—Bien —preguntó Sandro en voz muy baja—, ¿qué hay del banco Augusta?
—Pues que en realidad existe, quién lo iba a decir. Está incluido en el registro civil, situado en una dirección de la via Santa Maria Minerva. Es una callejuela junto al Panteón.
Sandro asintió satisfecho.
—Poco a poco todas las piezas encajan. Antes de mudarse a la villa, Maddalena tuvo un ático en la via Santa María Minerva. Fue vuestro sospechoso favorito, el cardenal Quirini, quien se lo consiguió, probablemente como nidito de amor, pero quién sabe...
—¿Debería examinar la vivienda? —preguntó el capitán—. Después me gustaría dar un paseo con Francesca, así que podríamos fácilmente pasar por el Panteón y yo podría hacer una rápida visita al ático. Quizá encuentre algo interesante.
—¿Un paseo en coche para dos?
—Para tres, Carissimi. El ama de Francesca nos acompañará.
—Vaya, vaya, Forli. ¿Significa eso que os habéis declarado ante Ranuccio?
—Para seros sincero, en realidad fue él el que me pidió que animara un poco a Francesca. Está preocupado porque ya no come y no quiere hablar con nadie. Os podéis imaginar lo débil que está. Si incluso aquel tirano es capaz de conmoverse solo con verla, ya os podéis figurar lo que sentí yo. Ya sé que estamos en medio de un caso de asesinato y que no tenemos mucho tiempo para diversiones, pero tal y como he explicado, podría hacer algo de utilidad y la vivienda...
Sandro se levantó con el resto de los dolientes. La parte litúrgica de la ceremonia había concluido, y la familia se despedía del difunto.
El jesuita adoptó un gesto serio.
—No quiero siquiera que penséis en esa casa, Forli. Francesca necesita ahora toda vuestra atención, y este tiempo soleado y suave es ideal para un paseo. Además, es una ocasión única para que demostréis la seriedad de vuestras intenciones para con Francesca.
—Debo decir, Carissimi, que algunas veces adoro vuestra pedante palabrería de jesuita.
—No os alegréis demasiado rápido —le advirtió Sandro sin asomo de sonrisa ni de guiño cómplice—, porque tengo otro encargo para vos, y no os va a gustar.
Torli no podía soportar a las mujeres que se llamaban Filomena. Las Filomenas siempre eran arrugadas ancianas que difícilmente habían podido ser jóvenes alguna vez en su vida y a las que, al igual que los mosquitos, Dios las había puesto en el mundo con el único propósito de incordiar. Todo había comenzado durante su primera niñez, con una abuela que, cada vez que iba a visitarlos, le gritaba en la oreja y le propinaba sonoras collejas. Continuó, años después, con una segunda Filomena, también una abuela, pero no suya, sino de una muchacha con la que le gustaba verse. La susodicha Filomena número dos era de la opinión de que los embarazos se producían por contacto visual, por lo que, debido a su interés por su nieta, le denunció ante la comandatura local, algo que le ocasionaría una serie de lamentables complicaciones en las que posteriormente preferiría no pensar ni siquiera. La tercera Filomena apareció en su vida cuando tenía veintitrés años, con la forma de un jabalí hembra que, durante una caza, le atacó y le obligó a buscar protección sobre un árbol por primera y única vez en su vida. Los otros cazadores lograron acabar con ella. Aunque en realidad el animal no tenía nombre, pues, para empezar, era un jabalí salvaje y además estaba muerto, a Forli le pareció que, visto su odio y su inquina hacia él, merecía llamarse Filomena.
El capitán no pretendía ir tan lejos como para comparar a la doncella, de nombre Filomena, sentada frente a él en el carruaje, con aquel jabalí hembra, pero decididamente conservaba algo de esencia de la Filomena número dos. Mantenía la expresión de una suma sacerdotisa vestal, llevaba ropas bajo las cuales podría encontrar cobijo una familia pequeña, y le miraba como si quisiera controlar que no le hiciera un hijo a Francesca al siquiera rozar cualquier parte de su anatomía tan íntima e impúdica como las yemas de sus dedos.
Por lo menos, si volvía la cabeza hacia la izquierda podía ver a Francesca cerca de él, observar un mechón suelto de su cabello bailar en el aire. Su rostro revivía, recuperaba el color, y la alegría del capitán de verla mejorar un poco se mezclaba con el orgullo de ser la causa del milagro.
Sin embargo, aquella feliz sensación se interrumpía continuamente, como si se pinchara una burbuja, y, excepcionalmente, no se debía a Filomena.
—Quizá —Forli clamaba a los cielos protestando por lo difícil que le resultaba pronunciar aquella frase— podríamos dejar el centro de la ciudad y salir a alguna parte en la que haya hierba.
Ella le sonrió como si le hubiera leído la mente.
—Sí, capitán, me encantaría. Disculpadme, quería decir Barnabas. Vayamos al Gianicolo, la vista desde allí es maravillosa.
Le parecía imposible que tras el dolorido y emocionado rostro de Francesca hubiera algún plan oculto. Cuando la miraba, veía calma, algo de dolor, mucha paciencia y una docilidad puramente interminable. Era una mujer que siempre tenía una palabra amable para todo y para todos, incluso para aquellos que le hacían daño. Lo que no veía en ella y nunca podría creerla capaz, era de tener segundas intenciones.
Al llegar al Gianicolo, pasaron frente a la villa de Maddalena.
—Allí fue donde todo ocurrió —dijo él, y se sintió como un canalla—, aquí vivía Maddalena Nera.
—Oh —exclamó ella—. ¡Qué casa más grande! Es mayor que la mía.
—No entiendo demasiado de esas cosas, pero creo que está decorada con gusto y de forma muy lujosa.
—Habéis despertado mi curiosidad, Barnabas. ¿Podríamos hacer una visita? Prometo no tocar nada y no contarle nada a nadie.
—¿Por qué no? Si os hace feliz...
—Oh, lo haría, desde luego.
Forli hizo detenerse al cochero y descendieron. Los guardias apostados a la puerta se cuadraron de forma ostentosa y ruidosa.
En el interior de la villa se sentía un frescor agradable, y estaba todo inundado de luz. El mármol, y los tonos dorados y rojos, se iluminaban, haciendo que la casa se mostrara más hermosa que nunca.
—Impresionante —exclamó Francesca—. Por conseguir una villa como ésta, Ranuccio vendería a toda su familia.
Ella sonrió, divertida, y su despreocupación se le contagió a Forli, que casi olvida el motivo por el cual la había llevado hasta allí.
Le enseñó, a ella y a la ineludible Filomena, todas las habitaciones. Finalmente llegaron a la terraza, donde también había apostados dos guardias.
—Oh, Barnabas —dijo ella—, mirad eso. Nadie en toda Roma tiene una vista más hermosa que esta, ni siquiera Julio.
Allí arriba, el Aventino. Allá, el castel Sant'Angelo. Es espectacular, ¿verdad, Filomena?
—Sí,
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—respondió con sequedad la doncella, que se mantenía apartada.
—Ya sé —comentó Francesca volviéndose hacia el capitán —que los hombres en general y los soldados en particular no le dais demasiada importancia a encantadores tesoros como esta vista. ¿Qué os parece a vos, Barnabas?
—Si a vos os entusiasma, me entusiasma a mí también —replicó, con absoluta sinceridad.
Ella miró al suelo, azorada, y sonrió. Su mirada se volvió al jardín.
—Barnabas, mirad como brillan las flores al sol. Son lirios. Cómo envidio a los que tienen jardines así, con flores así. Ranuccio escatima todos los gastos que puede, incluyendo el jardín. No tenemos ni un solo jardinero. Y ahora tengo ante mí toda esta belleza. ¿Podría...? No, mejor no pregunto.
El estómago se le encogió.
—¿Querríais que os cogiera un par de flores?
—¿Sería posible? ¡Hace tanto tiempo que no tengo un ramo de flores en las manos! Vayamos a coger lirios juntos. Oh, Barnabas, Barnabas, hacéis que uno de los días más tristes de mi vida se vuelva uno de los más hermosos. Os lo agradezco, Barnabas.
El deseó con todas sus fuerzas que fuera verdad, poder creerla.
Sin embargo, mientras descendían por la escalera que daba al jardín, se dio cuenta de que Filomena no les estaba siguiendo.
Sandro esperaba en la bodega, rodeado de jarras de aquel brebaje que desde hacía meses le había acompañado mientras dormía como si fuera su nodriza, que le había consolado y llenado cada uno de los vacíos de su interior que debían haber ocupado Antonia y Dios. Había vuelto. ¿De verdad? Los olores eran lo suficientemente fuertes como para que su necesidad despertara clamando satisfacción. Sin embargo, en aquella ocasión, si se acercaba a una jarra, se decía a sí mismo que no quería volver a huir, y que el vino habría sido para él otra forma de huida. Podía haberse escondido en cualquier otra sala del sótano, donde no sintiera la tentación, pero había optado por aquel cuarto intencionadamente, pues quería demostrarse algo a sí mismo. Sería solo un diminuto principio, un pequeño paso hacia un nuevo Sandro, pero un principio, al fin y al cabo.
Oyó voces que le llegaban deformadas por la distancia y la sonoridad de la bóveda. Aunque no podía distinguir las palabras, le resultó del todo evidente que se trataba de Forli y Francesca.
Cuando fueron desvaneciéndose, abandonó su escondite y avanzó cuidadosamente y de puntillas hacia la escalera, en cuyo final se detuvo. Tras un instante, oyó sonidos del tipo que esperaba: golpes ligeros y sordos, como los que producen objetos de madera al dejarlos sobre un suelo de piedra; después pasos y lamentos ligeros provocados por un esfuerzo. De nuevo, un objeto de madera colocado.
Dejó el ala del servicio, oteó con precaución la sala de estar, que se encontraba vacía, dejó pasar un momento y se escurrió discretamente hasta la puerta del dormitorio de Maddalena.
—Imagino —le dijo a la doncella, que había descolgado el cuadro y se encontraba encaramada a una silla a punto de alcanzar los sacos de monedas del escondrijo— que os habéis subido ahí a pasar el polvo.
Francesca se desplomó sobre la silla y eludió todas las miradas, pero particularmente la de Forli, como si estuviera sentada en el banco de los acusados, y aunque se encontraba en la soleada terraza de la villa, esa descripción se ajustaba bastante bien a su situación. La doncella Filomena estaba situada a su lado. Si bien era verdad que había sido ella quien había pretendido extraer los sacos de oro del cajón secreto para esconderlos bajo su amplia y gruesa falda, tanto Sandro como Forli eran muy conscientes de que lo habría hecho solo por mandato de Francesca.
—Ranuccio me obligó —alegó la joven—. Desde hace algunos días está todavía más irritable que de costumbre. Hoy por la mañana, poco antes de que fuéramos al entierro de Sebastiano, se acercó a mí. Me explicó que debía hacerlo por él, me contó lo del escondite secreto en la villa, lo del dinero... Al principio no lo entendí. Le dije que fuéramos al entierro de Sebastiano, que yo no podía pensar en otra cosa. Entonces se enfureció y me gritó que yo no tenía ni idea de lo que estaba en juego para la familia, que todo giraba en torno a la riqueza y la pobreza. Entonces me prometió —tragó saliva y volvió la cabeza hacia Forli, aunque no le miró—... que me entregaría en matrimonio si yo así lo quería. Que si hacía eso por él, podría tomar a quien yo quisiera.
Aquella mujer, de quien era impensable que aún le quedaran lágrimas por llorar, lloraba.
—Yo no sabía nada —sollozó—. No tenía ni la más remota idea de qué pensaba hacer con ese dinero, o de por qué debía robarlo... ¿Qué elección me quedaba? Dios mío, Sebastiano ha muerto, y solo me queda una persona en todo el mundo. Pensé: «Quiero irme de esta casa, no quiero volver a ver a Ranuccio en toda mi vida, quiero...»Francesca se tambaleó sobre la silla, miró a Forli y él se acercó a sostenerla. Sus miradas se encontraron, y entonces la cabeza de ella cayó exangüe sobre el hombro de él. La ama levantó de nuevo a la muchacha, y Forli se quedó arrodillado, impotente, sin saber qué decir o qué hacer. Sandro se dirigió hacia él, tiró de él con cuidado para que se levantara y le apartó a unos pasos de distancia.
—La creo, Forli —susurró Sandro, y la gratitud que en aquel momento se reflejó en los ojos de Forli resultaba conmovedora—. No tengo ninguna duda de que dice la verdad. ¿Qué relación iba a tener
donna
Francesca con cinco mil ducados, con un dinero que no le pertenecía y del que es imposible que supiera nada... más que lo que el propietario del dinero pudo contarle?
—Ranuccio —dijo Forli.
—Ranuccio —confirmó Sandro—. El intento de
donna
Francesca, por medio de su doncella, y del afecto que vos le tenéis, para obtener el dinero, es ya el tercero de esta clase.
Sandro le indicó a Forli que le siguiera, por lo que ambos entraron juntos en el dormitorio de Maddalena, donde las talegas de dinero se encontraban bien visibles en el interior del escondrijo, aún abierto.
—¿Veis el clavo que destaca? La tarde anterior a la muerte de Maddalena, el cardenal Quirini se hirió con él al tratar de sacar el dinero del hueco. Imagino que sabría del escondite, y debido a su volumen no le resultó necesario utilizar una silla para llegar hasta él. Tanteó buscando los sacos, y se clavó la punta tal y como estuvo a punto de ocurrirme a mí. Para colmo de males, le interrumpieron después.
Sandro se vio obligado a omitir que probablemente había sido el Papa quien hubiera entrado aquella tarde en la villa y hubiera «interrumpido» a Quirini. Esa información permanecía dentro del secreto de confesión.
—Se vio forzado a dejar el dormitorio por la terraza, llegar al jardín y huir por el muro, donde se rasgó la ropa. Vos encontrasteis un jirón al día siguiente mientras buscabais pistas sobre el terreno.
—Entonces, Massa no fue responsable de al menos esa pista.
—De esa no, en eso tenéis razón, Forli. Poco después, se produciría el segundo intento de extraer el dinero del escondite secreto. Esa silla juega un papel importante.
Diciendo eso, señaló la silla sobre la que la sirvienta se había apoyado para llegar al escondrijo.
—Hace falta ser de constitución alta, como Quirini o Maddalena Nera, para llegar bien hasta el hueco sin una silla y lograr coger algo con seguridad. Cuando nos encontramos aquí, el día después de la muerte de Maddalena, vos fuisteis al jardín a buscar pistas, mientras que yo... En fin, yo fui a la bodega y, tras un rato, oí un ruido en la villa, una especie de golpe sordo y algunos chirridos. Al principio pensé que seríais vos. Os llamé, y como no obtuve respuesta, subí. A los pies de la escalera, me encontré con Sebastiano Farnese.