—Los pendientes —susurró Angelo—. Había encontrado los pendientes de
donna
Francesca en la villa. No es de extrañar que reconociera la joya. Pero vos, excelencia, ¿cómo supisteis a quién pertenecían?
Angelo le ofreció unas pastas. Había aparecido ya varias veces llevando bandejas con todo tipo de dulces a la mesa de Sandro, según decía, para conmemorar el día festivo. El escándalo de la asesina de la casa Farnese había corrido como la pólvora por toda la ciudad, y Sandro se había convertido de la noche a la mañana en una celebridad. Una celebridad a la que Angelo servía, algo que, sin duda, llevaría a partir de entonces como un escudo de armas.
Aunque no había comido nada desde el mediodía del día anterior, Sandro no tenía hambre. Sin embargo, aceptaba algunas de las golosinas para no disgustar a Angelo y, por el mismo motivo, participaba en el interrogatorio al que su criado le sometía. Con frecuencia le había tratado con sequedad y malas formas, porque había algo en él que le incomodaba, sin embargo, Sandro era demasiado jesuita como para no reprochárselo a sí mismo. Aquel día se le ofrecía una buena oportunidad de tratar a su criado con algo más de simpatía.
—Cuando recorrí la casa de
don
Ranuccio la tarde de la fiesta, me llamó mucho la atención el retrato de sus padres: el desdeñoso y desagradable rostro de su padre, la expresión triste y casi resignada de la madre. Llevaba un vestido verde y, a juego, unos pendientes de esmeraldas engastadas en una estructura de plata, única y bellamente ornamentada. Era de imaginar que Sebastiano, que había mantenido una relación muy estrecha con su madre, los reconociera en seguida como la herencia que le había dejado a Francesca. Yo mismo me acordé de ellos en cuanto Antonia..., es decir, la
signorina
Bender, descubrió en la bolsa la pequeña gema.
—Se había soltado al tener los pendientes metidos en la bolsa.
Sandro mordió un pedacito de empalagosa galleta, y logró tragarla gracias al vaso de agua que Angelo le sirvió.
—Afortunadamente —dijo—. Yo había llegado a ver los pendientes brevemente sobre el escritorio, pero no les había dado mayor importancia, por lo que su ausencia posterior no me llamó la atención. Había otras muchas cosas sobre el escritorio... A Sebastiano Farnese, evidentemente, no le pasó lo mismo. No llegó a entender, por así decirlo, el alcance completo de su descubrimiento, pero lo cierto es que no le gustó nada que los pendientes de Francesca hubieran aparecido en el secreter de una cortesana asesinada. Los dos hermanos tenían una relación particularmente estrecha, confiaban mucho el uno en el otro, y es probable que Francesca le hubiera dado pistas en algún momento sobre la tormenta de emociones que le estaban asaltando.
—Así que él sabía algo.
—No lo sé. Al menos estaba lo suficientemente agitado como para ir de inmediato a ver a su querida hermana la tarde de la fiesta de compromiso. Le mostró los pendientes y quiso hablar con ella. Quizá mintió al principio, pero finalmente, o al menos eso pensó ella, sería mejor contarle una parte de la verdad. Ella le confesó sus escapadas nocturnas con la esperanza de que él la entendiera. Su reacción le sorprendió: él le pidió que pusiera fin a sus salidas.
—Temía el escándalo que se produciría cuando se supiera. De ser así, su pretendida carrera eclesiástica difícilmente podría hacerse realidad.
—Es posible. Sin embargo yo soy más de la opinión de que lo que más le preocupaba era el bienestar de Francesca. Vería los problemas de un posible embarazo, los riesgos de un aborto, un ataque de violencia por parte de un cliente. Así pues, le dio la opción de terminar con sus escapadas, o de lo contrario acudiría a Ranuccio. El capitán Forli interrumpió aquella conversación. Llegó a oír cómo Sebastiano decía que no le quedaba elección, que tenía que hacerlo y que nunca habría imaginado tener que encontrarse en una situación como aquella. Por supuesto se refería a tener que presionar a Francesca, su querida hermana. Desgraciadamente, aquel fragmento coincidía con la versión de la conversación que
donna
Francesca nos daría después, la falsa historia sobre la vida amenazada de Sebastiano.
—Pero qué... —a Angelo le costó encontrar las palabras adecuadas—... desvergonzada —logró concluir.
Sandro sonrió en silencio.
—No seas tan duro con ella —respondió, irónico.
Quería evitar cualquier otra pregunta de Angelo sobre el tema, por lo que concluyó la historia rápidamente.
—Sebastiano volvió a ver a su hermana más tarde, poco antes de que le asesinaran. Ella le dio muestras de haber aceptado su exigencia, y él se marchó con la creencia de haberle convencido. Francesca conocía la ruta habitual de su hermano, así que es de suponer lo que ocurrió después. Ella le siguió, corrió tan rápido como pudo para alcanzarle y lo logró en la ribera del Tíber.
—Y tras esto, registró las ropas del cadáver aún caliente de su hermano asesinado y le robó los pendientes sin ningún tipo de escrúpulo. ¿Otra galleta, excelencia?
Sandro negó con la cabeza, tanto porque no quería más dulces, como porque no estaba de acuerdo con las conclusiones de Angelo.
—No, creo que Sebastiano le dio a Francesca los pendientes en su habitación, pero se quedó con la bolsa vacía. El...
Un carraspeo le interrumpió.
Sandro dio un respingo.
—Antonia —exclamó.
La joven se encontraba ante la puerta, abierta de par en par, vestida con un vestido negro que él no había visto nunca. Un fino velo le cubría el rostro, pero era casi transparente, por lo que Sandro pudo reconocer la sonrisa de satisfacción que ella lucía.
Salió a su encuentro.
—¿Cómo es que te has vestido así?
Ella ladeó ligeramente la cabeza y susurró:
—Tenía miedo de que te cayera alguna reprimenda por recibir a una dama de aspecto dudoso.
—¿Reprimenda? —replicó él, divertido, e igualmente en susurros—. A veces pienso que es más fácil que aquí te den un tirón de orejas por no recibir a damas de aspecto dudoso.
Ambos rieron en silencio, y el cansancio y la tristeza de Sandro desaparecieron. Francesca, Forli, Elisa, los muertos... Todo perdía su importancia en aquel momento. Antonia estaba allí. Ella había ido a verle, no es que hubiera regresado, y eso significaba que entendía las señales que él le había dejado. Había querido tenerla a su lado mientras resolvía el caso, y había querido que ella estuviera allí la tarde anterior, en la villa de Maddalena. El Sandro con el que ella había hablado durante su pelea, que se había alejado de ella, que había querido huir de nuevo al verla con Milo, aquel cobarde pertenecía al pasado.
Había tantas cosas que quería decirle... Pero no se engañaba. No iba a lograr arreglar el desmoronamiento de su relación así, sin más. Otro hombre había entrado en la vida de Antonia, y Sandro presentía con seguridad que aquel hombre suponía para Antonia algo más que una diversión casual. Caer de rodillas ante ella, declararse culpable y suplicarle que olvidara los últimos meses en general y la última semana en particular habría sido la mayor y más imperdonable insensatez que hubiera podido cometer. Haría lo que había decidido hacer: lucharía por ella, pero a su manera. Lentamente y con ingenio.
—Gracias, Angelo, puedes irte —dijo.
—¿Tendría vuestra excelencia inconveniente en que me tome la tarde libre?
—Ninguno, me parece bien.
En cuanto Angelo cerró la puerta, Antonia dijo:
—Me da la impresión de que va a contarle a todo aquel con el que se cruce por la calle que es el sirviente del gran Carissimi.
Sandro agitó la cabeza.
—Angelo es fácil de impresionar.
—Vuelves a coquetear con la modestia. Resolviste brillantemente el asesinato y lo sabes muy bien.
Sandro no estaba muy seguro de si estaba enrojeciendo o no, y de hasta que punto era una reacción oportuna.
—Si no hubieras encontrado la gema...
—Oh, por favor te lo pido —le interrumpió ella—. Le di la vuelta a una bolsa, y eso es todo. No habría dado con la solución. Incluso ahora, que ya sé quién es la asesina, sigo sin entender por ejemplo por qué fingió la muerte de Porzia. Hace dos días fue capaz de matar a su hermano con tal de seguir actuando como la prostituta y demás. De verdad, Sandro, todo esto me parece tan contradictorio y estúpido.
En realidad, él ya no tenía ganas de seguir hablando del caso. Había vivido con la investigación durante días, había pasado la noche con el asesinato y con la locura, había escrito su informe al amanecer, tras la visita a Forli, y se lo había hecho llegar al papa Julio. Finalmente, había satisfecho la curiosidad de Angelo. Ya era suficiente.
Sin embargo, con Antonia hubiera hablado del proceso de incubación de las gallinas, si era necesario.
—Asesinar a su hermano —respondió él— suponía la solución a su único problema: alcanzaba la ansiada libertad. Sin embargo, esa misma noche, quizá solo unas horas más tarde, descubrió que se encontraba implicada en la investigación por el asesinato de Maddalena.
—Fue cuando nosotros la sorprendimos en su cuarto. Milo, tú y yo.
Sandro tuvo la sensación de que Antonia había dicho los nombres de forma deliberada, para comprobar su reacción. Se quitó el velo que le cubría el rostro y le observó con atención.
—Exacto —dijo él, y le ofreció a Antonia una silla y una galleta—. Se dio cuenta de que estaba en grave peligro. La supervivencia de Francesca logró doblegar a Porzia. Al principio logró engañarnos a todos con esa sarta de mentiras. —Como cuando afirmó que el verdadero nombre de la Signora era Augusta.
—Sí, y más tarde, actuando como Francesca. Toda la escena del balcón fue un montaje. Se inventó el terror mortal de Sebastiano y fingió recordar que Sebastiano había mencionado el nombre Augusta. Nos echó arena en los ojos y, al mismo tiempo, como colofón a todo aquel farol, decidió matar a Porzia... Por decirlo de alguna manera.
—¿Y por qué esperó hasta la tarde siguiente? Podía haberlo hecho ya la noche anterior.
—No, en realidad no. Debía representar durante todo el día el papel de mujer desesperada... O quizá lo estuviera en realidad. Los calmantes que el médico le había suministrado eran reales y eficaces, y después del teatrillo en la ventana, se dormiría como un niño. No podía matar a Porzia aquella tarde, y como solo era posible tras la caída de la noche, tuvo que esperar a la tarde de ayer. La suerte volvía a estar de su parte. Concluyó su labor apenas poco antes de que nosotros llegáramos: fingió un crimen.
Antonia se recostó en la silla cruzó las piernas una sobre la otra de manera muy poco refinada.
—Entonces ya sabías lo de su doble personalidad, y no nos contaste nada.
El sonrió.
—Un poco de tensión no os hizo daño.
Ella respondió con una carcajada.
—Bravo, lo conseguiste de verdad. Cuando te vi con aquel puñal, con las iniciales AC...
—El puñal de los Carissimi.
—Sí, eso. Pensé de inmediato en tu padre, Alfonso. Y en tu madre y en Bianca, que también podían haber tenido acceso al arma.
—Igual que Francesca. Solía pasar por casa de mis padres, y por tanto le resultaba fácil hacerse con el puñal y dejar una pista falsa. De lo que no se dio cuenta, fue de que con ello confirmaba una sospecha que llevaba teniendo desde hacía tiempo. Para Quirini o para Massa hubiera sido prácticamente imposible acceder a un arma tan especial.
—Pero tu rostro, Sandro, cuando estabas junto a la orilla... Habría podido jurar que estabas a punto de ordenar la detención de un ser querido.
—En aquel momento pensaba en Forli —respondió, con voz queda—. Por eso le puse al corriente a él primero, a solas. Evidentemente, no me creyó. Yo tampoco creería a alguien que trata de hacerme creer que el amor de mi vida —y al decir esas palabras intentó ni mirar demasiado directamente a Antonia, ni dejar de mirarla —es una asesina. Por eso le encargué que comprobara él mismo la verdad.
—No tenía ni idea que Forli y Francesca... Se me había escapado del todo.
La despreocupación de Antonia se transformó de inmediato en consternación, y como siempre creaba la impresión de que todo lo que vivía en su interior se mostraba en su cara rostro, igual que un espejo. Tan pronto estaba alegre, como sufría por Forli. Así era ella, una artista con la capacidad de sumergirse en el alma humana, experimentar tanto la dicha como el dolor, la esperanza como la desesperación.
¿Cómo había sido capaz de pensar siquiera durante un instante que habría logrado vivir sin Antonia?
—Qué espanto —dijo ella, perdida en sus pensamientos—. Solo de imaginarme la desgracia que esa mujer ha llevado a tanta gente, y que fuera capaz de matar a su hermano, a una persona a la que amaba, apuñalándolo a sangre fría... Hasta qué punto debía ser irrefrenable su necesidad, esa adicción a ser Porzia y a que los hombres la posean...
Dejó la frase sin terminar, quizá porque descubriera una parte, siquiera un pizca de sí misma en esa Porzia, no en la asesina, sino en la adicta.
—Estoy seguro —añadió Sandro— de que no habría podido renunciar durante mucho tiempo a su doble vida, mucho menos después de su horrible asesinato. La desesperación le hubiera llevado de nuevo, después de pocas semanas, de vuelta al Trastevere, donde con vestidos parecidos, una peluca distinta y otro nombre, habría retomado de forma aún más apasionada su desenfrenada obsesión.
El dudó un momento, indicando que ya no iba a hablar exclusivamente de Francesca.
—Nadie puede negar su verdadera esencia —prosiguió—. Somos lo que somos, y cuando las circunstancias nos ponen trabas, siempre encontramos la manera, sea como sea, de esquivarlas, de evitarlas. Más tarde o más temprano.
Se miraron en silencio. Mientras hablaban, el sol había ido descendiendo por la ventana, arrojando amplios rayos que se propagaban por toda la estancia, como un mar de oro fundido. Las largas sombras que producían sus cuerpos se entremezclaban en el suelo.
El sonido de una campana lejana devolvió a Antonia al presente.
—Casi se me olvida por qué había venido —exclamó, se levantó y se dirigió a la puerta.
De inmediato regresó con un objeto empaquetado, que colocó sobre la mesa, entre las bandejas de pastas.
—Ábrelo —dijo.
—¿Es para mí?
—En seguida lo verás.
Aflojó los cordones y desdobló el paño de lino que cubría el regalo.