Éloi apretó la mandíbula, devanándose los sesos con la esperanza de hallar una solución. El proceder de la portera no tardó en intrigarle. Alumbrada por los dos candiles de aceite, Agnès Ferrand giraba en torno al montón de piedras recubierto de hiedra. Probablemente Urdin, ansioso por reunirse con Claire y confiando en la complicidad de la noche nevada, no se había parado a recolocar la vegetación para tapar la entrada del pasadizo que se sumergía en el interior de la tierra. Éloi la vio entrar a medias, y luego salir. A dos toesas escasas de distancia, Éloi tuvo la inequívoca impresión de que la portera sonreía con el nefario rictus de una hiena. La religiosa inclinó la cabeza a la derecha y luego a la izquierda al tiempo que, concentrada, fruncía los labios. Parecía estar decidiendo su próxima jugada. Finalmente, la monja se alejó unos pasos y Éloi retuvo un suspiro de alivio; la portera había resuelto regresar a la abadía. Nada más lejos de la realidad: blandiendo los candiles en alto, Agnès Ferrand giró sobre sus talones y se dispuso a buscar un escondrijo desde donde espiar. La enorme cepa de un árbol caído la convenció. La franqueó a duras penas, subiéndose la túnica hasta los escuálidos muslos, y luego se agazapó. Protegido por un tronco, Éloi observaba el hocico asqueroso de la monja asomado por el hueco que quedaba entre la cepa y la nieve. ¿Se habría tendido en el suelo? La maldad la hacía capaz de soportar aquel frío paralizante con tal de llevar a término su tosigoso plan. La aureola desapareció y el morro también. Agnès acababa de bajar la tapa de sus candiles para que la luz no la delatara.
Mil y un pensamientos aturullaban a Éloi. ¿Cómo podría prevenir a Urdin antes de que este saliera al exterior? ¿Cómo ahuyentar a aquella monja perniciosa? ¿Cómo volver a la abadía para avisar a los demás? Tal vez a ellos se les ocurriera alguna idea que sacara al hombre lobo de aquel atolladero. De cualquier modo, en cuanto se apartara del grueso tronco que lo encubría, ella advertiría su presencia. A Éloi le pareció que el tiempo se detenía, o más bien, que discurría con infinita lentitud. El frío trepaba por sus piernas, agarrotándolas. Por un instante, pensó en lanzarse sobre ella y molerla a palos, dejarla en el sitio; pero eso conllevaría el suplicio y una muerte segura tanto para él como para el resto. Jamás. No a Sidonie. Había jurado por su alma protegerla siempre. Por otro lado, sin ellos, Claire también fallecería. Una inmensa ternura sofocó momentáneamente su pánico. No eran más que palabras de consuelo. De hecho, los lazos que los unían eran tan fuertes que no podrían sobrevivir los unos sin los otros. Conformaban una especie de animal quimérico, una hidra de cinco vidas humanas deshechas y mutiladas cuya subsistencia, de haber estado separadas, habría pendido de un hilo. En cambio, una hidra con todas sus cabezas vivía, luchaba por no dejarse matar.
La escarcha de las hojas producida por la helada restalló en el silencio de la noche. Urdin resurgía del túnel con su candil. Gracias al claror de la luna y a la luz de la lámpara de aceite, Éloi podía distinguirlo con toda nitidez, al igual que aquella sabandija de baptisterio. No podía gritar para poner sobre aviso a su compañero. Era demasiado tarde. Permaneció inmóvil, observando cómo la silueta de su amigo empequeñecía a medida que avanzaba hacia el portalón de los Hornos.
Transcurrieron varios minutos. Urdin ya debía de estar en el trastero junto al establo, preguntándose por su ausencia. Éloi rezó por que Sidone y el resto no le revelaran nada, pues de lo contrario el hombre lobo retornaría sobre sus pasos para echarle una mano.
Con la mente en blanco, se quedó aguardando no sabía muy bien el qué. El ululato agresivo de una lechuza de campanario
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que pasó volando casi a ras de su calva le quitó el hipo. Se tranquilizó. Los animales nunca le habían hecho daño. Los hombres eran los únicos que le habían lacerado el alma.
Un resplandor surgió de la nieve a pocos pasos de él. Aquella mala bestia con hábitos de monja había abierto de nuevo las tapas de los candiles. La vio saltar la cepa y avanzar hacia el montículo de piedras. La portera tan solo vaciló un segundo antes de desaparecer por el pasadizo ¡Vaya nequicia debía de concomerla para lanzarse así a lo desconocido!
Éloi esperó un tiempo, preso de la duda, rogando a Dios para que la religiosa saliera de allí. De súbito, algo extraño le ocurrió: dejó de pensar. Más bien, dejó de hacerse mala sangre con sus dilaciones baldías. Una vez más, la suerte estaba echada. Éloi y sus cuatros compañeros siempre habían heredado los juegos de los demás y soportado sus reglas. Nunca les quedó opción, hasta que Urdin despachó al puerco del amo. ¿Acaso se puede responsabilizar a alguien de lo que no ha decidido ni elegido por sí mismo? ¿Culparlo de haberse conformado con la escasa libertad que no lograron arrancarle?
Éloi, habituado al subterráneo y a la oscuridad, decidió no revelar su presencia y mantuvo bajada la tapa de su candil. Cual sombra, siguió a Agnès Ferrand. Por esa vez, la pestilencia fue su aliada, al igual que las ratas que correteaban entre sus pies. El tufo se hacía cada vez más desagradable cuanto más cerca se encontraba el pasaje central de los subterráneos. En cuanto a las ratas, se apiñaban deleitadas en torno a los desechos de la cocina. Éloi, orientándose gracias a ellas, viró por uno de los pasadizos. Delante de él, a algo más de una toesa y media, se distinguían las dos luces, inmóviles. El enano reculó tres pasos y se pegó al muro. Agnès Ferrand se había detenido ante la bifurcación, dudando qué camino tomar, propinando patadas en el agua fangosa para apartar a los roedores de sus tobillos. A Éloi apenas le sorprendió la temeridad de la portera, que no retrocedía ante la turbadora y sombría cueva donde se aventuraba por primera vez. Ni siquiera las aguas malolientes, surcadas por miles de ratas, lograban ahuyentarla. El enano lo sabía por experiencia propia: el odio te da alas, como el amor. El odio envenena el alma, aniquila el miedo y los remordimientos. El amor sin duda también. En cambio, el amor crea; el odio no. La portera se adentró con pies de plomo en el estrecho pasadizo que conducía a la habitación de Claire. Éloi cerró los ojos entonando una silenciosa plegaria que creyó había sido escuchada al ver que la monja daba marcha atrás hacia el pasadizo central. Agnès Ferrand avanzó cuatro o cinco toesas con los candiles en alto para guiarse; entonces, se paró en seco. Volvió sobre sus pasos con determinación y penetró en el inquietante pasadizo. Éloi aguardó en la entrada, aguzando el oído. Llegado un momento, dejó de escucharse el sonido del agua mecida por la pesada túnica de la religiosa. La portera se había detenido ante el muro y debía de estar examinando la fábrica. La puerta secreta se había abierto ya tantas veces que las juntas se habían desbloqueado y ahora se podían adivinar los bordes de la pared giratoria. Éloi se la imaginó como si la estuviera viendo: con una sonrisa perversa y satisfecha en sus labios ruines. Una brusca ola encrespó la superficie del agua enlodada. La religiosa acababa de empujar la pared de piedra. Éloi se llevo automáticamente la mano al cuchillo de despedazar, sujeto al cinto de su túnica. El contacto de la piel con el mango de cuerno le dio escalofríos. Nunca había matado a nadie. ¿Cómo podría acabar con una servidora de Dios? La mano soltó el cabo. ¿Acaso esa alma inerte y sin bondad servía a Dios? ¿El Cordero de Dios necesitaba que un ser carente de toda compasión o amor lo venerara y enarbolara Su nombre cual estandarte? Una duda puso fin a sus interrogantes. ¿Quién era él, un enano, para juzgar? ¿Acaso estaba él por encima de la voluntad del Salvador? Sí, pero… ¿y si Dios estaba cansado de que se mofaran de Su nombre y Su mensaje, de que recurrieran a estos para enmascarar la cicatería de sentimientos, la mediocridad del alma y la rigidez del espíritu? ¿Y si todo aquello había sido urdido para terminar con una vergonzosa farsa? En tal caso, Éloi sería el instrumento de Dios. Dicha hipótesis no acababa de convencerlo.
Un grito agudo, un grito de terror absoluto, despejó su indecisión. Salió como un rayo, empapándose de agua nauseabunda hasta las cejas. En la penumbra de la inmensa habitación, Agnès Ferrand había sacado a Claire de la cama. La niña se resistía, suplicante. Éloi sintió que el alma abandonaba su cuerpo y ascendía hasta rozar las piedras del techo abovedado. Como si se encontrara en un sueño, oyó:
—¡Engendro demoníaco! —profirió la portera—. ¡Lo sabía, lo sabía! ¡Ahora verá esa mema de la abadesa! Ahora verán todas que yo tenía razón. ¡Adoradores de Satanás, eso es lo que sois todos! ¡Bien alto! ¡Os colgarán de la horca bien alto y con la cuerda bien corta para que se os vea, chusma! ¡Sal! Sal te digo y conoce a tus justicieros. Levántate, a menos que prefieras que te lleve a rastras y te ahogue en el agua putrefacta de los subterráneos. Puede que las ratas te encuentren apetecible. No son escrupulosas. ¡Indecente! ¡Basura! ¡Endemoniada! Levántate o te arrastro por los pelos si hace falta.
—No puedo salir, señora. Os lo ruego —suplicó Claire aterrada—. Eso me mataría.
—Así acabaremos antes contigo —soltó Agnès Ferrand riéndose a carcajadas en el cénit de su crisis nerviosa.
La niña, tendida en el suelo, recibió una bofetada tras otra, a las que siguieron patadas. Agnès Ferrand la agarró por los cabellos.
Las cartas de una baraja de tarot se encontraban esparcidas por el suelo. Tan solo una estaba boca arriba. El alma de Éloi, que flotaba sobre el cuarto acariciando las asperezas de la piedra, la distinguió inequívocamente: el arcano sin nombre. La muerte. El alma de Éloi, que aún permanecía paralizado, habló a través de su garganta y declaró con calma:
—Soltadla. Nunca ha hecho mal a nadie, jamás ha hecho daño ni a una mosca. El día la matará.
La portera se volvió sin soltar la sedeña melena de la chiquilla, de la que tiraba sin miramientos. Fuera de sí, cual animal rabioso, berreó:
—¡Cierra el pico, gnomo inmundo! Siempre he sabido que estabais malditos. La imbécil de la abadesa se negó a creerme, ¡hasta el punto de expulsarme de
mi
abadía! Me merezco mil veces más que ella ser la superiora.
Otra ráfaga de bofetadas arreció sobre el rostro pálido de Claire, que sollozaba intentando protegerse torpemente cruzando los brazos sobre la cabeza. La religiosa siguió despotricando:
—¡Que te pongas en pie, piltrafa repugnante! ¡A la horca! ¡Será un espectáculo delectable!
El espíritu de Éloi, allí en las alturas, pegado a los bloques de piedra de la bóveda, se sentía bien. Le hubiera gustado quedarse allí. No obstante, algo lo obsesionaba: la carta, la decimotercera, la muerte. No cabía duda de que significaba algo importante.
El espíritu se reintegró, casi de mala gana, al pequeño cuerpo musculoso que aguardaba paciente abajo. Agnès Ferrand había agarrado a Claire por los tobillos y la remolcaba en dirección al pasadizo. La niña ya no gritaba, ya no imploraba. Lloraba en silencio, sin protestar, como la acostumbrada víctima de odios que nunca provocó. En el corazón de Éloi afloró una infinita ternura; en su mente, una frase tan bella que se sorprendió de que pudiera brotar de sí mismo: «Por que perviva la inocencia». El enano se escuchó decir con voz tajante:
—Déjala en paz. Déjala vivir. ¿Qué más te da, hermana en Jesucristo? Por el amor de Dios.
Un nuevo acceso de cólera se apoderó de una Agnès Ferrand ya totalmente enajenada. Se acercó a Éloi y gritó desgañitándose:
—¡Puerco deforme! ¡Contrahecho! ¡Degenerado! ¿Quién te ha dado permiso para tutearme y llamarme tu hermana? Tu hermana va a gozar de lo lindo cuando te vea colgando de una soga, junto con los otros cuatro.
El cuchillo llegó a la mano de Éloi sin tan siquiera percibirlo. La hoja se lanzó, despiadada, inanimada, sin voluntad propia. A lo lejos, el chillido de Claire.
—¡No! ¡Te lo suplico, Éloi!
La hoja penetró en la carne; salió, escarlata, y volvió a introducirse de nuevo.
La rabia asesina que desfiguraba el rostro de la portera dio paso a la estupefacción. Descendió la vista hasta la mancha roja que se extendía por la parte delantera de su túnica blanca y murmuró:
—No puede ser. —Se desplomó en el suelo y repitió susurrando—: Es imposible.
Su agonía fue breve, sin oración que la acompañara.
Claire se levantó temblorosa y se sacudió la camisa mecánicamente, al tiempo que avanzaba hacia Éloi.
—¡Por Dios bendito!, ¿qué vamos a hacer? —preguntó la niña con la mirada fija en Eloi, con unos ojos tan llenos de alivio como de terror.
—Apañárnoslas, como de costumbre —contestó él, lanzando un suspiro y retirando con dulzura un mechón rubio del rostro de la niña—. Tengo que ir a contárselo a los demás, Claire. Quédate aquí y no salgas por nada del mundo.
La niña miró hacia abajo, negando vehementemente con la cabeza.
—No quiero quedarme con ella. Los siento, a los del infierno, ya vienen para reclamar su alma miserable. No tardarán en llegar.
—A ti no pueden hacerte nada, lo sabes bien. La pureza los repele.
—Aun así, me aterrorizan. Quédate conmigo hasta que se la lleven. Te lo ruego.
Éloi acarició la mejilla apagada de Claire y asintió:
—No puedo ofrecerte un pelaje suave como el de Urdin, pero fíjate lo fuertes que son mis brazos. Si quieres, te acunarán toda la noche. Ningún dolor puede con estos brazos.
—Es solo mientras recogen lo que les pertenece. Cuando lo tengan se irán enseguida. ¿Oyes cómo se acercan los gruñidos?
Él no los percibía, mas no dudó un segundo de que ella sí pudiera hacerlo.
Se sentó junto a Claire sobre la cama y esta se acurrucó contra él. Los temblores que sacudían el menudo cuerpo de la niña fueron remitiendo poco a poco. El enano comprendió de repente la fascinación que mostraba el hombre lobo por la chiquilla. Durante aquellos instantes suspendidos en el tiempo, mientras aplacaba sus temores, Éloi sintió que existía. El universo nada podía contra ellos. Finalmente, Claire lo autorizó a marcharse en busca de los demás.
Una vez fuera, rodeada de una aurora tenue y lechosa, Marguerite interpeló a una novicia que pasaba por los jardines del claustro. La joven, intimidada, contestó que se había cruzado con la hermana ropera cuando esta se dirigía a la enfermería. Diminutos copos de nieve revoloteaban sobre el gracioso rostro de la neófita, haciéndole parpadear. La muchacha se inclinó en reverencia y partió correteando al noviciado. La hospedera prosiguió su camino con paso lento y fatigado. Había amado a Dios toda su vida, casi tanto como a Rolande. Ese amor la satisfizo, la protegió de las amarguras y los malos pensamientos sin verse obligada a esforzarse por evitarlos. La luz de Dios estaba en ella, la colmaba. ¿Adónde se había ido la luz? ¿Por qué tuvo que desaparecer de improviso y para siempre?