El día siguiente, al amanecer, se presentó, vestido con la
toga virilis
, en casa de Cneo Pompeyo Estrabón en el lado del Palatino que miraba al Foro, deseando que su padre hubiera estado para acompañarle, cuando vio que había cientos de jóvenes congregados. Algunos reconocieron al prodigioso retórico, pero nadie trató de entablar conversación con él y poco a poco se vio relegado al más oscuro rincón del
atrium
de Pompeyo Estrabón. Allí esperó unas horas a que la multitud fuera decreciendo y a que alguien saliera a ocuparse de él. El nuevo segundo cónsul era el hombre más importante de Roma en aquel momento y todos querían hablar con él o pedirle algún favor. Además, tenía un verdadero ejército de clientes, todos picentinos, aunque Cicerón no habría imaginado que hubiera tantos residentes en Roma de no haber visto aquella multitud.
Quedarían un centenar de personas y Cicerón comenzaba a sentir grandes deseos de que alguno de los siete secretarios pusiera la vista en él, cuando un muchacho de su edad se le aproximó y se apoyó en la pared mirándole. Los ojos que le escrutaban de arriba abajo eran fríos, desapasionados y seguramente los ojos marrones más hermosos que había visto Cicerón. Eran tan grandes y abiertos que parecían denotar una constante sorpresa, y eran de un azul cielo profundo, digno de definirse como único. La revuelta cabellera, dorada y brillante presentaba dos particularidades: una, el copete que se erguía sobre la ancha frente, y la otra, un mechón que le caía en medio de la ancha frente. Tenía una boca de labios finos, pómulos salientes, nariz corta y respingona, hoyuelo en la barbilla, tez rosada y pecosa y cejas y pestañas doradas como el pelo. No obstante, era un rostro muy agradable, y su dueño, después de aquel somero escrutinio del retórico en ciernes, esbozó una sonrisa tan atractiva que Cicerón sucumbió.
—¿Tú quién eres? —dijo el muchacho.
—Marco Tulio Cicerón, hijo. ¿Y tú?
—Cneo Pompeyo, hijo.
—¿Estrabón?
El joven Pompeyo se echó a reír.
—¿Acaso soy bizco, Marco Tulio?
—No, ¿pero no es costumbre, de todos modos, adoptar el sobrenombre paterno? —replicó Cicerón.
—No en mi caso —contestó Pompeyo—. Quiero ganarme un sobrenombre yo mismo. Y ya sé cuál va a ser.
—¿Cuál?
—Magno.
Cicerón profirió una peculiar risa relincho.
—¿No te parece un poco exagerado eso de Magno? Además, tú no puedes atribuirte el sobrenombre; son los demás quienes te lo atribuyen.
—Lo sé, pero me lo atribuirán.
—Te deseo suerte —dijo Cicerón, pasmado ante la asombrosa seguridad en sí mismo de su interlocutor.
—¿Qué haces aquí?
—Me han destinado de cadete al estado mayor de tu padre.
—¡Oh,
edepol!
¡No le gustarás! —comentó Pompeyo con un silbido.
—¿Por qué?
—Porque eres enclenque —dijo el joven Pompeyo, de nuevo con aquella mirada fría.
—Seré enclenque, Cneo Pompeyo, pero mi inteligencia es superior a la de cualquiera —espetó Cicerón.
—A mi padre, eso no le impresionará —respondió el hijo, mirándose con complacencia su bien formado cuerpo.
La respuesta dejó anonadado a Cicerón y comenzó a sentir esa depresión que de vez en cuando lo agobiaba con mayor crueldad que a personas con cuatro veces su edad. Tragó saliva, miró al suelo y deseó que Pompeyo se marchase y le dejara en paz.
—No hay por qué ponerse triste —añadió Pompeyo, enérgico—. ¡Tengo entendido que puedes ser un león con la espada y el escudo! ¡Y con eso te lo ganas!
—No soy ningún león con la espada y el escudo —respondió Cicerón con voz chillona—. Pero tampoco soy ningún cobarde, ¿entiendes? La verdad es que soy un desastre con los pies y las manos; es algo más fuerte que yo, no lo puedo evitar.
—Pues en el Foro bien que sabes adoptar posturas —replicó Pompeyo.
—¿Sabes quién soy? —inquirió Cicerón, maravillado.
—Claro —dijo Pompeyo, con una caída de ojos—. También es cierto que a mi no se me da nada bien eso de la dialéctica. Mis tutores hace años que me arrean sin resultado. Para mí es una pérdida de tiempo y no me entra la diferencia entre
sententia
y
epigramma
, y no digamos sutilezas como
color
y
descriptio
.
—¿Y cómo esperas que te den el sobrenombre de Magno si no sabes hablar? —dijo Cicerón.
—¿Y cómo esperas que te llamen Grande si no sabes esgrimir una espada?
—¡Ah, ya! Tú piensas ser otro Cayo Mario.
—¡Nada de otro Cayo Mario! —exclamó ofendido Pompeyo—. ¡Seré yo mismo y dejaré a Cayo Mario como un novicio!
Cicerón emitió una risita, y un destello animó sus ojos oscuros.
—¡Ah, Cneo Pompeyo, eso me ha gustado! —exclamó.
Se acercó alguien y los dos se volvieron a mirar. Era el mismísimo Cneo Pompeyo Estrabón, tan recio que parecía cuadrado, aunque le faltaba estatura. Se parecía mucho al hijo, aunque no tenía los ojos tan azules y los suyos eran tan estrábicos que parecían mirar exclusivamente el puente de su propia nariz. Le conferían un algo enigmático a la par que antiestético, ya que no se podía saber lo que miraban dada su extraña disposición.
—¿Quién es éste? —preguntó a su hijo.
Pompeyo hijo hizo algo tan maravilloso que Cicerón jamás lo olvidaría ni dejaría de estarle agradecido por ello: le pasó el musculoso brazo por los hombros y le dio un apretón.
—Es mi amigo Marco Tulio Cicerón hijo —contestó animoso, sin darle gran importancia—. Le han destinado a tu estado mayor, padre, pero no tienes que preocuparte, yo me ocuparé de él.
—¡Humm! —farfulló Pompeyo Estrabón—. ¿Quién te ha destinado conmigo?
—Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado —contestó Cicerón con un hilo de voz.
—¡Ah, claro, el sarcástico
cunnus
! —dijo el primer cónsul, asintiendo con la cabeza—. Me imagino que estará en su casa partiéndose de risa —añadió, volviendo la espalda indiferente—. Da las gracias que eres amigo de mi hijo,
citocaccia
, si no te echaría a los cerdos.
Cicerón enrojeció como una amapola. Para él, que procedía de una familia en la que no se decían palabrotas porque su padre las consideraba de suma vulgaridad, oír aquello de labios del cónsul le causaba gran impresión.
—¿Eres una mujercita, Marco Tulio, no? —inquirió Pompeyo sonriente.
—Hay maneras mejores y más graciosas de utilizar nuestra gran lengua latina que proferir groseras imprecaciones —dijo Cicerón con dignidad. — ¿Es que criticas a mi padre? —inquirió su nuevo amigo, tensándose amenazador.
—¡No, no, Cneo Pompeyo! —respondió Cicerón, retractándose sin pensárselo dos veces—. ¡Es que no me ha gustado que me llames mujercita!
Pompeyo se distendió y volvió a sonreír.
—¡Más te vale, porque no me gusta que nadie encuentre faltas en mi padre! —dijo mirando con curiosidad a Cicerón—. Por todas partes se habla mal, Marco Tulio, en particular en torno a los burdeles y las letrinas públicas. Si un general no llama a sus soldados
cunnus
y
mentula
e está mal visto y piensan que es una vestal estirada.
—Cierro ojos y oídos —dijo Cicerón—. Gracias por ofrecerme tu protección —añadió para cambiar de tema.
—¡No tiene importancia, Marco Tulio! Creo que haremos buenas migas; tú me ayudarás en los informes y las cartas y yo con el escudo y la espada.
—Trato hecho —dijo Cicerón sin moverse del sitio.
Pompeyo, que había comenzado a alejarse, se volvió.
—¿Ahora qué esperas? —inquirió.
—No he entregado a tu padre la orden de incorporación.
—Tírala —contestó Pompeyo sin darle importancia—. A partir de hoy eres mio; mi padre no te hará ni caso.
Cicerón le siguió hacia el jardín peristilo, donde se sentaron al sol y Pompeyo se puso a demostrarle que, aunque detestaba la retórica, era un buen hablador y un chismoso.
—¿Te has enterado de lo de Cayo Vetieno?
—No —contestó Cicerón.
—Se ha cortado los dedos de la mano derecha para no tener que hacer el servicio militar. El pretor urbano Cinna le ha condenado a residir de por vida como criado en los cuarteles de Capua.
—Curiosa sentencia, ¿no crees? —dijo Cicerón con un estremecimiento.
—¡Tenían que hacer un escarmiento! No podía quedarse con una multa y el destierro. Nosotros no somos como esos reyes orientales y nunca metemos a la gente en la cárcel. ¡No metemos a nadie en prisión ni un mes! En realidad, creo que la solución de Cinna es muy justa —dijo Pompeyo sonriendo—. ¡Los militares de Capua le harán la vida imposible a Vetieno para siempre!
—Y que lo digas —añadió Cicerón, tragando saliva.
—Bien, venga, te toca a ti.
—Me toca, ¿el qué?
—Contar algo.
—No se me ocurre nada, Cneo Pompeyo.
—¿Cómo llaman a la mujer de Claudio Pulcher?
—No lo sé —contestó Cicerón, perplejo.
—Con ese cerebrón y no sabes nada… Bien, tendré que decírtelo—. Cecilia Metela Baleárica. ¿No te parece un nombre descomunal?
—Es una familia muy augusta.
—¡No tan famosa como lo será la mía!
—¿Y qué pasa con ella?
—Que murió el otro día.
—¡Oh!
—Tuvo un sueño cuando Lucio Julio regresó a Roma para las elecciones —siguió contando Pompeyo— y a la mañana siguiente fue a verle y le dijo que Juno Sospita se le había aparecido para quejarse de los repugnantes acontecimientos de su templo, al que por lo visto acudieron unas parturientas que murieron y lo único que se hizo fue retirar los cadáveres sin fregar el suelo. Lucio Julio y Cecilia Metela Baleárica cogieron bayetas y cubos y se pusieron a limpiar el templo arrodillados. ¿Te imaginas? Lucio Julio se puso la toga hecha una pena porque no se la quitó, so pretexto de que debía pleno respeto a la diosa. Luego fue directamente a la Curia Hostilia, promulgó esa ley para los itálicos y pronunció ante la Cámara una filípica sobre lo descuidados que están los templos y que cómo esperaba Roma ganar la guerra si a los dioses no se les tenía el debido respeto. Así que, al día siguiente, todo el Senado se proveyó de cubos y trapos y se dedicaron a fregar todos los templos. — Pompeyo dejó de hablar—. ¿Qué sucede?
—¿Y tú cómo sabes todo eso, Cneo Pompeyo?
—Porque escucho todo lo que se habla, incluso a los esclavos. ¿Tú qué haces todo el día, leer a Homero?
—Ya hace años que leí a Homero —contestó Cicerón, complacido—. Ahora leo a los grandes oradores.
—Y no tienes ni idea de lo que pasa en la ciudad.
—Ahora que te conozco, seguro que me entero. ¿Debo entender que después del sueño y de limpiar el templo de Juno Sospita, la esposa de Apio Claudio Pulcher dio ejemplo en su casa expirando?
—Murió de repente. Lucio Julio dice que es una tragedia. Era una de las matronas más honradas de Roma, con seis niños, todos con un año de diferencia, el menor de sólo un año de edad.
—El siete es número de suerte —dijo Cicerón, por decir algo ingenioso.
—Para ella, no —replicó Pompeyo sin captar la ironía—. Nadie lo entiende, después de seis partos sin contrariedades. Lucio Julio dice que los dioses están indignados.
—¿Cree que la nueva ley apaciguará la ira divina?
—No sé —contestó Pompeyo encogiéndose de hombros—. Nadie lo sabe. Lo único que sé es que mi padre está a favor, y yo también. Mi padre piensa legislar la ciudadanía plena para todas las poblaciones de derecho latino de la Galia itálica.
—Y Marco Plauto Silvano no tardará en legislar su ampliación a todos los que estén inscritos en los rollos de los municipios de Italia si la solicitan personalmente a un pretor en Roma dentro de un plazo de sesenta días después de la promulgación —añadió Cicerón.
—Sí, Silvano, pero con su amigo Cayo Papirio Carbón —le corrigió Pompeyo.
—¡Esto ya está mejor! —dijo Cicerón sonriente, animándose—. Las leyes y la legislación es un tema que me encanta.
—Me alegra que haya alguien a quien se lo parezca —añadió Pompeyo—. A mí las leyes me parecen un estorbo. Siempre están pensadas para hombres superiores de capacidad superior que destacan de los demás, sobre todo en la juventud.
—¡Los hombres no podrían vivir sin leyes!
—Los hombres superiores, sí.
Pompeyo Estrabón no hizo nada por marcharse de Roma, aunque no dejaba de comentar a todos que ni a él ni a Lucio Catón los echarían de menos, porque el pretor urbano, Aulo Sempronio Aseho, era muy competente. Sin embargo, pronto se evidenció que el motivo real de quedarse rezagado era vigilar de cerca el aluvión legislativo ulterior a la
lex Julia
, tarea que había dejado en sus manos el segundo cónsul Lucio Porcio Catón Liciniano. Era una pareja de cónsules que no se llevaban bien, y, así, Lucio Catón se dirigió a Campania para cambiar de ideas y habituarse, finalmente, al frente central, ya que Pompeyo Estrabón había manifestado su intención de proseguir la guerra en Picenum, aunque fue a Sexto Julio César a quien ordenó asediar Asculum Picentum, pese a que su afección pulmonar era grave y el invierno era uno de los más fríos que se recordaban. Poco después llegó la noticia de que Sexto César había matado a ocho mil rebeldes picentinos que había capturado en su tránsito de un campamento en mal estado a otro nuevo en las afueras de Camerinum. Pompeyo Estrabón se indignó, pero siguió en Roma.
Su
lex Pompeia
estaba siendo aprobada en los
Comitia
sin inconvenientes. Acordaba la plena ciudadanía romana a todos los habitantes de ciudades con derechos latinos de la Galia itálica, al sur del río Padus, y concedía derechos latinos a las ciudades de Aquileia, Patavium y Mediolanum, al norte del Padus. Toda la población de aquellas grandes y prósperas ciudades se convertían en clientes suyos, y ése era el verdadero motivo de la legislación. Pompeyo Estrabón, que no era ningún paladín del derecho a la ciudadanía, consintió en que Pisón Frugi pusiera pegas a los que se beneficiaban de las tres leyes de emancipación. Para lo cual, primero promulgó una ley creando dos tribus más en las que debían englobarse todos los nuevos ciudadanos independientemente de donde residieran, conservando las treinta y cinco tribus exclusivamente para los romanos de solera. Pero cuando Etruria y Umbría comenzaron a protestar por la injusticia de recibir el mismo trato que los libertos de Roma, Pisón Frugi modificó la ley y todos los nuevos ciudadanos quedaron incorporados en ocho de las antiguas tribus y en las dos de reciente invención.