Elisa suspiró de nuevo hondamente.
—Sí —dijo Francesca—, deseo. ¿Es que no soportas esa palabra? Deseo, deseo, deseo. Con cada día que seguía reprimiéndolo, más aumentaba. Era como un ser vivo que ansiaba la libertad, y me estaba devorando por dentro. Sufría convulsiones. Tenía fantasías, al principio solo de día, después también de noche, en sueños. Soñaba con hombres musculosos que usaban mi cuerpo, que me decían ordinarieces, que me excitaban... Practiqué frente al espejo durante meses: los gestos, las palabras, la voz tosca, me probé el disfraz... Empecé a pensar en lo ingeniosa, lo lista que sería si lograba encontrar, por ejemplo, una manera de salir, de hallar la libertad. ¿No resulta cómico que bajara trepando por un rosal de flores rosadas, de una raza llamada
sangue verginale
, sangre de doncella? Finalmente un día lo conseguí, hice mi sueño realidad. Desde entonces ha habido muchas otras noches, y muchos hombres más...
Francesca se iba aproximando poco a poco a Elisa, quien aferraba consternada el crucifijo que llevaba al pecho, hasta que Sandro cogió cuidadosamente del hombro a la asesina para apartarla.
—Hablemos de Maddalena —dijo.
Ella se volvió como una exhalación y fulminó a Sandro con la mirada.
—Mi mayor error fue relacionarme con esa sinvergüenza. No busqué en absoluto su compañía, pero ella me invitaba continuamente, sabe Dios por qué. A mí me picaba un poco la curiosidad aquella leyenda viva, la concubina del Papa, así que acepté. ¡Qué estúpida fui! Pensé que sería una amistad que permanecería en las sombras, que Porzia seguiría siendo una criatura nocturna. Si me hubiera dado cuenta de que Maddalena, de que ella...
—De que reconocería a Francesca Farnese —concluyó Sandro—. Eso fue exactamente lo que ocurrió, la misma noche de su muerte, cuando visitó la casa de vuestro hermano. Bianca, deseando saber quién era la misteriosa visita de Ranuccio, os convenció para que bajarais con ella a espiar. Mi hermana pensó que la mirada espantada de Maddalena estaba dirigida a ella, pero se equivocaba. No miraba a Bianca, sino a la mujer que la acompañaba... a vos.
Francesca asintió.
—No sé cómo me reconoció: simplemente me miró a los ojos... y lo supo. Igual que yo supe que ella lo sabía. Bianca se fue en seguida a casa, y eso me dio la oportunidad de actuar de prisa. Me vestí, descendí por el armazón del rosal y fui a toda prisa hasta el Gianicolo. Maddalena me abrió la puerta sin más, pensando que iría a hablar con ella. Me fue a servir vino... Y entonces, lo hice.
Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Francesca, como si estuviera reviviendo los hechos.
—Debía hacerlo. No me quedaba otra elección. Ella... Ella me habría chantajeado. La propia Maddalena me había dicho que el dinero era lo más importante para ella. Era codiciosa, y estaba metida en asuntos turbios...
—No tenía ninguna prueba, y sin eso, habría sido imposible sostener la arriesgada afirmación de que la prostituta Porzia y la distinguida
donna
Francesca Farnese eran la misma persona. Hubiera bastado con que hubierais desistido de trabajar en el Trastevere como Porzia durante un tiempo para evitar el peligro de que Maddalena os cogiera «con las manos en la masa».
Ella le miró, casi enloquecida de rabia, la boca retorcida en un rictus de desprecio. Porzia se filtraba en el rostro de Francesca.
—No entendéis nada, estúpido monje. ¿Cómo iba a poder renunciar a Porzia? Se había convertido en mi segunda piel, en una parte de mí. ¿Quién puede renunciar a la mitad de su aliento, incluso aunque sea necesario? Maddalena no me importaba nada. No sentí ninguna lástima por ella cuando le clavé el puñal.
En sus ojos se reflejó un espantoso placer que, acto seguido, se transformó en horror infinito cuando Sandro preguntó:
—¿Y cómo fue con Sebastiano?
Ella se volvió, como sacudida, y se apretó las manos contra el rostro. Le temblaba todo el cuerpo, como si recibiera continuas sacudidas eléctricas. Lloraba y reía al mismo tiempo. Era un ruido lúgubre, odioso, entre la carcajada y el llanto, la atención y la demencia, entre la fragilidad y la posesión demoníaca.
Ya no escuchaba. Contemplar su descenso al infierno causaba dolor.
Los guardias se llevaron a Francesca Farnese. Sandro sabía la pena que recaería sobre ella por un doble asesinato, pero no se atrevía siquiera a imaginar cómo la ejecutarían, y por qué martirios corporales tendría que pasar antes. Había matado a la amante del Papa, y ya solo por eso se la ajusticiaría, aun cuando la sentencia y los fiscales se esforzaran por ofrecer otra impresión.
Mientras Sandro había estado hablando, se había mostrado orgulloso, aunque algo afectado, por el resultado final, por haber logrado con su participación descubrir con éxito una conspiración bordeando lo ilegal y dos crímenes violentos. El corazón le había latido a toda velocidad, había regado de sangre todo su organismo, como si hubiera sido un vino de excelente calidad, una sensación que más tarde querría repetir. Sin embargo, en aquel momento, cuando ya todo había prácticamente acabado, la culpable estaba arrestada y la misión completada, se sentía vacío y solo, como si nunca hubiera experimentado aquella euforia. La emoción inicial se había consumido.
Era perfectamente consciente de todo lo que estaba ocurriendo a su alrededor, y sin embargo, no sentía nada, no reaccionaba.
Su madre se acercó a él y le propinó un sonoro bofetón. Sandro entendía por qué lo había hecho. Había sometido a Elisa a aquella tortura para mostrarle cómo su pupila había resultado ser una prostituta y una asesina, sí, cómo en respuesta a sus atenciones la había insultado y humillado en público. Sandro, no obstante, no se arrepentía. Incluso experimentaba cierta satisfacción al ser testigo de cómo Elisa sufría, por una vez, las consecuencias de su excesiva mojigatería y su tiranía pasiva. Al fin y al cabo, la había invitado precisamente por eso. Sí, quería hacerle daño. Desde el mismo momento en que le había dado a luz, le había sometido a su embrujo, había dirigido su vida, le había arrastrado a la dependencia y a una confianza incondicional en Dios, y por todo ello, incluso después de todo lo ocurrido, la seguía queriendo. Aquel día, por primera vez en su vida, sintió que Elisa ya no tenía ningún poder sobre él, aun cuando su amor por ella siguiera vivo.
Ella se dio la vuelta y se marchó, y él supo que la separación sería larga, quizá para siempre.
Alfonso cruzó la mirada con él. Sandro creyó ver aprobación en sus ojos, pero le importó tan poco como la bofetada de su madre. Padre e hijo no dijeron una sola palabra: no tenían nada que decirse. El uno había supuesto una decepción para el otro, y si Alfonso había dado dinero para apoyar a Sandro, había sido solo porque, al igual que Elisa, había querido hacer de él lo que había imaginado que debía ser.
Alfonso se marchó. Sandro sintió un ligero ardor en la mejilla izquierda y un cierto pesar, como el que se experimenta cuando se cierra una etapa poco agradable de la vida.
El grupo se fue disolviendo. Su familia, el cardenal Quirini, Ranuccio Farnese, la Signora A, Milo... Todos se fueron a casa, y cuando finalmente fue a mirar al dormitorio, descubrió que el papa Julio y Massa habían abandonado la villa a través de la terraza.
Antonia y Carlotta también se despidieron. En el aire se sentía que a ninguno de ellos le quedaban ganas de conversación aquella noche.
El asintió.
Era mejor así.
Después de que todos se hubieran ido, los últimos resquicios de la sensación de éxito que le quedaban a Sandro terminaron por volatilizarse. Completamente solo en aquella villa, rodeado de los atributos de un drama digno de los Atridas: ante un escritorio sobre el que Maddalena escribía; la cama en la que dormía; ante un peluca y una diminuta esmeralda; ante retratos de la cortesana colgados de la pared, y ante el vestido que desprendía el aroma de Porzia. Sin embargo, la auténtica tragedia, de la que él desconocía si alguien más estaba al corriente, era el hecho de que dos personas seguirían viviendo, incluso cuando Francesca Porzia hubiera desaparecido, para arrastrar los sentimientos que Maddalena les había producido. Maddalena había amado a Porzia pues, de lo contrario, ¿la habría elegido como heredera y la habría reconocido aquella tarde en que había vislumbrado su figura en la escalera? Sandro pensó que probablemente habrían sido sus ojos lo que Maddalena habría reconocido, pues alguien que de verdad ama reconoce sobre todo a aquel a quien quiere a través de los espejos del alma. Maddalena había querido a Porzia, había aprendido a amar algo atractivo, indescriptible, misterioso, triste, conmovedor, en aquella prostituta, puede que incluso hubiera soñado con un futuro con ella. Maddalena nunca hubiera traicionado a Francesca, a Porzia. Nunca.
Porzia, Francesca, por el contrario, no le había correspondido, ni siquiera se había dado cuenta de nada.
Aquel era el material del que se componían las tragedias.
Permaneció aún un tiempo en la villa, cogió la jarra de vino y la volvió a dejar, sin beber. Apagó todas las velas y dejó la casa para cumplir con el último y más difícil cometido de aquella noche.
La prisión del distrito sexto era húmeda y sofocante, por lo que tenía mala fama entre sus moradores y entre la tropa que allí trabajaba, pero era muy apreciada por todo tipo de insectos. Cuando Sandro penetró en el cuarto de los guardias, pensó que acababa de atravesar un muro de calor y heces, y finalmente entendió por qué Forli conservaba permanentemente un olor tan fuerte. Los guardias mataban las horas jugando a los dados, y solo fueron capaces de señalarle de forma aproximada la ubicación de la vivienda de Forli. Atravesó numerosas puertas en las que tuvo que agacharse para no golpearse la cabeza, pasó por un pasillo no más ancho que un cuerpo robusto, y logró finalmente llegar hasta una especie de cámara. El nombre de Forli aparecía tallado rudimentariamente en la puerta, sobre los otros nombres, también tallados, de cinco de sus predecesores. Tras tan solo unos instantes dentro de aquel edificio, la opresiva monotonía le resultaba ya prácticamente insoportable. ¿Cómo debía sentirse alguien que, durante más de medio año, no hubiera tenido la oportunidad de ver otra cosa? ¿Cómo se superaban los golpes del destino en un entorno como aquel?
Forli abrió la puerta en cuanto Sandro la golpeó. Su alojamiento olía al rancio aceite de dos lámparas, cuya ligera llama no llegaba a iluminar más que una esquina de la pequeña habitación. El capitán de la prisión del distrito sexto vivía apenas un poco mejor que sus propios prisioneros.
Forli estaba sentado sobre un catre, un lecho sencillo cubierto con una simple manta gris de lana. Las luces y las sombras se disputaban el territorio de su rostro en una lucha inaudita a pesar de que Forli apenas se movía. Daba la impresión de no haber variado la posición de su cuerpo desde hacía horas: ligeramente inclinado hacia adelante como un cochero sobre el pescante, con los brazos apoyados sobre los muslos y la mirada perdida en el infinito... Un rostro sin pena ni lágrimas, pero también sin fuerzas. Todo lo que hacía de Forli lo que era, su poderío físico, su tenacidad y su valor, había desaparecido.
Sandro se sentó a su lado en el catre, y él le miró, pero no modificó la postura. El jesuita no dijo nada y evitó tocar al capitán. Intentó imaginar lo que debía haber sido para él encontrar durante el registro en el cuarto de Francesca la ropa y la peluca, objetos pertenecientes a una persona completamente diferente a aquella de la que se había enamorado. Y sin embargo, la misma persona. Forli había insistido en comprobar él mismo las sospechas de Sandro, a pesar de que este se lo había desaconsejado.
—¿Ya ha acabado todo? —preguntó el capitán tras unos instantes.
—Ya ha acabado —corroboró Sandro.
Una gota de agua cayó desde el techo hasta el suelo, donde la humedad estaba creando un pequeño charco que llegaba hasta la esquina de la habitación. Pasó un buen rato hasta que se formó una nueva gota, que se precipitó con un característico y suave chapoteo.
Hasta la caída de la tercera gota, Forli no dijo nada.
—¿Lo ha reconocido?
—Sí.
Sandro no se atrevió a mirar a Forli, pues este no habría consentido que, en un momento de debilidad, se le observara como a una víctima.
Cayeron dos gotas más.
—Francesca... ¿Ella... fingió ante mí?
La respuesta a esa pregunta era delicada, y también muy complicada. ¿Que si Francesca había fingido sus sentimientos hacia él? Era un interrogante mal formulado. Francesca Farnese, o al menos esa era la impresión de Sandro, no había llegado a enamorarse de Forli en ningún momento. Pero tampoco había fingido frente a él. Quien se había enamorado de Forli había sido Porzia, una parte de Francesca que adoraba todo lo que había en él de fuerte, de indómito, de robusto, de protector, la parte más desatada y embriagada de una mujer reprimida que vivía en permanente lucha consigo misma.
Cayó otra gota.
Sandro respondió.
—No, Forli, no fingió con vos. En lo más profundo de su interior os amaba, y os amará hasta el final.
Siete gotas más resonaron en el silencio. Sandro se levantó.
—¿La van a...? —llegó a decir Forli antes de que se le quebrara la voz.
—Sí —dijo Sandro—. Si lo deseáis, puedo pedirle al Papa que os deje verla.
—No —respondió Forli, apresuradamente—. No, no quiero.
Sandro asintió y se dirigió a la puerta.
—Carissimi —le llamó Forli.
—¿Sí?
—Sois un tipo decente. ¿Me prometéis algo?
—Por supuesto.
Cayó una nueva gota.
—Por favor... Confesadla antes de que... muera.
Sandro miró a Forli durante largo rato, y finalmente asintió.
—Siempre que ella esté de acuerdo, la confesaré.
—Gracias. ¿Me prometéis otra cosa?
—Claro.
—Seguid siendo como sois —Forli se volvió como indicando que quería estar solo.
—Haré todo lo posible —respondió Sandro.
Cuando el jesuita salió de nuevo a la calle, la luz del día brillaba ya sobre el Gianicolo. Estaba cansado, pero al mismo tiempo sentía el impulso de mantenerse despierto, como si de aquello dependiera que cambiara el mundo.
La cúpula a medio terminar de la catedral de San Pedro se alzaba ante el amanecer.
—Sebastiano murió porque, al igual que Maddalena antes que él, había descubierto el secreto de Francesca —dijo Sandro—. Dio con la verdad de forma accidental, y se fue dando cuenta de sus auténticas dimensiones en el tiempo en el que estuvo encerrado en el convento. Cuando regresó al Vaticano después de hablar conmigo, según la descripción del prior, estaba desconcertado, pensativo e inquieto, y cuando, treinta horas después, apareció en la fiesta de compromiso de su hermano, estaba ya tan frenético que rehusó hablar con don Ranuccio y con mi padre, don Alfonso, y en lugar de eso se dirigió directamente a donde se encontraba su hermana.