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Authors: Paul Theroux

Tags: #Aventuras, Relato

La Costa de los Mosquitos (43 page)

BOOK: La Costa de los Mosquitos
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Pisábamos barro. La laguna era amplia y plana y pantanosa. Agua marrón extendida sobre cieno hasta una orilla marrón. Ni una ola... un espejo sucio del que sobresalían hierbajos y palmeras cortadas, como viejas farolas. Una película de barro y sedimentos cubría las márgenes, y las moscas se amontonaban sobre los excrementos verdes de vaca que se secaban en los bordes de aquel charco inmóvil y oscuro.

—Me pone los pelos de punta —dijo Madre.

—No seas negativa —Padre me miró—. Está amargada.

Mr. Haddy dio un grito de alegría al ver el poblado de Brewer. Allí vivía su madre. Las chozas se apilaban sobre la orilla, tenían forma de campanarios y el mismo color manchado que la laguna. Unos zambus remaban en sus piraguas hacia los pilares del muelle. Era una tarde brumosa, y el sol parecía un aro púrpura sobre el mar gris caliginoso.

—Aquí nos separamos —dijo Padre.

—¿No vienen conmigo, Padre?

—No. Es decir, usted no viene conmigo.

Mr. Haddy tragó saliva, como si pretendiera engullir su miedo. Pero pareció atascársele en la garganta y revolotear por ella como un fragmento de nuez de Adán. Dijo que todavía no estaba listo para saltar a tierra.

—Meloncete se resiste a irse.

—Van a decir «Haddy, ¿dónde tu lancha?»

—Puede contarles su experiencia. Yo tengo una mujer y cuatro críos y nada más. Ya ve que no me quejo.

Mr. Haddy abrió la boca, tragó una gran bocanada de aire y gimió:

—¡A mí no me queda nada!

Meciendo el pipanto de popa a proa, Padre se quitó el reloj de la muñeca. Era un reloj antiguo y caro, de oro, con correa de poro. Padre estaba orgulloso de él. Había sobrevivido a nuestras huidas y a nuestros fracasos. Robusto, impermeable y exacto, era el único objeto de valor que había en la barca. Padre había dicho más de una vez que valía el doble de lo que había pagado por él y que su valor aumentaba con los años. Pero lo más probable es que fuera un hallazgo afortunado en el basurero de Northampton.

—Es como dinero en el banco, Melón.

Mr. Haddy se metió las manos en los bolsillos del pantalón.

—Yo no cojo su reloj.

—Ya no me sirve de nada ¿verdad, Madre?

Sacó a la fuerza la mano de Haddy del bolsillo y le pasó el reloj sobre los dedos renuentes. Y se echó a reír.

—Hijo mío, observa el tiempo y huye del mal.

Mr. Haddy miró a Madre.

—Speriencia —dijo.

—Quédeselo —dijo Madre—. Ha sido usted un gran amigo para nosotros.

Sonriendo tristemente y mojándose los dientes, Mr. Haddy dijo:

—Pero ¿dónde van, Padre?

—Vamos a subir remando —dijo Padre— por el riachuelo más negro de esta laguna. Y vamos a encontrar la rendija más pequeña de ese riachuelo, donde no haya gente ni plagios. Árboles, agua, tierra... no necesitamos más que lo más elemental. Allí nos esconderemos. Jamás me encontrarán.

—¿No le gusta Brewer?

—Demasiado expuesto —dijo Padre—. No quiero recibir visitas de carroñeros.

El pipanto había derivado hacia el poblado de Brewer. Cabañas campanario y fuegos de hogar y barrizales y zambus mojados y un perro.

—Quiero un verdadero remanso. Solitario. Deshabitado. Un rincón vacío. ¡Para eso estamos aquí! Si está en el mapa no me sirve.

—Laguna Miskita no está en mapa.

—¿Cómo es de pequeña?

—Padre, es tan pequeña —dijo Mr. Haddy— que cuando llega no cree que está.

Mientras Padre dirigía el pipanto hacia el muelle, Mr. Haddy nos daba instrucciones... dos millas costeando la laguna de Brewer y después tres millas tierra adentro.

—Sigan hasta no puedan seguir más.

La gratitud le inducía a ampliar las instrucciones, pero cuando le dejamos en tierra caminó sobre el barro hacia la choza de su madre sin mirar atrás. Contemplaba extasiado su nuevo reloj, levantando la muñeca, y pronto se encontró rodeado de niños, criollos y Zambus, cantando a su alrededor.

Me dolió verle marchar. Ya no era nuestro. Estábamos otra vez solos... la primera familia, como solía decir Padre. Pero sin nuestros viejos amigos —Mr. Haddy y los Maywit y nuestros zambus y la Señora Kennywick y los demás— me parecía la última familia.

Encontramos el riachuelo que desaguaba en la laguna de Brewer y nos metimos por él. Padre cingló hasta donde se abría en una cadena de lagunas. La última era Laguna Miskita. Tenía que ser... no se podía ir más lejos. Exceptuando otro arroyuelo que llevaba a la misma laguna por un costado y era demasiado pequeño hasta para un cayuco, no había más aguas abiertas. Era un lugar nulo, el extremo de un callejón sin salida, y no se veía ni una mísera choza. Volcamos nuestro pipanto en la orilla y lo apuntalamos. Esa fue nuestra casa. Había garzas y martines pescadores, y sobre nuestras cabezas volaban algunos pelícanos. Entre los árboles bajos y grises de la orilla rumiaban unas pocas vacas salvajes de ojos nublados. La laguna burbujeaba y exhalaba podredumbre. Era del mismo color que el hígado frito. Las moscas zumbaban a nuestro alrededor. Hasta el barro burbujeaba, y la presión del gas podrido de debajo hacía hoyuelos en las márgenes, como las almejas en la arena.

—Aquí estamos solos —dijo Padre—. ¡Mirad, no hay pisadas!

Dijo que a partir de ese momento nuestra vida iba a ser sencilla: cultivar, pescar y rebuscar por las playas. Nada de artificios venenosos, ninguno de los errores de Jerónimo, nada más complicado que un retrete. Aquí un huerto, allá un gallinero, una cabaña buena y sólida capaz de aguantar la lluvia.

—¿Gallinas? —dijo Madre—. ¿De dónde vas a sacar gallinas?

—Pavos silvestres —dijo Padre—. Gallina es un término genérico. Vamos a criar pavos silvestres... los vamos a domesticar.

—¿Qué más?

—Nada más. Eso es lo bonito. Supervivencia como actividad total. ¡No habrá tiempo para nada más!

—Va a ser una prueba difícil —dijo Madre.

—Una prueba difícil es un negocio justo.

Esa noche y muchas más dormimos bajo el pipanto apuntalado. Las noches eran frescas, y hacíamos fumigadores para ahuyentar a los mosquitos. Trabajábamos todos los días para hacer el lugar más cómodo. Ya lo habíamos hecho en Jerónimo, pero en la laguna no tuvimos más herramientas que el machete quemado hasta que empezamos a rebuscar por las playas. Construimos una letrina y una zona de cocina y Padre midió a pasos un huerto. Dijo que la tierra era tan blanda y tan negra que apenas necesitaría labrarse.

—Pueden pasar un par de semanas hasta que empiecen las lluvias. En este tiempo construiremos una casa de verdad, impermeable, y prepararemos la plantación de semillas.

Apenas habíamos iniciado la construcción de la nueva cabaña, April se puso enferma. Después Clover, después Jerry, después Madre. Les daban retortijones, pero también palidecían y tenían fiebre alta. Se tumbaban bajo el pipanto y gemían y corrían a la letrina. Madre dijo que era de tanto movernos y zarandearnos y de la dieta, consistente en mandioca silvestre y pescado y las almejas y caracoles que encontrábamos en el barro.

—Si es la comida ¿por qué no está enfermo Charlie? —dijo Padre—. Y si es de trabajar mucho ¿cómo es que yo no estoy tirado por los suelos?

—¡Cómo te atreves a acusarnos de fingir que estamos enfermos! —dijo Madre.

—Sólo estaba preguntando.

—¡Allie, no nos mangonees!

Padre se calló. Daba miedo oírles reñir en el silencio de la laguna gris, pero su silencio era aún peor. Durante dos días no se hablaron, y en vista de ello los niños sólo hablábamos a susurros. Madre se recuperó, aunque se sentía débil.

—Los inválidos pueden ocuparse de las semillas —dijo Padre, y pelaron las verduras del miskito y secaron las semillas mientras Padre y yo recogíamos materiales para la cabaña.

Encontramos una piragua abandonada. La parcheamos y calafateamos las grietas. «¡Algún idiota la dejó ahí tirada... esta barca está en perfectas condiciones!» Bajábamos diariamente por el arroyuelo hasta la laguna de Brewer para recoger maderos flotantes... vigas y tablones que habían entrado por el estuario y reposaban en tierra. Los encontrábamos pegados al barro. La mayor parte tenía clavos y tornillos. Los arrancábamos, los enderezábamos y los usábamos para fijar los fundamentos de la cabaña. Y merodeando por la playa, recogiendo cuanto las mareas depositaban, conseguimos otros tesoros.

Todas las chozas de la costa eran campanarios sobre pilotes. No así la de Padre. La suya fue una pequeña barcaza, cuyos cimientos en forma de bañera reposaban en la orilla. Se cuidó mucho de hacerla perfectamente estanca, poniendo alquitrán en las grietas y clavando tiras de latón para aislarla de las ratas y la humedad. La cabaña-barcaza era mayor de un pipanto, pero su base tenía forma de pipanto.

Un día pasó por allí un zambu. No nos vio hasta que Padre le llamó. Su rostro parecía hecho a puñetazos, pero llevaba una camisa amarilla limpia y un sombrero de paja. Se llamaba Childers. Iba a la iglesia. Dijo que era domingo.

—Ojalá no me lo hubiera dicho —dijo Padre. La risa de Childers era mayormente susto.

—Si Dios no hubiera descansado el séptimo día —dijo Padre— quizá habría terminado el trabajo. ¿Nunca se le ha ocurrido pensarlo?

—¿Hacen bocaza ahí? —dijo Childers.

—Es una casa.

—Parece bocaza. O lancha.

Era verdad... una barca techada en la cenagosa orilla de Laguna Miskita.

—Cuando lleguen las lluvias, voy a estar más seco que una nuez. Piense en eso.

El zambu lo ponderó y soltó de nuevo una risita, mientras Padre le miraba a la cara.

La diferencia entre los dos hombres me sorprendió y asustó. El zambu con su camisa amarilla y el sobrero de paja y un bastón... y Padre, alto y huesudo y rojo, con pelo largo y grasiento y la mirada salvaje y un dedo de menos y unos pantalones cortos de lona. ¡Padre estaba más escuálido que el zambu! Y hasta entonces no me había apercibido de lo salvaje de su aspecto. De no haber sabido que no era así, habría pensado que el salvaje era él y no el zambu. Si el zambu hubiera tenido los ojos y el pelo de Padre yo habría salido corriendo. Pero nos habíamos acostumbrado a ver a Padre con aspecto de espantapájaros viviente, el hombre salvaje del bosque, y además gritando.

El zambu sonreía preocupado mientras Padre corría alrededor de la casa, destacando sus ventajas.

«Observe cuán práctica es», decía. Como no tenía postes, los terremotos no la podían tirar. El techo alquitranado resistiría cualquier cantidad de lluvia. Estaba hecho de restos de barcos naufragados en la Costa de los Mosquitos... cada uno de los maderos pulido y sellado por el océano. Dos camarotes alargados, adultos y niños, cada cual con su propia entrada. Lo tenía todo, intimidad, fuerza y gracia. Seguiría donde estaba, dijo Padre, mucho después de que las tormentas de verano se llevasen las chozas de hojas de palmera.

—Quiero unas buenas tormentas para demostrar que tengo razón. Entonces me meteré ahí dentro y me desternillaré de risa. Las paredes gruesas la mantienen fresca, y con una escotilla entre los dos camarotes nos aseguramos de que corra la brisa. Y además puedo levantar el techo. No sé por qué me tomo la molestia de contarle todo esto.

—Mi techo no gotea —dijo Childers.

—Ya veremos. Pero, francamente, ese es el gran error que ustedes los de aquí cometen. Siempre hablando de su techo, siempre concentrándose en la tapa. ¿Qué me dice del suelo?

Childers empezaba a retroceder.

—El suelo es igual de importante. No pueden eliminar el problema pinchando su casa en unos palos y levantándola diez pies. Con eso no consiguen más que hacerla vulnerable, conspicua y temporal. ¡Fíjese en lo que pasó en los Estados Unidos!

El sermón de Padre había tomado al zambu por sorpresa. No respondió. Seguía retrocediendo por la cenagosa orilla.

—Esta casa es impermeable, por arriba y por abajo —dijo Padre—. ¿Lo es la suya? ¿Impermeable por abajo?

En ese momento, el zambu vio a Madre y las gemelas distribuyendo las semillas en varios montones. Se llevó la mano al sombrero con anticuada cortesía.

—¿Cómo está, Mamá?

—No me pise el huerto —dijo Padre.

El zambu miró al suelo. No había ningún huerto. Dio unos pasos apoyándose en la punta de los pies, cruzando surcos imaginarios.

—¡Ahora me está arruinando el gallinero!

El zambu no lo vio. No había gallinero. Pero caminó levantando mucho los pies y equilibrándose con los brazos, el rostro contraído por el temor, como si temiera tropezar con un gallinero invisible.

—Recuerde esto. La experiencia no es un accidente. Es una recompensa que obtiene todo aquel que la busca. Es una acción deliberada y requiere mucho trabajo. Usted ha decidido ir a la iglesia... curioso lugar para ir, si se tiene en cuenta el estado en que está el mundo y cómo llegó a estar así. El séptimo día, Dios se marchó de la habitación ¿por qué va usted a cometer tan perezoso error? ¿Para qué rezar cuando podía estar construyendo una cabaña como ésta?

—No tengo herramientas. —El zambu era presa del pánico. Echó a correr.

Padre le siguió, gritando.

—No tengo herramientas. ¡Todo cuanto ve aquí lo he hecho con mis propias manos!

Pero el zambu ya se había ido. Desapareció por la orilla del arroyo en la dirección de la Laguna de Brewer. No pudo oír lo que Padre le decía. Una suerte, porque lo que le dijo de las herramientas no era cierto.

—Me molesta la curiosidad malévola de este hombre —dijo Padre.

Reanudamos el trabajo. Padre había negado que tuviéramos herramientas. Era una mentira, otro invento. Le consolaba.

Teníamos herramientas, y más que herramientas. La ribera de los Mosquitos nos proporcionaba la mayor parte de las cosas que necesitábamos. Habíamos encontrado la cabeza de un martillo de orejas y le habíamos puesto un mango. Habíamos fabricado destornilladores y escoplos martillando puntas de clavos calentados. Una hoja roñosa de sierra que encontramos abandonada, entre unas algas relucía ahora con el uso. Rescatábamos alambre, latón y botellas depositadas por la marea, así como redes rotas, que remendábamos, y suficiente lona para que Madre hiciera pantalones cortos para todos y una bata para ella Sus agujas eran huesos de pájaros. Podía haber conseguido agujas de verdad en el poblado de Brewer, pero a Padre le gustaba la idea de matar pájaros («¡Carroñeros!») y afilar sus huesos para hacer agujas.

La limpieza de playas era un trabajo sucio y agotador. Casi todos los días, en la ruidosa oscuridad plagada de murciélagos que precedía al amanecer de las primeras semanas en Laguna Miskita, bajábamos con la piragua por el riachuelo y cruzábamos la Laguna de Brewer hasta una miserable aldea llamada Mocobila. Justo al oeste de la misma, antes de que los zambus se despertaran, registrábamos la playa en busca de artículos utilizables. Caminábamos lado a lado, Padre y yo —Jerry y las gemelas se nos unieron cuando se recuperaron—, hurgando en la masa de madera, cuerda y algas, fuertemente enmarañadas, que la marea nocturna había depositado.

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