—No sabría decir qué tiene de cómico —osó replicar Sandro.
Julio asintió, comprensivo.
—Estás disgustado, Carissimi, y lo entiendo. Yo mismo estaba indignado por mis propios actos. Nadie puede tener un juez más severo de lo que yo puedo ser para mí mismo. No puedes imaginarte cómo me lo reprochaba. Estuve yendo y viniendo de un lado para otro toda la noche, hasta el amanecer. Al día siguiente, parecía más un fantasma que un Papa. Por la tarde, bajé aquí, a la capilla Sixtina, buscando consuelo en la oración, pero en vano. Dios no quería saber nada de mí, y yo me di cuenta de que recuperar la paz dependía solo de lo que yo hiciera al respecto, de que hablara con Maddalena. Quería reconciliarme con ella, disculparme por lo que le había hecho, hacerle un regalo, satisfacer sus deseos... Así que me apresuré para rendir a sus pies un reino entero si era preciso.
La mano del Papa había permanecido todo ese tiempo sobre el brazo de Sandro. El rostro de Julio se agitaba como si lo estuvieran sacudiendo.
—La encontrasteis muerta —susurró Sandro.
Julio asintió, y entonces... rompió a llorar. Aquel rostro hinchado y de rictus ligeramente cruel se fundió como el hielo, perdió todo asomo de severidad o arrogancia.
—Estaba tendida en el suelo del recibidor, inerte, con los ojos abiertos de par en par, fríos. Habia sangre. Aún estaba caliente, pero no fluía —Julio se sorbió la nariz—. Me arrodillé a su lado y la cogí en brazos, intentando despertarla. Grité algo. Tardé un rato en darme cuenta, en ser consciente de verdad de que estaba muerta. Cuando más lo comprendía, más insoportable era el dolor. Entonces, aún peor que la muerte, fue entender que en nuestro último encuentro le había pegado. ¿Quién podría perdonarme?
Aquel aspecto no interesaba demasiado a Sandro en ese momento.
—¿Qué hay del collar que os enseñé?
El Papa se secó las lágrimas de las mejillas.
—¿El que llevaba el nombre de «Augusta»? Era la primera vez que lo veía. Cuando dejaba a Maddalena de nuevo en el suelo, me pareció oír un ruido. Lo primero que pensé fue que el asesino podía seguir en la villa. Dejé la casa y regresé al Vaticano. Más bien corrí de vuelta. Estaba fuera de mí.
—Entrasteis por la pequeña puerta del sur y acudisteis a Massa.
Los enrojecidos ojos del Papa se estrecharon.
—¿Quién te ha contado eso, Carissimi?
—Es cierto, ¿verdad?
—Sí, lo es. Y tú solo puedes saberlo por Massa o por...
—O por el portero. Se llama... O más bien se llamaba Sebastiano Farnese.
—¿Sí? No lo sabía. Estaba demasiado confuso como para pensar con claridad. Lo único que logré hacer con conocimiento de causa fue despertar a Massa y contarle lo que había visto. Dijo que se ocuparía de todo. Para cuando regresó de la villa, yo había recuperado parcialmente la razón. Le conté que quería ponerte al corriente de todo. Massa tenía reparos, él quería falsear las circunstancias de la muerte de Maddalena para evitar cualquier rumor malintencionado, y finalmente acepté que te contara alguna historia sobre alguna sirvienta que hubiera encontrado el cadáver.
El suspiro irritado de Sandro llevó a Julio a justificarse de forma inmediata.
—Dije que sí: estaba fuera de mí. A pesar de todo, te elegí como investigador porque quería, siempre he querido, que se encontrara al asesino de Maddalena. Se lo dejé absolutamente claro a Massa, y salió a buscarte en seguida.
—¿Y qué hay de Forli? ¿Por qué se le incluyó?
—Eso es otra historia.
—Cuéntamela.
—No he venido aquí a darte conversación, Carissimi. Me estoy confesando.
—Esto es parte de la confesión.
—Yo no lo veo así.
—¿Queréis la absolución o no, Vuestra Santidad..., hijo mío?
—¿Nunca temes pasarte de la raya, Carissimi?
—A aquellos que tienen márgenes que no pueden superar se les llama prisioneros, vuestra Santidad.
—Lo que tú estás haciendo ahora se llama chantaje.
—Y también penitencia. Para daros el perdón os pido a cambio la verdad.
Julio apartó bruscamente la mano del brazo de Sandro, con los ojos encendidos. Durante un instante, el jesuita tuvo un mal presentimiento. ¿Acaso, en el ardor de la batalla, había ido demasiado lejos?
De pronto, como si un viento divino hubiera arrastrado las nubes, Julio se echó a reír. No había momento en que el Papa le resultara más inquietante a Sandro que cuando se reía.
—Me gustas, Carissimi. Cada día que pasa, me gustas un poco más.
Sandro consideró que lo más inteligente era guardarse para sí que a él le ocurría precisamente lo contrario. Carraspeó.
—Nos habíamos quedado en Forli.
Aunque habían permanecido arrodillados todo ese tiempo, el uno junto al otro, ahora se inclinaron para aproximarse.
—Massa vino la mañana siguiente, la mañana siguiente del asesinato de Maddalena, quiero decir. Vino a mí y me pidió que designara a Forli a tu lado. Yo tuve claro que no lo hacía para favorecer el éxito de la investigación, y fue lo suficientemente sincero conmigo como para no ocultármelo. Quirini y él son rivales, pertenecen a círculos distintos dentro del Vaticano, aquellos que se enfrentarán tras mi muerte en esa batalla a la que se suele denominar cónclave. Por supuesto yo lo sabía desde hace tiempo, pero he de decir que Massa logró sorprenderme, no tanto por la malicia de su plan, sino por la rapidez con que lo desarrolló.
«Ahí lo tenemos», pensó Sandro. Había tenido razón desde el principio.
—Utiliza a Forli para echarle a Quirini la culpa de la muerte de Maddalena.
—Bien, Carissimi, muy bien. Pero solo tienes razón en parte. Como ya te he dicho, mi prioridad es que se castigue al asesino de Maddalena, y eso tiene primacía sobre las intrigas de Massa. He negociado con él que Quirini será considerado oficialmente como sospechoso durante dos o tres días. Ese tiempo bastará para que los allegados del cardenal se distancien de él... Algo que harán, sin ninguna duda, teniendo en cuenta que la lealtad en el Vaticano es como un invitado al que se echa rápidamente a la calle cuando empieza a ser molesto. Massa aprovechará las horas de debilidad de Quirini para captar a algunos de los partidarios de su oponente, y cuando este vuelva a ser exculpado, habrá quedado terriblemente debilitado. Por supuesto la investigación continuará. Eso nos servirá tanto a Massa como a mí.
—¿Hasta qué punto está Forli al corriente de las maquinaciones de Massa?
—Lo ignoro. Le he permitido a Massa llevar la cuestión como le plazca mientras no me moleste más. Probablemente incluyó a ese Forli porque supuso que no serías ni tan tonto ni lo suficientemente ladino como para entrar en su juego.
Sandro recordó que Massa, al menos, lo había intentado. La primera tarde que había visitado la villa, había estado sondeando a Sandro para comprobar si podría ganárselo como aliado, y había obtenido un no por respuesta. Entonces, se había hecho con otro candidato.
—Si sabíais lo que Massa se proponía —dijo Sandro—, ¿por qué le disteis carta blanca? Podíais haberle denegado vuestro permiso, negaros a, como vos mismo lo habéis llamado, «entrar en su juego».
—Que todavía tenga que explicártelo... Sinceramente, Carissimi, te considero una mente despierta, pero en ocasiones eres espantosamente ingenuo. ¿Tienes la más remota idea de la posición que ocupa alguien como Massa? El chambelán de un Papa está, probablemente, al corriente de cada secreto apostólico, incluidos los ingresos y gastos del Santo Padre. Massa lo sabe todo, ¿entiendes? Todo. Y después de aquella... de aquella terrible tarde, cuando se ocupó de todo, me sentía más en deuda con él que nunca.
Sandro suspiró, y aquel suspiro logró irritar a Julio.
—¿Qué quieres decir con esa cara, Carissimi? Conozco esa expresión, ya la utilizaste conmigo una vez en Trento, cuando nos conocimos y tuve que explicarte en qué consiste la política. ¿Es que no has aprendido nada, no has entendido nada desde entonces? ¿Todavía crees que un Papa debe ser justo? La política no es justa, eso es una contradicción en sí misma. La política significa cerrar acuerdos, y con cada acuerdo se planta la semilla de una injusticia. ¿Por qué? Porque no hay escalas de gris para la pureza, Sandro. Cualquier enturbiamiento de una idea pura ya supone una absoluta ofensa a su santidad, por tanto la pureza es una ilusión, pues la vida está llena de turbiedades y medias verdades. La pureza no existe, y la justicia, mucho menos.
El jesuita guardó silencio, y Julio sonrió satisfecho.
—La política y sus manejos son como la noche, Sandro: hay que habituar primero los ojos. Después, todo va mucho mejor.
El joven monje se levantó.
—Agradezco a vuestra Santidad la información. Si me lo permitís... aún tengo mucho trabajo que hacer.
—¿No has olvidado algo? —Julio le agarró la mano como si suplicara clemencia—. La absolución, Sandro, el perdón de los pecados que he confesado. Me arrepiento de mis pecados y quiero expiarlos.
El jesuita había olvidado la absolución, quizá porque no quería concederla.
—Construid un refugio para huérfanas y mujeres solteras, y que sea aquí, en Roma.
—Eso haré. Sin embargo, también me gustaría cumplir penitencia con algo que te afectara personalmente. En Trento me pediste que le consiguiera un encargo en Roma a una pintora de vidrieras, y lo hice, y durante algún tiempo me has estado solicitando más trabajo para esa mujer. Yo me he negado porque no quería entrar en conflictos con el gremio, que no acepta féminas, pero por ti, y como parte de mi penitencia, cumpliré con tu petición, Sandro. De inmediato. Ya lo tengo todo preparado —dijo, tendiéndole un pergamino enrollado—. Aquí está el encargo.
Sandro debía haberlo rechazado. Era inusual y sujeto a difamaciones obtener beneficios personales a partir de una absolución. Por otro lado, no obstante, buscaba desesperadamente la forma de sacar a Antonia de aquel prostíbulo y de todo lo que tuviera relación con él. Un nuevo encargo la retendría en Roma, cerca de él...
Colocó la mano sobre la cabeza del Papa y recitó:
—Dominus noster Jesus Christus te absolvat
:
et ego auctoritate ipsius te absolvo ab omni vinculo excommunicationis, et interdicti, in quantum possum, et tu indiges. Deinde ego te absolvo a peccatis tuis, in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. Amén.
—Amén —respondió Julio, con la entonación de alguien a quien le han liberado del dolor.
Carlotta fregaba vasos. la cocina del teatro era angosta y olía mal, y fregar platos no era el tipo de trabajo que hiciera feliz a nadie, aunque desde allí se pudieran observar los tilos del patio. Sin embargo, Carlotta sonreía, sumida en su labor, en sí misma. Aquel instante, o más bien todo el día desde su revelación, le había recordado a su niñez en la tasca de sus padres. Una mañana de primavera igual que aquella, cuando aún tenía quince años, había estado fregando cacharros frente a la ventana, como hacía en ese instante. Mientras trabajaba, la mirada se le escapaba al exterior. El viento empujaba inútilmente el joven follaje, pues aunque arrastrara las ramas de los árboles en una danza salvaje, no caía ni una sola hoja. Aquel día, aquel instante, había sido la última vez en su vida en que se había sentido despreocupada. Sus padres no eran ricos, la taberna era lo único que poseían, y tampoco eran particularmente bondadosos. Para Carlotta y su hermano siempre había mucho trabajo por hacer como para perderse en fantasías y sueños, y sin embargo, ella se sintió protegida durante toda su infancia y la vida, a los quince años, le parecía un viaje a través de una tormenta reposada.
Aquel ultimo día despreocupado, Carlotta había conocido a su futuro marido, y desde entonces, todo había cambiado. No podía negar que había amado a Pietro, y que había pasado buenos momentos a su lado, pues no había existido hombre mejor en el mundo que él, y sin embargo, nunca volvió a recuperar la tranquilidad de tiempos pasados. El enamoramiento, el amor, el matrimonio, el traslado a un nuevo vecindario, la creación de una vida en pareja, el nacimiento de Laura, sus primeros pasos y palabras, las esperanzas puestas en la carrera de Pietro: muchas de esas situaciones habían sido hermosas y excitantes, habían compuesto algunos de los momentos más felices de su vida, y sin embargo, no podían compararse con cómo se encontraba aquella mañana de primavera, frente a la ventana de la taberna, como avanzando a través de una tormenta reposada.
Lo más asombroso era que volvía a experimentar aquella olvidada emoción. En cierta manera, Carlotta volvía a ser la muchacha de la taberna, una criatura sin grandes sueños, sin grandes alegrías. ¿Qué significaban ahora para ella las esperanzas o la felicidad? Con la felicidad sucedía que no se podía prever cuando iba a aparecer, y para cuando finalmente se hacía patente y se le preparaba una gran bienvenida, ya no estaba allí. La dicha que la gente perseguía era como el mar en ciertos días: reculaba misteriosamente. ¿Es que acaso la paz y la tranquilidad no sentían apego alguno por la caprichosa felicidad?
Aquellos eran los pensamientos que le paseaban por la cabeza mientras fregaba. En lo sucesivo, fregaría vasos, el suelo, cocinaría un poco, echaría una mano a la Signora con las cuentas y recibiría un salario por todo ello, que le aseguraría unos ingresos. No tendría que prostituirse. Las pequeñas alegrías y las pequeñas molestias caracterizarían sus días, y ella lo ansiaba y se alegraba de estar pasando una mañana tan tranquila como la de aquel día en el Teatro.
Las prostitutas seguían durmiendo, pero hacía tiempo que la Signora A se había despertado: daba la impresión de que no durmiera nunca. Se podía oír su voz.
—Eso es absurdo —gritaba mientras irrumpía en la cocina, seguida de Antonia—. No me explico de dónde se lo ha sacado. ¡Augusta! Es simplemente absurdo.
—Esas fueron las palabras de Porzia —repuso Antonia—. De algún sitio tuvo que sacar la información.
—Entonces, o es muy crédula, o es una mentirosa.
—¿Por qué iba a mentir?
—¿Y por qué iba a hacerlo yo? —la Signora se volvió hacia Carlotta—. Imagínate, esa estúpida ramera de Porzia asegura que yo me llamo Augusta. ¿Alguna vez has oído insensatez semejante?
Carlotta desconocía el nombre de la Signora, por lo que no podía decidir si era una insensatez o no. Sin embargo, el día anterior, su nueva jefa había sido muy amable con ella, aun cuando Carlotta no proporcionaría nuevos beneficios, sino un gasto añadido, y se habría comportado como una desagradecida si hubiera puesto en duda su palabra.