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Authors: Paul Theroux

Tags: #Aventuras, Relato

La Costa de los Mosquitos (21 page)

BOOK: La Costa de los Mosquitos
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Mostró un aguacate a Mr. Haddy y dijo:

—¡Dos pavos en el centro comercial! ¡Dos
lempiras
cada uno!

—Pero de mantequilla —dijo, nervioso, Mr. Maywit.

—¿Cómo le va? —dijo Mr. Haddy.

—Bien aquí —dijo Francis Lungley.

—No estoy hablando contigo —dijo Mr. Haddy. Y, dirigiéndose a Mr. Maywit—: ¿Cómo te va?

Pero estaba demasiado asustado para hablar.

—Quiero presentaros —dijo Padre— a nuestros amigos y vecinos, los Maywit.

Les miramos boquiabiertos, nos miraron boquiabiertos. También esa familia consistía en un padre, una madre y cuatro hijos. Pero la hija menor iba desnuda, y una de las chicas la transportaba como si fuera una mochila. Eran nuestro reflejo, nuestras sombras encogidas. El hombre era de baja estatura y tenía la piel oscura y áspera como una corteza, y la mujer tenía ojos de gallina, y los hijos las piernas sucias.

—¿Se llama de verdad así, Maywit? —preguntó Mr. Haddy.

—Por favor, no hagan ningún caso a este entrometido —dijo Padre.

El hombre dijo «Ow» para significar su acuerdo. Después, parpadeó para quitarse las moscas de los ojos y dijo:

—Ahora mismo nos íbamos de su casa, Padre —pronunciaba cassa.

—Ustedes no van a ningún lado —dijo Padre—. Se quedan donde están. Tengo trabajo para ustedes.

—Más sperimentos —dijo Mr. Haddy, para tímido regocijo de los zambus.

—¿Quiere trabajo?

El hombre dijo que no le importaba. Se miraba con ojos de loco los dedos de los pies, vueltos hacia arriba.

—Ésta es su casa. Pueden quedarse mientras hagan algo útil —dijo Padre—. Yo ya tengo una casa ahí, al otro lado de las alcantarillas y las zanjas, un poco más arriba del amarre y a la izquierda del cobertizo, donde se junta con los campos de frijoles.

«No veo ninguna cassa», dijo alguien en voz baja. Los zambus y los Maywit y Mr. Haddy recorrieron rápidamente con la vista los arbustos, buscando las cosas que Padre había mencionado. No había alcantarillas, no había zanjas. No había cobertizo, no había ni casa ni campos de frijoles. Entonces le miraron el dedo.

—El que no lo veáis —dijo Mr. Haddy— no quiere decir que no esté ahí —y le dio un ataque de risa.

Padre seguía sonriendo a los mismos arbustos cuando Clover dijo:

—Papá, estas hormigas están tratando de entrar en mi tienda.

—Aquí hay hormigas por todos lados —dijo Mr. Haddy—. También tigres. Algunos babuinos mayores que un hombre adulto. Y en el sendero he pisado cagada de mono.

—Son ui-uis —era la mujer de ojos de gallina, la Señora Maywit.

—Sí, son ui-uis —Mr. Maywit cogió una hormiga entre los dedos y la echó a un lado. No lo hizo con asco, sino cuidadosamente y como si lo lamentara.

—Hagan caso a esta gente —dijo Mr. Haddy—. Saben lo que dicen. Viven aquí. Pregúntenme lo que quieran sobre la costa, pero no me pregunten sobre junglas.

Y era verdad. Mr. Haddy era un pez gordo en la costa, y su voz se volvía despreciativa y burlona en la jungla. Fuera de su elemento, hacía el payaso.

—Se llevan las hojas —dijo Mr. Maywit—, pero te comen.

—Mañana —dijo Padre—, haré una plataforma para esas tiendas y unas cuantas trampas para insectos. No quiero ver hormigas y arañas paseándose por encima de mis chavales.

—¿Usted de Nicaragua, Padre? —preguntó Mr. Maywit.

—No es de ninguna Nicaragua —dijo Mr. Haddy—. ¿Qué te hace decir eso?

—Allí tienen problemas. Los últimos que pasaron. Llevaban cabuces. Eran de Nicaragua —hablaba despacio y confusamente, como si acabara de despertarse y luchara por interesarse por sus propias palabras.

—Somos de los Estados Unidos —dijo Padre.

La Señora Maywit suspiró complacida, y Mr. Maywit dijo:

—Ése es otro sitio, eso seguro.

Padre palmoteo el suelo esponjoso.

—Pero éste es ahora nuestro hogar —dijo—. ¿Creen que es un país extraño?

Mr. Maywit negó con la cabeza. No, no lo creía así.

El aire era a nuestro alrededor como una sopa verdosa, como el agua de una pecera, y, a medida que el sol bajaba, subían unas sombras verdes.

—¿Pasa por aquí mucha gente, como esa gente de Nicaragua? —preguntó madre.

—Algunos predicadores, Mamá —dijo la Señora Maywit, mirando fijamente a Madre con sus ojos de gallina—. Iglesia de Dios. Testigos de Jehová. Gritones.

—Inmersionistas —dijo Mr. Maywit.

—También Inmersionistas.

—Si aparece alguno de ésos —dijo Padre—, les daremos puerta. ¡Cuando tengamos puerta!

—No importa —dijo Mr. Maywit.

El sol había bajado ya tras las colinas, y, aunque el cielo estaba todavía iluminado, las sombras verdes se habían arrastrado hasta ascender por nuestro árbol. Jerónimo tenía más sustancia en la oscuridad. Tenía sonidos —crepitar de insectos, gruñidos de aves, el murmullo acuoso del río— y esos sonidos le daban volumen, y los olores, forma. En el extremo más apartado, un pájaro de Jerónimo cantó dulcemente en un árbol.

Padre pronunció un pequeño discurso en la oscuridad que iba llenándolo todo.

—Llegamos hasta aquí de tres saltos —dijo.

Les contó cómo nos habíamos marchado de casa a toda prisa para llegar a Baltimore, después a La Ceiba, después en la
Little Haddy
. Lo contaba como una aventura, aunque, cuando ocurrió, parecía involuntario, y no muy divertido.

—¿Qué andábamos buscando? Se lo voy a decir —dijo—. Les buscábamos a ustedes.

Mencionó por su nombre a todos los presentes, incluidos los silenciosos zambus que habían transportado los sacos de semillas y los tubos metálicos desde Cubo-de-Pescado. De alguna forma sabía todos sus nombres. Lo que más me sorprendía era que no había dormido en dos días. Había cargado la
Little Haddy
y hecho setenta y cinco flexiones de brazos en el muelle y pilotado a lo largo de la costa y río arriba y después nos había conducido a todos en fila india por el sendero a Jerónimo. Cuando no dormía, se ponía extrañamente enérgico y hablador.

Jerry y las gemelas estaban dormidos. Madre daba cabezadas. Pero Padre caminaba arriba y abajo a la verde luz del fuego y golpeaba el aire lleno de humo y decía que estaba contento, y tenía planes, y le encantaba que hubiera tanta gente allí para atestiguar aquel momento histórico.

Dijo que no creía en la casualidad.

—Les estaba buscando —dijo—. ¿Y qué hacían ustedes? ¡Me estaban esperando! Si no hubieran estado esperando, habrían estado en algún otro lugar. Pero estaban aquí cuando llegué. Les necesito, buena gente, y tengo la impresión de que ustedes me necesitan a mí.

Todo el mundo expresó su acuerdo.

—Yo bajo ese río —dijo Francis Lungley—. No sé por qué. Pero tengo que bajar. Entonces veo esa vieja lancha tumbada.

—Por eso miro por la ventana —dijo Mr. Maywit, con el mismo tono de perplejidad—. No sé por qué. Veo a este hombre de los Estados Unidos. De pie sobre la hierba. Por eso.

—Tengo un sueño —dijo Mr. Haddy—. Sueño con un hombre. Y éste es el hombre, con la misma ropa que el hombre del sueño y un sombrero picudo. Nos encontramos en mi sueño.

Pero yo sabía que las palabras de Mr. Haddy no eran sinceras. Él mismo me había dicho que había conocido a Padre en el muelle de La Ceiba y que le había tomado por misionero de la iglesia morava. No le llevé la contraria, porque el ambiente era solemne alrededor de la fogata de Jerónimo.

—He sido enviado aquí —dijo Padre—. No les voy a decir quién me envió ni por qué. Tampoco les voy a decir quién soy, ni cuáles son mis designios. Eso no son más que palabras. Les voy a
demostrar
por qué estoy aquí. Ustedes fíjense. Y, si no les gusta lo que ven, pueden matarme.

El cansancio le había endurecido la voz. Siseó una vez más sus últimas palabras («pueden matarme») y dejó que calaran hondo. Se oyeron murmullos. Mr. Haddy se rascó el dedo gordo del pie y dijo que no se atrevería a matar a Padre, aunque desde luego esperaba poder arreglar la lancha lo antes posible.

—No he venido aquí —prosiguió Padre— a mangonearles. He venido a trabajar para ustedes. Si no trabajo lo bastante, díganmelo, y trabajaré más. Ustedes vienen y me dicen: «Mister, tendrá que hacer las cosas mucho mejor que hasta ahora». Estoy trabajando para ustedes, y van a ver cosas que no han visto nunca. ¿Por dónde quieren que empiece? Depende de ustedes.

Nadie dijo nada.

—¿Quieren comida? —preguntó Padre—. ¿Quieren un puente y frijoles y una bomba de palas y un gallinero?

Mr. Maywit se aclaró la garganta.

—Les he oído —dijo Padre—. Obedeceré. Y esos indios de las colinas van a asomarse a mirar y no se lo van a creer. Se van a quedar paralizados de asombro.

Todos le escuchaban atónitos. Sólo se oían los ruidos de la jungla, y de vez en cuando una palmada que aplastaba un mosquito. Más allá de nuestras tiendas y nuestro pequeño fuego, la jungla era negra. La negrura chirriaba, gruñía. Se había levantado y nos envolvía en su ruido y sus pliegues agridulces. Los insectos ocultos estaban nerviosos y los árboles oscurecidos sonaban como escobas.

—Ahora vamos a la cama —dijo Padre— antes de que nos coman vivos.

Pero se quedó junto al fuego.

—¿No va a dormir? —dijo Mr. Haddy.

—¡Yo nunca duermo! —dijo Padre.

Al día siguiente plantamos los frijoles mágicos. Padre organizó una ceremonia. Alineó a los hombres y les hizo cavar, con palas caseras, tablones que había aplanado hasta hacerles filo. Mr. Haddy no cavó. «Yo no soy campesino», decía, «soy marinero». «No quiere mancharse sus dedos prensiles», decía Padre. Los hombres estaban hombro con hombro, apuñalando la tierra. No era difícil. El alemán Weerwilly había tenido un huerto allí mismo; la mayor parte de las estacas para los frijoles seguían en pie.

A media tarde habíamos limpiado un acre de malas hierbas. Padre sacó a rastras sus semillas de fríjol. Dijo que se llamaban semillas mágicas porque eran una variedad de cuarenta días. Dio nombre a las primeras que plantó.

—Este es el capitán Haddy —decía, exhibiendo un fríjol—. Este es Francis —y exhibía otro. Después las metía a presión en los agujeros—. Este es Mr. Maywit. Este es Charlie. Este es Jerry...

Asentaba las piernas a ambos lados de los surcos y, cuando se le acabaron los nombres, sembró más aprisa. La mitad del campo se dedicó a frijoles mágicos, el resto a maíz milagroso y tomates y pimientos. Las semillas que habíamos comprado en Florence, Massachusetts. Por la tarde llovió. Padre dijo que lo estaba esperando. Dijo que también eso era parte de la ceremonia.

Esa noche, cuando estábamos a solas, Madre le dijo:

—Allie, ¿no te estás pasando un poco?

Pero Padre se limitó a reír y dijo que su intención había sido sacarnos de los Estados Unidos para salvarnos. No había pensado que también podía salvar a otra gente. Pero así había ocurrido. De no ser por nuestra llegada, aquella gente habría seguido ociosa, alimento para los buitres.

—Quiero dar a esa gente la oportunidad de hacer lo que saben —dijo.

Al día siguiente, preguntó a Mr. Maywit a qué se dedicaba.

—En mis buenos tiempos fui sacristán. Allá arriba, en Limón —dijo Mr. Maywit. Y explicó lo que hacía—. Pulir altares, bien relucientes. Preparar vestimentas. Colgar los números en el tablón. Limpiar los bancos.

Padre parecía desalentado.

—También puedo hacer algo de barbería.

—¿Cortar el pelo?

—Cortar y peinar. Y planchar el pelo. Y rizarlo. Alisarlo al calor. Y sé encerar suelos.

Unas pequeñas ratas nocturnas, llamadas pacas, roían las esquinas de las tiendas de nylon. Nos las comíamos. Sabían bien, y Padre decía que aquello era justicia poética. Hicimos una plataforma de madera para mantener las tiendas secas y derechas, porque las piquetas no se fijaban en el suelo húmedo. Más abajo, en el río, montamos una trampa que conducía a los peces a una jaula de alambre, y con un techo sencillo y un marco y parte de la tela de mosquitero construimos un mirador a prueba de mosquitos donde podíamos reunimos. Eran dispositivos ingeniosos, no inventos, pero hacían la vida más cómoda, y en el plazo de muy pocos días pude ver el esqueleto de la colonización de Jerónimo.

Al caer la noche, los zambus nos daban la espalda y se metían en la jungla. Por la mañana reaparecían, con aspecto arrugado y húmedo. Padre decía que tenían un campamento en la jungla. A fines de la primera semana, Mr. Haddy abandonó Jerónimo con algunos de los zambus. Mr. Haddy no regresó inmediatamente, pero los zambus sí, remolcando balsas de troncos con arneses que Padre les había fabricado. En las balsas llegaba el resto de nuestros suministros de la
Little Haddy
.

Las calderas, los depósitos y el resto de la chatarra fueron arrastrados y almacenados. Padre utilizó algunos tubos para su primer invento de verdad en Jerónimo, una simple rueda de palas que subía una cinta de cáscaras de coco a una torre en la orilla del río y llenaba un barril de agua. La altura del barril le daba fuerza suficiente para canalizar el agua adonde quisiéramos, pero la mayor parte iba a un cobertizo cerrado que adquirió el nombre de casa de baños. Allí lavábamos la ropa, allí nos duchábamos y hervíamos el agua de beber; mejoró nuestro nivel de vida.

El agua sobrante fluía a través de una alcantarilla de piedra, por debajo de la casa de baños, hasta una caseta situada en el borde del claro, donde teníamos la letrina. La caseta estaba siempre limpia, pero la letrina de los Maywit estaba tan sucia y llena de moscas que Padre decía:

—Quien use
ese
trono es el Señor de las Moscas.

El primer invento, una bomba fabricada sobre el terreno, fue un ejemplo de tecnología primitiva. Los Maywit y los zambus quedaron muy impresionados por sus aleteos y salpicaduras, pero dijeron que no comprendían por qué Padre había hecho aquella cosa en la estación de lluvias, cuando había agua por todas partes.

—Construimos para el futuro, la estación seca —dijo Padre—. Es la forma civilizada de hacerlo —añadió— y ¿saben por qué es un invento perfecto?

—Porque uno no tiene que hacerse todo el camino con un cubo —dijo Mr. Maywit.

—Esto está más claro que el agua —dijo Padre—. No, es perfecto porque es autopropulsado, usa energía disponible y no poluciona. Si fabricas uno de estos en Massachusetts, te meten en un manicomio. Pero a ellos no les interesa la perfección.

Unos días más tarde, tras una fuerte lluvia, el río creció, arrancando la rueda de palos de sus soportes y varillas. Padre la reforzó con tiras metálicas y siguió suministrándonos agua y limpiando la letrina.

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