La cruzada de las máquinas (59 page)

Read La cruzada de las máquinas Online

Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La cruzada de las máquinas
4.34Mb size Format: txt, pdf, ePub

Todo estaba encajando.

Largas trompetas enviaron una fanfarria estridente al ocaso. Lord Bludd hizo ondear su manto colorido en torno a su cuerpo y alzó las manos para anunciar el inicio de los festejos.

En una zona inundable, en medio del perezoso río, los técnicos en explosivos trataban sin éxito de encender sus artísticas piroflores. Los minutos pasaban y, al ver que no sucedía nada, la muchedumbre congregada en la orilla empezó a murmurar y a moverse inquieta.

Aliid seguía mirando, sonriendo, esperando.

Las trompetas volvieron a sonar, como si lord Bludd estuviera impaciente por que empezaran los fuegos artificiales. Aliid sonrió, porque sabía que, cuando los técnicos encendieran aquellos fuegos artificiales defectuosos, dentro encontrarían arena y cenizas en lugar de los polvos iridiscentes de los explosivos.

Los explosivos estaban en otra parte.

Irritado, lord Bludd hizo una señal y las trompetas sonaron por tercera vez. En esta ocasión, la respuesta fueron unas fuertes explosiones que brotaron en medio de la creciente oscuridad, aunque las llamaradas procedían de los almacenes de los muelles. En aquellos momentos, todos los explosivos que Aliid y los suyos habían sustraído de la zona destinada a los fuegos artificiales detonaron en furiosas y deslumbrantes explosiones, que provocaron incendios en dieciocho almacenes a la vez. Entre la multitud empezaron a sonar gritos confusos. Hubo nuevas explosiones en lo alto de los acantilados.

Aliid rió para sus adentros.

Por toda la ciudad los esclavos corrían a encender productos inflamables y aceleradores que habían ido colocando en los últimos días. Si todo salía como estaba previsto, más de quinientas casas de la populosa ciudad de Starda ya habrían empezado a arder. La devastación avanzaría con rapidez, y las explosiones harían que el luego se extendiera por toda la ciudad.

Starda está condenada.

No había nada que lord Bludd, sus dragones o sus ciudadanos pudieran hacer para evitar el desastre. El grado de destrucción sería proporcional a la ira que los esclavos budislámicos habían acumulado durante generaciones.

Las alarmas se disparaban por toda la ciudad, sonaban las sirenas. Lord Bludd hizo un llamamiento por los sistemas de megafonía, pidiendo la colaboración de todos los ciudadanos y que los propietarios contribuyeran con sus esclavos a la lucha.

—¡Debemos salvar nuestra ciudad!

Aliid se limitaba a reír, igual que sus compañeros. Cuando uno de los supervisores de esclavos les llamó a gritos para que fueran a ayudar, ellos dieron media vuelta y se fueron corriendo sin que nadie se lo impidiera. Por toda Starda, los zenshiíes estarían yendo de casa en casa, prendiendo fuego, destrozando lo que pudieran. En los distritos mineros o agrícolas, otros prisioneros se levantarían, asesinarían a familias enteras y se quedarían las tierras y las casas para ellos. No podrían detener el levantamiento. Esta vez no.

Aliid y sus hombres irrumpieron en uno de los museos municipales de Poritrin donde había una exposición de armas: lanzacohetes aparentemente arcaicos, granadas y toscas armas de fuego. Pero Aliid sabía que aún funcionaban.

Los esclavos rompieron las vitrinas donde estaban las armas y se hicieron con ellas, incluso con los cuchillos y las espadas. Finalmente, ebrio de entusiasmo, Aliid cogió un arma pesada y pulida inventada hacía siglos pero que los militares habían dejado de utilizar por sus limitaciones. Aquel rifle láser podía disparar un rayo capaz de acabar con muchos enemigos, pero solo mientras durase su cartucho de energía.

Satisfecho con el tacto y el peso del rifle, Aliid se lo quedó para él, intuyendo el grado de destrucción que podía provocar. Luego corrió por las calles con los suyos. Allá en lo alto vio los laboratorios de Tío Holtzman, y enseguida supo dónde empezar su ambiciosa misión de venganza.

Solo en medio de una muchedumbre de furiosos zensuníes, en aquel hangar aislado, Tuk Keedair sintió pánico.

—¿Que os lleve en el prototipo? ¡Imposible! Solo soy un mercader. No soy piloto profesional, solo tengo nociones básicas. Además, la nave aún no se ha probado. Tiene motores experimentales. Todo está…

Rafel apretó los brazos del comerciante de carne con más fuerza y lo sacudió con violencia.

—Es nuestra última esperanza. Somos gente desesperada. No nos subestimes.

La voz de Ishmael sonó fría y furiosa.

—Me acuerdo de ti y de tus amigotes, Tuk Keedair. Tú atacaste mi aldea en Harmonthep. Tú arrojaste a mi querido abuelo a la marisma, a las anguilas gigantes. Tú destruiste a mi gente.

Acercó más su cara al rostro del tlulaxa.

—Quiero mi libertad, y una nueva oportunidad para mi hija y para toda esta gente. —Y señaló con el gesto a la multitud inquieta—. Pero, si nos obligas, tendré que conformarme con vengarme.

Keedair tragó con dificultad, miró a los furiosos esclavos y dijo:

—Si mi única alternativa es la muerte… entonces no pierdo nada por intentar pilotar esta cosa. Pero debéis saber que no sé lo que hago. Los nuevos motores no se han probado nunca con un cargamento y con un pasaje reales.

—De todos modos, habríais experimentado con esclavos —gruñó Rafel.

Keedair frunció los labios y asintió.

—Seguramente.

A una señal de Ishmael, los esclavos entraron apresuradamente en la nave. Se esconderían y esperarían en el interior de los camarotes, de las cabinas comunes y los pasillos que no estuvieran llenos de cajas. Cogerían mantas, se abrazarían unos a otros y rezarían para que todo fuera bien.

—Otra cosa. —Keedair trató de recuperar un poco de confianza—. Solo recuerdo las coordenadas de un destino: Arrakis. Es un planeta remoto al que he hecho la mayor parte de mis viajes comerciales más recientes. Probaremos la nave yendo hasta allí.

—¿Podemos crear un hogar en Arrakis? —preguntó Chamal con los ojos brillantes—. ¿Es una tierra paradisíaca y pacífica, un lugar donde podemos ser libres y estar a salvo de gente como tú? —Su expresión se ensombreció.

Keedair la miró como si aquellas palabras le dieran risa, pero no se atrevió a reír.

—Para algunos lo es.

—Entonces llévanos allí —le ordenó Ishmael.

Los zensuníes escoltaron al asustado tlulaxa por la rampa y lo llevaron a la cubierta del piloto. Ciento un zensuníes subieron a bordo y sellaron las escotillas; dejaron vacío el interior del hangar mientras la oscuridad se extendía por el río Isana.

Keedair miró los mandos improvisados que Norma Cenva había instalado, cada uno con una etiqueta en el lenguaje taquigráfico de aquella mujer. Keedair conocía los principios básicos para dirigir la nave y sabía cómo entrar las coordenadas que quería.

—No sé si un humano puede soportar el paso por la anomalía dimensional del espacio plegado. —Obviamente, el hombre tenía miedo a lo desconocido y también a las amenazas de los esclavos—. De hecho, ni siquiera estoy seguro de que esta nave pueda volar.

—Entra las coordenadas —le ordenó Ishmael. Sabía que en los muelles de Starda y en el delta del río la violencia estaba a punto de desatarse. Rezó para que Ozza y su otra hija estuvieran a salvo, lejos del infierno que Aliid pensaba crear. Pero él ya no podía hacer nada por ellas, y no esperaba volver a verlas jamás—. Tenemos que salir de Poritrin antes de que sea demasiado tarde.

—Recuerda, os lo he advertido. —Keedair se echó su larga trenza sobre el hombro—. Si estos motores Holtzman nos arrojan a una dimensión desconocida y tenemos que pasarnos la eternidad retorciéndonos de dolor, luego no maldigáis mis huesos.

—Yo ya maldigo tus huesos —dijo Ishmael.

Con expresión sombría, Keedair encendió los motores.

En un abrir y cerrar de ojos, la nave desapareció en el vacío.

Tio Holtzman estuvo sentado tranquilamente, meditando, hasta que el cielo se tiñó con los colores de la puesta de sol. Río abajo, la multitud se había congregado en torno a las tarimas para escuchar declaraciones monótonas mientras las bandas de música tocaban.

Justo cuando estaba apartando la silla de la mesa, un golpe de aire se llevó su servilleta, que cayó por el precipicio. Mientras la veía caer, el científico reparó con mirada ausente en los almacenes que ardían en la otra orilla y en el mercado de esclavos, pero no le dio importancia. La gente de lord Bludd ya se encargaría de ello.

Al volver adentro para trabajar, Holtzman llamó a sus esclavos. Nadie contestó. Irritado, siguió tratando de descifrar los documentos que había confiscado a Norma Cenva, ojeando los símbolos matemáticos y saltándose otras señales y toscos dibujos.

Estaba tan absorto en aquellas notas que ni siquiera oyó el alboroto en su propia casa: hombres que gritaban, cristales rotos. Finalmente, levantó la cabeza porque oyó un disparo; llamó a sus dragones. La mayoría habían ido a trabajar en la seguridad, a orillas del río. ¿Disparos? Por las ventanas vio más edificios que ardían en el centro de la ciudad, y oyó un fuerte estruendo a lo lejos, seguido de gritos. Mascullando, inquieto, el inventor se puso su escudo personal como tenía por costumbre y fue a ver qué pasaba.

Aliid corría por uno de los pasillos del piso más alto de la elegante casa de Holtzman, disparando con su antigua pistola láser y quemando bellas estatuas y cuadros a su paso. Delante de él dos dragones trataron de cerrarle el paso, pero Aliid los hizo picadillo con la pistola, que derretía la carne que rodeaba el hueso. A pesar de ser tan antigua, era una pieza muy útil y tenía una potencia de fuego impresionante.

Aliid había trabajado en aquella casa hacía unos años y suponía dónde encontraría al pomposo savant. Unos momentos después irrumpió en su suite privada con veinte hombres furiosos.

En medio de la habitación había un hombre de barba cana, con los brazos cubiertos por unas voluminosas mangas y cruzados sobre el pecho. Algo brillaba a su alrededor, distorsionando sus facciones. Indignado, Holtzman plantó cara a los rebeldes, sin reconocer a Aliid.

—¡Marchaos antes de que llame a mis guardias!

Sin dejarse impresionar, Aliid avanzó con su pistola láser.

—Me iré, pero no sin antes haberte destrozado, amo de esclavos.

Holtzman reconoció aquella arma desfasada y su rostro mostró pánico, lo que dio alas a Aliid. Era exactamente como lo había imaginado.

Sin ningún remordimiento, Aliid disparó a aquel cruel y viejo amo de esclavos.

El haz blanco y púrpura del láser golpeó el escudo personal de Holtzman y provocó una explosión titánica. La casa del inventor, junto con buena parte de la ciudad de Starda, estallaron en una explosión de un blanco candente, en una incandescencia pseudoatómica.

60

No hay sistemas cerrados. Simplemente, el tiempo se acaba para el observador.

La leyenda de Selim Montagusanos

Mientras guiaba a aquella banda de mercenarios extraplanetarios fuertemente armados hacia su objetivo —y su venganza personal—, el naib Dhartha cada vez veía más claro que para aquellos hombres ariscos y duros él no era más que un sirviente. Para ellos, el líder de los zensuníes solo era alguien que podía llevarlos hasta su meta. No era ningún comandante.

Una vez la aeronave salió de Arrakis City, aquellos combatientes a sueldo no le demostraron mucho respeto. Dhartha iba sentado en la nave con otros cinco guerreros zensuníes que se habían unido a él en su partida de venganza kanla. Los duros mercenarios los veían como un puñado de nómadas primitivos jugando a los soldados. Pero todos tenían el mismo objetivo: destruir a Selim Montagusanos.

Juntos, tenían la suficiente potencia de fuego y los suficientes explosivos para eliminar hasta el último de los bandidos sin tener ni siquiera que poner el pie en el suelo o ensuciarse las manos.

Personalmente, el naib habría preferido coger a su enemigo de los pelos, echarle la cabeza hacia atrás y cortarle el pescuezo. Quería ver cómo se apagaba la luz de los ojos de Selim mientras la sangre se escurría entre sus dedos.

Sin embargo, estaba dispuesto a renunciar a ese placer a cambio de la seguridad de que el Montagusanos y su banda fueran eliminados.

Las corrientes calientes de aire subían desde las dunas como humo, y la aeronave iba saltando entre ellas. Una densa línea de peñascos apareció ante ellos, como un continente aislado y perdido en el desierto.

—Ahí tiene su nido de víboras —dijo el capitán de los mercenarios.

Para el naib Dhartha, aquel oficial y sus hombres eran infieles. Procedían de un puñado de planetas de la Liga de Nobles. Algunos habían sido entrenados como mercenarios de Ginaz, pero no se les había considerado aptos y jamás habían sido aceptados en aquel grupo de guerreros de élite. Sin embargo, eran guerreros y asesinos, justo lo que requería aquella situación.

—Podríamos bombardear la escarpadura —propuso otro de los mercenarios—. Entramos a toda velocidad y convertimos ese montón de piedras en polvo.

—No —insistió Dhartha—. Quiero contar los cuerpos, quiero cortar dedos para llevármelos como trofeos. —Algunos de los hombres de su partida kanla murmuraron completamente de acuerdo—. A menos que pueda enseñar el cuerpo de Selim Montagusanos, a menos que pueda demostrar que es débil y es mortal, sus seguidores continuarán con sus sabotajes.

—¿Qué te preocupa, Raúl? —preguntó otro mercenario—. No tienen ninguna posibilidad. Seguramente solo tienen unas pocas pistolas maula, y nuestros escudos personales nos protegerán de cualquier proyectil. Somos invencibles.

—Exacto —dijo otro soldado—. Hasta una vieja podría situarse con la nave sobre su escondite y limitarse a lanzar una bomba que los eliminara. ¿Qué somos guerreros o burócratas?

Dhartha señaló al frente.

—Puede aterrizar en la arena, allí, cerca de las rocas. Los gusanos no pueden acercarse tanto. Saldremos todos juntos, encontraremos las cuevas y les obligaremos a salir con humo. Seguramente el Montagusanos se esconderá y tratará de protegerse, pero mataremos a las mujeres y a los niños uno a uno hasta que salga y se enfrente a mí.

—Y entonces podremos dispararle —exclamó Raúl, y todos se echaron a reír.

Dhartha frunció el ceño. Trató de no pensar demasiado en lo que estaba haciendo, en la forma en que había tenido que suplicar a Aurelius Venport que le ayudara. El problema de Selim Montagusanos había sido siempre un asunto privado entre ellos dos.

Other books

No More Mr. Nice Guy: A Novel by Jacobson, Howard
Secrets in the Shadows by Jenna Black
Born Confused by Tanuja Desai Hidier
by Unknown
Her Fearful Symmetry by Audrey Niffenegger
Electric Heat by Stacey Brutger
The God Wave by Patrick Hemstreet