Sin embargo, el análisis más minucioso recayó en Elisa. La postura era perfecta, como revelando un gran dominio de su cuerpo. Se encontraba sentada sobre el diván, inmóvil, cubierta con un vestido negro de cuello alto, muy similar al de la mujer que le había abierto la puerta. En torno al cuello de Elisa colgaba una cadena plateada decorada con perlas que llegaba hasta su regazo, sobre el que reposaban sus manos morenas y arrugadas de
madonna
. La corpulencia de Elisa, unida a la inexpresividad de sus rasgos, creaban la absurda impresión de tratarse de un cuerpo disecado.
Era como si ambos, su padre y su madre, hubieran perdido, con su creciente riqueza, toda su humanidad. Además de su relación.
Cuando continuaron la marcha, Sandro retuvo en la mirada el cuadro, por eso tardó en darse cuenta de que habían entrado en otra estancia que, de hecho, constituía el entorno de la pintura. Allí estaba todo: el diván... y Elisa, con el mismo vestido, y prácticamente la misma postura que en la imagen.
Lo más llamativo era la diferencia entre los ojos del cuadro, que parecían indiferentes, casi hostiles, y aquellos que tenía ahora ante él: ojos agradecidos, envejecidos y velados por la edad, los ojos de una madre que ha visto cumplirse su último deseo, el de ver a su hijo tras años de separación.
Se levantó lentamente sin apartar la mirada de él.
Desde que había sabido que iría a la casa, Sandro había estado barruntando que reacciones se despertarían cuando apareciera frente a su madre. Sin embargo, nunca se había planteado lo que supondría para él volver a verla. Por supuesto él la quería y veneraba como solo un hijo puede hacerlo si su madre le cría con amor, paciencia, indulgencia y serenidad. Sin embargo, se sorprendió de que fuera otro sentimiento el que le sobrecogiera, uno que nunca había relacionado con su progenitora: lástima.
Ella le indicó que le diera un beso en la mejilla y, al cumplir su deseo, se dio cuenta de que la mujer temblaba ligeramente. Sandro nunca la había visto temblar. ¿Estaría simplemente tan nerviosa como él? Había envejecido, tendría ya más de sesenta años, y las arrugas de su redondeado rostro no engañaban a nadie.
—Madre —dijo.
—Cariño —su voz se había vuelto quebradiza con los años.
—¿Qué tal estás, madre?
El jesuita entendió con un solo vistazo que Elisa era una mujer profundamente desgraciada. Siempre había tendido a la melancolía, pero antaño aquella tristeza nunca se había hecho visible, porque había sido débil, ligera. Sin embargo, ahora, aquel aura deprimida era sobrecogedora, casi palpable, reconocible y evidente en sus rasgos, en el temblor de su cabeza, en la voz frágil, en la forma en la que cubría sus cabellos con un velo, en la forma en que el pecho se le hinchaba y se le hundía. Respiraba y expiraba pena.
Sandro sintió de inmediato la punzada de la antigua culpa. Si él no hubiera apuñalado a otro hijo de ella, a su hermanastro, la vida de su madre y de él habrían tomado rumbos muy diferentes. Tan distintos como eran, se habían complementado y otorgado fuerza y estabilidad: Sandro, el vagabundo y el héroe de las mujeres; Elisa, que adoraba a Sandro, porque había tenido que abandonar al hijo de su primer matrimonio, del anulado. Con aquel acto sangriento, Sandro había puesto fin a aquel vínculo, y había roto el equilibrio existente en sus dos vidas. Lo que había sido de Elisa desde entonces, aquello en lo que se había convertido, no habría sido posible sin aquel acto de necedad.
La mujer no respondió a la pregunta acerca de su estado.
—Permíteme que te presente a Francesca Farnese —dijo, señalando a la mujer que les había guiado a Forli y a él—. Es la hermana de Ranuccio, el hombre con el que Bianca va a desposarse. ¿Lo sabías ya?
—Me enteré hace una hora —aunque hubiera preferido hablar con su madre, se volvió con forzada cortesía hacia Francesca—. He estado hablando esta mañana con vuestro hermano pequeño.
La joven parpadeó con serenidad.
—¿Sebastiano? ¿Está bien? Desde que se convirtió en novicio le vemos muy poco. Le extraño mucho, la casa ya no es lo que era.
Elisa tomó la mano de Francesca entre las suyas, como solía hacerlo tan a menudo con la de Sandro, y se volvió hacia él.
—El padre de Francesca, Ranuccio y Sebastiano murió hace seis años, cuando todos eran aún menores de edad. Había despilfarrado todos los bienes familiares y encontró en el pecado capital del suicidio la única salida. La madre murió hace un año: era una mujer bondadosa y devota, querida por todos sus hijos. Su muerte les afectó mucho. Yo era su mejor amiga. Tu padre y yo, Sandro, nos encargamos de su educación, pues sus tíos, tías y primos, que debían haberse preocupado de ello, no hicieron nada remotamente parecido.
Sandro conocía a su padre lo suficientemente bien como para aceptar que hubiera financiado la educación de tres aristócratas empobrecidos durante seis años por la pura bondad de su corazón. Resultaba evidente que Alfonso había tenido en mente desde el principio un vínculo matrimonial. El capital se casa con la aristocracia, de tal forma que ambos se benefician de lo que el otro necesita desesperadamente: dinero y rango, respectivamente. Una de las recetas más viejas del mundo, no particularmente original y, sin embargo, siempre apreciada.
Sandro, por su parte, presentó al capitán Forli, sin bien evitó especificar los motivos de su presencia allí que, en cualquier caso, estaba resultando un tanto vergonzosa, pues Forli olía como un bisonte.
—Alfonso no está en casa aún —dijo Elisa—. Se ha retrasado.
Probablemente había previsto que Sandro les visitara sin compañía, por lo que se puso de acuerdo con Francesca de una forma un tanto confusa. Las dos mujeres intercambiaron varias miradas más o menos casuales antes de que la protegida de Elisa entendiera lo que debía hacer.
—Traeré unos refrescos —dijo Francesca—. Este calor es realmente insoportable para ser abril. Capitán Forli, ¿podríais ayudarme? El servicio tiene hoy la tarde libre.
—Con gran placer —repuso Forli, frotándose las manos de forma bastante improcedente, como si hubiera logrado el negocio de su vida, algo que, afortunadamente, ni Francesa Farnese ni Elisa parecieron notar.
En cuanto Sandro quedó a solas con su madre, ella le tomó de las manos. Estaban blandas, como hechas de pergamino, como algo familiar e íntimo. Ella se le acercó y le acarició la mejilla. «Sandro». Era la primera vez que decía su nombre, y lo pronunció como si, con el hecho de decirlo en voz alta, pudiera asegurarse de que el joven estaba realmente allí.
—Sandro. Disponemos de una hora. Le he dicho a tu padre que vendrías más tarde. Sandro.
Le miró a la cara, inquisitiva.
—Estás escuálido. Comes muy poco.
—No, madre, no estoy escuálido, simplemente delgado.
—A tu edad es una insensatez querer estar delgado. Luego te daré una comida decente.
Le hablaba como si su hijo acabara de regresar de un breve viaje, como si aún fuera aquel muchacho de veinte años, no del todo maduro, no del todo formal. A Sandro le pareció que hablaba demasiado. Antes era mucho más parca en palabras, ahora daba la impresión de querer decir todo lo que no había podido, y siempre con aquella voz tan frágil que amenazaba con quebrarse en cualquier momento.
—He oído que vas al hospital de los jesuitas y cuidas allí de los enfermos y los ciegos. Eso es algo hermoso, Sandro. Son buenas obras que agradan a Dios. ¿Te sientes bien entre los jesuitas? ¿Sí? Oh, no puedo llegar a explicarte todo lo que me alegro. Me alivia mucho el oírlo.
Casi había olvidado la predilección que sentía ella por las frases y los giros dramáticos. A veces sonaban terriblemente artificiales, pero Sandro sabía que ella era del todo sincera en lo que decía.
Le llevó hasta el diván y le ofreció un sitio junto a ella. Apenas le soltaba las manos, y durante un suspiro, él vio en los ojos de su madre lo feliz que le hacía tenerle sentado a su lado.
Entonces, aquella dicha desapareció de pronto.
—Por aquel entonces... entonces, yo tuve muchas dudas sobre si había hecho lo correcto —confesó ella—. Ya sabes: pedirte que te ordenaras. Después de que te fueras, sentí como si me hubieran arrancado una parte de mí. Has dejado un espantoso, espantoso vacío en mi corazón.
Elisa se dio cuenta en seguida de que aquella frase había impactado mucho a su hijo, por lo que se corrigió de inmediato.
—Oh, no pretendía reprocharte nada. Esta pena tiene su razón de ser, eso lo sé ahora y lo he sabido desde hace muchos años. Es algo que Dios me impuso. En realidad todo ha sido obra del Señor: el que tu hermanastro viniera y me injuriara, el que tú le atacaras con la intención de matarle, pero él no muriera y solo saliera malherido; el que yo te pidiera que hicieras penitencia por tus actos. Míranos. ¿No ha sido todo para bien? Te habías convertido en una nulidad, y malgastabas tu tiempo con otras nulidades. Tenías buenas razones para no querer convertirte en un comerciante mentiroso como tu padre, pero tampoco sabías qué debías hacer en lugar de eso. Hoy trabajas al servicio de los débiles y los pobres. ¿Quién, sino Dios, podría haberlo dispuesto todo de esta manera?
Sandro estaba mucho menos seguro que su madre. Había perdido aquella superficialidad que había constituido su principal rasgo distintivo casi nada más entrar en la orden, pero también la autoestima, y la confianza, algo que después echaría de menos. En el pasado, tomar decisiones había sido algo mucho más sencillo para él. En lo concerniente a su cometido: dudaba mucho que Dios hubiera predispuesto el que ese día se encontrara persiguiendo al asesino de la concubina del Vicario de Cristo.
—Cuido a los enfermos en mi tiempo libre, madre. Mi cargo principal es el de visitador del Papa.
Las manos de la mujer se soltaron de forma lenta, casi imperceptible, de las de su hijo.
—Sí —dijo ella, con firmeza ganada—. Eso he oído. Un puesto agradable que se te ha concedido. Creía que a los jesuitas no se les estaba permitido tomar cargos ni dignidades.
—El Papa consiguió para mí una dispensa del fundador de nuestra orden, Ignacio de Loyola. El puesto me ha caído del cielo sin que yo lo pidiera, pero creo que estoy a la altura de las circunstancias. A nosotros, los jesuitas, se nos conoce porque exploramos nuestro propio interior, y con este nombramiento hago extensivas esas exploraciones a los secretos de los demás.
Sandro guiñó un ojo en un gesto tranquilizador, para darle a entender que acababa de hacer una pequeña broma, pero ella no se inmutó.
—Ese puesto no es bueno, Sandro. Es que no es... no es piadoso. La policía es quien debería investigar crímenes, no los religiosos. Intenta regresar tan rápido como sea posible a lo que te corresponde.
Sandro desistió de explicarle a su madre que era imposible que ella supiera lo que le correspondía.
La mujer volvió a cogerle la mano, esta vez con más fuerza y más fervor.
—Tú quieres seguir siendo jesuita, en cualquier caso, ¿verdad?
—No veo ningún motivo por el cual abandonar la orden.
—Bien. Para mí... sería horrible si fueras una de esas personas que se ordena para hacer carrera en el seno de la Santa Madre Iglesia. He perdido la confianza en las autoridades eclesiásticas, que solo persiguen la diversión. Permanece al servicio de los pobres, Sandro, eso le gusta a Dios. El ascenso jerárquico lleva al pecado; el pecado, al mal.
El jesuita sintió que las manos de su madre temblaban como si el mal estuviera agazapado justo detrás de la puerta, a punto de llamar. Ella siempre había sido muy devota, pero su devoción, aparentemente, había aumentado de forma considerable en los últimos años, y Sandro se dio cuenta de que el vacío que su marcha había creado en su corazón, como ella lo había definido, se había llenado completamente de fe.
—Todavía no hemos hablado de ti —dijo él.
—Oh, de mí... —repuso.
Se encogió de hombros, se levantó y se dirigió lentamente hacia la ventana, donde un torrente de luz dorada la inundó, otorgando a su redondeado rostro una dulzura infinita. Desde el punto en el que ella se encontraba, se veía la pequeña capilla del otro lado de la calle. Jugueteaba con una reproducción de la
Madonna
que llevaba en la cadena.
—Ya ves en este ostentoso
palazzo
a lo que se dedica tu padre. A acumular dinero, más dinero y todavía más dinero. Se preocupa solo del beneficio propio, los demás no le interesan más que cuando está pensando en cómo puede utilizarlos.
Iba y venía de un lado para otro, y cada vez que se alejaba de la claridad de la ventana y se adentraba en las sombras de la habitación, su rostro perdía la dulzura y sacaba a relucir algo muy diferente: repugnancia.
—Alfonso está embriagado de su propio ingenio, y como el ingenio precisa de alguien que lo admire, recurre a aprendices.
—Hablas de Ranuccio Farnese, su futuro yerno.
—Ranuccio es frivolo, autoritario y derrochador, y no le puedo soportar —se detuvo y enrojeció, ya fuera porque durante un instante había perdido el dominio de sí misma, ya fuera porque se avergonzaba de lo que iba a decir a continuación—. Lo cierto es que fue él la razón de que no te escribiera, de que no te invitara a venir.
—No entiendo.
—Yo temía que, si descubrías que tu padre había tomado a Ranuccio como su aprendiz, sintieras celos y dejaras la orden para tomar posesión de tu herencia. Yo no podía consentirlo. No quiero que seas como tu padre.
—No soy como él.
—Oh, lo sé, mi querido Sandro. Es solo que... todo este dinero tiene un gran poder de seducción. Yo preferiría que siguieras tu propio camino, uno sin nosotros, de la mano de Dios y del destino que El eligió para ti. Por eso estuve dispuesta a alejarme completamente de ti, y sé que he hecho lo correcto. Al menos tú te has salvado, mientras que los demás... Cuando mañana vengas a la fiesta de compromiso en casa de los Farnese, verás cómo tu padre es capaz de corromper a todos los que se le acercan.
—Ya que mencionas el matrimonio... —comenzó Sandro, pero no concluyó la frase.
—Oh, no tuve nada que ver con esa idea. Alfonso y Ranuccio lo organizaron todo entre ellos. Ranuccio ya es mayor de edad y al ser el cabeza de su rama familiar, puede hacer todo lo que quiera. Es evidente que quiere heredar de tu padre para, en algún momento, volver a ser un Farnese de los que les sobra el dinero... y la soberbia.