Sonrió. Finalmente, tenía algo que hacer.
Dejó el Palatino y se dirigió por la vía más rápida hacia el cercano alojamiento de una de esas «ratas de alcantarilla», para delegar en ella una parte de la misión. Desgraciadamente, era necesario, pues alguien debía introducirse en los prostíbulos para informarse sobre el pasado de Carlotta, y además alguien que nadie conociera en las casas, puesto que no quería dejar huellas que llevaran hasta él. Aquel a cuya puerta llamaba, sabía a ciencia cierta que nunca iba a prostíbulos.
A él mismo le era imposible acudir a los lupanares para indagar sobre Carlotta da Rímini entre la clientela. No solo porque le conocieran allí.
El mismo conocía a Carlotta.
Sandro se despertó arrastrado por una sacudida en el hombro y una voz nerviosa que repetía una y otra vez «excelencia, excelencia», con algún «su Santidad» intercalado. Al abrir los ojos, vio el rostro preocupado de su sirviente, Angelo. Parecía invertir en cada palabra todo el aire que respiraba.
—Excelencia —le llamó—. Excelencia. Un asesinato. Un asesinato.
Sandro se levantó de la cama. La cabeza le resonaba como un bombo. Apenas había probado una gota de vino en toda la noche anterior, y quizá esa fuera precisamente la razón de su jaqueca. También le dolía la barbilla, por el puñetazo que había recibido. Demasiados golpes para un solo día, y parecía que el que empezaba lo hacía también atacando.
—¡Excelencia! Excelencia, se ha cometido un espantoso crimen. Su Santidad... El está...
Sandro abrió de par en par los ojos aún pegajosos.
—¿Qué estás diciendo?
Durante un instante, le asaltaron todo tipo de emociones entremezcladas. Aunque no debía ser así, en el momento de la primera sorpresa se sintió un poco aliviado, casi esperanzado. La muerte de Julio III quizá le permitiera abandonar la orden y liberarse de su juramento, como había planeado hacer en Trento. Pensó en Antonia, en la expresión espantada de su rostro cuando le había dicho que seguiría siendo jesuita, en el esfuerzo que había tenido que hacer para mantener la serenidad, y pensó en el júbilo que la embargaría cuando le dijera que por fin iba a ser libre. Su alivio se tornó perturbación ante el emisario de tan malas noticias, quien descubría, horrorizado, que él se alegraba de la muerte de un ser humano. Finalmente, apareció un nuevo sentimiento: el miedo. En caso de que el asesinato del Papa tuviera relación con el de Maddalena, no habría ningún motivo para la risa. Los chivos expiatorios eran los animales de sacrificio favoritos dentro de los muros del Vaticano.
—Tengo que hablar de inmediato con el cardenal Quirini —murmuró para sí.
El camarlengo, en tiempos de sede vacante, no era solo canciller de la Cámara Apostólica, sino también el ocupante no oficial del Trono de San Pedro, el regente de los Estados Pontificios. Si Sandro no quería caer víctima de las intrigas de Massa, debía dirigirse al que, en aquel momento, era el hombre más poderoso de Roma.
—Pero... ¡no! —dijo Angelo, que había oído el murmullo de Sandro.
Y no había sido el único.
—¿Para qué queréis ver a Quirini?
Sandro, cuya cama estaba rodeada por un baldaquino blanco, no había visto que había otra persona en la habitación. Reconoció la voz de inmediato. No podía ser...
—¡Vuestra Santidad! —gritó, y se dio cuenta de que había demasiado sobresalto en su voz.
—Eso era lo que quería deciros —susurró Angelo—. Su Santidad está aquí —y repitió—. Aquí.
Julio se acercó y apartó a Angelo de la cama de Sandro.
—Esta es la segunda vez que mentáis a Quirini en mi presencia, relacionándolo con un crimen. ¿Podéis explicármelo, Carissimi?
Sandro se sintió, al mismo tiempo, desilusionado y tranquilizado al ver a Julio vivo.
—No significa nada, vuestra Santidad. Me alegro de veros con buena salud.
—Buena salud... Lamentablemente, no es algo que puedan decir todos mis protegidos aquí, en el
Patrimonium Petri
. Mientras dormíais, el asesino de Maddalena ha vuelto a atacar.
—¿Quién es la víctima?
El Papa se volvió hacia Angelo, que se había arrodillado ante la presencia del Vicario de Cristo.
—Me gustaría hablar a solas con el hermano Carissimi —dijo Julio, y esperó a que Angelo, entre innumerables reverencias, dejara la habitación.
Entonces, con el bastón en el que se sostenía al caminar, dio un toque sobre las mantas de Sandro.
—Levantaos, Carissimi. Las únicas personas con las que me gusta hablar mientras están en la cama son las mujeres. Esta situación me resulta muy molesta.
—A mí también, vuestra Santidad. Lamentablemente hoy no he dormido vestido, y mis ropas están justo al otro lado, sobre la silla.
Julio miró alternativamente a Sandro y al hábito de Sandro, entonces arqueó las cejas, se encogió de hombros y caminó con parsimonia hasta la silla, tomó el hábito mezclado con la ropa interior con el bastón y lo colocó sobre la cama.
—Por favor... Excelencia —exclamó con evidente sarcasmo. Volvió a toquetear la manta—. Ahora, levantaos de una vez.
Mientras Sandro cumplía con la orden y se vestía, Julio se paseó lentamente por la habitación.
—¿Tenéis vino por aquí? —preguntó el Papa, sorprendiendo al jesuita con un tono familiar.
—En la cómoda, vuestra Santidad. ¿Debo...?
—Dejadlo, lo haré yo mismo —Julio abrió la cómoda y sostuvo la damajuana de vino que Sandro tenía escondida, junto con un vaso de barro.
Se llenó el vaso y se sentó en la silla. Entretanto, Sandro se había colocado la túnica y el hábito.
Le tembló la voz.
—¿Puedo preguntar, vuestra señoría, a quién han asesinado?
Sandro pensaba que, de todas las preguntas con las que podía empezar su labor un investigador, esa era la menos mala. ¿Quién era la víctima? ¿A quién había matado el asesino, de quién se había librado? Era como participar en un macabro juego de azar. Se lanzaban los dados, estos caían... alguien moría. Pero, ¿quién?
Julio bebió de su vino y giró pensativo el vaso entre las manos.
—Sebastiano Farnese.
Sandro dejó escapar un largo suspiro y se frotó la cara con las palmas de las manos. Sebastiano Farnese. No podía entender esa muerte, ya no podía entender nada.
—¿Lo conocíais? —preguntó Julio, mirando al vaso.
—Sí, vuestra Santidad. Pronto iba a ser mi concuñado.
Julio asintió y siguió mirando al vaso en lugar de a Sandro.
—Nunca les gusté a los Farnese. A día de hoy me siguen llamando arribista a mis espaldas, y se burlaban de mi hijo Innocento de la peor de las maneras.
A Sandro no le agradó que el Papa eligiera ese momento para pensar precisamente en su enemistad con los Farnese.
—Lo sé —dijo—. Innocento me lo contó.
—Mi predecesor era un Farnese. Está bien, era mucho más culto que yo, se hacía asesorar por teólogos y mostraba interés por la astronomía, pero en lo concerniente a diversiones, y a nepotismo, no se me quedaba atrás. Sin embargo, los Farnese lo aprovechaban para mofarse de mí. Ese clan de embaucadores, traidores, envenenadores y alcahuetes, que consideran un honor meter a sus hijas en la cama de cualquier tirano, hace tan solo cien años no era más que una familia de la humilde nobleza campesina, con corrales y estercoleros en el patio de sus casas, pero hoy se comportan como si procedieran del mismísimo rey Midas. Son vanidosos y mentirosos pero, por desgracia, también poderosos. Odio a los Farnese.
Los ojos de Julio relampagueaban.
—Consideraré mi enemigo a todo aquel que haga tratos con ellos.
Aquella indirecta apuntaba al inminente vínculo de los Carissimi con los Farnese.
—Puedo asegurarle a vuestra Santidad que la primacía de mi juramento compensa cualquier otra posible lealtad.
—Oh, no lo dudo, Carissimi —el rictus de Julio adoptó una expresión de satisfacción—. Sois uno de los pocos de mi entorno por los que siento algún afecto. Sí, Carissimi, tengo grandes esperanzas puestas en vos, no solo en lo concerniente a este caso. Espero que vos también confiéis en mí, y me lo mostréis un poco más, ¿de acuerdo, Carissimi?
¿Qué debería contestar a eso? El Papa le había preguntado, y le gustara o no, no tenía elección. Aunque Sandro se sintiera como un mártir en algunas ocasiones, en realidad no lo era.
—Por supuesto, vuestra Santidad —replicó, preguntándose si le bastaría aquella mentira, mientras asentía cortésmente con la cabeza.
Julio parecía saber leer los pensamientos, pues de inmediato dijo:
—Seguramente querréis investigar primero el lugar de los hechos y el cadáver. Después os espero para una confesión, Carissimi.
—Pero... Pero me confesé hace tres días —exclamó Sandro—, en el hospital de mi orden.
Julio se levantó y dejó el vaso.
—No tenéis que confesaros ante mí, Carissimi. Soy yo quien quiere confesarse con vos.
Forli esperó, inquieto, a que el hermano Massa le hiciera pasar. Su conciencia no le había dejado descansar en toda la noche, aunque solo fuera por eso, porque era la primera vez en su vida que le pasaba algo así, o al menos la primera vez en muchos años. Un par de palabras de una mujer que se admiraba de su carácter habían bastado para demostrarle que, lo que estaba haciendo en aquel momento, no se correspondía con ese carácter o con la sinceridad. ¿Cómo podría seguir mirando a los ojos de Francesca mientras él siguiera comportándose de manera tan ladina? Sin saberlo, la joven había despertado algo en él que estaba esperando a que lo reavivaran. Es cierto que, en el pasado, había cometido algunos errores, pues nadie está libre de pecado. También, que había ejercido violencia sobre otras personas, si bien nunca por gusto o porque sacara algún provecho de ello, sino porque, como soldado y guardián del orden, había sido su obligación. Sin embargo, lo que se le había exigido aquellos días no tenían ninguna relación con honrosas batallas o con el mantenimiento de la ley, sino todo lo contrario, y el hecho de que fuera a obtener un servicio a cambio, no hacía sino empeorarlo todo.
Aquello fue lo que le expuso al ayudante de cámara del Papa cuando este le recibió, para posteriormente solicitar que le liberara de su misión. El hermano Massa le escuchó, impasible. Sentado detrás de su escritorio, había colocado las manos sobre la tripa y le miraba con cierto cansancio, como si hubiera oído la misma retahíla de boca de miles de novatos en el Vaticano, para al final lograr siempre terminar convenciéndolos a todos.
Forli esperaba que, por su parte, Massa tratara de disuadirle por todos los medios, quizá utilizando argumentos como que las perspectivas de ascenso se vendrían abajo, o que, simple y llanamente, tenía órdenes de cumplir con su misión.
En lugar de eso, Massa se limitó a decir:
—Le haré llegar a su Santidad vuestra decisión, capitán. Evidentemente se sentirá muy desilusionado, particularmente considerando el segundo asesinato que se ha producido la noche pasada. Que queráis abandonar vuestras obligaciones precisamente en este momento... —suspiró—, pero en fin, como deseéis.
—¿Segundo asesinato?
Massa asintió.
—Sebastiano Farnese. Una lástima, ¿verdad?
—¿Se sabe a ciencia cierta que se trata del mismo asesino?
—¿Cómo voy yo a saberlo? —dijo Massa, realizando un gesto de indiferencia—. Imagino que el hermano Carissimi se encuentra ya de camino al lugar del crimen para investigar la zona: está en la ribera del Tíber, cerca del Trastevere, entre el ponte Cestio y el ponte Sisto. Estaba a punto de enviaros un mensajero.
Forli se debatió unos instantes con su propia conciencia.
—No es que el caso no me interese, reverendo padre. Simplemente me gustaría poder hablar abiertamente de todo con Carissimi. En este tiempo he llegado a la conclusión de que podemos confiar en él.
Los pequeños ojos de Massa despidieron un destello de viveza.
—¿Eso creéis?
—Sí, reverendo padre.
—¿Y qué haríais si os dijera que el mismo Carissimi a quien tenéis en tan alta estima ha mantenido la mitad de la investigación a vuestras espaldas? ¿Que trabaja con una mujer de dudosa reputación, una tal Carlotta da Rímini, que está indagando para él en el mundillo de las prostitutas? ¿Os ha contado algo de eso?
—No, él...
—No, porque de haberlo hecho, me lo deberíais haber contado vos a mí. Además de eso, tuvo una conversación con Sebastiano Farnese, el día siguiente del asesinato. ¿Qué os parece eso? ¿Lo sabíais?
—No, yo...
—Pues ya veis lo honrado y correcto que ha sido el hermano Carissimi al trabajar con vos. ¿Seguís pensando que se puede confiar en él? Es más, lo único que deduzco a tenor de los hechos es que en realidad no me he informado lo suficiente de vuestra capacidad al ordenaros que vigilarais a Carissimi.
Forli cerró las manos en apretados puños. ¿Con qué moral se presentaba así ahora, engañado, estafado por un jesuita?
Massa debía tenerle por un completo fracasado, pero lo peor era la rabia que sentía. Hasta aquel día, nunca le habían tomado el pelo de aquella forma.
Massa se levantó, rodeó el escritorio, se dirigió a Forli y adoptó un tono de voz sorprendentemente conciliador.
—Mi querido capitán, no debéis haceros grandes reproches por esto. Sois nuevo en Roma, habéis pasado toda la vida en Trento y, disculpadme si suena algo irrespetuoso, sois casi como un pajarillo al que hubieran soltado en plena jungla. Debí tenerlo en cuenta cuando os di las instrucciones relativas a esta misión. Lo cierto es que soy yo más culpable que vos, pues debí haber sabido cómo irían las cosas con Carissimi.
—¿Qué queréis decir?
—Solo que en realidad tengo alguna sospecha de que Carissimi siente simpatías por el entorno del cardenal Quirini, pues Quirini se ha mostrado muy solícito con él últimamente, ya os lo dije en nuestra primera conversación, pero no me di cuenta de que hace tiempo que pertenece a su cuadrilla, y que está consagrado en cuerpo y alma a la facción de Quirini. Ya veis que nos ha engañado a todos.
—¿Eso significa que ya no creéis que Carissimi esté ciego a las sospechas contra Quirini, sino que está tratando activamente de protegerle?
—Todo indica que es así, ¿no lo creéis vos? He sabido que ayer estuvisteis tanto Carissimi como vos en los archivos de la Cámara Apostólica. ¿Qué descubristeis allí?
—Que Quirini había pagado cuatro mil ducados a una tal «Augusta», que supuestamente sería un banco. Pero los abonos a los bancos no son nada inusual.