La corona de hierba (84 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: La corona de hierba
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—No morirá —dijo Sila, con aspecto muy cansado.

—Ni por un instante lo he pensado —replicó Escauro sarcástico—. Aún no ha sido cónsul siete veces; así que no puede morir.

—Eso es exactamente lo que me dijo él.

—¿Cómo, es que puede hablar?

—Algo. Palabras no le faltan, lo que sucede es que las farfulla. Un médico del ejército dice que es porque el ataque lo ha sufrido el lado izquierdo en vez del derecho, aunque no sé a qué se debe, ni tampoco lo sabe el médico, pero afirma que suele ser así cuando se producen heridas en la cabeza. Si la parálisis es en el lado derecho, el habla desaparece. Cuando es en el izquierdo, se conserva esa facultad.

—¡Qué cosas! ¿Por qué los médicos de la ciudad no dicen nada de eso? —inquirió Escauro.

—Supongo que no verán tantas cabezas rotas.

—Cierto —añadió Escauro, cogiendo afectuosamente a Sila del brazo—. Ven a mi casa, Lucio Cornelio, a tomar una copa de vino y cuéntame con todo detalle cuanto ha sucedido. Yo te hacia con Lucio Julio en Campania.

Sila tuvo que poner en juego toda su voluntad para rechazar la invitación.

—Prefiero ir a mi casa, Marco Emilio. Llevo la armadura y me da calor.

Escauro lanzó un suspiro.

—Ya es hora de que olvidemos lo que sucedió hace tantos años —dijo con toda sinceridad—. Mi esposa es mayor, más comedida y se halla muy ocupada con los niños.

—Pues bien, vayamos a tu casa.

Los esperaba en el
atrium
para recibirlos, tan ansiosa por saber el estado de Mario como todos en Roma. Ahora, ya con veintiocho años, conocía la inmensa dicha de haber ganado en belleza, y era una beldad pletórica que posó en Sila unos ojos grises como el mar en un día nublado.

A Sila no se le escapó que, aunque Escauro la dirigió una amplia sonrisa sincera y llena de afecto, ella le tenía miedo.

—Bien venido, Lucio Cornelio —dijo ella en tono neutro.

—Gracias, Cecilia Dalmática.

—Esposo, he dispuesto refresco en tu despacho —añadió, igualmente en tono neutro—. ¿Va a morir Cayo Mario?

Le contestó Sila, sonriendo ya confiado, pasado el primer momento. Era muy distinto a verla en casa de Mario en una cena.

—No, Cecilia Dalmática. Aún nos queda Mario para rato. De eso estoy seguro.

—En ese caso, os dejo —comentó ella, tras lanzar un suspiro de alivio.

Los dos permanecieron en el
atrium
hasta que hubo desaparecido y Escauro condujo a Sila a su
tablinum
.

—¿Quieres el mando del frente mársico? —inquirió Escauro dándole una copa de vino.

—Dudo que el Senado me lo conceda, príncipe del Senado.

—Francamente, yo también. Pero ¿lo quieres?

—No, no lo quiero. Mi carrera durante este año de guerra ha tenido lugar en Campania, aparte de esa operación especial con Cayo Mario, y preferiría seguir en el frente que conozco. Lucio Julio me espera —contestó Sila, sabiendo perfectamente lo que pensaba hacer cuando los nuevos cónsules asumieran el cargo, y no deseando que Escauro participase en sus planes.

—¿Son tuyas las tropas que han escoltado a Mario?

—Sí. Las otras quince cohortes las envié directamente a Campania. Las que faltan, yo mismo las llevaré mañana.

—¡Oh, ojalá te presentases a cónsul! —dijo Escauro—. ¡Hace quince años que no se dan unas expectativas consulares tan mediocres!

—Voy a presentarme con Quinto Pompeyo Rufo a finales del año que viene —contestó Sila con firmeza.

—Eso había oído. Lástima.

—Este año no podría ganar la elección, Marco Emilio.

—Sí podrías, si yo te doy mi apoyo.

—Un ofrecimiento que llega tarde —replicó Sila sonriente—. Estaré muy ocupado en Campania para vestir la
toga candida
. Además, tengo que compartir la suerte con mi colega, ya que Quinto Pompeyo y yo nos presentamos en equipo. Mi hija va a casarse con su hijo.

—Entonces retiro mi ofrecimiento. Tienes razón. Roma tendrá que salir al paso como pueda este año. Será un gran placer que los cónsules del año que viene estén emparentados. La armonía curul es una cosa estupenda. Y dominarás a Quinto Pompeyo con la misma facilidad con que él aceptará ese dominio.

—Eso creo yo, príncipe del Senado. El momento de las elecciones son las únicas fechas en que Quinto Pompeyo puede prescindir de mí, ya que quiere aminorar la campaña para venir él también a Roma. Creo que casaré a mi hija con el hijo de Quinto Pompeyo en diciembre, aunque aún no tenga dieciocho años, porque ella está deseosa —mintió Sila, a sabiendas de que la muchacha era de lo más reacia, pero confiando en la Fortuna.

Su convencimiento respecto a la actitud de Cornelia Sila quedó corroborado cuando dos horas después llegaba a su casa. Elia le recibió con la noticia de que Cornelia Sila había intentado fugarse de casa.

—Afortunadamente a su doncella le entró miedo y me lo contó —dijo Elia entristecida; quería mucho a su hijastra y por ello deseaba que pudiera casarse con el hombre de su corazón, el joven Mario.

—¿Y qué pensaba hacer, echarse a los campos destrozados por la guerra? —inquirió Sila.

—No tengo ni idea, Lucio Cornelio. Ni creo que ella lo supiese tampoco. Me figuro que fue un impulso.

—Pues cuanto antes se case con el joven Quinto Pompeyo, mejor —dijo Sila con severidad—. Voy a hablar con ella.

—¿Aquí, en tu despacho?

—Si, Elia, en mi despacho.

Como sabía que no le tenía afecto, ni le agradaba la simpatía que sentía por su hijastra, Elia miró a su esposo con una mezcla de temor y lástima.

—Lucio Cornelio, por favor, trata de no ser duro con ella —dijo.

Petición que Sila ignoró dándole la espalda.

Cornelia Sila compareció casi como una prisionera, acompañada de dos esclavos.

—Podéis marcharos —dijo Sila a los guardianes, clavando su fría mirada en el rebelde rostro de su hija, una faz preciosa que había heredado el color de piel del padre y la belleza de la madre, menos los grandes ojos, que eran de un azul muy distinto.

—¿Qué es lo que tienes que decir, jovencita?

—Esta vez estoy preparada, padre. ¡Puedes pegarme hasta matarme porque me da igual! ¡No quiero casarme con Quinto Pompeyo y no puedes obligarme!

—Hija, te casarás con Quinto Pompeyo aunque tenga que atarte y drogarte —replicó Sila en un tono suave, presagio de gran violencia.

Pero, a pesar de sus lágrimas y pataletas, era mucho más hija suya que de Julilla. Notó que se afirmaba sobre los pies, como dispuesta a recibir un tremendo golpe, y advirtió que sus ojos brillaban como zafiros.

—¡No voy a casarme con Quinto Pompeyo!

—¡Por todos los dioses que lo harás, Cornelia!

—¡No me casaré con él!

Normalmente, tal desafío habría provocado una ira desatada en Sila, pero en esta ocasión, quizá porque viera en el rostro de la muchacha algún rasgo de su hijo muerto, no tuvo fuerzas para encolerizarse.

—Hija —espetó con un bufido—, ¿sabes quién es Pietas?

—Claro que lo sé: el deber —contestó Cornelia Sila, cautelosa.

—Amplía la definición, Cornelia.

—Es la diosa del deber.

—¿Qué clase de deber?

—Toda clase de deber.

—Incluido el deber de los hijos para con sus padres, ¿no es cierto? —dijo Sila con suavidad.

—Sí —contestó ella.

—Desafiar al
paterfamilias
es una cosa horrible, Cornelia. No sólo se ofende a Pietas, sino que, conforme a la ley, estás obligada a obedecer al cabeza de familia. Y yo lo soy —dijo Sila, severo.

—El primer deber es para conmigo misma —contestó ella, heroica.

A Sila comenzaron a temblarle los labios.

—No, hija, tu primer deber es conmigo. Dependes de mi mano.

—¡Padre, con mano o sin mano, no pienso traicionarme!

Los labios cesaron en su temblor, se quedaron abiertos y Sila soltó una carcajada.

—¡Oh, vete! —exclamó él cuando pudo—. ¡Cumple con tu deber o te vendo como esclava! —gritó tras ella, sin dejar de reír—. ¡Puedo hacerlo y nadie me lo impedirá!

—¡Ya soy una esclava! —replicó ella a voces.

¡Qué soldado habría sido! Una vez recuperada la seriedad, Sila se sentó a escribir al ciudadano griego de Esmirna, Publio Rutilio Rufo.

Y eso es exactamente lo que sucedió, Publio Rutilio. ¡La pequeña e insolente impúdica no dio su brazo a torcer! Y no me queda otro remedio que cumplir unas amenazas que no contribuyen a mis deseos de ser elegido cónsul aliado a Quinto Pompeyo. La muchacha no me sirve de nada muerta o esclava… y no le servirá a Quinto Pompeyo si tengo que atarla y drogarla para hacerla comparecer ante el celebrante matrimonial. ¿Qué hago, pues? Te lo pregunto muy seriamente y con desesperación. ¿Qué hago? Me he acordado de la anécdota de cómo tú solucionaste el dilema de Marco Aurelio Cota cuando tenía que elegir esposo para Aurelia. Así que, aquí tienes otro dilema matrimonial, admirado y apreciado consejero.

Confieso que aquí existe un estado de cosas que, de no ser por la incapacidad de casar a mí hija con quien debe ser, ni me hubiera parado a escribirte. Pero ahora que ya he comenzado —y a condición de que tengas una solución a mi dilema— te contaré lo que ha sucedido.

Dejé a nuestro príncipe del Senado en el momento en que se disponía a escribirte, así que no necesito decirte la desgracia de que ha sido víctima Cayo Mario. Me limitaré a explicarte mis esperanzas y temores para el futuro, y procuraré, al menos, vestir la
toga praetexta
y sentarme en la silla curul de cónsul, ya qae el Senado ha pedido a los magistrados curules que revistan sus mejores galas para dar realce a la victoria de Mario —¡muy mía!— sobre los marsos. Esperemos que esto marque el final de esos estúpidos gestos de duelo y alarma.

En este momento parece bastante probable que los cónsules del año que viene sean Lucio Porcio Catón Liciniano y —¡oh, horror!— Cneo Pompeyo Estrabón. ¡Qué horrenda pareja! Un presuntuoso culo de gato y un bárbaro arrogante incapaz de ver más allá de su nariz. Te confieso que no acabo de entender en modo alguno cómo ciertas personas llegan al consulado. Es evidente que no basta para ello haber sido un buen pretor urbano o en provincias. Ni tener un expediente militar tan amplio e ilustre como el linaje del rey Tolomeo. No me queda más remedio que llegar a la conclusión de que el factor realmente importante es llevarse bien con el Ordo equester, porque si a los caballeros no les gustas, Publio Rutilio, ya puedes ser el mismo Rómulo, que no tienes la menor posibilidad en las elecciones. Los caballeros dieron seis veces la silla consular a Cayo Mario, tres de ellas
in absentia
. ¡Y les sigue gustando! Es un hombre que resuelve cosas. Si, también les agrada que el candidato tenga antepasados, pero no es suficiente para que le voten, a menos que les abra sus buenas bolsas o les ofrezca toda clase de incentivos complementarios, como son créditos más fáciles o información privilegiada en todo lo que el Senado piense llevar a cabo.

Yo habría debido ser cónsul hace años, si hubiese sido pretor hace años. Si, pero el príncipe del Senado me puso trabas. Y lo hizo movilizando a los caballeros que le siguen balando como un rebaño de corderos. Te parecerá, pues, que cada vez he de detestar más al Ordo equester. Me pregunto si no sería maravilloso hallarse en una posición desde la que se pudiera hacer con ellos lo que se quisiera. ¡Ah, cómo los haría padecer, Publio Rutilio! Y por cuenta tuya también.

A propósito de Pompeyo Estrabón, ha estado muy ocupado contando a toda Roma que se cubrió de gloria en Picenum, cuando, en mi opinión, el verdadero artífice de ese pequeño éxito es Publio Sulpicio, que trajo un ejército de la Galia itálica e infligió una sonada derrota a una fuerza mixta de picentinos y pelignos aun antes de establecer contacto con Pompeyo Estrabón.

Nuestro amigo bizco —ojalá se pudra— pasa todo el verano cómodamente encerrado en Firmum Picenum. En cualquier caso, ahora que no está en su habitual residencia de verano, se atribuye todo el mérito de la victoria sobre Tito Lafrenio, que murió con sus hombres en la batalla. De Publio Sulpicio (que fue quien estuvo allí y tuvo una destacada participación) ni una palabra. Y por si eso fuera poco, los agentes de Pompeyo Estrabón en Roma hacen que esa batalla parezca mucho más importante que las operaciones de Cayo Mario contra marsos y marrucini.

La guerra va a dar un vuelco. Algo me lo dice.

Estoy seguro que no tengo que darte detalles de la nueva ley que Lucio Julio César quiere promulgar en diciembre. Le di la noticia al príncipe del Senado hace unas horas pensando que rugiría de indignación; sin embargo, le agradó bastante. Él piensa que ofrecer la ciudadanía es muy meritorio, siempre que no se otorgue a quienes han levantado las armas contra nosotros. Etruria y Umbría le preocupan y cree que se apaciguarían los ánimos en las dos regiones en cuanto se les concediera el voto. Yo, aunque lo intenté, no pude convencerle de que la ley de Lucio Julio no será más que el principio, y que a no tardar todos los itálicos serán ciudadanos romanos, por muy fresca que tengan la sangre romana en la espada. Publio Rutilio, yo te pregunto ¿para qué hemos estado luchando?

Contéstame en seguida y dime cómo tratar a las jovencitas.

Sila incluyó la carta a Rutilio Rufo en el paquete postal que el príncipe del Senado enviaba a Esmirna por correo especial; lo que significaba que Rutilio Rufo lo recibiría en tres o cuatro intervalos de mercado y que la contestación la traería el mismo correo en un plazo parecido igual.

De hecho, Sila tuvo la respuesta a finales de noviembre. Estaba aún en Campania, ayudando al con
Vale
ciente Lucio César, a quien el servil Senado había concedido un triunfo por su victoria sobre Mutilo en Acerrae, ignorando olímpicamente el hecho de que los dos ejércitos hubiesen regresado a Acerrae y que en el momento del decreto se hallasen de nuevo enzarzados en la lucha. El motivo alegado por el Senado era que las tropas de Lucio César le habían aclamado
imperator
en el campo de batalla. Cuando Pompeyo Estrabón se enteró, sus agentes alzaron tal revuelo que el Senado se vio obligado a decretar otro triunfo para él. ¡Qué bajo hemos caído!, pensó Sila, vencer a los itálicos no es triunfar.

Tan señalado honor no indujo entusiasmo alguno en Lucio César; cuando Sila le preguntó cómo quería que le organizasen el triunfo, puso cara de sorpresa y dijo:

—Como no hay botín, no hace falta organizarlo. Desfilaré con mis fuerzas por Roma y se acabó.

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