La cortesana de Roma (46 page)

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Authors: Eric Walz

Tags: #Novela histórica

BOOK: La cortesana de Roma
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—Encontré esta bolsa junto al cadáver de Sebastiano. Pensé que estaba vacío hasta que Antonia Bender descubrió algo en ella que constituyó una de las claves para la resolución de este misterio. Encontró esta minúscula esmeralda. Todas las damas aquí presentes podrán corroborar que una piedra de tan reducido tamaño solo puede ser parte de un conjunto, por ejemplo, de un collar... o de unos pendientes engarzados.

Sandro se dirigió al escritorio.

—La mañana siguiente a la muerte de Maddalena, cuando Sebastiano entró en la villa para hablar conmigo, el secreter estaba abierto, igual que ahora. He reconstruido la colocación de todos los objetos: plumas, tinta, un abanico, algunas bolsas de cuero... Todo está dispuesto como aquella mañana, con la excepción de aquello de lo que estaba hablando ahora mismo. Pues bien, cuando se llega hasta aquí procedente del vestíbulo, lo primero sin falta que capta la mirada es este mueble, y Sebastiano observó de inmediato algo que llamó su atención. Vio un par de pendientes de plata, hermosamente ornamentados y con esmeraldas engarzadas, y como nadie le veía, los puso en una de las bolsas marrones de las que había varias en el escritorio, como se puede ver ahora mismo. Escondió el saquito entre sus ropas y allí lo guardó hasta que le llegó la hora de irse. Mientras tanto, me dio la impresión de que faltaba algo, pero en aquel momento no estuve seguro de si solo me lo había figurado.

Ranuccio saltó sobre su asiento.

—¿Os atrevéis a llamar ladrón a mi hermano, a un Farnese?

—Calmaos, don Ranuccio, pronto os daréis cuenta de que mi intención es otra. Los pendientes son la clave de un secreto en el que se vio envuelto y son el hilo que conecta a tres personas —Sandro contó con los dedos—. Estaban en el escritorio de Maddalena. Sebastiano llevaba los pendientes encima cuando fue a la fiesta porque, si no, ¿por qué iba a llevar consigo una bolsa vacía? Sin embargo, cuando se encontró el cadáver, solo apareció el saco. Dos víctimas, que hasta entonces no habían tenido ninguna relación, estaban ahora conectadas por estos pendientes. Sin embargo, no pertenecían ni al uno ni al otro. Pertenecían a una tercera persona.

Su mirada vagó por el conjunto de personas reunidas hasta que se detuvo en una de ellas.

—Signora A —dijo.

Ella se estremeció.

—¿S...sí?

—De todos los aquí presentes, vos sois la más cercana a Maddalena. Fuisteis para ella... una amiga muy íntima. Sin embargo, en los últimos tiempos, otra mujer tomó ese lugar, una prostituta llamada Porzia, que estuvo aquí como invitada en numerosas ocasiones. Imagino que, en su última visita aquí, se olvidó sus pendientes; un pequeño descuido que tuvo graves consecuencias. Maddalena los dejó en el secreter para devolvérselos a Porzia en la siguiente ocasión, sin embargo, ella no volvió. Sebastiano los tomó en su lugar. La tarde de su asesinato, devolvió los pendientes a su legítima propietaria, y fue ella quien, poco después, lo mató.

—¿Estáis diciendo que la propietaria de los pendientes mató a Sebastiano? —gritó el cardenal Quirini.

—Exactamente.

—Pero si la prostituta Porzia es la asesina, ¿por qué nos habéis reunido a todos aquí? ¿Qué tenemos que ver nosotros con esto? Además, está muerta, vos mismo lo habéis dicho. ¿Sospecháis que alguno de nosotros la ha matado?

—De ninguna manera, puesto que no está muerta.

—Pero habéis dicho...

—Dije que todo apuntaba a ello. En realidad Porzia sigue viva. Su supuesta muerte es solo la última de una larga serie de engaños y maniobras de distracción con los que me han engañado a mí, y a todos.

Cogió aire y dijo:

—Porzia se encuentra en esta habitación. Está sentada entre nosotros.

Los hombres se quedaron boquiabiertos, y las mujeres presentes se miraron las unas a las otras... Hasta que una, pálida e impotente, dio muestras de aceptar la verdad. No tenía sentido seguir mintiendo.

Sandro la miró a los ojos, oscuros y tristes.

—La prostituta Porzia y
donna
Francesca son la misma persona.

Nadie habló, nadie se movió. Durante un momento fue como si un malvado hechizo les hubiera congelado la lengua. Entonces, simultáneamente, una oleada de indignación, de consternación, los invadió a todos. Elisa sufrió un ataque de asfixia, Ranuccio dio un respingo y lanzó contra Sandro su notable repertorio de maldiciones. En medio de aquel rifirrafe, tan solo había un santuario de calma: la mirada entre Sandro y Francesca. Una expresión de ligera diversión apareció brevemente por el rostro de Francesca, como un suave triunfo a la vista del exaltado mundo que la rodeaba. Sin embargo, aquella emoción no tardó en desaparecer. Cuando los presentes se calmaron de nuevo, cuando comenzaron a vencer el terror y su atención pasó de Sandro, el acusador, a Francesca, la acusada, hundió la mirada hacia su regazo, y al inclinar la cabeza hacia adelante, dejó caer el fino velo de su cofia sobre el rostro, de la misma manera que las mujeres de la antigua Roma ocultaban su humillación bajo un paño.

Sandro se dio la vuelta. Se dirigió de nuevo hacia el aparador donde se encontraba el vino servido, y su mano izquierda se cerró en torno al fuste de una copa. Sus pensamientos estaban dirigidos a Forli, sus oraciones se elevaban hasta Dios. Al mismo tiempo, sentía la rabia de la crueldad que emanaba tantas veces de la voluntad divina. El Señor que gobernaba sobre la vida y la muerte había permitido que un hombre en el fondo honrado se hubiera enamorado de una asesina.

No se percibía en la voz de Sandro la rabia que albergaba cuando puso fin a su misión y aclaró a los asistentes cómo trabajaba la homicida Francesca-Porzia.

La Porzia que Antonia y él habían conocido en la casa de Trastevere naturalmente no se correspondía en absoluto con aquella criatura silenciosa, distinguida, casi quebradiza que actuaba ahora como Francesca Farnese. En efecto, la transformación resultaba fuera de lo común. Además, no había ningún tipo de similitud entre Francesca y Porzia: la una era pálida, la otra morena y con la piel manchada; Francesca tenía los dientes blancos, mientras que Porzia los tenía grises; la una olía como huele una dama decente, la otra, desprendía un considerable hedor rancio; las pestañas de Francesca estaban limpias de cosméticos, las de Porzia eran gruesas como patas de araña. Sin embargo, la principal diferencia radicaba en el pelo: el peinado cuidado y de color castaño de Francesca era el radical opuesto a la negra y alocada maraña de Porzia, que le caía hasta los hombros en grasientos mechones, le cubría media cara y modificaba completamente su aspecto. Sin embargo, aún quedaba una semejanza evidente. Gracias a la excepcional representación de Porzia, con su voz extraordinariamente deformada, ronca y oscura, alguien que no conociera demasiado a las dos mujeres nunca llegaría a relacionarlas, sobre todo si no se le presentaban juntas, sino en momentos muy diferentes. También la ausencia de marcas distintivas en el rostro de Francesca, de nada que llamara la atención en ella, favorecía la conversión.

Ni Antonia ni Milo conocían a Francesca, Forli no había llegado a verle la cara a Porzia, y Sandro solo se había encontrado una vez con ella, muy brevemente, cuando había visitado a su madre, mientras que había dado con Porzia en una habitación apestosa, arrodillada medio desnuda sobre una cama. Muchos de sus instrumentos para realizar tan lograda transformación se habían encontrado, no obstante, en aquel mismo cuarto, sin que nadie los hubiera reconocido como tales: el vino tinto, que teñía de gris los dientes si se hacía gárgaras con él el tiempo suficiente; el aceite que coloreaba la piel y la dejaba, al mismo tiempo, llena de manchas y con olor a rancio. También utilizaba una peluca engañosamente real, y la ropa desgastada, llena de incontables agujeritos y rasgones.

Aquellas ropas eran la última pieza del rompecabezas, y al mismo tiempo, el instante de iluminación para Sandro, hasta cierto punto el puente que había conectado a Francesca y Porzia.

Cuando se encontraba con Forli, Antonia y Carlotta en su despacho del Vaticano, buscando una solución, le habían llamado la atención los numerosos y pequeños agujeros en el uniforme del capitán, que se asemejaban a los que había visto en los harapos de Porzia. Los había provocado el rosal bajo la ventana de Francesca, cuyas espinas se clavaban sin concesión al trepar o descender por el armazón que sostenía la planta.

Los frecuentes dolores de cabeza y desvanecimientos de Francesca le permitían retirarse pronto a sus aposentos una o dos veces por semana, donde ya no le importunaban. Sin duda echaría el cerrojo. Después se vestía y se maquillaba. Con la caída de la noche, podía protegerse con ropas negras y un manto oscuro para abandonar la casa mediante el andamio de la planta. El riesgo de llamar la atención era escaso. Iba al Trastevere, donde campaba la gente más humilde, para acostarse con cualquiera que estuviera dispuesto a ello. Con lo que ganaba como prostituta, pagaba la habitación, el vino, el aceite, y todo lo que pudiera necesitar.

Antes del amanecer, regresaba siempre antes de que nadie, salvo su leal aya, se percatara de nada. Su supuestamente terrible salud volvía a servirle como excusa para quedarse en cama y reposar todo lo que no había descansado en brazos de sus clientes.

—¡Dios del Cielo! —el grito desvanecido de Elisa surgió de lo más profundo de su corazón y resonó por toda la habitación—. No puede ser —chilló—. No puede ser. Francesca, mi Francesca, nunca sería capaz de algo... de algo así. ¿Qué hará esa pobre niña? ¿Qué habrá hecho para merecerlo?

—Con dos asesinatos a sus espaldas —replicó Sandro—, no se le acusará de prostituta, sino de asesina.

Ranuccio dio un respingo.

—Esa es la mentira más espeluznante, escandalosa y desvergonzada que he oído en mi vida. Mi hermana es demasiado decente como para trabajar como... como meretriz, mucho menos para cometer asesinato, y desde luego no para matar a Sebastiano. Alguien os ha pagado para ensuciar mi buen nombre. ¿Quién fue? ¿El Papa? ¿Quiere enfrentarse a toda la familia Farnese? ¿O ha sido algún envidioso que quiere poner trabas a mi ascenso? ¿O simplemente vos os habéis inventado toda esta historia para ocultar vuestro fracaso? No creáis que os vais a salir con la vuestra. Yo...

Calló de golpe.

Sandro había extraído del saco de lino colocado sobre la mesa una peluca tan negra y salvaje como la noche. De inmediato le siguió un vestido raído y lleno de agujeros. Por último, el jesuita abrió del todo el saco para mostrar dos pendientes. A uno de ellos le faltaba una diminuta piedra.

—Después de que os sacaran de casa, don Ranuccio, la hice registrar. Todas estas cosas se encontraban bien escondidas en un doble fondo de un arcón, en el cuarto de vuestra hermana, mientras que los pendientes aparecieron en un joyero. La doncella Filomena ya ha confesado que estaba al corriente de las escapadas de su señora. También la encubría en esos casos. Le llevaba agua o vino, llevaba recados en su nombre, decía «Sí, señora», como si le contestara... De los asesinatos, no obstante, probablemente no supiera nada. Esos habían permanecido sellados en el corazón de
donna
Francesca... Hasta ahora.

Ranuccio tragó saliva y buscó algo que decir. Finalmente, gritó:

—Eso solo demuestra que hacía... escapadas clandestinas. No tiene nada que ver con ningún asesinato. Nada. Es un alma pura y de buen corazón.

—Si es así,
don
Ranuccio, me encantaría saber por qué vuestra hermana, tanto encarnando a Francesca como a Porzia, ha intentado incansablemente dirigir las sospechas del asesinato hacia otras personas, como por ejemplo hacia la Signora A, o a mi propia familia. Fingió su muerte como Porzia como si fuera un asesinato, para lo cual regó de sangre el barrio de las prostitutas y colocó allí un puñal con las iniciales AC, el puñal de los Carissimi. No reparó en esfuerzos con tal de mantener su doble vida en secreto. Tan solo una asesina podría mostrar tanto interés en cargarle a otro las propias culpas.

Se volvió hacia ella.

—Si tenéis la gentileza de levantaros,
donna
Francesca, le pediré a Antonia y Carlotta que os desvistan en la habitación contigua. Si no me equivoco, en algún punto de vuestro cuerpo aparecerá un corte que vos misma os habréis infringido para fingir la muerte de Porzia, un asesinato que pesaría sobre mi padre, mi madre o mi hermana.

Francesca, que hasta aquel momento había permanecido como hundida en su silla, saltó como si le hubiera dado un calambre. Alzó la cabeza lentamente, y su risa comenzó a llenar la habitación. Sin embargo, las carcajadas que surgían de su boca no parecían provenir de ella: era la risa de Porzia, cruda y maliciosa, un tanto demente. Todos contuvieron el aliento ante esa nueva e inquietante criatura que parecía haberse materializado ante ellos.

La risa se interrumpió tan repentinamente como había comenzado.

—Tú —dijo Francesca a su hermano—. Te comportas como si supieras qué es ser un alma pura y de buen corazón. Sin embargo, destrozas todo lo que es bueno, igual que hizo nuestro padre. Tú le odiabas, a aquel hombre que pegaba a sus hijos, que pegaba a su esposa... Nuestra madre era una buena mujer, sí, lo era, y tú la quisiste, como todos la quisimos, o quizá un poco más. Cuando murió, la erigiste en una santa, y a mí, a mí, a su hija, a su viva imagen, me convertiste en su reliquia.

Se levantó y se colocó frente a él.

—Solo te pertenezco a ti, a ti y nadie más. Nunca me dejarías ir, nunca me darías a nadie, ni siquiera a Dios. Te has convertido en el mismo demonio que era nuestro padre, y me has venerado, encerrada en casa, como si fuera tu madre.

Un suspiro de Elisa distrajo la atención de Francesca hacia ella.

—En lo que a ti concierne —continuó, volviéndose a la mujer, con una frialdad despiadada—, eres casi tan mala como Ranuccio, solo que de otra manera. Me has aplastado con tu... tu empalagosa devoción, con las misas y los rezos. Allí afuera, Elisa, el mundo baila, ríe y se divierte, se deleita con todo tipo de placeres. Pero tú... Jesús y la Virgen María, esa es la única compañía que me concedías, aparte de la tuya propia. Si de ti hubiera dependido, me habrías metido a ermitaña entre cuatro paredes en algún lugar perdido. Y así me habría sentido: emparedada. Pero tengo necesidades, Elisa, como todas las mujeres normales. Cuando veía al servicio haciéndose carantoñas, cuando oía a Ranuccio divertirse con quien sabe quién en su habitación, cuando veía desde el carruaje a algún hombre guapo por la calle, o su olor seco me llegaba hasta la nariz, entonces el deseo despertaba en mí...

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