—No hay razón para temerle —dijo Padre, mirándome. Yo sabía lo que iba a pasar. Me apuntó con un remache—: Charlie no le tiene miedo. ¿Quieren ver cómo sube hasta arriba?
Los rostros del claro se volvieron hacia mí como relojes.
—No saldrá vivo —dijo Francis Lungley.
—Eso es un comentario de ignorante —dijo Padre.
—Papá, ¿por qué tiembla tanto Charlie? —dijo Clover.
—Charlie no está temblando.
Así que tuve que obedecer.
Yo estaba trabajando con el fuelle. Lo dejé caer, me limpié las manos y miré a todas las caras-relojes. Todas marcaban las tres y cuarto, bizqueando preocupadas, y me pregunté por qué. Algunas me miraban a mí, otras a Padre. Si no hubieran tenido un aspecto tan desinflado y temeroso, la idea de entrar en «Niño Gordo» no me habría preocupado tanto. Pero me removieron las tripas.
—Cáscaras —dije, y entré.
Padre cerró la puerta ruidosamente a mis espaldas, cortando casi toda la luz del día. Entre las vigas del piso donde aún no habían instalado los tablones, no veía más que el sol brillando, polvoriento, entre las grietas de la escotilla.
Era como estar en el cuerpo de un monstruo, bajo los fríos labios de su depósito estomacal. Los tubos de hierro ascendían lateralmente alrededor de las paredes. Grasientos de sellador y despidiendo el aroma de la reciente soldadura, apestaban a huevo podrido como los pedos y la carne convertida en barro, y tenían el aspecto resbaladizo de las cañerías de una distribuidora de agua potable. Allí donde los rayos agrietados del sol iluminaban tubos oxidados, veía que las ampollas enrojecidas se asemejaban a la carne humana. El menor movimiento de mis pies producía un resonante eco ventral. Órganos era una buena palabra.
Una semana antes había escalado fácilmente el exterior. Pero era la primera vez que me hallaba dentro, solo, con la puerta cerrada, en la oscuridad, buscando el camino hacia arriba. Me tragué el pánico y levanté la vista; el camino hacia arriba era el camino hacia fuera. Empecé a subir por los tubos, cruzando la sección central, desde los depósitos que Padre llamaba riñones, atravesando la oxidada molleja hasta alcanzar el tubo de acero que él llamaba gaznate. Los únicos sonidos que traspasaban las paredes eran los gritos de Clover y April jugando con los niños Maywit, a la luz del sol.
No había fluido en los tubos de «Niño Gordo». Debido al eco, era como estar dentro de algo gigante y muerto. Las sombras se convertían en tubos fríos y retorcidos que crujían a medida que subía. Me columpié hasta una rejilla picuda que Drainy Maywit había hecho con los dientes y me arrastré por ella, tanteando el camino con los dedos.
En el preciso instante en que me estaba diciendo a mí mismo «no mires hacia abajo», miré hacia abajo. Y seguí mirando. Reconocí lo que vi. Aquello no era un vientre. Era la cabeza de Padre, la parte mecánica de su cerebro y los vericuetos de su mente, igual de fuertes, de enormes y de misteriosas. Todo me fue revelado, pero había demasiado, como una página de libro llena de secretos, en letra demasiado pequeña. Todo estaba tan bien ajustado, tan bien remachado, tan cuidadosamente dispuesto que parecía egoísta. Podía ver que tenía un orden, pero ese orden —su tamaño— me asustaba. «Como el cuerpo humano», había dicho, pero aquélla era la parte más oscura de su cuerpo, y en esa oscuridad se encontraban las juntas y abrazaderas de su mente, una jungla de hierro torcido y depósitos panzudos, pendientes de delgados alambres y cicatrices soldadas, tubos como lianas con sombras de monos, el peso de mangueras de metal ahorquilladas hacia el techo, y por todos lados el equilibrio de pequeños goznes.
Me mareaba. No podía entender lo suficiente como para sentirme seguro. Pensé que uno podía morirse allí dentro o, atrapado, volverse loco.
Luché por llegar a la puerta y la abrí de un empujón. Debajo de la escotilla, había sombreros de paja. Alguien —no era Padre— chilló al verme. Apoyaron una escalera en «Niño Gordo» para que pudiera bajar, y todos me miraron a la cara bastante preocupados.
—Por lo menos no berrea —dijo Francis Lungley.
—Usted es el siguiente, Fran —dijo Padre, empujando a Lungley firmemente hacia la puerta—. ¡Adentro! ¡Tómese su tiempo, conózcalo bien!
Los mandó adentro uno por uno, cerrando de un portazo y haciéndoles trepar por los tubos hasta la escotilla de arriba para que perdieran el miedo. Sólo se libraron la Señora Maywit, la Señora Kennywick y los niños. Dijeron que estaban dispuestos, pero Padre dijo:
—Eso es lo único realmente importante: la voluntad.
Dijo que mandaba a la gente adentro para que vencieran el miedo, y yo le creí. Pero también supuse que los quería deslumbrar con su ingenio yanqui y permitirles echar un vistazo a su mente, al modelo de la misma que había en el interior de «Niño Gordo». Yo, desde luego, no mencioné este hecho. Sabía qué había visto. Y me alegraba de que Padre me hubiera obligado a entrar. Me estaba haciendo un hombre.
Cada uno comparaba su experiencia con algo distinto. Mr. Maywit dijo que era como subir al campanario de la iglesia de los Inmersionistas. Los zambus dijeron que era como una determinada cueva de pizarra en las Esperanzas, y Mr. Harkins dijo que, en cierta ocasión, había tenido un sueño parecido, pero, cuando trató de explicarlo, se le cortó la voz y se le llenaron los ojos de lágrimas.
—¡Uf! —dijo Mr. Haddy—. Es como la sala de máquinas de esos barcos bananeros. Caldera y cañerías.
Después de oírles, Jerry se empeñó en entrar, pero Padre se negó.
—Espero que todos hayan podido admirar la malla que hay encima de los pulmones de evaporación —dijo Padre—. Ese trabajo fino es obra de Drainy.
Drainy había hecho la malla con los dientes, igual que sus juguetes de alambre, con cortes, cierres y seguros, colocados a mordiscos y fijados con las muelas.
—Y ya se habrán dado cuenta de que «Niño Gordo» no respira —dijo Padre—. Por eso quería que lo vieran ahora, antes de que tenga vida dentro. Entonces, será peligroso y territorio prohibido. Tendrá que trabajar, y cuando lo haga, no queremos a nadie hurgándole en las tripas.
Los pulidos tablones de caoba de la enorme casa de hielo cazaron el verde y dorado del sol en el claro de jungla, reluciendo como si fueran una piel.
—No van a creer de qué es capaz este muchachote.
Padre estaba orgulloso de él y encantado de contar con testigos. Nadie dudaba de él ni de nada que hiciera. Le gustaba guiarnos por la mañana desde la bomba del río hasta la casa de baños y, a través de los terrenos cultivados, comentando el buen estado de todo, la presión del agua, el movimiento de las ruedas, el crecimiento de los híbridos y el espesor de frutos en las plantas. Caminábamos por senderos que habíamos empedrado entre plantas que habíamos plantado.
Lo que Padre había prometido el primer día en Jerónimo estaba ya en la vista de todos: alimento, agua, refugio. Todo era como él había predicho, pero más ordenado y agradable de lo que habíamos imaginado. Y en aquellas inspecciones tempraneras cogía a Madre del brazo y hablaba a todos hablándole a ella.
Decía que aquella muesca en la jungla era una civilización superior. «Justo como podía haber sido América», decía. «Pero se pudrió, y la gula de combustible hizo que los peores consumieran el doble y los mejores cayeron, víctimas del sistema.»
Los zambus no sabían de qué hablaba, pero les gustaba cómo hablaba. Les hacía reír y gritaban: «¡Reostatos! ¡Termodinámica! ¡La Media No Distribuida!».
«Yo era el último hombre que quedaba», decía. Pero, incluso cuando no hablaba en broma, yo tenía que bajar la cabeza si no quería que dijera:
—¿Tú de qué te ríes, Charlie?
Sin embargo, ¿quién no se reiría de algunas de las cosas que decía?
—Tenemos que mantener cerrado el pico —decía—, o todo el mundo y su hermano se nos echará encima, todos los listillos y todos los rápidos, dispuestos a abrir gasolineras y autocines y restaurantes de comida rápida. Publicando catálogos. Sí, montarían un negocio aquí y otro más allá. Pondrían un supermercado al lado de «Niño Gordo» para hacerse con los compradores indecisos. Y pueden apostar hasta el último dólar a que encontrarían sitio para un distribuidor de Toyota en el sendero de Boca del Pantano. Se llenaría de aparcamientos de aquí a las colinas. ¡Suministros! Nos lo harían tragar a la fuerza.
—Ojalá tuviéramos una tienda china —dijo Mr. Maywit.
—¡Quiere una tienda china! —dijo Padre.
Mr. Maywit titubeó.
—Para comprar sal y harina y aceite.
—Ahórrese el dinero —dijo Padre—. No necesita tiendas chinas. El mar está lleno de sal, sal marina, la mejor que hay. Sin aditivos. La harina será cosa fácil en cuanto tengamos ese maíz. La moleremos nosotros mismos. ¡Mírenlo! ¡Maíz milagroso! He traído ese híbrido personalmente desde la mismísima Massachusetts. Tiene tres veces el tamaño de sus variedades hondureñas.
—Dice que aceite —dijo Mr. Harkins.
—Ya le oí, y mi respuesta es cacahuetes. Al lado de las patatas, hay medio acre de cacahuetes. Pero denles tiempo. No les metan prisa. ¿Tienen que ir a algún lado?
En cuanto se cosecharan las patatas y los boniatos, pensaba prohibir la plantación de mandioca. Decía que era un cultivo de holgazanes. Como los plátanos. Cierto que no había que quitar las malas hierbas, pero la mandioca agotaba el suelo y no tenía valor nutritivo. Cultivándola nos volveríamos todos mariquitas.
El trabajo en «Niño Gordo» proseguía: fijación y soldadura de más tubos, sellado de depósitos, últimos toques en el fogón y la chimenea. Nadie ya le tenía miedo. De hecho, los zambus preferían trabajar en el interior porque era mucho más fresco. Tenía paredes dobles, y el techo y el lado sur estaban cubiertos de láminas de latón donde rebotaban los rayos directos del sol.
—Si eso fueran paneles solares, nos autoabasteceríamos de electricidad —decía Padre—. Pero no necesitamos electricidad ni combustibles fósiles. Esta es una civilización superior.
Comprobamos posible fugas llenándolo de agua. De nueve de las juntas salió un chorrito fino, y Padre las marcó y las selló cuando se secaron. Entonces, Padre lo declaró terminado y dijo que él y Mr. Haddy se iban a Trujillo.
—Plasma... para «Niño Gordo» —dijo.
Había organizado que le enviaran algo de hidrógeno y amoniaco a Trujillo. No quiso que se lo mandaran hasta el mismo Jerónimo por temor a excitar la curiosidad de los misioneros y recibir más visitantes indeseables, como Mr. Struss o cualquiera de la confesión de los Spellgood, o distribuidores de Toyota.
—Yo solía dar brillo a las ventanas de los Inmersionistas con agua amoniacada —dijo Mr. Maywit.
—Donde los gritones —dijo la Señora Maywit.
—No importa —dijo Mr. Maywit.
Mr. Haddy contestó que, en Jerónimo, no había un solo cristal de ventana, lo cual era cierto.
—Con el amoniaco se puede hacer lo que uno quiera —dijo Padre—. El reloj de amoniaco es el dispositivo de medida de tiempo más exacto del mundo. ¿No me cree? —Mr. Maywit había fruncido el ceño—. Escuche, el tic-tac que oye es la oscilación del átomo de nitrógeno en la molécula de amoniaco. Francis lo conoce perfectamente ¿verdad, Francis?
—Cierto, Padre —dijo Francis.
—Yo uso amoniaco enriquecido —dijo Padre—. ¿Qué creen que estuve haciendo en La Ceiba? ¿Escupiendo en el porche, como todos los demás gringos? No, señor, estaba dando jugo a mi amoniaco. Este es en realidad mi secreto. Cuanto más enriquecido, más rápida es la evaporación. Ya verán.
—Eso he oído decir —dijo Mr. Maywit.
—Lo hace todo él mismo para el esperimento —dijo Mr. Haddy, mientras los zambus miraban—. Él lo enriquece. Así se hace.
—Es más tóxico —dijo Padre. Los zambus se rieron con la palabra «tóxico»—. Pero, una vez sellado en el sistema, ya no hay peligro. Y dura eternamente. Como los ácidos de su estómago. No son tóxicos, pero son sustancias poderosas. Les harían un buen agujero en la camisa si llegaran a salirse. Y en la naturaleza hay amoniaco: ya saben, materia vegetal en putrefacción, agua de mar, suelo, hasta en la orina.
Mr. Maywit dijo que también lo había oído decir.
—¿Quiere que le acompañe a Trujillo? Compro sal y aceite para Mamá.
Padre posó una mano en la camisa de Mr. Maywit, hecha con un saco de harina y con la inscripción «La Rosa» en un hombro.
—Le necesito aquí, amigo. A partir de este momento es usted mi Superintendente de Campo. Tiene que quedarse para decirme lo que hay que hacer.
Después habló con todos: la Señora Kennywick, los zambus, Harkins, Peaselee, los Maywit y nosotros.
—Yo obedezco sus órdenes —dijo—. Aquí mandan ustedes. Y, si quieren que funcione «Niño Gordo», tendrán que mandarme río abajo hasta Trujillo. A buscar sus jugos vitales.
Padre terminó por convencerles de que le pidieran que fuera inmediatamente.
—Mientras tanto, recojan algunos tomates. Este —golpeó con el dedo la camisa de saco de Mr. Maywit—, ¡éste quiere un colmado chino!
Madre le preguntó cuánto tiempo estaría fuera. Padre dijo que suponía que posiblemente hasta una semana, «sin contar circunstancias imprevistas».
Al día siguiente, la
Little Haddy
, perfilada para el río, zarpó de Jerónimo en dirección a la costa. Mr. Haddy sujetaba el escandallo y Padre estaba al timón. Mr. Haddy dijo en voz alta, para que todos le oyeran:
—Pero esta lancha antes era mía.
Corrimos por la orilla, casi hasta Boca del Pantano, pero les perdimos en el follaje verde oscuro que Padre había comparado una vez con billetes de dólar viejos.
En ausencia de Padre, Jerónimo era un lugar muy silencioso, ni discursos ni canciones, y el martilleo había cesado. Los únicos ruidos eran el aleteo y el chapoteo y el
prun-prun
de la torrebomba en la orilla, y el roce del agua en las alcantarillas. Fuera de eso, el murmullo habitual de la jungla, tan regular como el silencio, y los chillidos de los pájaros, los insectos y los monos, que cambiaban de tono con el calor hasta transformarse en un aullido a presión al hacerse de noche.
Madre no tomó el mando. Cuando Padre estaba allí, hacíamos las cosas a su manera, nos mantenía en movimiento, pero Madre no inventaba nada y jamás pronunciaba un discurso. Cuando hablaba era a menudo para pedir dulcemente a alguien que le enseñara la manera local de hacer alguna cosa.
El secado de los pimientos fue un buen ejemplo. Cuando los pequeños pimientos rojos aparecieron en los bajos de las plantas, la Señora Maywit dijo que había que secarlos. Si Padre hubiera estado presente habría fabricado inmediatamente una tina de diez lados con papel metálico y le habría impuesto el nombre de «Secapimientos», o algo así, igual que hizo con la trampa de peces y la casa de baños y las tejas de bambú.