Y allí, en medio del océano, el barco cobró vida. El comedor estaba lleno a la hora del desayuno —las otras tres mesas ocupadas por dos familias. Una de las familias era muy numerosa. Cuando nos presentamos, los mayores dieron los buenos días a Padre y Madre, y los niños nos hicieron muecas. Nosotros éramos extranjeros silenciosos, ellos eran ruidosos y parecían encontrarse como en casa. Actuaban como si ya hubieran estado antes en el
Unicorn
. Eran los Spellgood y los Bummick.
—Usted es Mr. Fox —dijo a Padre uno de aquellos hombres el primer día que pasamos en el mar—. Ya se ha olvidado de mi nombre. Pero yo me acuerdo del suyo.
—Naturalmente que se acuerda —dijo Padre—. Yo soy mucho más fácil de recordar que usted.
Aquel hombre era el Reverendo Gurney Spellgood. Era misionero. En cada una de las comidas cantaba con su familia —que ocupaba dos mesas— un ruidoso himno de acción de gracias antes de abalanzarse sobre el alimento. La conducta de los Bummick era más extraña, pues aquella familia de rostros oscuros siempre estaba discutiendo, y, a medida que sus voces se elevaban en competencia, empezaban a aullar en otro idioma. Padre dijo que era español, y ellos a medias. Un día, en la cubierta de popa, Mr. Bummick, que era gordo como un cerdo, dijo a Padre que lo que más le habría gustado hacer en Baltimore era romper un escaparate y después montar corriendo a bordo y escapar. «¡Nunca me cogerían!» Padre nos dijo que nos mantuviéramos apartados de los Bummick.
Aparte de la oración común de los Spellgood, que era un acontecimiento cotidiano, rara vez veíamos a aquella gente, salvo en las comidas. El segundo día, a la hora de la cena, los nueve Spellgood no estaban en sus mesas.
—¿Qué les habrá pasado a nuestros amigos los cantantes de himnos? —preguntó Padre a Mr. Bummick—. Supongo que estarán mareados, alimentando a los peces, ¿no cree?
Mr. Bummick dijo que no, que estaban con el capitán. El capitán tenía la costumbre de invitar por turno a sus pasajeros a comer con él.
—Tiene gracia —dijo Padre—. Había pensado en invitar al capitán a comer conmigo. Pero decidí no hacerlo. No me gusta su aspecto.
Los Bummick le miraron fijamente.
—Es broma —dijo Padre.
Jamás sonreía cuando contaba un chiste. De hecho, cuando trataba de hacerse el gracioso parecía más malhumorado que nunca. Resultaba violento saber que estaba de broma y observar la intrigada expresión de los rostros de la otra gente.
A la noche siguiente, los Bummick comieron con el capitán.
—Supongo que se ha olvidado totalmente de nosotros, Reverendo —dijo Padre a Gurney Spellgood—. Le agradecería que dijera una oración por nosotros.
—Los últimos serán los primeros —dijo el Reverendo Spellgood.
Cruzó las manos y sonrió.
—Algunos —dijo Padre.
—¿Cómo dice?
—«Los hombres llegarán del norte y el sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios. Y en verdad os digo que
algunos
de los últimos serán primeros, y
algunos
de los primeros, últimos», Lucas.
—Yo citaba a Mateo —dijo el Reverendo Spellgood.
—Le citaba mal —dijo Padre. Su dedo reventado se elevó en el aire—: Mateo dice muchos, no algunos. Pero lo mejor está en el capítulo diecinueve: «Todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o hacienda por mi nombre recibirá el ciento por uno y heredará vida eterna».
—Ése es mi santo y seña, hermano —dijo el Reverendo Spellgood—. Ha comprendido mi misión.
—Observo, sin embargo —dijo Padre, moviendo su dedo hacia las dos mesas de los Spellgood, donde no faltaba una abuela— que no se ha dejado a nadie. Es broma —añadió apresuradamente.
Pero, a partir de entonces, el Reverendo Spellgood trató de incitar a Padre a discutir las Escrituras, así como de incluirle en las reuniones de oración que se celebraban en cubierta. A la mañana siguiente, cuando paseaba por cubierta con sus mapas, el Reverendo Spellgood le abordó. Yo estaba cerca, pescando desde la barandilla.
—No parecemos gran cosa de momento, Reverendo —dijo Padre—, pero el tiempo y la experiencia nos pulirán, y oramos para ser flechas pulidas en el carcaj del Todopoderoso.
—¿Ezequiel? —preguntó el reverendo Spellgood.
—Joe Smith —dijo Padre, y se echó a reír—. Profeta y mártir y fundador de una de las veinte sociedades más ricas de los Estados Unidos.
Padre pronunció
suciedades
, con un deje de odio destilado.
El Reverendo Spellgood se encaró con el océano y dijo:
—«Tú surcas el mar con tus caballos, el borbotar de las inmensas aguas».
—Oseas.
—Uabacuc —dijo el Reverendo Spellgood—. Capítulo tres.
—Eso es cloroformo —dijo Padre.
Pero le había molestado no reconocer la cita. Se volvió hacia Spellgood y, delante de su gran familia, dijo en tono ofendido:
—Pero ¿cuántas flexiones de brazos es usted capaz de hacer? ¡Ja!
Los Spellgood guardaron silencio.
—«Componer muchos libros es nunca acabar —dijo Padre— y estudiar demasiado daña la salud.» Eclesiastés. Además, tengo mejores cosas de que ocuparme —y volvió a sus mapas.
Averigüé el destino del
Unicorn
gracias a una de las hijas del Reverendo Spellgood, una niña con cara de pato y desprovista de mandíbula que se llamaba Emily. Hacía calor y el sol pegaba de plano. A tres días de Baltimore, parecía como si la primavera se hubiera convertido en verano. Los tripulantes iban sin camisa. Yo me pasaba la mayor parte del día pescando.
Emily se acercó a mí y dijo:
—Nunca pescas nada.
—Hace demasiado calor —dije yo, porque hasta entonces siempre había pescado en arroyos y en sectores sombreados del río Connecticut—. Cuando hace calor, los peces se van al fondo y no comen.
—Si esto te parece calor, ya verás cuando lleguemos a La Ceiba —dijo ella.
—¿Dónde está eso?
—Adonde vas con este barco, tonto. Honduras.
Era la primera vez en la vida que oía ese nombre, y sonó como un oscuro secreto.
Entonces, se nos acercó uno de los jóvenes Spellgood.
—¡Este niño no sabe ni adónde vamos! —dijo Emily, y se rieron de mí.
Pero ser víctima de una burla bien valía la pena por saber adonde nos llevaba Padre. Y entonces comprendí el asunto de Mr. Semper y los hombres. Eran de Honduras. Padre intercambiaba lugares. En el mapa situado en el exterior de la cabina de radio, Honduras se parecía al frente de tierra del mapa de Padre, aunque era más pequeña, como un caparazón de tortuga vacío, visto de lado, cubierto de huellas dactilares, y La Ceiba era un lunar en la costa. El pueblo estaba casi desgastado de tanto tocarlo. Y una serie de alfileres clavados en el mapa mostraba nuestro avance desde Baltimore. El último alfiler estaba paralelo a Florida, y por eso hacía tanto calor.
El mar estaba como una balsa —verde en las cercanías del barco y azul a lo lejos. No había brisa. La cubierta era una sartén, y parte de la pintura se había astillado por obra del calor. Yo seguía pescando.
Emily Spellgood no me dejaba en paz. Tenía poco más o menos mi misma edad y llevaba pantalones bombachos.
—En La Ceiba hace mucho más calor que aquí —dijo—. Tú nunca has estado allí, pero nosotros sí. Mi padre es muy famoso allí. Tenemos una misión en la jungla. Es cantidad de bonita.
Yo estaba deseando pescar algo para ponerme a su nivel. Solté cuerda y miré la bandada de gaviotas que nos seguían. Se cernían saltonas sobre la popa, cruzaban nuestra estela, bajaban en picado en busca de los restos que caían de la compuerta del fogón. Jamás se posaban en el barco, pero, si levantaba mendrugos de pan, me los cogían de las manos con el pico. Padre las odiaba. «¡Carroñeras!» Pero me dieron la idea de pescar. Había visto a varias sacar peces del tamaño de caballas detrás del barco.
Puse panceta en el anzuelo —sin flotador, y sin más plomo que el imprescindible para lanzar el sedal y cacear. Emily se puso a mis espaldas, diciendo:
—Se llama Guampu, tenemos una motora fantástica, y todos los indios...
El sedal se tensó. Di un tirón. Se oyó un grito humano entre los graznidos de las gaviotas. Había enganchado a un pájaro. Debía tener el anzuelo bien metido en la garganta, porque al remontar el vuelo se llevó el sedal, arrastrándolo como una cuerda de cometa, sin dejar de chillar. Batió las alas poderosamente y trató de escapar. Se lanzó en picado hacia la estela del barco, subió hasta la altura de nuestras cabezas y trató de alejarse. Pero al tensarse el sedal tembló en el aire gritando penosamente. Las demás gaviotas revoloteaban tontamente a su alrededor, picoteándole la cabeza por curiosidad y por miedo.
Solté el sedal. Fustigó el agua como el lanzamiento a la trucha, y el gran pájaro, presa de pánico, aleteó sobre las aguas transportando en el pico cincuenta yardas de sedal. No voló muy lejos. Un poco más allá se dejó caer al agua y se asentó en ella remojándose la cabeza como un pato de granja y golpeando el mar con sus alas.
—Lo has matado —dijo Emily—. Has matado a ese pobre pájaro. Eso da mala suerte, ¡y además es cruel! ¡Creí que eras bueno, pero eres un asesino! —salió corriendo por cubierta, y después la oí chillar—. «¡Papá, ese niño ha matado una gaviota!»
El resto del día lo pasé con dolor de garganta, como si me hubiera tragado yo un anzuelo.
—Mata una por mí, Charlie —dijo Padre (¿cómo se había enterado?)— pero que no te vea nadie.
La siguiente vez que vi al Reverendo Spellgood me miró como si deseara tirarme por la borda. Después dijo:
—¿Has dado los buenos días a Jesús? ¿O solo haces flexiones de brazos como tu papá y das la espalda al Señor?
—Mi padre hace cincuenta flexiones —dije.
—Sansón hacía quinientas. Pero él era sano.
Esa noche nos tocaba a nosotros cenar con el capitán. Hasta entonces sólo le había visto una vez, y llevaba puesta su gorra de capitán. Sin ella y con ropa caqui parecía un labrador cualquiera, algo amargo, corto de pelo, aproximadamente de la edad de Polski. No tenía cuello, por lo que los lóbulos de las orejas le llegaban al cuello. No había pestañas sobre sus ojos azules, lo que hacía parecer que dudaba de cuanto uno decía y le daba una mirada de pez, como la de un bacalao frío en un mostrador. Tenía la boca pequeña y estrecha y labios de pez que chupaban el aire sin abrirse.
Su comedor tenía el techo bajo, y los muebles estaban barnizados tan oscuros que parecían escabechados... estanterías en escabeche, tabiques de madera en escabeche y un cofre de madera en escabeche en cuya tapa se leía
Capt. Ambrose Smalls
.
Cuando entramos en la habitación, el capitán Smalls estaba hablando con un hombre. Se apoyaban en la mesa, inclinados sobre unos planos, y el hombre, que tenía la camisa y las manos cubiertas de grasa, se quitó la gorra al vernos entrar, pero siguió hablando.
—Tienen que ser las soldaduras —dijo—. No sé qué otra cosa podría ser. Salvo que la bomba pierda succión. ¿Cree que deberíamos sellar el compartimiento?
—Es el número seis, uno de los más grandes —dijo el capitán—. Mejor será comprobar los depósitos de lastre. ¿Dice que es malo?
—De momento es simplemente un problema de condensación.
El capitán se incorporó y cuadró los hombros.
—Esta buena gente tiene hambre. Venga a verme más tarde.
El hombre enrolló sus planos y se deslizó fuera de la habitación.
—En vez de ahogar sus problemas —dijo Padre—, ¿por qué no les enseña a nadar?
El capitán apretó los labios y observó a Padre con sus ojos inexpresivos y carentes de pestañas.
—Tiene un agujero en la bañera, ¿no? —Padre frunció el ceño... bromeaba.
El capitán le devolvió el gesto, adoptando un aire de pez.
—Una bomba de sentina haciendo travesuras a babor. No hay motivo de preocupación. Es problema mío.
—Debe ser un tomador en una de las cabezas de cilindro —dijo Padre—. El agua de mar es mortal para los tomadores. Acaba con el material, hasta con lo que ustedes llaman fibras milagrosas. Demasiado calor. Y los tomadores no admiten descuidos. Se estropean sin previo aviso. Pero no importa, sabemos nadar.
—Nada de cilindros, es una bomba centrífuga. Y ni siquiera estamos seguros de que sea la bomba —dijo el capitán—. Siéntense, por favor.
Padre desplegó su servilleta sacudiéndola como una pieza de lavandería. Se la metió por la camisa debajo de la barbilla, como un babero. Jerry y las gemelas hicieron lo mismo, pero yo me puse la servilleta sobre el estómago, como había hecho el capitán Smalls. Madre se puso la suya en el regazo. Padre me echó una mirada y sonrió al ver que había imitado al capitán.
—Entonces serán las aspas —dijo Padre—. O podría ser el motor. Yo, de usted, no sellaría el compartimiento. Se llenará, y usted se quedará tan satisfecho que desconectará la bomba. Eso ocasionaría vibraciones. Vibraciones por simpatía. Se le caerían los dientes de tanto vibrar y el barco se convertiría en un infierno.
—Se le está enfriando la sopa —dijo el capitán—. ¿Es su primera visita a Honduras?
Padre tomó varias cucharadas de sopa y no respondió.
—Es más que una visita —dijo Madre—. Pretendemos quedarnos algún tiempo.
—¿Han estado allí alguna vez?
—Una vez conocí a un salvaje que vivía allí —dijo Padre—. Y en cierta ocasión comí un plátano de Honduras, sabía muy bien, así que me dije: ¿por qué no emigrar?
Pero el capitán le ignoró. Se dirigió a Madre:
—En muchos sentidos, Honduras tiene un retraso de unos cincuenta años. La Ceiba es un verdadero poblacho.
—Eso me va bien —dijo Padre—. Soy paleto de generaciones. Pero nosotros vamos a Mosquitia.
Madre le miró boquiabierta. Era su primera noticia.
—Eso está en la Edad de Piedra —dijo el capitán—. Como América antes del desembarco de los peregrinos. No hay más que indios y bosque. No hay carreteras. Es todo selva virgen.
—América va camino de ser también una selva —dijo Padre, frunciendo una vez más el ceño.
—Y pantanos —dijo el capitán—. Son tan malos que, si entras, ya no sales.
—Suena perfecto —dijo Padre, quien parecía sinceramente complacido—. Lo conoce como la palma de la mano, ¿verdad?
—Sólo la costa, que ya es bastante mala. No se me ha perdido nada tierra adentro. Parte de la tripulación proviene de esas zonas. Tengo a uno de ellos en el calabozo. Cuando lleguemos a puerto, les pagaré y no volverán a poner los pies en un barco en toda su vida. Muchos de esos tipos me causan dolores de cabeza, pero aquí mando yo.