército de la Yihad había tratado de liberar Bela Tegeuse de la dominación de las máquinas. Su flota atacó la ciudadela de Omnius y dañó la infraestructura, pero sufrió pérdidas tan importantes que tuvo que retirarse sin lograr una clara victoria. Las máquinas que quedaron, arañando recursos de forma implacable y trabajando sin descanso, lograron reconstruir y recuperar el control del planeta en menos de un año, como una marea inexorable que borra las huellas en la playa.
Hécate esperaba que los humanos hubieran aprendido la lección y esta vez actuaran con mayor decisión. Gracias a ella, tendrían una segunda oportunidad. Si estaban atentos. Había dejado un mensaje para Iblis Ginjo en un punto de aprovisionamiento que se suponía que Yorek Thurr vigilaba. De ellos dependía que estuvieran o no preparados.
Cuando aterrizó en el bien iluminado puerto espacial de Comati bajo una fría llovizna, los robots avanzaron hacia ella transmitiendo preguntas y pidiendo que se identificara.
—Los reductos de nuestro Omnius no pueden acceder con sus ojos espía a tu nave —dijo un robot administrativo que parecía estar al frente de las instalaciones. A Hécate le pareció un comentario totalmente absurdo, sobre todo viniendo de una unidad dotada de inteligencia artificial. Sonrió para sus adentros. A veces las máquinas eran tan ciegas y tan ingenuas…
Los esclavos humanos se apretujaban contra las vallas, con la ropa mojada. Observaron la llegada de la nave con hastío, con mirada triste, como si la nueva actualización de Omnius fuera a quitarles las pocas esperanzas que tenían.
Hécate abrió la escotilla y bajó con su cuerpo de dragón.
—Los mecanismos de vuestros ojos espía deben de estar averiados —les dijo a los robots que la esperaban—. El Omnius-Corrin tuvo que cerrar muchos de sus sistemas periféricos para evitar el contagio.
Los robots aceptaron su explicación.
—¿Cuál es tu designación? No estamos familiarizados con tu modelo de neocimek.
—Oh, soy la última novedad. —Lo dijo con orgullo, como si fuera superior a los modelos anteriores. Hécate avanzó, sujetando el pesado cilindro en sus extremidades articuladas. Sus escamas de diamante destellaban bajo la luz de los paneles de luz del puerto espacial—. Después de tantos colapsos en los sistemas, Omnius ordenó la creación de nuevos neocimek escogidos entre los humanos de confianza. A diferencia de las mentes de circuitos gelificados de los ordenadores, el cerebro humano no sucumbe a este virus. Así que han enviado a neos como yo a entregar actualizaciones protegidas mediante una programación diseñada para eliminar el virus. Las ventajas son evidentes, ¿no es cierto?
Un trío de robots del puerto espacial se adelantaron para coger el pesado cilindro. A Hécate casi le pareció que estaban entusiasmados, ansiosos por librarse de sus extraños problemas. Tal como esperaba, para su desgracia no eran lo bastante desconfiados.
—Os lo aseguro —dijo—, esto os quitará todas vuestras preocupaciones.
Aunque en sus tiempos detestaba profundamente las matanzas que provocaba Ajax, Hécate se convenció a sí misma de que eliminar máquinas pensantes —y sobre todo a Omnius— era diferente… y mucho más admirable. ¡Los humanos quedarían asombrados y complacidos!
—¿Hay instrucciones especiales para instalar esta actualización? —preguntó el robot.
Hécate retrocedió hacia su nave con su cuerpo móvil.
—Utilizad el procedimiento estándar. Se me ha ordenado partir inmediatamente, puesto que debo visitar otros Planetas Sincronizados. Omnius depende de la rapidez con que se lleve a término esta misión. Estoy segura de que lo entendéis.
Asintiendo con rigidez, los robots se alejaron con el ominoso cilindro y Hécate se instaló una vez más frente a los controles de su nave. Dirigiendo los mandos mediante mentrodos, despegó del puerto espacial bajo los focos amarillos.
Abajo, en la ciudad cuadriculada de Comati, los robots entraron en la ciudadela donde la supermente atrofiada luchaba por mantener sus funciones vitales. Con unas delicadas manos manipuladoras, las máquinas abrieron la cubierta del cilindro y retiraron las capas de blindaje.
Finalmente dejaron al descubierto la poderosa ojiva nuclear do extraña forma. Inmediatamente, sus sistemas se pusieron a buscar una respuesta apropiada, mientras en el visor los números de la cuenta atrás iban bajando, hasta que llegaron a cero…
La nave de Hécate estaba muy por encima de las dos capas de nubes cuando vio una luz de color amarillo plateado brotar como un sol allá abajo. Se había asegurado de que la explosión fuera lo suficientemente potente para eliminar los restos de la supermente herida. Las vibraciones electromagnéticas de la bomba, favorecidas por el diseño de la ojiva, se extendieron por el cielo de Bela Tegeuse y la gruesa capa de nubes actuó como pantalla y las envió de vuelta hacia abajo. Todas las subestaciones de Omnius fallaron una tras otra, en una reacción en cadena.
¡Qué emocionante!
Mientras dejaba aquel sombrío planeta a su espalda, Hécate pensó en los humanos que habrían sobrevivido, los que no estuvieran en las proximidades de la zona de la explosión. Siempre habían vivido bajo el dominio de las máquinas. ¿Serían capaces de cuidar de sí mismos? Oh, bueno. Sobreviviría el más fuerte.
—Ahora sois libres —anunció, consciente de que en el planeta nadie podía oírla—. Bela Tegeuse es vuestro, si lo queréis.
Los humanos son las criaturas con mayor capacidad de adaptación. Incluso en las circunstancias más difíciles, invariablemente siempre encontramos la forma de sobrevivir. Mediante nuestro cuidadoso programa de selección genética, quizá podamos potenciar este rasgo.
Z
UFA
C
ENVA
, lección n.° 59 a las hechiceras
En su primera mañana en Arrakis, tras dormir sobre la dura roca en la reconfortante compañía de Chamal, Rafel despertó al amanecer. Un nuevo día en un nuevo planeta. Contempló aquella violenta salpicadura naranja que teñía el paisaje, los marrones y amarillos del desierto y las rocas que despertaban tras una noche de sueño. Rafel respiró hondo aquel aire caliente y seco y llenó sus pulmones de libertad.
Aunque lo que él esperaba no era poder ser libre en el Sheol.
Desde algún lugar muy arriba entre los elevados peñascos oyó el sonido de pájaros y vio sus siluetas negras aleteando y planeando alrededor de las grietas, como si buscaran comida.
Al menos hay quien sobrevive aquí. Eso significa que nosotros también podemos.
Rafel era esclavo desde que nació, en Poritrin, y durante toda su vida había soñado con ser libre. Pero jamás habría imaginado la libertad en un planeta yermo y desolado como aquel. La miseria del delta del río Starda era mala, pero el calor opresivo de aquel planeta era mucho peor.
Aun así, había seguido al padre de Chamal, porque la otra alternativa era luchar contra los habitantes de Poritrin. Y ahora que estaban allí, tenían que hacer lo que pudieran. Ishmael tenía razón: mejor ser libre en un lugar como aquel que trabajar ni una hora más como esclavo.
Durante el aparatoso aterrizaje de la nave piloto, solo habían visto una pequeña parte de aquel planeta que el comerciante de carne llamaba Arrakis. Seguro que había tierras verdes y fértiles en algún lugar, y un puerto espacial.
Solo tenemos que encontrarlos.
Quizá el tlulaxa sabía dónde encontrar oasis secretos, pero no compartiría la información con ellos a menos que lo animaran.
Más de cien hombres y mujeres habían escapado de Poritrin, pero ninguno de ellos entendía el funcionamiento de la nave que los había llevado hasta allí. Y por lo visto Keedair tampoco. Desde luego, los esclavos de primera generación, los que fueron secuestrados en sus planetas de origen y transportados por el espacio, jamás habían visto nada que se pareciera a aquellas extrañas luces aurorales que envolvieron a la nave cuando el espacio se plegó a su alrededor.
Estaban en Poritrin y un momento después estaban en Arrakis. Atrapados en Arrakis.
Rafel miró el casco maltrecho de la nave y supo que aquel trasto no volvería a volar.
Ahora estamos solos.
Temió por su joven esposa, y se prometió que haría lo imposible para lograr que los rescataran. Quizá Ishmael encontraría una forma.
Oyó pasos a su espalda y al volverse vio que el padre de Chamal se acercaba. Un manto de quietud cubría la mañana, pero los refugiados no tardarían en despertar y empezarían a explorar aquel entorno desolador. El e Ishmael permanecieron lado a lado, en un incómodo silencio, contemplando el amanecer.
—Tenemos que averiguar qué hay ahí afuera —dijo Rafel—. Quizá haya tierras verdes y agua cerca.