Pero Madre hizo que la Señora Kennywick y la Señora Maywit le explicaran cómo sujetar los pimientos a una cuerda para colgarlos. «Ustedes sabrán mejor cómo hacerlo», decía. La sujeción de los pimientos a la cuerda nos llevó un día entero. Madre y las otras mujeres se instalaron juntas en cuclillas sobre una estera en el patio, anudando los pimientos en un bramante hasta que la cuerda adoptó el aspecto de una traca. Padre no lo habría hecho, y desde luego no se habría puesto en cuclillas. Se habría fabricado una silla, probablemente reclinable, con una superficie de trabajo, operada a pedal, libre de mantenimiento, con arbolillos torcidos o doblados al vapor. «¡Madre, fíjate cómo se adapta al contorno del cuerpo!»
Madre hizo que los zambus la enseñaran a destripar y desollar animales como las pacas, y a poner pescados en un tablón para secarlos, y a ahumar carne. Eran métodos lentos, sucios, tradicionales, pero ella decía que no tenía ninguna prisa. Y aquello se convirtió en nuestra clase de Jerónimo, las labores domésticas de la gente de la jungla, la preparación de cosas que recogíamos o atrapábamos. Se aseguró de que cada uno de nosotros comprendía el destripamiento y el ahumado. No tuvimos permiso para jugar hasta que dominamos esas labores.
El sistema de Padre era distinto. Él era un innovador. No le importaba nada poner a una docena de personas a pelar madera o cavar zanjas, y no les decía por qué hasta que habían terminado. Entonces decía: «¡Acaban de engrandecerse permanentemente!». O les pedía que adivinasen para qué servía algo concreto (hasta aquel momento nadie había adivinado para qué servía «Niño Gordo»), para reírse cuando le daban una respuesta equivocada. Tenía su propia forma de hacer las cosas, y le gustaba decirle a la gente que sus métodos eran un desperdicio de movimientos. «Ahora les voy a enseñar cómo hay que hacerlo», decía y, cuando se quedaban boquiabiertos, «¿qué les parece
este
truquito?».
Nunca supo escuchar bien. Pero sabía tanto que no necesitaba escuchar. Habíamos oído su voz tronar como la «Caja de los Truenos» desde todas partes, y, desde el día en que llegamos, el parloteo de Padre había sido tan constante, de la mañana a la noche, como el canto de las langostas de Jerónimo, y era incluso más alto que el
gung-gung-gung-gung
de los monos aulladores. Pero ahora su voz se había ido. No se construía nada, no había inspecciones, la forja se enfrió. No se hablaba de «objetivos», no había sesiones en la Galería, y ya no oíamos decir. «¡Sólo necesito dormir cuatro horas!»
Limpiamos la trampa de peces, escardamos el huerto y recogimos los primeros tomates. Madre llevaba bien las cosas, sugiriendo en vez de ordenar. Hizo pan de mandioca, algo que no se le había ocurrido a Padre. La Señora Maywit le dio la receta. Y la Señora Kennywick le enseñó a hacer wabul con plátanos podridos.
En su forma callada e inquisitiva, Madre descubrió algo asombroso. Tenía la idea de que aprender los nombres de los árboles de Jerónimo y sus alrededores sería educativo cara nosotros. Preguntó a los zambus sus nombres y el uso que se les daba con el fin de clavar en cada uno de ellos una pequeña señal escrita en letra de imprenta que debíamos aprender de memoria. Descubrió que un buen número de árboles del extremo sur del claro eran zapotillos. Ni siquiera los Maywit lo sabían. Los zambus los llamaban «chicles» y «julis», y nos explicaron cómo extraer la savia gomosa de los árboles y hervirla y aplanarla a golpes hasta hacer láminas.
—Aquí hay chicle suficiente para hacer una tonelada de goma —dijo. Le hacía gracia—. Eso diría Allie. Esperen a que se entere. Nos hará botas de goma a todos.
El trabajo de Padre era trabajo; el trabajo de Madre era estudio y juego, pero por lo general nos dejaba libres. No nos sentíamos supervisados como cuando Padre estaba presente, y poco a poco nos fuimos aventurando más lejos del claro, e incluso fuera de Jerónimo, lejos del chapoteo de nuestro sistema de distribución de agua y el
gung
de nuestros monos.
Mi intención era salir, hacer un sendero y establecer un campamento. Era como uno de los retos de Padre, pero me lo hice a mí mismo retando a los otros. Me daba valor. También retamos a los niños Maywit, y les dijimos cosas feas, y no tardaron en gritarse unos a otros «cochino» y «puerco». Alice y Drainy no tenían miedo, pero los pequeños, León y Veryl (conocida por Peewee) eran apocados y siempre se quedaban atrás.
Encontramos un sendero que se alejaba del río y penetraba en un sector de la jungla repleto de pájaros gritones, palomas y crascos. Drainy dijo que allí había monstruos, y los niños Maywit se mostraron de acuerdo en que, en lugares como aquél, era donde se encontraba uno con su doble. Clover dijo que eran unos asquerosoides por creerse esas cosas. Establecimos el campamento cerca de un estanque profundo, en una pequeña cavidad de la jungla, a una media hora de camino de Jerónimo, entre árboles frondosos y lianas.
—En el agua hay monstruos —dijo Drainy, y ninguno de ellos quiso meterse en el estanque.
Pero era porque no sabían nadar, y nosotros sí. Nadar allí mientras nos miraban nos daba un sentimiento de superioridad, y Jerry les dijo que estaban espasmodicados.
Pero no temían a los perros de agua ni a las serpientes ni a los lagartos verdes. Algunos de aquellos lagartos eran del tamaño de un gato. Si decíamos «en ese árbol está tu doble» se ponían asquerosoides porque no lo veían. Pero, cuando vimos un animal peludo con horrible aspecto de cerdo husmear entre los arbustos, Alice dijo:
—Mira, una vaca montesa.
A mí me parecía un monstruo, pero, como la pequeña no tenía miedo, nosotros tampoco podíamos tenerlo.
Para el campamento, primero hicimos un colgadizo de ramas, después una choza, y hamacas hechas con enredaderas. Clover y Alice nos hicieron asientos, cavaron una fosa para el fuego y cortaron flores. Clover no tenía fuerza suficiente para hacer el trabajo duro ella sola, pero sabía cómo poner a trabajar a los niños Maywit. Vi que era igual que Padre. Era firme como él y no escuchaba y no estaba contenta si no dirigía las operaciones.
Alice dijo que por allí había una planta en forma de abanico cuyas raíces podían comerse. Clover puso a todo el mundo a recoger las raíces en cestos caseros y nos las comimos. Sabían a zanahoria cruda y se llamaban yautias. Con ellas y los plátanos y las frutas que recogíamos por el camino podíamos comer en el campamento.
Clover se quejaba de que Jerry y April nunca ayudaban. Alice dijo que Peewee era una cochina, eso seguro, siempre comiendo sin nunca recoger nada. En Jerónimo, nadie refunfuñaba, pero allí todos protestaban.
En vista de ello, decidí inventar el dinero. Conseguir todo gratuitamente no servía para nada. A partir de ahora, dije, tendríamos que comprar la comida en el colmado del campamento.
—¿Dónde está el colmado del campamento, burro? —dijo Clover.
Dije lo primero que se me vino a la cabeza. «Estás sentada encima.» Y señalé a su pequeño banco. Al nombrar tendera a Clover, conseguí que se callara y expliqué que las piedras y los guijarros harían de dinero, porque eran escasos en aquel lugar lodoso.
—Queremos comprar comida, Mamá —dijo León.
—¿Dónde está tu dinero?
—No tengo.
—Pues ya puedes cavar.
Era un juego nuevo, y un buen juego. Nos pusimos en busca de piedras, y todo el mundo juntó su pequeño montón. Para mí era fácil, porque buceando en el estanque sacaba cuantas piedras quería del fondo. Me convertí en la persona más rica del campamento.
Clover dirigía también la escuela, situada en el primer colgadizo. Drainy dirigía la iglesia, un árbol donde había instalado una cruz de alambre. Hicimos cercas con ramas, y Drainy puso en otro de los colgadizos una caja de alambre que era el aparato de radio. El aparato era imaginario, pero el teléfono era real: dos mitades de coco conectadas por una cuerda.
—Es como si estuviéramos de vuelta en casa —dijo Jerry.
Pero no era así. Era la forma de vivir de otra gente, con radios y escuelas e iglesias, y dinero. A pesar de todo, yo era feliz en el campamento, más feliz que en Jerónimo. Aquel lugar me gustaba porque era secreto, pero sobre todo porque estaba lleno de cosas prohibidas por Padre. Era agradable gastar dinero en la tienda y hablar por teléfono. Y, cuando a Clover se le acabaron las lecciones, yo me convertí en el profesor. Enseñé a los Maywit a contar dinero y las cuatro reglas, y a escribir sus nombres. Jerry quería poner un cartel de «Prohibido el Paso», pero yo le dije que excitaría la curiosidad de la gente. En sustitución, puse a todo el mundo a cavar una trampa para hombres, con el fin de atrapar a los intrusos e incluso a los animales grandes, como las vacas montesas. Drainy dijo que por allí había tigres —quería decir gatos salvajes o jaguares—, y yo quería cazar uno. Hincamos estacas afiladas en el fondo de la trampa y cubrimos el agujero con una capa de ramas y tierra para que se confundiera con cualquier otra parte del sendero. Drainy dijo que así lo hacían los zambus. Padre nos habría matado por hacer una cosa así, pero Padre aún andaba por la costa.
Rezábamos, cantábamos himnos que nos enseñaba Alice y celebrábamos prolongados y gimoteantes servicios religiosos al refugio del árbol sagrado.
Seguíamos ayudando en Jerónimo, recogiendo pimientos, escardando, cuidando la trampa de peces y haciendo otras labores. Pero, una vez terminadas éstas, Madre se quedaba satisfecha y nosotros nos escapábamos a nuestro campamento en la jungla, de vuelta a todo lo que Padre detestaba. Aquello compensaba todo cuanto nos había faltado en Massachussetts y calmaba mi nostalgia de los Estados Unidos. Así conseguí superar mi morriña.
Dimos el nombre de El Acre a nuestro campamento.
El Acre me ayudó a comprender en parte el orgullo que Padre sentía por Jerónimo. Hasta que construimos nuestro campamento no comprendí por qué se jactaba tanto de lo que había hecho en Jerónimo. Padre insistía en que nos fijáramos cuidadosamente en la huerta y los senderos y la distribución del agua. Quería que nos maravilláramos de cómo podíamos mantenernos perfectamente secos en la lluvia, frescos en el día más caluroso y protegidos de los insectos. Era feliz, y en El Acre supe por qué. Miraba a mi alrededor y veía que el sistema de vida y las cosas que habíamos hecho nosotros mismos nos pertenecían en exclusiva. Hasta los niños Maywit estaban contentos con lo que habíamos hecho. Pero yo sentía que nuestros logros eran mayores que los de Padre, porque comíamos la fruta que maduraba en las proximidades y usábamos todo cuanto encontrábamos y nos adaptábamos a la jungla. No habíamos traído un barco lleno de herramientas y semillas y no habíamos inventado nada. Simplemente, vivíamos como los monos.
Drainy tuvo la idea de que nos bautizáramos todos. Dijo que, si no lo estábamos, nos iríamos al infierno, e insistió en hacerlo a la manera Inmersionista, zambulléndonos en el estanque profundo mientras él oraba por encima de nosotros. Parecía divertido, así que nos quedamos en ropa interior y nos dispusimos a ser bautizados.
—Yo soy el bautista —dijo Drainy—. Sé cómo hacerlo.
—Un momento —dijo Alice—. Drainy no sabe nadar. No puede ser bautista si no sabe nadar. Le comerían los monstruos del agua —se alejó.
—Si de verdad tienes miedo —dije a Drainy—, podemos dejarlo.
—No tengo miedo —dijo Drainy, sentándose en la orilla y hundiendo los pies en el agua—. Y el que no se remoja se va al infierno.
—Nosotros no creemos en el infierno —dijo Clover—. Sólo la gente ignorante cree en el infierno.
—Si Alice se baja las bragas y enseña la almeja —dijo Drainy—, se va al infierno, eso seguro.
Alice estaba en la escuela Se asomó por la ventana y gritó:
—¡Drainy Roper, sal de ahí ahora mismo!
Inmediatamente se tapó la boca con la mano.
—No se llama así —dijo.
—Le has llamado Drainy Roper —dijo Clover.
Roper... eso había dicho el misionero aquél antes de que Padre lo echara a patadas.
—Nos llamamos así —dijo Veryl.
—¡Bocazas! —chilló Alice.
Drainy sacó los pies del estanque y dijo que sí, que, ése era su nombre, se llamaban Roper. El misionero tenía razón. Y era un Inmersionista.
—Si estuviera aquí —dijo—, podría ser el bautista.
—Si os llamáis Roper, ¿por qué os llamáis Maywit? —preguntó Jerry.
—Tienen dos nombres —dijo April.
—Tenemos un nombre —dijo Drainy—. Y no es Maywit.
—¿De dónde salió el Maywit? —pregunté.
—Nos lo dio tu padre —dijo Alice—. Y mi padre lo tomó.
—Si no era su nombre —dije—, ¿por qué lo tomó?
—Tiene miedo —dijo Alice.
—De tu padre —dijo Drainy.
—Sois unos guarros —dijo Clover.
—Tu padre sabe hacer magia —dijo Drainy.
—Lo que hace no es magia —dije yo—. Es ciencia.
—La ciencia es peor —dijo Alice.
No me creían, y yo lamentaba que Padre les hubiera hecho cambiar de nombre.
—A veces yo también le tengo miedo —dije.
Jerry y las gemelas se rieron de mí por decir eso. Para ellos no sabían lo que yo sabía. Clover dijo que Padre era cariñoso y que no había razón para tenerle miedo. Jerry dijo que podía haber hecho una fortuna como inventor.
—¿Por qué no se hace rico? —dijo Alice.
—Porque quería venir aquí —dije yo— a construir un pueblo en la jungla. Más que un pueblo.
Aquello no convenció a los niños Maywit, y, cuando les dije que Padre había dicho que la guerra estaba a punto de estallar en los Estados Unidos, se limitaron a reír. Eso me hizo perder seguridad y hablar sin convicción porque ¿por qué otra razón iba alguien a abandonar los Estados Unidos para sudar hasta las tripas en la jungla? Y yo sabía aún más. Había visto el interior de «Niño Gordo». Esa visión retornaba, y cada vez que pensaba en Padre veía los depósitos colgantes, la soledad del hierro curvado, los tubos como un cerebro en una manga y todos los diminutos goznes. Había sido como ver el interior de la casa de alguien, conociéndole mejor a base de estudiarla. La mejor forma que yo tenía de conocer a las personas era por alguna cosa que hubieran hecho, y en «Niño Gordo» había visto la mente de Padre, una versión de su mente —su enigma, su inclinación y su enormidad—, y me había asustado.
Por esa razón, mientras hablábamos de Padre en voz muy baja, dejamos de lado el bautismo y nos dedicamos a atrapar hormigas locas. Las echábamos al estanque y las mirábamos debatirse sobre la piel de la superficie del agua.