Bajó los brazos lentamente.
—De acuerdo —dijo Sandro, mientras se aseguraba de que su mandíbula siguiera en el sitio que le correspondía—, ahora vamos a visitar a la doliente familia Farnese.
Sonrió, a pesar de que la mejilla inerte probablemente tendría un aspecto espantoso, y entonces extendió la mano y esperó uno, dos segundos.
Finalmente, Forli le ayudó a levantarse.
Era una sensación extraña, la de espiar la vida de una persona a la que ya conocía, y con cuya existencia quizá estuviera a punto de acabar. En ausencia de Carlotta, se había colado furtivamente en su alojamiento de la piazza del Popolo y se imaginaba a sí mismo poniendo fin a su vida en ese lugar, con aquellas vistas a la plaza, a la iglesia, a los pinos del monte Pincio. Imaginaba un día cálido, pero lluvioso, las gotas cayendo incesantemente sobre el cristal, y el cuerpo tendido en el suelo.
Cesó en sus ensoñaciones y se dirigió al cuarto de Carlotta, tanteó sus vestidos, sus mudas, su cama, y se fijó en los pequeños detalles, como en el color de sus utensilios de maquillaje. Pequeñas manías que normalmente permanecían ocultas, salían a la luz, como por ejemplo, que dormía desnuda, pues no pudo encontrar ningún camisón.
Pensó en cómo aquellas pequeñas semejanzas les conectaban, pues él tenía la misma costumbre.
En el cajón superior de una cómoda muy gastada, la única de la habitación, encontró un rosario y, justo a su lado, una carta. El broche del rosario, con acabado en madera de haya, mostraba el monograma «SIP», cuyo significado no logró entender. La carta, fechada en un día de junio, siete años atrás, era muy reveladora:
Querida mamá:
Ha ocurrido algo extraño por aquí. Nuestra Señora y Santa Madre del Señor se le ha aparecido a una de las monjas, la hermana Angela, una de las más reservadas y menos respetadas por las demás. La abadesa le ordenó a la hermana Angela que guardara silencio, pero la visión se le repite todas las noches, y ayer otra de las compañeras más jóvenes, la hermana Hortensia, ha experimentado la misma visión. Nadie entiende qué significa todo esto.
Aquí todo está muy agitado. Imagínate: ¡la Madre de Dios estuvo a solo un par de celdas de mí! ¿Verdad que es emocionante? Te mantendré al día. En tres semanas volveremos a estar juntas. Inés y yo no podemos esperar a poder abrazaros de nuevo.
Tu amante hija
,
Laura.
,
Aquel era un hallazgo muy interesante que, en las manos adecuadas, permitiría obtener varias conclusiones sobre el pasado de Carlotta. Quién iba a pensar que tendría marido e hija, o que los hubiera tenido. Su cliente estaría satisfecho.
Copió la carta y volvió a dejarla junto con el rosario en el cajón. Carlotta no debía darse cuenta de que alguien había entrado en su cuarto.
Era solo un presentimiento, sin embargo tenía la sensación de que no tardaría en volver a ver aquella vivienda.
Cuando la puerta de la casa de los Farnese se abrió ante Sandro, apareció un rostro con el que él no había contado.
—Madre.
Ella le miró sin mudar la expresión rígida y majestuosa. Su hijo recordó que para ella la muerte siempre había sido ceremonia que debía tomarse particularmente en serio, y no debía interrumpirse en favor de cualquier manifestación emocional. Al entrar en la vivienda se mostraba toda la labor que había efectuado para el velatorio: las ventanas y los espejos estaban tapados con paños negros, de las barandillas de las escaleras colgaban lazos de luto, los sirvientes habían retirado todo asomo de la alegría del día anterior y resultaba evidente que se había solicitado el consuelo de un religioso, pues su gorro reposaba sobre una carpeta. Elisa Carissimi había pensado en todo. Sandro podía imaginarse cómo se habría hecho con las riendas de la casa nada más llegar, no de forma sonora como un comandante, sino sosegada pero señorial. Tenía una idea bastante precisa sobre cómo debían celebrarse los ritos relativos a la muerte de un familiar cercano, qué oraciones debían rezarse, qué expresiones debían adoptarse, qué serenidad debía mostrarse. En temas religiosos, ella sería capaz de superar al Papa.
—Ranuccio está en su despacho —dijo—, con tu padre. Tiene un aspecto espantoso. Me refiero a Ranuccio: está horrible.
Aquella afirmación tan drástica indicaba que las festividades del día anterior habían dejado claras huellas en el rostro de Ranuccio, que no se correspondían con el tremendo dolor que Elisa interpretaba como su reacción tan oportuna a la muerte de Sebastiano.
—Francesca está arriba, en su cuarto. Está completamente fuera de sí, tiene un acceso de fiebre y espasmos. Un médico está comprobando su estado. Aparte de eso, he hecho venir al párroco.
Forli se dirigió de inmediato a la escalera, pero Elisa le impido seguir su impulso y subir por ella. No es que se hubiera colocado en su camino. Un solo paso, un pequeño paso de aquella mujer en dirección a los peldaños, una insinuación, un débil y suave gesto de la mano, fueron suficientes. Sostenía la cruz sobre su pecho, con fuerza, como si fuera su último refugio, un desesperado amuleto. Forli se detuvo en cuanto reconoció la súplica en sus ojos. Era débil, y con su debilidad, Elisa lo conseguía prácticamente todo. Siempre había sabido cómo utilizar su fragilidad para dominar a su familia. Los pequeños gestos bastaban: un suspiro, un toque en la sien, un temblor en el labio, la forma de agarrar su crucifijo... Ella presentaba su impotencia, sus penas y sus súplicas, las exponía, las celebraba, como todo lo demás, como el luto, como la muerte. Quizá imitaba inconscientemente a su amado Jesús. Nadie más que ella podía soportar su cruz.
—Debemos ser discretos en esta hora difícil —dijo, con su dramatismo habitual. Nuestros propios deseos deben permanecer atrás, tan solo el dolor del luto puede marcar nuestro comportamiento. Francesca necesita calma, eso es lo más importante. Tan solo el sacerdote, el médico y la antigua ama de Francesca pueden visitarla.
—¿Dónde has dicho que está Ranuccio? —preguntó Sandro—. Imagino que con él sí se podrá hablar.
—Puedes encontrarle allí —respondió ella, con ligero desprecio, mientras señalaba la puerta del despacho—. Tu padre está con él.
Cuando Sandro y Forli penetraron en la estancia, encontraron a Ranuccio conversando animadamente con Alfonso. No parecía que hubieran discutido, pero entre ellos reinaba un ambiente tenso que se volvió contra los recién llegados.
—¿Es que no sabéis llamar antes de entrar? —les reprendió Ranuccio.
Ciertamente tenía un aspecto repugnante, con los ojos entornados y vidriosos, el rostro manchado e involuntariamente desfigurado. Además, aún olía al banquete de la noche anterior, enlucido únicamente y con esfuerzo con una penetrante esencia de rosas. No se percibía asomo de luto en esa habitación.
—Mis condolencias —dijo Sandro, descolocando a Ranuccio—. Lamento profundamente perturbaros en vuestro dolor.
—Gracias —replicó este, sin ganas—. Aprecio vuestro, vuestro...
Ranuccio se atascó, y Alfonso completó la frase:
—Pésame.
—Sí, exacto, estoy absolutamente desolado. La sorpresa, el horror de la muerte de Sebastiano... Así pues, os agradezco mucho vuestro pésame. Si ahora pudierais por favor dejarnos... Tenemos muchos preparativos.
—No nos quedaremos mucho tiempo —replicó Sandro, mientras se sentaba. Cruzó una pierna sobre la otra, dobló las manos y se las frotó—. Vayamos al grano. ¿Qué quería Maddalena Nera aquí la noche de su muerte? Por favor, no me preguntéis por qué lo sé. Lo sé y eso debería bastaros.
Ranuccio miró a Alfonso, pero este evitó su mirada.
—Yo... Ella... Quería ganar algo de dinero.
—Vivía en una villa —dio Sandro—, y tenía todo lo que quería. Era, muy probablemente, la prostituta mejor pagada de Roma. ¿Y se dirigió a vos para «ganar algo de dinero»?
—Para ser sincero... Venía habitualmente para... Ganaba un buen pellizco con ello.
—¿Durante cuánto tiempo hubo algo entre vos y ella?
—Unas... Unas seis semanas.
Sandro miró a su alrededor. El despacho de Ranuccio solo estaba amueblado con sillones.
—¿Y no os parece un poco incómodo?
—¿Incómodo? ¿El qué?
—Si os veíais con ella en esta habitación, solo contabais con el suelo o el escritorio para apoyaros cuando...
—Sandro —le interrumpió su padre—, estás actuando con muy poco tacto.
—Ahora te diré lo que para mí es tener poco tacto, pero antes de eso quisiera recibir una respuesta sincera por parte de Ranuccio, sobre lo que ocurrió realmente en esta habitación la noche en que Maddalena realizó su última visita aquí, pues fuera lo que fuera, no tuvo nada de erótico.
Ranuccio buscó de nuevo apoyo en su futuro suegro, pero Alfonso, una vez más, evitó su mirada.
—Exacto —admitió, vacilante, Ranuccio—. Esa última noche no vino aquí por cuestiones amorosas —las palabras «cuestiones amorosas», en sus labios, sonaban de forma peculiar, pero Ranuccio no parecía darse cuenta—. Me estaba haciendo chantaje. Amenazaba con dañarme seriamente contándole al Papa nuestra relación. A ella la perdonaría si lloraba mucho, pero a mí... ¿Qué podía hacer? Acepté, y ella vino a recoger su dinero.
—¿Cuánto dinero?
Ranuccio tragó saliva.
—Cinco mil denarios.
—Impresionante. Eso son más de cien ducados.
—Exactamente ciento veinticinco.
—¿Y eran esos cinco mil denarios lo que ella vino a recoger aquella tarde?
—Sí.
—He sabido que apenas poseéis dinero. ¿De dónde obtuvisteis cinco mil denarios?
—Me los prestaron —dijo mirando a Alfonso.
Esta vez, Carissimi padre le devolvió la mirada, pero solo para indicar a Ranuccio que era un grandísimo imbécil.
—Entiendo —dijo Sandro, levantándose y dirigiéndose a su padre—. Lo que nos lleva a tu falta de tacto. Le das dinero a este zopenco grosero y bueno para nada, a esta caricatura de aristócrata, para que le pague a la meretriz con la que está engañando a tu hija; o lo que es peor, compartes susodicha meretriz con él. Y permites que le pegue a Bianca... No, no hagas como que no lo sabías. Alfonso Carissimi, eres el hombre más hipócrita, falso y retorcido que he conocido, egoísta y sin carácter, un padre miserable y un marido aún más miserable, y me siento agradecido y feliz de no haber tenido que soportarte en los últimos años.
Era de imaginar que un ofendido Ranuccio, el «zopenco grosero y bueno para nada», la «caricatura de aristócrata», ante semejantes elogios, les invitara a salir de su casa, si bien Forli maldijo para su adentros a Sandro por no saber reprimirse. El mismo Forli no tenía precisamente un gran concepto de Ranuccio, sino todo lo contrario: después de todo lo que Francesca le había contado, experimentaba hacia él el más sincero de los desprecios. Sin embargo, había esperado lograr de alguna forma terminar viendo a la muchacha, pero la esperanza se había visto finalmente truncada con su expulsión. ¿Cómo debía sentirse Francesca? Había perdido a su hermano pequeño, el único ser humano que significaba algo para ella, en el que había confiado y que le había protegido al menos ligeramente de la tiranía de Ranuccio... Ahora estaba sola. El luto se mezclaría con el miedo a los acontecimientos futuros. ¿Qué sería de ella en una casa en la que estaría sola con un maltratador borracho y con una cuñada egoísta? Las mujeres como Francesca, que veían agotarse con los años todo amor y toda esperanza, corrían el riesgo de marchitarse como las flores.
Cruzaron la calle hacia el lado opuesto. Forli volvió la vista hacia la puerta de entrada, donde su mirada topó con el médico y el sacerdote que dejaban la casa como dos lisiados en la guerra contra las lágrimas y el luto femenino. Parecían muy satisfechos consigo mismos, aunque seguramente no habían administrado más que calmantes y versículos de la Biblia a la desdichada. Lo que Francesca necesitaba en realidad no se lo podían dar ni los boticarios ni los clérigos. Necesitaba afecto.
—Quizá me lleguen a permitir volver a verla si a vos no os da un nuevo ataque de furia —le reprochó Forli a Sandro—. En realidad quería pedirle al hermano de Francesca su consentimiento para cortejarla, pero si seguimos actuando así, es más fácil que la de como esposa a un trovador errante que a mí... Si es que está dispuesto a dejarla marchar alguna vez. Me habéis hecho una publicidad espantosa.
—Lo siento mucho, Forli, pero quería que mi expulsión pareciera verdadera.
Forli le miró y entendió.
—Habéis montado una representación teatral allí dentro.
—Al menos en parte. Admito que me ha sentado bien decirle a la cara un par de cosas a mi padre, y no todo lo que le he echado en cara era mentira.
—Pero no os habéis creído la historia de Ranuccio, ¿verdad? Yo tampoco.
—Me alegro. Ya pensaba que mis recelos se habían vuelto independientes y se dedicaban a campar por mi cabeza como ánimas perdidas. ¿Por qué no le habéis creído?
Forli escupió contra el pavimento, lo que podía tener muchos significados: podía expresar desprecio, pretender causar una cierta impresión, provocar, indicar concentración o alegría... O quizá simplemente se tratara de un hábito adquirido desde la niñez. En ese caso, era más un gesto de fanfarronería que de cualquier otra cosa. Sandro Carissimi era una cabeza pensante, y Forli sufría permanentemente el complejo de encontrarse siempre en su estela. Desde que el jesuita le había mostrado lo estúpido que había sido, había asumido finalmente aquel papel. El poder situarse por una vez a la altura de Sandro Carissimi y sus razonamientos era una sensación agradable.
—Me indigna —dijo —que don Alfonso, vuestro padre, le preste dinero a su futuro yerno para que le cierre la boca a una extorsionadora. Además, me parece muy poco probable que don Alfonso y don Ranuccio compartan la misma querida.
—¿Y os habéis percatado del nerviosismo de Ranuccio, Forli? Estuvo muy sorprendido a lo largo de toda nuestra visita, y formó rápidamente una historia de asombroso parecido con la de mi padre. Afortunadamente es un mentiroso bastante peor, porque para saber mentir bien, hace falta inteligencia, algo que a él, por decirlo con cortesía, no le sobra.
—Al contrario que a vuestro padre.
Sandro asintió.
—Ya no podemos estar seguros de que hubo algún tipo de chantaje. No, debe haber una realidad mucho más peligrosa, sí, mucho más terrible detrás de todo esto, si mi moralmente intachable padre es capaz de presentarse a sí mismo como adúltero y cliente de la concubina del Papa, y más delante de su propio hijo.