—¡Y yo que pensé que habías tenido muchos amantes! —exclamó Livia Drusa, irguiéndose a duras penas en las almohadas.
—¡Oh, claro que los tuve, querida! Después de morir Mamerco. Llegué a tenerlos por docenas, pero los amoríos pasan con el tiempo, ¿sabes? No son más que un medio para descubrir la naturaleza humana cuando falta un fuerte vínculo afectivo, que es lo que suele suceder. Y luego, de pronto, un día te das cuenta de que los amoríos no valen la pena por las complicaciones que acarrean y que lo que a una le falta no se encuentra por medio de ellos. Hace años que no he tenido ningún amante, y soy más feliz viviendo con mi hijo Mamerco y tratando a sus amigos. O lo era hasta que él se casó, porque mi nuera no me gusta —añadió torciendo el gesto.
—¡Madre, voy a morir y no podré conocerte!
—Mejor eso que nada, Livia Drusa. No es culpa de tu hermano exclusivamente —dijo Cornelia Escipionis, encarando con firmeza la realidad—. Cuando dejé a tu padre no hice nada por veros a ti y a tu hermano, y podría haberlo hecho. Pero no quise —irguió el tronco y adoptó un aire animoso—. Bueno, ¿quién dice que vayas a morir? Hace casi dos meses que nació tu niño, y nada de morirte.
—No es por culpa de él —dijo Livia Drusa—. Me han echado mal de ojo.
—¿Mal de ojo? —repitió Cornelia Escipionis mirándola atónita—. ¡Oh, Livia Drusa, eso son tonterías que no tienen sentido!
—Sí que lo tienen.
—¡Hija, no es cierto! ¿Y quién es la persona que tanto te odia? ¿Tu antiguo marido?
—No, él ni siquiera piensa en mí.
—¿Quién, entonces?
Pero Livia Drusa temblaba sin atreverse a contestar.
—¡Dímelo! —le instó la madre, con la actitud característica de los Escipiones.
—Servilia —contestó la hija en un susurro.
—¿Servilia? —inquirió Cornelia Escipionis mostrando ceño—. ¿Te refieres a la hija de tu primer esposo?
—Sí.
—Comprendo —dijo dando unas palmaditas en la mano de Livia Drusa—. No quiero ofenderte diciéndote que todo es pura imaginación tuya, hija mía, pero lo superarás. No le des esa satisfacción a la niña.
Notó una sombra a sus espaldas, se volvió y vio un hombre pelirrojo en la puerta, al que sonrió.
—Tú debes de ser Marco Porcio —dijo, levantándose—. Yo soy tu suegra, y acabo de tener una animada charla con Livia Drusa. Quédate ahora con ella, yo voy a buscar a su hermano.
Y salió hacia la columnata del jardín mirando por todas partes hasta dar con su hijo mayor, que estaba sentado junto a la fuente.
—¡Marco Livio! —dijo al llegar a su lado—. ¿Sabías que tu hermana se cree víctima de un maleficio?
—¡No puede ser! —replicó Druso, perplejo.
—¡Sí! Dice que es su hija Servilia.
—Ah, ya —dijo Druso, apretando los labios.
—¿Y te quedas tan tranquilo, hijo?
—Ni mucho menos. Esa niña es peligrosa y tenerla en casa es como albergar a la Esfinge, porque es un monstruo capaz de pensar con maldad.
—¿Y es posible que Livia Drusa se esté muriendo porque crea que tiene mal de ojo?
—Madre —contestó Druso inconscientemente, asintiendo con la cabeza—, Livia Drusa se muere como consecuencia de su último parto; eso es lo que dicen los médicos y yo les creo; en vez de curar, se le ha abierto la herida. ¿No has advertido el olor que hay en el cuarto?
—Claro, pero sigo insistiendo en que se cree víctima de un maleficio.
—Voy a llamar a la niña —dijo Druso levantándose.
Era una criatura pequeña y muy morena, de una belleza misteriosa y enigmática, pero animada por un fuego y un poder que a la abuela se le antojó una especie de casa construida sobre una fumarola tapada. Algún día la tapadera saltaría y el techo saldría volando dejándolo todo al descubierto: una masa bullente de venenos y ruinas. ¿Qué sería lo que habría hecho tan infeliz a aquella pequeña?
—Servilia, ésta es tu abuela, Cornelia Escipionis —dijo Druso sin soltar a su sobrina del hombro.
La niña lanzó un bufido y no contestó.
—Acabo de estar con tu madre —dijo Cornelia Escipionis—. ¿Sabes que está convencida de que la has echado mal de ojo?
—¿Ah, sí? Estupendo —contestó Servilia—. Y es verdad.
—Ah, bien, gracias —dijo la abuela, haciendo un ademán para que se fuera, totalmente inexpresiva—. ¡Al cuarto de los niños!.
Al regresar, Druso esgrimía una amplia sonrisa.
—¡Ha sido sensacional! —dijo, sentándose—. La has hundido.
—Nadie podrá hundir a Servilia —replicó Cornelia Escipionis, pensativa—. De no ser un hombre —añadió.
—Ya lo ha hecho su padre.
—Ah, entiendo… Sí, me dijeron que se niega a reconocer a sus hijos.
—Exacto; los otros son muy pequeños para que se sientan afectados, pero a Servilia, en su momento, se le partió el corazón… o es lo que yo creí. No sé qué pensar, madre. Es tan taimada como peligrosa.
—Pobrecilla.
—¡Ah! —exclamó Druso.
En ese momento entró Cratipo, haciendo pasar a Mamerco Emilio Lépido Liviano.
Era fisicamente muy parecido a Druso, pero carecía del poderío tan evidente en su hermano. Veintisiete años en oposición a los treinta y siete de Druso, no contaba con una carrera famosa ante los tribunales ni se le auguraba un brillante futuro político como en el caso de Druso. A pesar de ello, se advertía en él una especie de fuerza flemática que el mayor no tenía; lo que el pobre Druso había tenido que aprender por si solo después de la batalla de Arausio, a Mamerco se le había ofrecido desde la cuna gracias a la presencia de su madre, una auténtica Cornelia de la rama de los Escipiones, mujer de amplias miras, cultivada y con inquietudes intelectuales.
Cornelia Escipionis se rebulló en el asiento para hacer sitio a Mamerco, quien retrocedió timidamente al ver que Druso no se adelantaba a recibirle y se le quedaba mirando inquisitivo.
—Sé amable, Marco Livio —dijo la madre—. Sois hermanos y debéis ser buenos amigos.
—Nunca creí que fuésemos hermanos de verdad —dijo Mamerco.
—Yo sí —añadió Druso, serio—. ¿Qué es lo cierto, madre? ¿Lo que me has dicho hoy o lo que le dijiste a mi padre?
—Lo que te he dicho hoy. A tu padre le conté otra cosa para poder escapar. Sé que mi conducta no tiene excusa, y he sido todo lo que hayas podido pensar de mí y más, Marco Livio, aunque por distinto motivo. —Se encogió de hombros—. Yo no soy de las que se arrepienten; vivo en el presente, pensando en el futuro, nunca en el pasado.
—Bien venido a mi casa, Mamerco Emilio —dijo Druso, tendiendo sonriente a su hermano la mano derecha.
Mamerco se la estrechó y luego se le acercó a besarle en los labios.
—Mamerco —dijo emocionado—. Soy el único romano que tiene ese nombre; así que llámame Mamerco.
—Nuestra hermana se está muriendo —dijo Druso sin soltar la mano de Mamerco y haciendo que se sentara a su lado.
—Oh… cuánto lo siento. No sabía nada.
—¿No te lo ha dicho Claudia? —inquirió su madre indignada—. Le dejé un recado muy concreto.
—No, sólo me dijo que te habías ido a toda prisa con Marco Livio.
Cornelia Escipionis tomó una decisión; se imponía una solución.
—Marco Livio —dijo, mirándole con lágrimas en los ojos—, me he dado por entero a tu hermano estos últimos veintisiete años —se enjugó las lágrimas—. Mi hija nunca lo sabrá, pero tú y Marco Porcio vais a encontraros con seis niños que cuidar y sin ninguna mujer, a menos que volváis a casaros…
—No, madre, yo no —replicó Druso con énfasis.
—Pues, si te parece bien vendré a vivir aquí para cuidar de los niños.
—Me parece bien —dijo Druso, volviéndose hacia su hermano con otra sonrisa—. Me alegra saber que tengo más familia.
El día en que el pequeño Catón cumplía dos meses murió Livia Drusa. En cierto aspecto fue una muerte feliz, ya que ella conocía la inminencia y se había propuesto con toda su fuerza de voluntad que les fuese lo más llevadera posible a los que dejaba en este mundo. La presencia de su madre la ayudó sobremanera, al saber que sus hijos quedarían con alguien de la familia que les daría cariño. Emulando la entereza de Cornelia Escipionis (que impidió que volviera a ver para nada a Servilia) se dispuso para el trance final y dejó de pensar en maleficios y mal de ojo. Era muchísimo más importante el destino de los que seguían con vida.
Tuvo palabras de amor y consuelo para Catón Saloniano, le dio consejos y recomendaciones y fue su rostro lo último que sus ojos apagados vieron antes de morir, aferrada a su mano, sintiendo el amor de él mientras se internaba en las sombras del olvido. Para su hermano Druso tuvo palabras de cariño y ánimo y frases de consuelo. De sus hijos, sólo pidió que le dejasen ver al pequeño Cepio.
—Cuida a tu hermanito Catón —musitó, besándole con labios febriles—. Cuida de mis hijos —dijo dirigiéndose a su madre.
—No había pensado que Penélope moriría antes que Odiseo —dijo a Catón Saloniano.
Fueron sus últimas palabras.
A
unque no tenía experiencia alguna ante los tribunales y sus conocimientos de la ley romana eran mínimos, Sila disfrutó siendo
praetor urbanus
. Por un lado, tenía sentido común, y por otro, se hallaba rodeado de buenos ayudantes y nunca le intimidaba preguntarles cuando necesitaba consejo. Lo que más le gustaba era lo que él consideraba su autonomía; no tener que depender de Cayo Mario. Por fin comenzaba a ser conocido por sí mismo, como entidad independiente. Aumentaba su modesto grupo de clientes, y todos veían con agrado su costumbre de hacerse acompañar por su hijo. Esperaba que fuese una buena baza para el muchacho y que pudiera iniciar desde muy joven una buena carrera en el ámbito jurídico y con los mejores comandantes del ejército.
El muchacho no sólo se parecía a César, sino que poseía el atractivo de la rama de los Julios, por lo que se ganaba fácilmente amistades que conservaba gracias a su carácter simpático y afable. Destacaba entre sus amigos un muchacho unos cinco meses mayor que él, un joven escuálido de cráneo descomunal, llamado Marco Tulio Cicerón. Curiosamente, era de Arpinum, el pueblo de Cayo Mario, y su abuelo había sido cuñado de Marco, el hermano de Cayo Mario, ya que ambos se habían casado con dos Gratidias hermanas. Todo esto no tuvo necesidad de averiguarlo Sila, pues cuando su hijo traía a Cicerón a casa, él mismo le anegaba con un aluvión de datos. Cicerón era locuaz.
No hubo necesidad, por ejemplo, de preguntar qué hacía aquel muchacho de Arpinum en Roma. El mismo lo contó en seguida.
—Mi padre es un buen amigo de Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado —dijo el joven Cicerón, dándose importancia—, y también de Quinto Mucio Escévola el Augur. ¡Y es cliente de Lucio Licinio Craso Orator! Por eso, cuando mi padre se dio cuenta de que yo era inteligente y tenía buenas dotes para que se perdieran en Arpinum, nos trasladamos a Roma; y aquí nos vinimos el año pasado; tenemos una
boni
ta casa en el
Carinae
, junto al templo de
Tellus
; al otro lado del templo vive Publio Rutilio Rufo. Estoy estudiando con Quinto Mudo Augur y con Lucio Craso Orator, aunque más con éste, porque Quinto Mudo Augur es muy viejo. Claro que hace años que venimos a Roma; figúrate que inicié mis estudios en el Foro cuando tenía ocho años. ¡Nosotros no somos unos patanes, Lucio Cornelio, tenemos mucha más categoría que Cayo Mario!
Divertido, Sila dejaba que aquel muchacho de trece años charlara por los codos, preguntándose cuándo sucedería lo inevitable; cuándo aquella cabeza de sandía se desprendería del tallo demasiado fino y caería al suelo sin dejar de hablar. Era una enorme cabeza que asentía, se erguía y se balanceaba; una carga evidentemente incómoda y arriesgada.
—¿Sabéis —dijo Cicerón con voz ingenua— que ya tengo audiencia cuando hago los ejercicios de retórica? ¡Mis preceptores no son capaces de vencerme en ningún debate!
—Supongo entonces que pensarás hacerte abogado —dijo Sila, que apenas podía meter baza.
—¡Oh, claro! Pero no como el gran Aculeo, mi linaje me confiere derecho al consulado. Bueno, primero el Senado, naturalmente. Todos dicen que haré una gran carrera pública —añadió inclinando el cabezón—. Según mi experiencia, Lucio Cornelio, el trato jurídico con el electorado es mucho más efectivo que esa vieja cansada que es el ejército.
Mirándole fascinado, Sila dijo con voz suave:
—Yo he conseguido llegar a donde estoy gracias a esa vieja, Marco Tulio. No hice una carrera jurídica, y sin embargo aquí me tienes, de pretor urbano.
—Si, pero no teníais las ventajas que yo tengo, Lucio Cornelio —replicó Cicerón sin pensárselo dos veces—. Yo seré pretor a los cuarenta años, que es lo adecuado.
—Estoy seguro de ello, Marco Tulio —dijo Sila, dándose por vencido.
—Sí,
tata
—dijo el joven Sila una vez a solas con su padre, y por consiguiente sin trabas para darle el diminutivo con que le llamaba desde niño—, ya sé que es un poco engreído, pero aun así me gusta. ¿A ti no?
—Creo que este Cicerón es de temer, hijo, pero sí, se gana a la gente. ¿De verdad que es tan listo como dicen?
—Ve a escucharle un día y juzga por ti mismo,
tata
.
—¡No, gracias! —contestó Sila, meneando la cabeza—. ¡No pienso darle ese gusto a semejante presuntuoso!
—El príncipe del Senado Escauro está profundamente impresionado con él —dijo el joven Sila, reclinándose en su padre con una naturalidad que el pobre Cicerón nunca conocería; Cicerón comenzaba a comprobar que su padre era el tipo de caballero rural empeñado en impresionar a los nobles romanos, y se le solía marginar como si fuera un pariente de Cayo Mario, nombre tabú. La consecuencia era que el hijo se iba alejando cada vez más del padre, consciente de que verse vinculado a Cayo Mario era una desventaja que no le favorecía en sus aspiraciones a un cargo público.