—¿Eso quiere decir que estuvo encerrado en su celda desde el mediodía del once de abril hasta la tarde de ayer?
—Con las salvedades de las visitas al evacuatorio y la participación en los servicios religiosos de la mañana y la tarde. Uno de nuestros hermanos vigilaba el cumplimiento del arresto. También le estaban prohibidas las visitas. Precisamente por esa cuestión tuve una fuerte disputa con el cardenal Quirini.
Sandro detuvo el examen de la celda. No había nada allí. Sin embargo, quizá la visita no hubiera sido del todo inútil.
—¿Quirini, habéis dicho?
—Sí, pidió hablar con el hermano Sebastiano o, mejor dicho, lo rogó. Como rechacé su petición, se disgustó. Sin embargo, me mantuve firme. Nosotros somos absolutamente...
—¿Cuándo fue eso? —le interrumpió Sandro.
—La primera tarde tras la prolongación del arresto de Sebastiano.
—Es decir, la tarde posterior a que hablara conmigo.
—Así es.
«Interesante», pensó Sandro y, como en un eco de sus meditaciones, surgió una voz del pasillo que llegó hasta la celda.
—Interesante —era Forli.
Apareció junto al prior, echó un vistazo a la celda y, por la forma sardónica en la que sonrió, Sandro entendió qué conclusiones había obtenido de la presencia de Sandro allí y de lo que había oído. La que vendría a continuación sería una conversación difícil, condenadamente difícil.
—Capitán —le saludó Sandro.
—Jesuita —respondió Forli.
Sandro carraspeó y se volvió de nuevo hacia el prior.
—Muchas gracias por vuestra ayuda. El capitán y yo tenemos algo de lo que hablar. Si pudiera dejarnos solos... Es decir, si no tenéis nada que preguntarle al hermano prior, capitán.
—Lo cierto es que no —dijo Forli, con una cortesía tan flexible que sonaba en sus labios como el suave preludio de un violento concierto de órgano—. Estoy seguro, hermano visitador, de que habéis hecho al prior todas las preguntas relevantes, y que compartiréis toda esa información conmigo. Absolutamente todo, como siempre.
—Bien, pues... —Sandro volvió a carraspear, y mientras el prior se marchaba, Forli entró en la celda y cerró la puerta tras él.
Ese gesto tuvo algo de consolador, pues en aquel diminuto espacio ambos resultaban de igual tamaño.
Forli le puso en las manos un papel doblado varias veces que constituía una carta.
—Vuestro sirviente —explicó Forli— me acaba de entregar este escrito, cuando he entrado en vuestro despacho. Dijo que lo habían dejado en la portería a vuestro nombre, que había sido una mujer.
Sandro abrió la carta. Era de Antonia, que le relataba el resultado del interrogatorio a Bianca y a la regente del Teatro. Sandro leyó rápidamente las líneas y, mientras doblaba de nuevo la hoja, dijo:
—No tengo que enseñárosla, Forli, puesto que ya la habéis leído.
—¿Cómo lo habéis sabido?
—Hay marcas sucias de dedos sobre el papel. Ni Antonia, ni el portero, ni Angelo van por ahí con las manos sucias. Entre los soldados es algo más habitual.
Forli extendió, solícito, las manos. Estaban sucias.
—Me habéis pillado. He venido sin lavarme, mis disculpas —sonrió burlón—. ¿Vais a darme unos azotes?
—Forli, estáis siendo pueril.
—Al menos yo no juego al escondite. ¿O cómo le llamáis a lo que habéis estado haciendo en los últimos días? Oh, ¿sorprendido? Massa me ha abierto los ojos.
—Cuando Massa le abre a alguien los ojos es solo para tirarle arena dentro.
—No os vais a librar con vuestra retórica de jesuita, Carissimi. Me habéis estado engañando, y no ha sido solo una vez: habéis nombrado a Carlotta da Rímini y a Antonia Bender como vuestras ayudantes, e interrogasteis a Sebastiano Farnese sin que yo lo supiera. ¿Acaso me ibais a informar sobre vuestra conversación con el prior?
—Sí, iba a hacerlo.
—Vamos, Carissimi, no me contéis cuentos de vieja. Estáis protegiendo a Quirini, aun cuando su culpabilidad es evidente: su nombre está en la lista de Maddalena, había papel de cartas de la Cámara Apostólica en la villa, el jirón de ropa cardenalicia en el muro, el dinero a nombre de «Augusta», la sospechosa herida de su mano, y ahora su apremiante deseo de hablar con Sebastiano Farnese, la segunda víctima.
—¿Queréis colgarle por querer hablar con Sebastiano? Eso es absurdo.
—Al menos eso establece un vínculo entre Sebastiano y él. Lo que hay detrás, puedo deducirlo de inmediato. Quizá Sebastiano dio de alguna manera con el secreto de Quirini, o incluso con el asesinato de Maddalena. Chantajeó a Quirini y entonces...
—Piensa un poco, Forli. ¿Sería alguien como Quirini lo suficientemente insensato como para matar a Sebastiano poco después de establecer entre ellos el mismo vínculo del que habéis hablado? Debía haber sabido que lo descubriríamos. Solo un chapucero haría algo así, y Quirini es todo lo contrario a un chapucero.
—Oh, una vez más os deshacéis en elogios por vuestro patrón.
—Centrémonos, por favor. Habéis mencionado lo que habla en contra del cardenal. El papel de cartas y el jirón de ropa es algo que cualquiera podría haber dejado en la villa para inculpar a Quirini; cualquiera que pudiera obtener sin dificultad papel apostólico y la ropa de un prelado. El nombre de Quirini en la lista dice, únicamente, que era cliente de Maddalena. En lo relativo al dinero, todavía no sabemos si iba dirigido a Maddalena.
Forli escupió en una esquina de la celda.
—Quirini no puede llamar a ningún testigo que confirme su afirmación de que la noche de la muerte de Maddalena se encontraba trabajando solo en su despacho con la documentación de la Cámara Apostólica.
—Tiene sentido que no tenga ningún testigo, si estaba solo.
—¿Y la lesión en la mano? ¿Qué excusa se os ocurre para eso?
—La lesión de la mano no tiene ninguna relación con la muerte de la mujer.
—¿Cómo podéis estar seguro?
—Porque... —Sandro se interrumpió. Sus conocimientos sobre el verdadero origen de las marcas y moratones de Maddalena permanecían bajo secreto de confesión—. Porque lo sé, y punto.
—Oh, un secreto más del que no debo saber nada.
—Os ruego, Forli, que simplemente me creáis si os digo que a Maddalena no le pegó su asesino, sino... otra persona.
—¿Quién? ¿El Espíritu Santo?
«Caliente, caliente», pensó Sandro.
—Por ejemplo. En cualquier caso, la mano de Quirini... Decidme, Forli, ¿cómo sabéis lo de su lesión? Yo no os he contado nada al respecto.
Forli sonrió, mostrando el brillo de su diente de oro.
—Sí, esto se pone interesante. Me he estado regodeando en la idea de restregároslo en las narices media mañana —se sentó sobre la cama, se apoyó en la pared, estiró las piernas y produjo un sonido similar a si acabara de saborear un vino increíblemente bueno—. Acabo de interrogar al cardenal Quirini, hace apenas nada.
—¡Qué! —Sandro dio un respingo y se dio con la cabeza contra el techo de la celda—. Maldición —gritó, y en ese juramento incluyó tanto a Forli como al techo.
—Lo he interrogado oficialmente —dijo Forli—, en calidad de investigador en el caso de Maddalena Nera. Desde hace una hora, Quirini está acusado de asesinato.
Sandro se frotó la cabeza en el punto en el que se abría la tonsura.
—¿Ha trascendido ya algo de todo esto?
—¿Trascendido? No se habla de otra cosa en todo el Vaticano. En este momento, mientras hablamos, estarán informando al Santo Padre de que me encuentro muy cerca de la resolución del caso, y de que estoy listo para declarar culpable a Quirini.
Forli irradiaba la satisfacción de un hombre a quien finalmente le han otorgado un derecho hasta entonces negado. Sin embargo, la nube sobre la que flotaba tenía más agujeros de los que podía sospechar, y no tardaría en encontrarse en caída libre... junto con Quirini.
—Forli —dijo Sandro con una rabia a duras penas contenida—, sois un necio.
Si el comentario hirió a Forli, sus ojos no lo reflejaron, sus pupilas permanecieron dilatadas y oscuras.
—Escuchadme, Carissimi, sois un monje, y a mí me gustan los monjes. No es que los respete, pero me gustan; de la misma forma que a la gente le gustan los conejitos, pero no los tienen en consideración. No voy a quedarme aquí sentado a escucharos solo porque me deis pena. Mis tripas no lo toleran: me afectan a la cabeza, y a los puños, sin que yo pueda hacer nada por evitarlo. Así que os aconsejo que os contengáis vos.
Sandro había trabado ya contacto alguna vez con los puños de Forli, y después de eso había permanecido medio día inconsciente. En esta ocasión podía evitarlo.
—Deberíais haberme informado, Forli.
—Os informo ahora, Carissimi.
—Antes de hacerlo.
—Que algo quede claro de una vez: no necesito el permiso de ningún jesuita, de ningún insidioso jesuita, para realizar un interrogatorio.
—Tampoco necesitáis el permiso de un jesuita, de ningún insidioso jesuita, para poneros una soga al cuello.
—¿De qué estáis hablando? Ya estáis hundiéndoos de nuevo en vuestra confusa palabrería de predicador.
—Estoy hablando de que Massa os ha utilizado para librarse de su mayor rival en el Vaticano. Ahora que Quirini ha perdido el favor del Papa, su círculo se apartará de él. Ese ha sido exactamente el plan de Massa desde el principio. ¿Quién tenía posibilidad de hacerse con papel de la Cámara Apostólica y colocarlo en la villa? ¿A quién le habría resultado fácil rasgar un jirón de ropa cardenalicia y colocarla en un muro? Massa, Massa una y otra vez, el ayudante del Papa, que tiene sus redes extendidas por todo el Vaticano. En cuanto apareció el cadáver de Maddalena, aprovechó rapidamente la situación para supropio beneficio, y dejó todas las pistas señalando a Quirini. Entonces, solo necesitaba encontrar a alguien que encontrara esas pistas. Necesitaba a un perro de caza.
Forli calló.
—Después de descubrir —continuó Sandro— que yo no estaba dispuesto a servir a sus planes, os señaló a vos. En realidad no importa lo que él os hiciera creer, qué favores os hiciera en los últimos días, o cómo os haya convencido para que hoy denunciarais a Quirini. Ya ha pasado y no se puede hacer nada. Massa ha logrado su objetivo. Quirini está perdido. No es que vayan a acusarle del asesinato, eso ni pensarlo, pero el mero hecho de que se crea durante un tiempo que asesinó a la amante del Papa, deteriorará hasta tal punto su reputación que Massa sabrá bien cómo sacar provecho, no tengo ninguna duda. La influencia de Quirini disminuirá, pero... —Sandro hundió la mirada—. Me temo que para vos el golpe será menos suave.
Forli se levantó. Alguien como él, con una constitución tan hercúlea, no mostraría aspecto de debilidad en ningún tipo de situación. Incluso el Forli más inseguro y confuso seguía pareciendo de roca, una estatua imperturbable.
—Aunque tuvierais razón...
—La tengo. Desgraciadamente, así es.
—Aunque tuvierais razón, aunque Massa me hubiera... —tragó saliva—. ¿Por qué iba alguien a deshacerse así de mí? No soy más que un simple capitán.
Sandro alzó los ojos, cansado.
—Forli —le dijo—, habéis inculpado injustamente a un cardenal. Habéis informado al Papa de que habéis encontrado al asesino, y no a cualquier asesino, sino al camarlengo de la Cámara Apostólica, y cuando se demuestre que os habéis equivocado, entonces...
—¿Entonces?
Sandro suspiró.
—Evidentemente se pedirán cuentas al responsable de este insólito «contratiempo». Ese alguien seréis vos. Massa negará su participación, asegurará que no habló con vos sobre Quirini, y no habrá nadie que pueda apoyar vuestras afirmaciones.
Forli se dirigió hacia la pequeña mesa. Agarró el mueble con ambas manos y miró la palangana con aspecto muy sereno, como si estuviera concentrado en una labor complicada.
—Será el fin de mi carrera como oficial.
Sandro no dijo nada, estaba demasiado consternado para ello. A pesar de sus diferencias, le gustaba Forli, al menos de vez en cuando. El soldado había cometido una estupidez, no un crimen, y había actuado de buena fe. No cabía duda de que se había merecido un escarmiento, pero no la completa aniquilación de su trayectoria profesional, en la que basaba toda su identidad y que le convertía en lo que era.
De pronto, las manos de Forli comenzaron a temblar, y la mesa con ellas. Levantó la mesa y la lanzó contra la esquina, donde reventó, junto con la palangana. Sandro reculó instintivamente.
—Es todo vuestra culpa —gritó Forli a plena voz—. Si no hubierais sido vos, Carissimi, vos con vuestro secretismo, con vuestros manejos a escondidas, con vuestras traiciones a mis espaldas...
Durante un instante, Sandro intentó salir precipitadamente de la celda, pues la enrojecida cabeza de Forli le imponía un considerable respeto. Sin embargo, a tenor de semejantes acusaciones, se apoderó de él una inflexibilidad irracional.
—¿Mi secretismo? ¿Mis traiciones? ¿Quién fue el que se dejó embaucar por Massa?
—Estuve a punto de echarle abajo todo el plan, pero entonces me contó lo que habíais hecho sin que yo lo supiera...
—Claro, porque no confié en vos ni un solo segundo. ¿Creíais que no me daría cuenta de que Massa y vos estabais tramando algo?
—Yo no estaba tramando nada.
—No, solo os dejasteis tomar el pelo, lo que os convierte en alguien un poco más simpático, pero no mucho más útil.
Forli clavó su dedo índice en el pecho de Sandro.
—Carissimi, os juro que si no dejáis de provocarme...
—¿Qué? ¿Me vais a pegar? ¿Eso es todo lo que sabéis hacer? Os diré algo: os habéis metido solo en este barrizal, y podéis daros por satisfecho de que os vaya a ayudar después de todo. Y algo más: de ahora en adelante yo me encargo de dirigir la investigación. Si no sois capaces de soportarlo, si vuestro maldito orgullo viril de capitán musculitos os lo impide, entonces podéis quitaros de en medio y mirar a ver cómo...
El puño de Forli le dio de lleno en la mejilla derecha. Sandro salió despedido y cayó al suelo. De haber retrocedido un paso más, habría dado con la cabeza contra la pared. Tenía la cara entumecida, pero sabía que en unos instantes desearía que hubiera seguido así.
Forli se encontraba erguido sobre él, con la mano cerrada en un puño, los brazos alzados a la altura del pecho, temblando de energía, temblando de excitación, temblando por la verdad que había tenido que escuchar.