Sandro cayó como un fardo sobre su silla y miró al techo.
Fue Forli el primero que se atrevió a romper el silencio.
—¿Seguís vivo, Carissimi, o sois la tercera víctima? —como Sandro permanecía en silencio, se colocó a su lado y le agitó—. Los jesuitas quizá estén acostumbrados a este tipo de tonterías, con sus momentos silenciosos y demás, pero nosotros nos estamos aburriendo, Carissimi.
La mirada de Sandro vagó hasta la altura de Forli.
—Oh, Dios mío —exclamó—, oh, Dios mío.
Los cuatro corrieron por el Vaticano, atravesando pasillos, alfombras y patios que parecían no tener fin, hasta que llegaron a la portería y, de ahí, a la calle. Las últimas luces del día iban apagándose. Sandro hizo que el portero le diera una antorcha, después salió sin dudar, adelantando a los demás. Ninguno decía nada. Ninguno preguntaba nada, aunque nadie entendía que le pasaba al jesuita. Lo único que les había dicho era que tenían que ir a ver inmediatamente a Porzia, y tras eso, prácticamente se había arrojado contra la puerta.
Tomaron la vía más rápida a través del Trastevere, pasaron brevemente por el Borgo San Spirito y, después, giraron al sur. Evitaron las calles que discurrían por la ribera del Tíber, puesto que suponían un ligero rodeo y les habría llevado algo más de tiempo. Tiempo del que ahora carecían.
El Trastevere, que por la noche era tan hermoso como aterrador, despertaba a la vida, despertaba al pecado y el crimen. La visión de un capitán de la guardia provocaba que algunos
ragazzi
se metieran apresuradamente en los portales de las casas o que dieran misteriosas voces de alarma. Los borrachos se divertían con la visión de aquel peculiar cuarteto que estaba atravesando el barrio de la lujuria.
En las cercanías de la iglesia de Santa María in Trastevere, les asaltó el olor rancio y podrido de las vomitonas, que empeoraba con el denso calor. El Trastevere en julio podía ser una auténtica antesala del infierno.
—Aquí es —gritó Antonia, que reconoció la casa.
Cuando se disponía a dirigirse a la escalera, Sandro la retuvo.
—Déjame que vaya primero con Forli, puede ser peligroso.
Antonia retrocedió, obediente, y se colocó tras Sandro y Forli. Carlotta se mantuvo en la retaguardia.
Los dos hombres entraron violentamente en la habitación de Porzia, sin llamar.
No había nadie.
Todos miraron a Sandro, que iluminaba los rincones de su habitación con la antorcha. Era imposible discernir en su expresión si estaba decepcionado, contento o confuso.
Antonia se acercó a él.
—¿Qué esperabas? —le preguntó—. ¿Por qué estamos aquí?
Se agachó, y cuando aproximó la antorcha al suelo, reveló la existencia de pequeños puntos rojos. Antonia tocó una.
—Es sangre —afirmó—. Todavía está líquida, así que es reciente. Y mirad, hay algo ahí, debajo de la cama. Es un... un...
Sandro lo cogió. Era un puñal con el filo lleno de salpicaduras rojas.
—Llegamos muy tarde —suspiró, y tras estas palabras cayó sobre ellos un opresivo silencio.
Forli señaló otras manchas de sangre que discurrían por la habitación y las escaleras. Siguieron en silencio las espantosas huellas hasta la calle, donde finalmente se perdieron. Sandro iluminó las baldosas con la antorcha, y Carlotta descubrió otra mancha un par de pasos más adelante, después otra y otra. Llevaban en dirección al Tíber, y terminaban a solo un par de curvas, junto a su orilla, no lejos del lugar en el que habían asesinado a Sebastiano. Mientras Forli y Carlotta registraban el norte y el sur de la ribera con ayuda de la antorcha de Sandro, este observaba aún con detenimiento y la cabeza hundida el último rastro sanguinolento, muy denso, frente a la corriente que descendía, poderosa, en la oscuridad, en la que se perdía de nuevo.
Antonia permanecía detrás de Sandro. Le hubiera gustado consolarlo, acariciarle, pero entendía que no debía volver a existir semejante intimidad física entre ellos, si es que querían mantener aquella frágil amistad, aquel equilibrio entre atracción y distancia.
—No ha sido culpa tuya —dijo ella.
Él no respondió ni se movió, solo siguió con la cabeza hundida.
Ella dio un paso hacia él.
—¿Sabes quién lo ha hecho?
Entonces se dio cuenta de que Sandro no miraba al suelo, sino al puñal que tenía en la mano, el puñal del cuarto de Porzia. La suave luz de la luna permitía reconocer un grabado en la empuñadura: las iniciales AC.
—Tendrán que reunirse —susurró él—. Dentro de dos horas, en la villa de Maddalena.
—¿Quiénes? —preguntó ella—. ¿Quiénes tendrán que reunirse?
El volvió el rostro hacia ella.
—Todos.
Su Santidad el papa Julio III y el hermano Massa llegaron los primeros, pero por supuesto era impensable que se les situara junto a los demás, como si fueran sospechosos habituales. Simplemente se ocultaría su presencia, situándolos en el dormitorio de Maddalena. La puerta que daba a la sala de estar permanecía ligeramente abierta, de forma que pudieran entender todo lo que ocurriera sin que los demás les vieran. Después de un rato llegaron a la villa la Signora A y su hijo Milo, Ranuccio y Francesca Farnese, Alfonso, Elisa y Bianca Carissimi, así como el cardenal Quirini, quienes tomaron asiento en las diversas sillas.
Era una curiosa rueda de personajes la que se había reunido a tan tardía hora en una misma habitación: damas piadosas y prostitutas, borrachos y comerciantes, cardenales y pobres diablos. Sandro insistió en saludar a todos y cada uno de los presentes, y agradecerles su presencia, acompañado a cada lado por Antonia y Carlotta. La mayoría, no obstante, había acudido a regañadientes. Tal y como los guardias papales habían especificado en sus informes, habían sacado a Elisa de sus rezos, separado a Ranuccio de una copa de vino, interrumpido una crisis de salud de Francesca y recogido a la Signora A en una vivida representación veraniega del Teatro. Bianca había concluido, sin el conocimiento de Elisa, una nueva prueba de vestuario frente al espejo de su habitación; Quirini y el padre de Sandro se encontraban ya durmiendo, y Milo acababa de regresar de un paseo vespertino. Ninguno de ellos, con la excepción de la Signora en su fiesta, estaba trabajando cuando los guardias les habían exigido su asistencia a la villa.
Ranuccio era el que se encontraba más alterado. Estaba borracho e indeciblemente irritado, y tiraba de la mano de Francesca para colocarla a su espalda como si ella fuera una mula particularmente tozuda. Elisa evitaba el contacto visual con Sandro, y cuando vio a Antonia, se llevo un pañuelo a la cara, exhaló un forzado y ruidoso suspiro y pasó como un rayo ante los dos.
Dos de los asistentes vestían de forma de lo más inapropiada. Una era la hermana de Sandro, Bianca, a quien su próximo matrimonio con un Farnese se le había subido de forma evidente a la cabeza y debía haber confundido la reunión con un baile de disfraces, pues se había presentado con un atuendo mezcla entre Catalina de Medici y Cleopatra, ya que «la idea de ese acto» le parecía «sumamente divertida», tal y como decía en múltiples ocasiones. El otro era Milo. Aunque su capacidad para juzgarle se había visto naturalmente mermada, encontraba que Milo, para su gusto, exaltaba demasiado esa supuesta naturalidad presentándose con sus pantalones de pescador, sus pies descalzos y su camisa abierta hasta el esternón como un filibustero.
El saludo más emocionante fue el que Sandro dio a su padre. Alfonso se presentó ante él y le miró, mudo, de una forma que su hijo no había visto nunca: intensa e indulgente. Sandro le sostuvo la mirada e intentó, por su parte, imprimir emoción en la mirada, aunque no supo si lo había conseguido, o si no habría sido mejor que no lo hubiera conseguido. Se separaron sin haberse dicho ni una sola palabra.
El cardenal Quirini, que fue el último en entrar, se dio cuenta de que había algo que no encajaba.
—¿Dónde está el capitán Forli? —preguntó.
—Tiene algo muy urgente que hacer —respondió Sandro y, mientras señalaba una silla, añadió—. Por favor, eminencia, tome asiento cerca de mí.
La distribución de asientos despertó auténticas enemistades. Elisa se negó a sentarse junto a la Signora A, cuya profesión había reconocido en seguida a pesar de la indumentaria sencilla y atemporal que la regente llevaba, y exigió que Alfonso, Bianca y Francesca hicieran lo mismo. También a Milo se le consideraba indigno de sentarse junto a un Carissimi o un Farnese, por lo que llevó un buen rato que todos los presentes acabaran satisfechos con sus asientos. Antonia y Carlotta aguardaron al fondo de la sala.
Los guardias cerraron las puertas y se apostaron fuera, lo que creó una cierta atmósfera de prisión. Lámparas de aceite y velas ardían por todas partes y, de cuando en vez, ráfagas de viento daban contra la casa y retumbaban en el interior como el oleaje estrellándose contra la costa.
Justo en el momento preciso apareció un guardia con un gran saco de lino y lo colocó sobre la mesa, después puso en la mano de Sandro una bolsa pequeña y le susurró algo al oído.
Sandro respiró hondo y asintió.
—Hace exactamente cuatro noches —dijo el jesuita al auditorio—, aproximadamente a esta hora, unos golpes en el portal interrumpieron el silencio de esta villa. Ya era tarde, por lo que el que Maddalena llevara puesto un camisón no era de extrañar. Sin embargo, esperaba visita. No una visita del tipo que la mayoría de los presentes estáis pensando, no, se le podrían llamar sencillamente una reunión de negocios con una persona de confianza. Abrió la puerta y se sorprendió. No se trataba exactamente de la persona que ella pensaba, pero el visitante no era del todo inesperado.
Ranuccio gimió con profusión y torció la mirada.
—Esto es todo palabrería inútil... ¿No hay ni siquiera un poco de vino?
—Sería mejor que conservarais la mente despierta.
—No me digáis lo que debo hacer.
Sandro le hizo a Carlotta una señal para que le proporcionara a Ranuccio una de las copas ya servidas.
—Maddalena —continuó Sandro— permitió a su visitante la entrada a la villa, con la esperanza de que viniera a hablar. Hay dos explicaciones posibles para que no se vistiera más adecuadamente antes de esa conversación: o bien sabía que a esa persona no le importaría verla simplemente con un camisón... o sabía que le causaría una gran impresión, y lo hizo como una forma de provocación. En cualquier caso, se quedó como estaba. ¿Cuál de las dos explicaciones es la correcta? Vamos a postergar la respuesta a esta interesante pregunta y volvamos a lo sucedido tras la entrada del extraño en la villa. Maddalena no se dio cuenta de que la esperada conversación no tendría lugar, porque aquella persona no había ido allí para hablar, sino para matar.
Sandro se trasladó hasta el aparador, donde había situadas dos copas y una jarra.
—Lo que voy a decir a continuación es solo una especulación: imagino que Maddalena le ofreció a su visitante una copa de vino, o quizá fue este quien se lo pidió. Llenó las dos copas, para lo cual tuvo que volverle la espalda a su asesino. Cuando se dio la vuelta para ofrecerle un vaso, recibió la puñalada mortal. El recipiente cayó al suelo, el vino se derramó por el suelo y Maddalena se derrumbó tras él. Creo que ya estaba muerta para entonces.
Ranuccio, esta vez, escuchaba cautivado.
—El asesino dispuso de muy poco tiempo para hacer lo que se proponía, pues no tardaron en interrumpirle, así que tuvo que dejar la villa por la terraza: una vía que todavía utilizaría otra persona esa misma tarde —volvió la mirada hacia Quirini—. De hecho, en las horas posteriores a los hechos esta casa estuvo bulliciosa como un hormiguero. En cualquier caso, dejemos a un lado los acontecimientos ocurridos entre la muerte de Maddalena y mi entrada en la villa, puesto que no tienen relación con la resolución del crimen.
Sandro atravesó lentamente la habitación, pasando tanto frente a las sillas de los asistentes como ante la entreabierta puerta del dormitorio.
—Maddalena Nera fue muchas cosas: una protegida a moldear, una socia de negocios de mente fría y despierta, una amiga bienintencionada, una belleza envidiada, una radiante celebridad... Todos los que la conocieron, la adoraron o la odiaron. Fue amada por distintas personas, a algunas las dominó, y otras la dominaron a ella; era una amante ambiciosa, pero también una amante entregada. Fue odiada por aquellos para los que constituía un símbolo de los errores de Roma, y por aquellos a los que había herido. Personas como Maddalena, que de la noche a la mañana pasan a ser de una nulidad miserable a una adinerada leyenda, provocan todo tipo de reacciones, y pocas de ellas son inofensivas. Estoy seguro de que si buscara durante suficiente tiempo, encontraría en cada uno de los presentes en esta casa un motivo para matarla. Celos, rencor, amor no correspondido, dinero, miedo, desprecio, egoísmo: bajo este techo se encuentran reunidos todos los móviles criminales del mundo. Si solo uno habría sido capaz de matarla... No creo que llegue a descubrirlo nunca.
La madre de Sandro se levantó. Vestida con un voluminoso vestido negro, que llenaba de patética dignidad, ofrecía la figura más imponente de la tarde.
—No pienso quedarme aquí escuchando como me acusan de ser una asesina potencial mientras esa... esa mujer alcanza el estatus de mártir.
Sandro se aproximó a ella.
—Por favor, madre, siéntate.
Ella le ignoró.
—No tengo absolutamente nada que ver con esta cuestión, y por eso me voy.
La voz de Sandro vibró.
—Lamentablemente, eso es algo que no puedo permitir. Debo pedirte que vuelvas a tomar asiento.
Ella le miró y jugueteó, inquieta, con el pañuelo que aún llevaba en la mano. Después, visiblemente, indignada, cedió.
Sandro cerró brevemente los ojos y respiró hondo.
—La muerte de Maddalena fue el comienzo. Sebastiano Farnese murió hace dos días, y hoy por la tarde ha desaparecido una prostituta llamada Porzia. Todas las pistas apuntan a un crimen violento. Evidentemente me he preguntado qué tenían en común estas tres personas, cuál era el hilo conductor que las relacionaba. La respuesta se encuentra en este pequeño saco de lino.
Lo sostuvo en alto con dos dedos, para que todos pudieran verlo: una licencia algo teatral que se permitió a sí mismo. Después, lo dejó de nuevo sobre la mesa y tomó, en su lugar, la taleguilla de cuero.