—No se fía de mí —dijo Padre.
—Si no me hace perder la licencia, me hará perder la lancha. ¡No es posible!
La lancha empezaba a saltar en la corriente, agitando el toldo de un lado a otro. El hierro viejo chocaba y raspaba.
—¡Allie! —gritó Madre cuando la empapó una ducha de espuma.
Ahora la barca parecía ligera, flotaba fácilmente en la marejada de la desembocadura. Me agarré bien, temiendo que volcara.
—No puedo hacer esto yo solo —dijo Padre—. Necesito su ayuda, Mr. Haddy. Suba usted a proa y, si ve rocas, deme un grito. Estamos luchando contra la corriente, así que no tiene sentido bajar el régimen del motor. Bueno, ¿qué me dice? —otro chorro de espuma golpeó la ventanilla de la cabina—. ¿Está usted de mi lado o no?
—Otro sperimento —dijo Mr. Haddy. No sonreía—. No me gustan estos ríos. Esos tipos de la jungla... negros... ¡tienen rabo!
Padre dijo que era el río Aguan. En la orilla de Santa Rosa empezaba a reunirse gente, tal vez pensando que íbamos a desembarcar. Llevaban cestos de fruta, racimos de cocos y esterillas de paja. Al ver que nos metíamos en mitad de la corriente, moviéndonos contra las ramas flotantes y los restos de tallos de caña rotos, nos llamaron a gritos a la costa. También nos ladraron sus perros vacilantes.
Seguimos viaje, dejando atrás la colonia que quedaba a espaldas de Santa Rosa, las chozas inclinadas y las cabañas montadas sobre pilotes y las hileras de canoas boca arriba en la orilla del río. Pasamos la entrada, parecida a una verja, de una laguna verde, y seguimos adelante, combatiendo al río que rebosaba por nuestra proa. Hacía más calor que antes, porque el sol estaba más alto que las palmeras y las nubes de tormenta habían desaparecido tierra adentro. No había montañas, ni siquiera colinas. No había más que la orilla del río cubierta de palmeras y arbustos bajos y árboles de corteza amarilla, y el cielo llegaba hasta las copas de los árboles. El río, crecido y lodoso, había inundado los arbustos de la orilla.
Mr. Haddy estaba colgado a proa con un escandallo. Cantaba con voz doliente y nos mostraba el fondillo de los pantalones. Periódicamente gritaba: «¡Roca-piedra a babor!» o «¡Roca-piedra delante!». El océano estaba a popa, y, cuando doblamos un recodo del río, se perdió de vista, desapareció con la brisa fresca y el picor de la sal y el olor a pez. Cuando el río se estrechó, nos encontramos rodeados por la jungla, donde cada uno de los árboles era un concierto de chillidos de aves e insectos. La lancha adoptó un aspecto muy distinto. En el mar, nos había parecido destartalada y muy pequeña. Pero allí, remontando el estrecho río, parecía amplia y poderosa, con el motor resonando en las orillas, asustando a las grullas y espantando a las mariposas.
—Mira, el rey de la carretera —dijo Padre, viendo que Mr. Haddy saludaba meneando el escandallo a un hombre en canoa.
Mr. Haddy señalaba los pájaros a Jerry y a las gemelas y rechiflaba a las mujeres que dejaban de restregar ropa en las partes pedregosas de la orilla para vernos pasar.
—Aquí no han visto nunca una lancha —dijo Mr. Haddy.
—¿Hasta dónde vamos? —preguntó Madre.
—Hasta que toquemos fondo —dijo Padre.
Conseguimos recorrer quince millas o aún más, remontando el río hasta mediodía, cuando Mr. Haddy avisó a gritos de la presencia de rocas-piedras por todos lados. Ya no hacía señales, sólo aullaba. El agua ya no era tan cenagosa. Vi anguilas y escuelas de peces diminutos en el fondo de piedrecilla. Había lugares donde apenas cabía la lancha entre orilla y orilla, y el agua, veloz, nos detenía y salpicaba la cubierta.
Fue en uno de aquellos estrechos y retorcidos canales donde vi a los hombres de los árboles. Los confundí con tocones de gruesas raíces, rocas extrañas, cualquier cosa menos hombres. Apoyaban la cabeza en ramas, y algunos de ellos, de piel brillante y negra, estaban en cuclillas bajo los arbustos. Otros estaban de rodillas, dándonos la espalda. Estábamos tan cerca de ellos que no podía decírselo a Padre sin que me oyeran. Algunos tenían palos y lanzas y redes de pesca, pero guardaban silencio y no nos amenazaban.
Me acerqué a proa, donde colgaba Mr. Haddy. También él los había visto; miraba fijamente los árboles. Entonces, un anciano negro, con pantalones cortos color caqui por toda vestimenta, subió del agua a la orilla transportando un cubo.
—¿Cómo le va? —dijo Mr. Haddy.
Hablaba con el hombre.
El hombre dejó caer su cubo en la orilla cenagosa, derramando su contenido de pescado.
—Zambu —dijo Mr. Haddy—. No tiene rabo.
Pero, mientras hablaba, había apartado los ojos del río y el escandallo había perdido tensión. Oímos un topetazo por debajo. El fondo de la lancha había chocado. Las gemelas cayeron sobre cubierta.
—¡Me he mordido la lengua! —dijo Jerry.
La lancha giró hacia un lado, empujada por la corriente, y se inclinó, tirando el infiernillo. Habíamos encallado. El motor se paró inmediatamente y las ramas flotantes se apilaron contra el casco. Padre tiró el infiernillo hirviente al agua de una patada, y el artefacto se hundió rodeado de su propio vapor.
—Fin del trayecto, Mr. Haddy —dijo—. Pregúntele a ese caballero dónde estamos.
Mr. Haddy no preguntó nada. Observó al hombre mientras éste recogía sus peces y, volviéndose hacia Padre, dijo:
—¡Esto aquí es Cubo-de-Pescado!
Después, mientras el río se deslizaba a ambos lados de la barca, siete u ocho hombres aparecieron en la orilla, todos negros, de grandes cabezas, vestidos con pantalones cortos y con redes y palos en las manos. Padre saltó desde popa con un cabo. El agua le llegaba a la cintura. Chapoteó hasta llegar a la orilla.
Los hombres le observaron mientras amarraba la
Little Haddy
a un árbol. Se movieron un poco hacia atrás, como para hacerle sitio, aunque estaban a treinta pies de distancia.
Padre les habló en español, en tono amistoso.
Le miraron fijamente. Aunque parecían comprenderle, no respondieron.
—¿Cómo les va? —gritó Mr. Haddy desde la proa.
—Bien aquí —dijo uno de los hombres.
—¡Hablan inglés! —exclamó Padre.
Se echó a reír. Eso les gustó a los negros. Abrieron la boca mientras le miraban reírse.
—Buenos días, Padre. Me llamo Francis Lungley. ¿En qué podemos ayudarle?
—¡Oiga, le he estado buscando por todas partes! —dijo Padre.
Jerónimo, simplemente un nombre, era el extremo cenagoso de un cenagoso sendero. Como en cierta ocasión se había desbrozado y ahora la vegetación había vuelto a crecer, los arbustos y las malas hierbas eran más espesos que en cualquier jungla. Aparte de eso, no se diferenciaba de cualquiera de los cincuenta lugares cubiertos de arbustos por los que habíamos pasado en nuestro camino desde la orilla del río de los zambu, al que Mr. Haddy llamaba Cubo-de-Pescado. Era un lugar caluroso, húmedo, maloliente, lleno de bichos, y las hojas colgaban fláccidas y eran color verde oscuro, «como billetes de dólar viejos», en palabras de Padre.
Jerónimo me recordaba una ocasión en que pescábamos en Massachusetts. Padre había señalado un palo, pequeño y negro, clavado en el suelo, y había dicho: «Es la divisoria entre dos Estados». Miré aquel palo podrido. ¡La divisoria entre dos Estados! Jerónimo era igual. Nos tuvieron que contar lo que era. No lo habríamos tomado por un pueblo. Tenía un árbol gigantesco, un tronco como una columna sustentando un dirigible de ramas frondosas donde se posaban unos arrendajos diminutos. Era un conacaste, y daba una sombra de medio acre. Los restos de la choza de Weerwilly y su fracaso seguían allí, y tenían un aspecto triste y transitorio. Pero, aquella tarde, las ruinas abandonadas sólo hacían que Jerónimo pareciera aún más salvaje.
Había también una silla humeante en la hierba, un sillón, inmóvil e hirviente. Tenía el relleno carbonizado y algunos de los muelles salidos, y su mal olor flotaba hasta los arbustos. El sillón quemado, inútil y humeante, era tan poco importante como el lugar en sí, y la única persona que estaba segura de que habíamos llegado a nuestro destino era Padre.
Las gemelas se sentaron, con dolor de tripa Jerry tenía la cara roja del calor húmedo.
—Apuesto a que te hace trepar a ese árbol Charlie —dijo—. Apuesto a que no te atreves.
Pero Padre se había metido en los arbustos que le llegaban al pecho. Llevaba la gorra de béisbol de lado y gritaba.
—¡Nada... nada! Justo lo que yo soñaba... ¡nada! Mira, Madre.
—Tienes razón. No veo nada —dijo Madre.
—¿Lo ves tú, Charlie?
Dije que no.
Seguía abriéndose camino a puñetazos entre los arbustos.
—Aquí veo una casa —dijo—. Aquí una especie de cobertizo, con un taller, un verdadero taller de herrero, con su forja. Allí la letrina y la planta Cortando y quemando toda la zona, tendremos cuatro o cinco acres de buena tierra de cultivo. Pondremos el depósito de agua en esa elevación y desviaremos parte del arroyo para llevar agua a los cultivos. Habrá que perder algunos árboles, pero hay más que suficientes, y en cualquier caso necesitaremos madera para un puente. Supongo que la casa debe dar al Este... así veremos esas colinas con el sol de la mañana. Allí abajo veo un amarre y una pasarela a una casa-barca. Haremos un par de saledizos a derecha e izquierda de la casa principal a prueba de chaparrones. El terreno es suficientemente alto, pero, para mayor seguridad, levantaremos la casa y utilizaremos la parte de abajo para cocina. Me gustaría algo de drenaje ahí detrás, huelo a pantano. Pero será fácil. Unas cuantas alcantarillas de tres pies se encargarán de ello, y una vez que controlemos el agua, podremos cultivar arroz y pensar en un sistema hidráulico serio. Lo más difícil es la planta. La veo en aquel hueco, un poco a sotavento. Podemos aprovechar el combustible que crece ahí. Parece madera dura. Será facilísimo bajarla por la pendiente.
Mientras tanto, los zambus y Mr. Haddy ponían sus respectivas cargas en el suelo, debajo del conacaste. Mr. Haddy se quitó los zapatos y frunció el ceño al oír la voz de Padre. Padre seguía hablando, marcando la casa, señalando los futuros senderos y dividiendo la tierra entre campos de judías y alcantarillas. Habíamos llegado hacía diez minutos.
Pero ni siquiera la voz tonante de Padre podía hacer que Jerónimo significara algo más que unos arbustos de agrios aromas en un claro cubierto de hierbas.
Los zambus lo veían a su manera. Había colinas detrás, y un arroyo lo atravesaba de lado a lado. Los zambus llamaban montañas —las Esperanzas— a las colinas y río —el Bonito— al arroyuelo, y Jerónimo, para sus ojos inyectados en sangre, era una finca —la estancia—. Todos aquellos nombres altisonantes eran falsos e imaginarios, pero eran como los nombres de los mismos zambus. El hombre semidesnudo que parloteaba señalando el arroyuelo y llamándolo Río Bonito se llamaba a sí mismo John Dixon. El que nos dio el nombre de las montañas fue el feroz de pelo lanudo y pantalones desgarrados —Francis Lungley—, y el que llamaba estancia a la desvencijada cabaña era el más tonto, Bucky Smart.
Lo llamaran lo que lo llamaran, yo sabía que Jerónimo no era más que una cabaña de techo de latón en un terreno lleno de arbustos, un cultivo de bananos arruinado bajo las barbas del tizoncillo marrón. Por aquí un bote de remos roto y por allá unos troncos de árbol que nadie se había ocupado de aserrar como cuerdas. Cuantos postes de cerca hubo una vez se habían transformado de nuevo en árboles, una fila de arbolillos bajos que pudo haber sido una pocilga, y barro y hierbajos, y aquel sillón destilando veneno. Padre regresó y dijo:
—Es precioso.
En ese preciso instante, un cerdo negro y tiñoso galopó ruidosamente entre la hierba, pasando por delante de nosotros. El zambu Bucky se levantó y le hizo una horrible mueca, como si se dispusiera a asesinarlo con los dientes delanteros. Lo siguió con la mirada, moviendo la cabeza, para después encogerse de hombros y ponerse de nuevo en cuclillas. Debía estar cansado, había llevado todo el camino desde Cubo-de-Pescado primero a Clover y después a April.
—Eso es un pécari de labios blancos —dijo Mr. Haddy.
—Guarra —dijo Francis Lungley.
—Yo no soy guarra —dijo Clover.
—Así los llaman estos chicos, guarras. Es un nombre. Una por aquí significa unos cincuenta o cien más en el bosque.
—Weerwilly debía vivir en esa choza —dijo Padre—. Menudo agujero. A mí no me encuentran ni muerto en un basurero como éste.
—En cualquier caso —dijo Mr. Haddy, adoptando su mejor aspecto de rana al volverse hacia Padre—, ya hay unos cuantos muchachos dentro, así que no tiene nada que temer.
Por la ventana de la mohosa cabaña nos miraban unas caras redondas como pelotas de fútbol, ojos blancos tras los tallos de las flores trepadoras.
—Dondiego de día —dijo Padre, y corrió a la cabaña.
Las caras se retiraron ligeramente cuando Padre cogió una flor en forma de trompeta y dijo:
—¿Cómo te llamas?
—Maywit —fue la temblorosa respuesta.
—Le está diciendo el nombre de la flor —dijo Mr. Haddy—. Esa es la flor, Maywit, no el muchacho. Probablemente el muchacho se llama Jones. Jones de la jungla. Jones el hombre-gallina —Mr. Haddy se rascó el cuero cabelludo—. Ojalá estuviera en mi lancha.
Pero Padre fue y le abrió un agujero en el culo. Padre seguía intentando obtener respuestas del interior de la cabaña, pero las caras habían desaparecido de la ventana.
Plantamos nuestras tiendas bajo las extensas ramas del conacaste y encendimos un fuego muy humeante, siguiendo instrucciones de Padre, para espantar a los mosquitos. Madre ordenó nuestras pertenencias y las bolsas de comida y las colgó de unas ramas, fuera del alcance de las ratas; ya habíamos visto dos. Las mochilas y las tiendas recordaron a Padre las compras de Springfield. Hizo a Jerry contar la historia del equipo norteamericano de camping fabricado por niños esclavos en China y en Japón. Padre le interrumpió para pronunciar su discurso sobre la guerra-en-América, pero los zambus se reían a destiempo.
Cuando nos disponíamos a comer, Mr. Haddy dijo:
—Aquí viene Jones, el hombre-gallina.
Eran los Maywit, y traían fuentes de fruta —limas, plátanos, aguacates— y manojos de mandioca, y una calabaza de algo que llamaban wabul. Lo presentaron todo tímidamente a Padre, que lo distribuyó entre nosotros, diciendo:
—¡Esto os mantendrá los intestinos abiertos!