—Si supusiéramos que ese «Augusta» hiciera, en realidad, referencia a Maddalena, ¿qué deduciríamos de eso?
—Que ella le ha chantajeado.
—Exacto. O que utilizaba a Maddalena como tapadera para una estafa, por la que, utilizando el pseudónimo de la entidad «Augusta», se le abonaran grandes cantidades de dinero que luego ambos compartieran. Malversación de los fondos de la Iglesia. ¿Y cómo reaccionó Carissimi ante este descubrimiento?
Forli meditó un instante. Lo cierto era que, cuando le había presentado a Sandro sus sospechas en torno a Quirini, había respondido con evasivas. Todo lo que había hecho había sido murmurar que él no podía entenderlo, sin ni siquiera ofrecer una teoría opuesta.
—Dudaba de que Quirini hubiera sido quien hizo el pago —dijo Forli.
—Y así limpiaba de sospecha a su benefactor.
—En lugar de hablar con Quirini, quería interrogar a su hermana.
—¡Semejante desfachatez es inaceptable! —gritó Massa—. Ese jesuita es capaz de sospechar de todo el mundo: primero de su padre, después de su hermana, quién sabe si no de Dios mismo. Es evidente a lo que está jugando —Massa comenzó a enumerar ayudándose de los dedos—. Reacciona negativamente cuando os destiné a su lado. Da explicaciones a regañadientes y solo después de vuestra obstinada insistencia de ampliar la investigación hacia la Cámara Apostólica. Extiende las sospechas en todas direcciones, desde el gremio de las prostitutas hasta su propia familia, con tal de exonerar a Quirini. Oculta descubrimientos. La única conclusión posible es que intenta presentarnos un chivo expiatorio, un falso culpable.
Algo en Forli seguía negándose a creerlo, aun cuando debía admitir que el comportamiento de Carissimi estaba siendo turbio e insidioso.
Massa pareció sentir sus reservas, pues añadió:
—Sea como sea, capitán, no debe ser Carissimi quien centre nuestras reflexiones, sino el asesino de Maddalena Nera y de Sebastiano Farnese.
—Tenéis toda la razón.
—Contáis con la oportunidad de corregir vuestros errores, capitán. En lo que a mí respecta, podéis mostrar abiertamente vuestras cartas a Carissimi si es lo que deseáis, pero lo principal es probar la culpabilidad del asesino. Tenéis pruebas suficientes para demostrar la culpabilidad, o al menos la complicidad de Quirini en este asunto.
—En lo referente a Maddalena Nera, así es: su nombre en la lista, el jirón de ropa cardenalicia en el muro del jardín, las cuentas... Pero en lo concerniente a Sebastiano Farnese, no veo ninguna conexión.
—No puedo reduciros todo el trabajo, capitán, pero creo que es el momento de que presentéis todas vuestras sospechas ante Quirini y, en caso de que no pueda exonerarse, se le acuse formalmente.
Massa dio a entender que, con eso, había dicho todo lo necesario, al volver de nuevo su atención a su escritorio, de donde tomó un documento al azar y comenzó a leerlo con calma.
Forli se encontraba ya en la puerta, cuando Massa exclamó:
—Por cierto, capitán, antes de que se me olvide... Me ha dado la impresión de que el nombre de Carlotta da Rímini no os es desconocido.
—Así es, reverendo padre. Estuvo presente durante el Concilio de Trento, y durante un tiempo fue sospechosa de los asesinatos que tuvieron lugar. En aquella época, era la querida de una de las víctimas, se encontró un puñal entre sus posesiones y alojaba a una chiquilla demente llamada Inés, creo. Cuando sometimos a Carlotta da Rímini a tortura, confesó, pero posteriormente se demostraría que fue un error.
Massa asintió y volvió a sus documentos.
Forli dudó un momento.
—¿Por qué lo preguntabais?
La mirada de Massa permaneció entre sus documentos.
La visión que se le presentó a Sandro junto a la orilla del Tíber era escalofriante. El cuerpo de Sebastiano yacía con el rostro hacia arriba, sobre los adoquines, lo que evidenciaba de forma espeluznante que los hambrientos gatos de Roma, y quizá también un par de ratas, habían disfrutado alegremente de la carne del muerto. Todas las partes visibles por fuera del hábito estaban cubiertas de mordeduras, en algunos casos incluso de amplios orificios que llegaban hasta el hueso. Los guardias habían ahuyentado a los animales, pero se veían impotentes ante las legiones de moscas, así como de los curiosos que oteaban desde la otra orilla del Tíber, tratando de descubrir por qué los soldados habían cercado ampliamente el lugar del hallazgo.
Sandro se arrodilló junto al cuerpo y rezó una oración, que interrumpió al darse cuenta de que no lograba concentrarse.
Aquella muerte le dejaba triste y confuso. Confuso, porque la única conexión que lograba establecer entre Sebastiano y Maddalena era lo ocurrido la noche de la muerte de la joven. Triste, porque quien había encontrado la muerte de forma brutal no era solo un muchacho muy joven, era alguien que había confiado en él. Sebastiano podía haberse guardado para sí sus observaciones, y sin embargo, había acudido a Sandro.
¿Le habrían matado por eso?
Alzó la mirada hacia la orilla opuesta, donde se encontraba el Teatro de Marcelo, pero también el Teatro. ¿Sería casualidad que el lugar de la muerte se encontrara en las cercanías del prostíbulo de la Signora A? Quien quisiera marchar del palazzo de Ranuccio hacia el Vaticano, como probablemente se había propuesto Sebastiano, podía haber elegido entre muchas rutas diferentes, aparte de la que pasaba frente al Teatro de Marcelo sobre la isla Tíberina, y el puente Cestio, para tomar finalmente dirección nordeste por la ribera del río. Sin embargo, no se podía descartar que Sebastiano hubiera elegido precisamente aquella senda para hacer una parada en el Teatro, ya fuera como cliente o por algún otro motivo.
Sandro hizo un esfuerzo por vencer la repugnancia y examinó el hábito de Sebastiano. En un bolsillo encontró un crucifijo que, habitualmente, debería llevar colgado del cuello, pero que en este caso el joven mantenía escondido. Aparte de eso, innumerables migajas de algún pastel que, probablemente, procedía de la fiesta. En el otro bolsillo encontró una bolsa de cuero marrón claro que recordaba a las de la
camera secreta
, el tesoro particular del Papa.
Estaba vacía.
—Padre, perdonadme, porque he pecado.
Julio III se arrodilló en medio de la capilla Sixtina, la capilla privada del Papa, sobre un cojín rojo de terciopelo. Tenía los ojos turbios por el vino, las mejillas y la papada caídas y flácidas por la grasa y la melancolía, y la espalda, encorvada como un saco de harina. Sin embargo, la suave luz del día, que se mezclaba con los colores de Miguel Ángel, hacía refulgir las doradas vestimentas del pontífice, recomponiendo parcialmente el atormentado efecto de su figura.
Sandro se arrodilló junto a él.
—Decidme por qué habéis venido, vuestra Santidad.
Se dio cuenta de su error en cuanto percibió la rápida mirada del Papa. Le resultaba difícil no pensar en que estaba hablando con el sumo sacerdote, el sucesor de Pedro, el señor de la Ciudad Eterna, regente de coronas y cristianos. Sin embargo, en aquel momento, Julio no era más que un hijo de Dios, y Sandro era el sacerdote que, para bien o para mal, iba a decidir sobre la salvación de su alma. Se corrigió:
—Dime por qué has venido, hijo mío.
Julio susurró:
—Quiero confesarle a Dios todopoderoso y a vos, padre, mis pecados.
—¿Cuándo fue la última vez que te confesaste?
—No lo recuerdo. Me confieso siempre antes de cada misa que celebro o en la que tomo parte, pero no son confesiones auténticas. Ocultan demasiado, esas confesiones no llegan hasta el fondo de mi... de mi pesar.
—¿Por qué no confesáis... por qué no confiesas todos tus pecados, hijo mío? —Porque no puedo.
—Y sin embargo... has acudido a mí.
Julio se mordió el interior de los carrillos, y su mirada buscó refugio en el techo, en la
Embriaguez de Noé.
—Hay una pena entre todas ellas, la más grande, que me resulta insoportable. Ya no puedo dormir, como sin apetito, todos mis pensamientos regresan a aquello que hice y que ya no puedo solucionar.
—¿Qué quieres decirme, hijo mío? —preguntó Sandro.
—Maddalena...
Sandro contuvo el aliento.
—¿Qué pasa con Maddalena?
—Yo la... Aquella tarde, la esperé. En su villa, en mi villa... en la villa en la que vivía. Fui a verla poco después del atardecer. Había dos copas de vino en la terraza, pero Maddalena no estaba allí. Esa... esa era la primera vez que no estaba allí, siempre hago anunciar mis visitas. Pero aquella tarde aparecí sin avisar.
—¿Teníais alguna razón... Tenías alguna razón para ello?
—Era una sensación... Es difícil de explicar. Últimamente la encontraba un poco cambiada, como si se estuviera distanciando de mí, sí, como si yo estuviera en una orilla y ella se encontrara sobre un barco que, lentamente, parte y se pierde en el horizonte. Aquella tarde estaba solo y la transformación de Maddalena no hacía más que darme vueltas en la cabeza. No lograba tranquilizarme, y finalmente llegué a echarla tanto de menos, que quise tenerla delante.
—Entonces, la esperaste.
—Sí, durante largo rato. Llegaba tarde. Me tendí en la cama, en la oscuridad, y oí cómo entraba en la villa. La puerta se cerró y ella echó el cerrojo, pero yo no la llamé. Al principio no entendí por qué no la llamé, pero luego me di cuenta: desconfiaba. No descartaba la posibilidad de que no hubiera venido sola, de que hubiera traído a un hombre consigo, de que me hubiera...
Julio se detuvo en aquella última e inoportuna palabra, y calló de pronto. Su mirada trepó desde la
Creación de Eva
hasta el
Pecado Original.
—Me equivoqué, al menos en lo de que estuviera acompañada: venía sola. Se llevó un susto de muerte cuando me vio, y sintió una vergüenza espantosa. Le pregunté que de dónde venía, y me respondió que había salido a dar un paseo. Mentía. Lo vi. Lo sentí. La sangre comenzó a hervirme. Le reproché que no fuera sincera conmigo, y me respondió con más embustes. Mentía, mentía y mentía. Se convirtió en una rápida discusión en la que, en un momento dado, hice un movimiento brusco y tiré un jarrón. Era de porcelana china y se rompió. A Maddalena le encantaba ese jarrón; presa de la excitación, comenzó a gritarme y yo... yo... Dios, yo...
La mirada de Julio, vuelta hacia arriba, se arrastró por la línea que separaba la luz de la oscuridad, saltando de imagen en imagen, de la pared del altar a la pared de la entrada, y desde allí, a la ventana, de Moisés a Jeremías, a Isaías, vagando, como quien busca ayuda, hasta que se hundió repentinamente en el suelo.
Julio cerró los ojos y permaneció quieto, como helado. Su respiración se volvió pesada. Cuando volvió a abrir los ojos, Sandro descubrió en ellos el tormento de un hombre torturado por la culpa.
—Le pegué.
Sandro intentó dominar su corazón. El Papa estaba a punto de confesar un crimen, el peor de todos.
—Yo había bebido —compungido, Julio prosiguió con la confesión—, demasiado, durante todo el tiempo que le estuve esperando. Antes de darme cuenta, le había pegado en la cara. Por desgracia, llevaba puesto el anillo del Pescador, y le desgarró la mejilla. Cuando vi la herida, me acerqué a Maddalena para disculparme, pero me había dicho un par de cosas que... que me habían herido mucho. Entonces la pegué otra vez. Y otra. Se cayó al suelo. Era horrible. Era... era...
—El infierno —susurró Sandro para sí mismo, pero Julio le oyó.
El Papa agarró el brazo del jesuita con la misma violencia con la que lo había hecho su madre el día anterior.
—Sí —dijo Julio—. Sí, exacto. El infierno en medio del amor. Porque yo la amaba, la quería de verdad, como nunca había querido a nadie... Tras la muerte de Innocento, ella era la única que significaba algo para mí. Había... había traído la vida a mi vida, si entiendes lo que quiero decir.
«Dios», pensó Sandro, «Maddalena había tomado el lugar de Dios en la vida de Julio... Y al igual que a Dios, la expulsó de ella».
El Papa dejó caer la mano por el brazo de Sandro, aunque mantenía fija su presa.
—Duró solo un instante, lo que se tarda en rezar una oración, y todo acabó. Volví en mí, como si despertara. Me eché junto a ella, junto a Maddalena. Estaba... estaba...
—Muerta —dijo Sandro.
Julio buscó los ojos del jesuita, pero este lograba retener la mirada solo con esfuerzo, hasta que terminó por hundirla.
—¿Qué quieres decir con muerta? —preguntó el pontífice—. No estaba muerta, solo medio inconsciente. ¿Cómo has llegado a pensar que estaba muerta? —Julio indagó en el rostro de Sandro—. Oh, no pensarás que yo... No, ni siquiera estoy hablando de ese día.
—Ah, ¿no?
—No, fue la tarde anterior, la última hora del nueve de abril. Dejé a Maddalena medio inconsciente en la cama y me marché de la villa. Esa fue la última vez que la vi con vida.
Sandro frunció el ceño y se sumió en sus pensamientos. Tenía suficiente material como para devanarse los sesos durante las siguientes diez noches: por ejemplo, que un Santo Padre apaleara a su amante o que el mismo pontífice le eligiera precisamente a él para confesarse de tal acto. Ambas ideas le producían un profundo rechazo. Sin embargo, lo que más ocupado le mantenía eran las consecuencias que aquella declaración, o más bien confesión, tenía en el caso.
Partiendo del hecho de que Julio dijera la verdad, y Sandro no entendía para qué mentiría alguien en una confesión, Maddalena aún vivía cuando el Papa se marchó. Había quedado herida, pero no muerta, tras la paliza, y aun aceptando que en el transcurso de la noche del nueve al diez de abril pudiera haber fallecido a consecuencia de los golpes, eso no explicaría la mortal puñalada abierta en su pecho. Murió, pues, y tal y como se había concluido hasta el momento, la tarde del diez de abril, y en ese sentido no había nada que corregir.
Sin embargo, había otro dato que daba que pensar a Sandio: si los moratones, arañazos y golpes no habían sido obra del asesino, entonces el culpable bien podría tratarse de una mujer. La lesión en el brazo de Quirini que Sandro había observado durante su conversación con él, perdía repentinamente su significado.
—Es casi hasta cómico —dijo Julio, cuyo rostro se había ido animando progresivamente, como si saliera el sol tras varios días de lluvia—. ¿De verdad habías pensado que yo había matado a Maddalena?