La corona de hierba (85 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: La corona de hierba
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Acababa de iniciarse el hiato invernal y en Acerrae era un fastidio con aquellos dos ejércitos que la cercaban. Mientras Lucio César se enfrascaba en redactar el borrador de su ley de emancipación, Sila fue a Capua para ayudar a Catulo César y a Metelo Pío el Meneitos a reorganizar las legiones más que diezmadas por el segundo combate en el paso de Melfa. Y allí recibió la carta de Rutilio Rufo.

Querido Lucio Cornelio, ¿por qué será que los padres nunca saben cómo tratar a sus hijas? ¡Me desespero! Desde luego, debo decirte que yo nunca tuve contrariedades con mi hija. Cuando la casé con Lucio Calpurnio Pisón, lo hizo embelesada. No cabe duda que fue debido a que ella no era nada del otro mundo y no tenía mucha dote; su principal dote era que su tata no hizo nada por encontrarle esposo. Si le hubiese traído a aquel repelente hijo de Sexto Perquitieno, se habría desmayado; así que, cuando comparecí con Lucio Pisón ella lo consideró un regalo de los dioses y desde entonces no ha dejado de darme las gracias. Y el matrimonio ha sido tan feliz, que, al parecer, ellos piensan hacer lo mismo y la hija de mi hijo se casará con el hijo de mi hija cuando tengan la edad. Sí, sí, ya sé lo que solía decir el abuelo de César, pero es la primera pareja de primos carnales que se casa en nuestra familia. Tendrán unos retoños preciosos.

La solución a tu dilema, Lucio Cornelio, es, en realidad, de lo más simple. Sólo requiere la connivencia de Elia, porque tú debes quedar como si no hubieses intervenido. Que Elia empiece a hacerle a la muchacha unas cuantas insinuaciones de que tú has cambiado de idea sobre su matrimonio y que estás pensando en averiguar otras perspectivas. Elia deberá citar unos cuantos nombres de hombres totalmente repulsivos, tal como el hijo de Sexto Perquitieno. Ya verás como a la jovencita eso no le gusta nada.

Que Cayo Mario esté en las últimas es una suerte —con perdón—, pues el joven Mario no puede casarse mientras el
paterfamilias
esté incapacitado. Comprende que es esencial que la joven Cornelia Sila tenga la ocasión de encontrarse a solas con el hijo de Mario. Después se entera de que su esposo puede ser mucho peor que el hijo de Quinto Pompeyo. Que Elia la lleve consigo a visitar a Julia en un momento en que el joven Mario esté en casa, y que no les impidan verse a solas… ¡Tienes que avisar de antemano a Julia de lo que tramáis! Verás cómo el joven Mario es un individuo mimado y egocéntrico.

Créeme, Lucio Cornelio, ya verás cómo no hace ni dice nada para hacerse Valer ante la enamorada. Aparte de la enfermedad de su padre, lo que más le preocupa en este momento es quién va a tener el honor de aguantarle como cadete mayor. Es lo bastante inteligente para darse cuenta de que, sea quien sea, no le va a consentir ni la décima parte de lo que solía hacerlo su padre, aunque hay comandantes más indulgentes que otros. Por la carta de Escauro vengo a deducir que nadie quiere saber nada de él y que su destino depende estrictamente de la comisión de
contubernalis
. Por mi modesta red de informadores sé que el hijo de Mario pasa su tiempo fundamentalmente con las mujeres y la bebida, no necesariamente en ese orden. Sin embargo, será uno de los motivos por los que nuestro jovencito no caerá en trance al verse con Cornelia Sila, reliquia de su niñez, por la que, cuando tenía quince o dieciséis años, nutría tiernos sentimientos, aprovechándose, seguramente, de su buena disposición de un modo que ella nunca percibió. No es muy distinto ahora de como era entonces; la diferencia estriba en que él se cree que síy ella cree que no. Créeme, Lucio Cornelio, él cometerá toda clase de patochadas y, además, seguro que ella le irrita.

Una vez que la muchacha se haya visto con él, dile a Elia que insista un poco más en el hecho de que cree que vas a renunciar a la alianza con Pompeyo Rufo, y que necesitas el apoyo de un caballero muy rico.

Y ahora, Lucio Cornelio, te diré un valioso secreto relativo a las mujeres. Una mujer quizá haya decidido rechazar radicalmente a un pretendiente, pero si de pronto ese pretendiente abandona el cortejo por motivos que nada tienen que ver con el rechazo, ella inevitablemente decide pensárselo mejor y comprobar cómo es la presa que se le escapa. ¡Al fin y al cabo, tu hija no conoce al pretendiente! Elia deberá encontrar una poderosa razón para que Cornelia Sila vaya a una cena en casa de Quinto Pompeyo Rufo. Que el padre está de permiso en Roma, que la madre está enferma, o lo que sea. ¿No se tragará nuestra jovencita su desagrado para tener la oportunidad de echar un vistazo al desdeñado pretendiente? Te aseguro, Lucio Cornelio, que aceptará ir. Y, como yo conozco al pretendiente, estoy totalmente seguro de que cambiará de idea. Es exactamente el tipo de hombre que puede atraerla, porque siempre será más lista que ély no tendrá ningún problema en ser quien mande en la casa. ¡Irresistible perspectiva! Se parece tanto a ti… en ciertas cosas.

Sila dejó la carta. La cabeza le daba vueltas. ¿Simple? ¿Cómo era capaz Publio Rutilio de lucubrar una trama tan enrevesada y decir que era de lo más simple? ¡Las maniobras militares eran más sencillas! No obstante, valía la pena intentarlo. Todo valía la pena intentarlo. Así pues, reanudó la lectura algo más animado, ansioso por saber qué más le contaba Rutilio Rufo.

Las cosas que suceden en este rinconcito del vasto orbe no son buenas. Supongo que en estos momentos no hay nadie que tenga tiempo ni ganas de saber lo que sucede en Asia Menor. Pero no me cabe la menor duda de que en las dependencias del Senado hay un informe olvidado, que nuestro príncipe del Senado habrá leído. Además, recibirá la carta que le he escrito por el mismo correo que lleve ésta.

En el trono de Bitinia hay un títere del Ponto. ¡Sí, en cuanto se aseguró de que Roma había vuelto la espalda, el rey Mitrídates invadió Bitinia! Es ostensible que quien dirigió la invasión fue Sócrates, el hermano menor del rey Nicomedes III, lo que justifica que Bitinia continúe llamándose un país libre al haber cambiado el rey Nicomedes por el rey Sócrates. Parece una contradicción llamarse Sócrates y ser rey, ¿no? ¿Te imaginas a Sócrates el ateniense dejándose coronar rey? A pesar de esto, en la provincia de Asia todos sufren el espejismo de que Bitinia es un país libre, cuando, menos por el nombre, es ahora un feudo de Mitrídates del Ponto, quien por cierto debe estar furioso por el lento proceder del rey Sócrates, que dejó escapar al rey Nicomedes. Pese a sus años, Nicomedes cruzó el Helesponto más rápido que un corzo; aquí corre el rumor de que se dirige a Roma para quejarse de la pérdida del trono Que el Senado y el pueblo de Roma graciosamente le cedían. Le veréis en Roma antes de fin de año, cargado con la mayor parte del tesoro de Bitinia.

Y, por si eso fuera poco, ¡hay también un títere del Ponto en el trono de Capadocia! Mitrídates y Tigranes fueron juntos a Eusebia Mazaca y sentaron en el trono a otro hijo de Mitrídates. Éste se llama también Ariarates, pero no debe ser el Ariarates que conoció Cayo Mario. En cualquier caso, el rey Ariobarzanes fue tan raudo como el rey Nicomedes de Bitinia y escapó como un rayo de sus perseguidores. Llegará a Roma a pedigüeñar poco después de Nicomedes. ¡Lamentablemente, es mucho más pobre!

Lucio Cornelio, estoy seguro de que en nuestra provincia de Asia se están cociendo grandes problemas. Hay muchos aquí que no han olvidado los tiempos de los
publicani
. Y muchos que odian el nombre de Roma. Por eso hay muchos círculos aquí en los que se venera el nombre de Mitrídates. Mucho me temo que si tuviera la intención —y es más que probable que la tenga— de apoderarse de la provincia de Asia, le recibirían con los brazos abiertos.

Ya sé que todo esto no es un problema que te afecte. Es competencia de Escauro, el cual me dice que no se encuentra muy bien.

Ahora estarás en pleno teatro de operaciones en Campania. Estoy de acuerdo contigo en que seha producido un cambio de situación. ¡Pobres, pobres itálicos! Con ciudadanía o sin ella, no se les perdonará durante muchas generaciones.

Cuéntame el resultado del asunto de tu hija. Preveo que el amor se impondrá al fin.

Más que intentar explicar a su esposa la artimaña de Rutilio Rufo, Sila le envió a Roma esa parte de la carta con una nota adjunta instándola a seguir exactamente las indicaciones, si las entendía.

Por lo visto, Elia no tuvo dificultad alguna en hacerlo, pues cuando Sila llegó a Roma con Lucio César, se encontró el hogar rebosante de armonía familiar y una hija encantada y cariñosa, haciendo planes para la boda.

—Todo ha salido exactamente como previó Publio Rutilio —dijo Elia, contenta—. El joven Mario se comportó como un bruto en la entrevista que tuvo con ella. ¡Pobrecilla! Fue conmigo a su casa llena de amor y convencida de que el hijo de Cayo Mario se echaría en sus brazos para llorar en su pecho y se encontró con un joven enfurecido porque la comisión de cadetes del Senado le había ordenado seguir prestando servicio en su unidad; seguramente el general que sustituya a Cayo Mario será uno de los nuevos cónsules, y el joven Mario los detesta a ambos. Creo que intentó que le dieran destino contigo, pero la comisión se negó en redondo.

—No tan en redondo como se lo habría negado yo de haber recurrido a mi —dijo Sila sonriente.

—Creo que lo que más le enfurecía era el hecho de que nadie quería tenerle a sus órdenes. Claro, él atribuye la culpa de todo a la oposición con que tropieza su padre, pero yo creo que en lo más íntimo de su ser debe de darse cuenta de que es por sus propios defectos —añadió Elia nerviosa, y contenta de que todo hubiera salido bien—. No quería el afecto de Cornelia ni su adolescente adoración; según ella, se portó de un modo infame.

—Y entonces Cornelia decidió casarse con Quinto Pompeyo.

—¡Oh, no inmediatamente, Lucio Cornelio! Primero dejé que llorase un par de días, y luego le dije que, como no parecía que tú tuvieses prisa por la boda con Quinto Pompeyo, si le apetecía ir a cenar a su casa, para ver cómo era y satisfacer su curiosidad.

—¿Y qué sucedió? —inquirió Sila sonriente.

—Se miraron los dos y se gustaron. En la cena estuvieron sentados uno frente al otro, hablando como viejos amigos. — Elia, movida por su alegría, dio un apretón a Sila en la mano—. Fuiste muy inteligente en no decirle a Quinto Pompeyo que nuestra hija no quería esa boda, porque Cornelia encantó a toda la familia.

—¿Ya está decidida la boda? —inquirió Sila, liberándose de un tirón de la mano de su esposa.

Elia asintió con la cabeza, con gesto entristecido.

—Para cuando acaben las elecciones —contestó, mirándole con ojos casi llorosos—. Lucio Cornelio, querido, ¿por qué no te gusto? ¡Yo hago lo que puedo!

—Francamente, Elia, por la sencilla razón de que me aburres —respondió él con gesto adusto, apartándose.

Salió del cuarto y Elia permaneció inmóvil, consciente tan sólo de una alegría empañada: no había dicho que fuese a divorciarse de ella. Mejor pan rancio que nada.

La noticia de que Aesernia se había rendido al fin a los samnitas llegó poco después del regreso a Roma de Lucio César y Sila. La población era presa del hambre y había agotado cuantos perros, gatos, mulas, asnos, caballos y cabras quedaban antes de capitular. Marco Claudio Marcelo la había entregado personalmente, había desaparecido y nadie sabía su paradero. Salvo los samnitas.

—Ha muerto —dijo Lucio César.

—Seguramente —comentó Sila.

Lucio César, naturalmente, no iba a regresar al teatro de operaciones. El cargo de cónsul tocaba a su fin y esperaba ser censor en primavera, por lo que no tenía ninguna gana de continuar de legado del nuevo comandante en jefe del frente sur.

Los tribunos de la plebe entrantes eran algo mejor que los de los últimos años, quizá porque ahora toda Roma hablaba de la ley de emancipación que se rumoreaba iba a promulgar Lucio César. De todos modos se mostraban progresistas y casi todos a favor de un trato más benigno para los itálicos. El presidente del colegio era Lucio Calpurnio Pisón, que tenía el segundo sobrenombre de Frugi para diferenciar su pertenencia al clan de los Calpurnios Pisones del de los Calpurnios Pisones que se habían aliado matrimonialmente con Publio Rutilio Rufo y llevaban el segundo sobrenombre de Cesonino. Pisón Frugi, que era un hombre enérgico de acentuada tendencia conservadora, ya había anunciado que, en principio, se opondría a los dos tribunos de la plebe más radicales, Cayo Papirio Carbón y Marco Plautio Silvano, si intentaban ignorar las limitaciones de la ley de Lucio César para conceder también la ciudadanía a los itálicos que participasen en la guerra. Que hubiese aceptado no oponerse a la ley de Lucio César se debía a los buenos oficios de Escauro y otros a quienes él respetaba. Así, el interés por los asuntos del Foro, casi desaparecido desde el comienzo de la guerra, comenzó a recuperarse y el año que estaba en puertas prometía una importante actividad política.

Mucho más deprimentes fueron las elecciones centuriadas, al menos a nivel consular. Hacía meses que se daba por ganadores a los dos principales candidatos, y ahora ya habían ganado. Que Cneo Pompeyo Estrabón fuese primer cónsul y Lucio Porcio Catón Liciniano segundo cónsul, lo atribuían todos al hecho de que Pompeyo Estrabón hubiese celebrado un triunfo pocos días antes de las elecciones.

—Esos triunfos son de pena —dijo Escauro, príncipe del Senado, a Lucio Cornelio Sila—. Primero Lucio Julio y ahora Cneo Pompeyo, ¡figúrate! Me siento muy viejo.

Y también lo aparentaba, pensó Sila, sintiendo un estremecimiento de alarma. Si la ausencia de Cayo Mario prometía una actividad apática y aburrida en el campo de batalla, ¿qué consecuencias traería la falta de Marco Emilio Escauro en ese otro campo de batalla que era el Foro? ¿Quién se ocuparía de esos minúsculos pero muy importantes asuntos extranjeros en que Roma siempre se veía implicada? ¿Quién llamaría al orden a engreídos imbéciles como Filipo y arrogantes arribistas como Quinto Vario? ¿Quién se enfrentaría a cualquiera que surgiese tan descarado y seguro de su valía? Lo cierto era que desde el infarto de Cayo Mario, Escauro había decaído a ojos vistas. Era evidente que por mucho que hubieran reñido y refunfuñado mutuamente durante más de cuarenta años, se necesitaban el uno al otro.

—¡Marco Emilio, cuídate! —dijo de pronto Sila, movido por un presentimiento.

—¡Todos tenemos que irnos algún día! —contestó el príncipe del Senado con un destello de sus verdes ojos.

—Cierto. Pero tú, aún no. Roma te necesita. Si no, quedaremos a merced de las gentilezas de Lucio Julio César y Lucio Marco Filipo. ¡Menuda perspectiva!

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